jueves, 27 de febrero de 2014

LACTICINIA I: LECHE, MANTEQUILLA Y YOGUR

La dieta romana, marcada en sus orígenes por una economía de tipo pastoral, otorga gran importancia a los productos lácteos, especialmente la leche y el queso. La leche, lo mismo que sus derivados, es uno de los productos más antiguos de la humanidad. Su presencia en las ofrendas rituales, como las que se hacen en las fiestas Palilia o Ruminalia, refleja la importancia vital que adquiere para la supervivencia de los pueblos más primitivos, entre ellos la primera Roma.



Según Varrón (RR II, 11, 1) la leche es el alimento más nutritivo: “la leche de oveja, y luego la de cabra, son, de todos los alimentos líquidos, los más nutritivos”. La leche más apreciada, pues, era la de oveja, seguida de la de cabra. Posteriormente se introduciría la de vaca, que no se explotaba para el ordeño sino para el trabajo en el campo. Se bebía con gusto la leche de camella, de la que dice Plinio el Viejo que “su leche es agradabilisima si a una medida se le añaden tres de agua” (NH XI 96). Se tomaba también la de búfala, animal introducido en Italia hacia finales del siglo V aC. La de burra y la de yegua tenían una utilidad principalmente cosmética, proporcionando suavidad a la piel, de manera que, siempre según Plinio, ciertas mujeres diariamente se frotaban la cara siete veces con leche de burra para tener la piel tersa (NH 28, 50). Y la emperatriz Popea se bañaba a diario en leche de burra para mantener la piel blanca y suave, para lo cual contaba con rebaños de burras que se desplazaban a donde ella fuera. La leche se utilizaba también para uso medicinal. Plinio en su libro XXVIII de la Historia Natural menciona diferentes usos: servía como purga, especialmente la de yegua; como lavativa; para hacer gárgaras; para curar la tuberculosis, la gota, la lepra, la parálisis, la epilepsia... Era también un antídoto en caso de envenenamiento por plantas ponzoñosas, como la cicuta. Servía para dormir a los niños si se mezclaba con jugo de adormideras. Se utilizaba incluso la leche de mujer, con la que “se curan los problemas de pulmón; si a esto se mezcla orina de un joven impúber y miel ática se eliminan también los gusanos de las orejas” (NH 28, 21).  


La calidad de la leche dependía de ciertos factores, como la alimentación del animal. Así, la leche más nutritiva es la de aquella cabra u oveja que ha comido cebada, paja y, en general, todo alimento seco y sustancioso, mientras que la que procede de ganado apacentado con hierba verde tendrá un efecto purgante (Varrón, RR II, 11, 2).

Virgilio (Geórgicas III, 394-397) comenta que para favorecer la secreción láctea, se salaba la hierba para que el animal bebiese más. También explica que la leche ordeñada por la mañana servía para hacer queso, mientras que la ordeñada por la tarde se llevaba después a la ciudad para venderla (Geórgicas III, 400). El pastor llevaba la leche fresca a la ciudad, pero a menudo esta cantidad no era suficiente para una urbe tan densamente poblada, por lo que, además de fresca, la leche se podía conservar añadiendo sal y protegiéndola en la despensa: “el pastor suele con la sal, que lo conserva, rociarlo, para usar de él en invierno” (Geórgicas III, 400).



La leche se podía tomar fresca o cuajada, aromatizada con hierbas. En la cocina tiene muchos usos. Se utiliza especialmente en postres, mezclada con  miel, frutas o harina. Apicio nombra algunos postres lácteos, como las natillas romanas (tyropatinam): “Poner leche en un plato, en la cantidad proporcional al tamaño de éste. Amalgamar con miel, como se hace con todos los dulces hechos con leche; echar cinco huevos para medio litro; tres, para un cuarto. Batirlos con leche hasta que queden bien disueltos, pasar por el tamiz dentro de una sartén, y cocer a fuego lento. Cuando haya cuajado, espolvorear pimienta y servir” (Apicio 7, XI, 7). Pero no solo se usaba en postres. A menudo forma parte de los ingredientes de la salsa adecuada para el cabrito o el cordero, junto con la miel y la pimienta, y por otra parte servía para desalar la carne, en una doble cocción, primero en leche y luego en agua.  Apicio la menciona también como ingrediente principal de una especie de sopa-salsa llamada Pultes tractogalatae (Apicio: V, 3): “echar en una cacerola medio litro de leche con un poco de agua, y hervir a fuego lento. Romper tres galletas de harina dentro de la cacerola. Remover, y añadir agua para que no se queme. Cuando esté cocido, echar miel sin apartarlo del fuego”.

La leche se podía consumir también en una especie de yogur, lo cual comenzó como método para conservarla. Este yogur, llamado oxygala, se obtenía de dos formas, tal como nos dice Plinio: “A la leche se le añade un poco de agua para que se agríe. La parte que queda más densa flota en la superficie. Se llama oxygala a esta parte, que se retira y se le añade sal. (...) La oxygala se obtiene de otro modo: a la leche fresca se le añade leche agria dentro para que así se agrie, es muy útil para el estómago” (NH, 28, 35)
Columela también menciona la confección de la oxygala, en la que entran numerosas hierbas aromáticas que se deben mezclar con la leche y la sal: orégano, hierbabuena, cilantro, tomillo, cebolla... (RR 12 8). Apicio presenta una receta de melca, variante de la oxygala, con “pimienta y garum, o sal, aceite y cilantro” (VII, 11, 9). Según Galieno (Al. Succ. 13), la melca es un reconstituyente estupendo y tomada con hielo es un refresco exquisito.

La mantequilla (butyrum) no era muy utilizada en la alimentación romana. Posiblemente ésta no se conservaba correctamente y era de mala calidad. Plinio nos dice al respecto que “es el alimento más apreciado por los pueblos bárbaros y que distingue los ricos de la plebe” (NH 28 35). De hecho, en las Galias la mantequilla era muy utilizada y apreciada, mientras que en Italia tenía solamente un uso medicinal, demostrando su efecto benéfico en la dentición infantil, como ungüento para las cervicales, para las heridas de la piel, las úlceras y hasta los problemas de respiración, tal como leemos en Plinio (NH 28).


Para acabar, un recordatorio para una auténtica golosina entre los romanos, el calostro, colostrum, es decir, la espesa leche de oveja acabada de parir. Por lo demás, la historia de los lácteos romanos se completa con la de los quesos, auténticos protagonistas de la gastronomía pasada y actual de Roma y de todo Occidente. Pero eso será en el próximo post.

miércoles, 12 de febrero de 2014

LAS LEGUMBRES EN LAS MESAS ROMANAS

Las legumbres fueron uno de los alimentos más consumidos por los romanos. Las comían de diversas maneras, secas o frescas, crudas o hervidas, molidas en forma de puré o enteras. Cocidas y mezcladas con carne o pescado son la base de los potajes. Se comían incluso tostadas, formando parte del postre o la sobremesa.

Eran importantes especialmente entre el pueblo llano, pues eran accesibles a todos los bolsillos. En algunas ocasiones fueron repartidas al pueblo con motivo de algunos juegos circenses. También eran apreciadas por los soldados en sus campañas militares. Y los poetas y aquellos que afectaban modestia extrema se alimentaban de ellas, haciendo alarde así de la mítica frugalidad romana, opuesta al lujo decadente.  Se vendían, en guisos calientes y grasos, en las popinas y tabernas, incluso en las ocasiones en las que se prohibía cualquier tipo de plato cocinado en esos lugares, lo cual refleja la importancia que este alimento tenía para el pueblo. Sin embargo, pese a ser consideradas un alimento modesto, eran presentes en todas las mesas, incluidas las de los ricos, puesto que eran un alimento símbolo de la cultura romana, un producto de la tierra, frugal y con propiedades terapéuticas.

Entre las principales tenemos los altramuces, los garbanzos, las judías, las lentejas, las habas y los guisantes.


Los altramuces (lupinum) eran considerados mediocres y alimento de pobres. Se podían comer cocidos o en ensalada como aperitivo o tostados como postre. Precisamente por su fama de alimento de pobres eran buscados y consumidos por filósofos y moralistas que querían afectar sobriedad. Marcial, por ejemplo, los cita en una cena pobre que ofrece a su amigo Toranio. Tienen su aparición tras la cena propiamente dicha, en la sobremesa: “si acaso Baco te despierta, según suele, tu apetito, te socorrerán las nobles aceitunas, que poco ha soportaban las ramas del Piceno, garbanzos hirviendo y altramuces tibios” (Marcial: V, 78).

Detalle del Thermopolium de Ostia Antica donde
se muestra un vaso de vino, garbanzos y un rábano.
Los garbanzos (cicer), mencionados junto a los altramuces por Marcial, se preparaban de diferentes maneras. Podían formar parte de la sobremesa para estimular el consumo de vino, tal como hace Marcial. Podían presentarse igualmente entre los aperitivos. Así los recomienda Apicio, quien, para darles un toque de distinción, especifica que se deben servir fritos, con oenogarum (garum mezclado con vino) y pimienta (Apicio: V, 8, 2). En los puestos ambulantes y en las popinae se podían comprar asados, bien calientes. Marcial menciona también a un vendedor ambulante que los vende en remojo (Marcial: I, 41), y, finalmente, se podían comer hervidos. Apicio nos da una receta de garbanzos cocidos, válida igualmente para las judías: “Hervidos, pueden ponerse con huevos en una bandeja, hinojo fresco, pimienta, garum y un poco de careno* en lugar de salsa picante, o bien solos, como es más frecuente” (Apicio: V, 8, 2)

Las judías (phaseolus, conchis) se comían, como entre nosotros, verdes, tal como menciona Apicio: “Las judías verdes y garbanzos se sirven con sal, aceite, comino y un poco de vino puro” (Apicio: V, 8, 1). Sin embargo, las judías secas no eran tan populares. Se trataba de una variedad bastante pequeña que corresponde a las alubias carillas, diferente a la que consumimos habitualmente, pues ésta procede de América.

Las lentejas (lens) producían, según Plinio el Viejo, un gran equilibrio y ecuanimidad a quienes las consumían (Naturalis Historia 18, 31, 123). El mismo Plinio nos dice que tienen propiedades curativas: sanan las úlceras de la boca y curan la debilidad de estómago y las diarreas (Naturalis Historia  22, 142). Las más apreciadas eran las que provenían de Egipto, unas lentejas muy oscuras que eran las más sabrosas. Apicio proporciona numerosas recetas de lentejas. Veamos por ejemplo la receta de Lenticulam de castaneis: Lentejas con castañas (Apicio: V, II 2)

Receta original: “Preparar una cazuela y echar en ella castañas cuidadosamente limpiadas. Añadir agua y un poco de carbonato sódico, y dejar hervir. Durante su cocción, machacar en un mortero pimienta, comino, cilantro en grano, menta, ruda, raíz de benjuí, poleo, picarlo bien, rociar con garum, vinagre y miel, macerar con vinagre y echarlo encima de las castañas cocidas. Añadir aceite y dejar hervir. Cuando esté, machacarlo con el mortero. Probar; si está falto de algo, arreglarlo. Servirlo en una fuente, rociando con aceite verde”

Actualización de la receta: Poner las lentejas en remojo y hervirlas con agua con sal, añadiendo las castañas peladas. Cuando ambas estén casi cocinadas, añadir pimienta, comino, semillas de cilantro, menta, ruda y finalmente un poco de vinagre con caldo. Introducir un poco de aceite de oliva, hervir y probar a su gusto, añadiendo cuanto fuera necesario. Servir controlando el espesor con el caldo, así como también se pueden servir con huevos cocidos y picados sobre la cima.

lentejas con castañas Foto: @Abemvs_incena (Tarraco Viva 2011)

Las habas (faba) son las más prestigiosas de todas las legumbres. Eran, igualmente, comida de pobre, o de tacaño, junto con el pescado podrido y los puerros, según Juvenal (Juvenal: XIV, 130-133). Con las habas se hacía harina (lomentum) que, mezclada con la harina de los otros cereales, servía para hacer pan. (Plinio, Historia Naturalis: 18, 117). Con esa harina se preparaba un sabroso puré llamado fabacia o fabata, pero se podían comer también verdes, crudas o cocidas. Marcial las incluye en el menú que ofrece a su amigo Toranio (Marcial: V 78): “habas pálidas en rosado tocino”, y con el mismo condimento las menciona Horacio: “¿Cuándo me servirán las habas parientas de Pitágoras y con ellas las verduras con abundante y graso tocino?” (Horacio: Sermo II, 6, 63-65). La referencia a Pitágoras tiene que ver con cierta prohibición que tenían los pitagóricos respecto a comer habas, ya sea porque consideraban éstas la reencarnación de otras almas, ya sea porque producían flatulencias. De hecho, las habas también estaban prohibidas para el Flamen Dialis, el principal sacerdote de Júpiter, lo mismo que la harina, la levadura y la carne cruda. Estas prohibiciones tienen relación con la dietética del mundo clásico, que entendía las legumbres y los cereales sujetos a corrupción, ya que producen y tienen vida. Al cortarlos y manipularlos se pudren y por ello el Flamen no debe tocarlos. Pero esto son otros temas sobre los que ya volveré. Las habas, para acabar, eran tan apreciadas que servían como regalo en las Saturnales, de lo cual deja constancia la literatura: Marcial las recibe de Umbro (VII, 53, 5), y menciona que el abogado Sabelo recibe, entre otras cosas, harina de habas (IV, 46,6).

Los guisantes (pisum) también eran consumidos en grandes cantidades. se podían cocinar con muchas especias o junto a la carne o pescado. Apicio los menciona en numerosas recetas, como la siguiente (Apicio: V, III, 3): Guisantes índigos (Pisum indicum)

Receta original: “Cocer los guisantes. Después que hayan espumado, cortar puerro y cilantro; poner a hervir en una cacerola. Coger unas sepias pequeñas y cocerlas en su propia bolsa de tinta. Echar aceite, garum y vino, un manojo de puerro y de cilantro. Cuando alcance el punto de cocción, machacar pimienta, ligústico, orégano, un poco de alcaravea, rociar con su propio jugo, macerar con vino y vino de pasas. Cortar en trozos pequeños las sepias, y echarlas con los guisantes. Espolvorear pimienta y servir.”

Actualización de la receta: Hervir los guisantes y quitar la piel. Después, picar los puerros y el cilantro. Sofreír el aceite de oliva con calamares en forma de anillos, luego poner caldo de pescado, vino, menta, cebollinos picados y cilantro. Cuando todo ello esté cocinado, poner orégano y vino dulce e introducir los guisantes. Envolver en la salsa o servir primero los calamares con los guisantes y derramar la salsa sobre la cima. Servir con mucha pimienta.
 
calamares con tirabeques Foto: @Abemvs_incena (Tarraco Viva 2013)
Prosit!

NOTA: Las recetas actualizadas proceden de: Benavides-Barajas, La cocina del imperio romano y su historia. Ediciones Dulcinea.


* Careno: caroenum, reducción de mosto. Vino denso y muy dulce que se usaba en lugar de la miel

miércoles, 30 de octubre de 2013

HISTORIA ROMANA DEL TENEDOR

El tenedor es un instrumento presente en las mesas desde épocas relativamente recientes. Para ser exactos, desde el siglo XI, procedente de Constantinopla. Pero vayamos por partes.

En Roma el uso del tenedor en la mesa era desconocido. La posición recostada del triclinio hacía bastante difícil de utilizar los instrumentos para los que necesitamos las dos manos, tales como cuchillo y tenedor. Se hacían servir las viandas ya cortadas en trozos pequeños. Cada uno, recostado en el triclinio sobre el brazo izquierdo, que era el que sostenía un plato, tomaba los alimentos con la mano derecha. Ovidio en su Ars Amandi recomienda a la mujer que quiere quedar bien: “Toma la comida con los dedos”, a lo que añade “y no te restriegues el rostro con la mano sucia” (Ars Amandi 750-760). Obviamente son recomendaciones de buen tono, puesto que lo elegante era tomar una porción de comida delicadamente con los dedos. Tras esto, se limpiaban la boca con miga de pan y posteriormente con las recién inventadas servilletas.

Sin embargo, la cultura material nos enseña a menudo restos que bien pueden catalogarse de “tenedor”. ¿Lo son?

La mayoría de las veces se trata de instrumentos de cocina o instrumentos usados por los esclavos que trinchaban y cortaban los alimentos frente a los mismos comensales. Como he dicho, en el triclinio no se necesitaba el tenedor, puesto que los alimentos eran cortados por los esclavos. Así pues, no eran instrumental propio de las mesas. No podemos afirmar con tanta rotundidad si existían en las popinas y tabernas y en las mesas de todos aquellos que estuvieran comiendo sentados.

Constantinopla es la patria del tenedor entendido como un instrumento creado para llevarse cómodamente el alimento a la boca. La cocina bizantina era tan ceremoniosa como el resto de sus rituales sociales y observaba un estricto protocolo en la mesa: en el orden de las comidas, en el cambio de calzado antes de sentarse, en el uso de mantel, servilletas y  recipientes para lavarse las manos y, por supuesto, en el uso de los cubiertos. El tenedor era un invento creado para no tener que mancharse los dedos y lo usaron de forma cotidiana. Sin embargo, seguramente esto no hubiera sido posible si no hubieran hecho un cambio radical en la disposición en torno a la mesa: dejaron de comer recostados en el triclinio y se sentaron a la mesa, como actualmente hacemos.

El tenedor llegó a Europa de la mano de Teodora, hija del emperador de Bizancio. Lo utilizó en la corte de Venecia de forma habitual, provocando escándalos por su extravagancia. Si embargo, este instrumentum diaboli se acabaría difundiendo y ya en el siglo XI era corriente encontrarlo en los banquetes italianos. El resto de Europa debería esperar siglos a utilizarlo de forma habitual, puesto que parece que provocaba heridas en labios, encías y lengua, lo cual supuso bastante rechazo al principio.


La historia del tenedor va ligada a la de Roma, pero esta vez a la Roma de Oriente. 

martes, 10 de septiembre de 2013

LAS SETAS, UN MANJAR DE DIOSES

El paladar romano asociaba la elegancia con el lujo. En la mesa, un alimento era especialmente preciado, elegante y refinado si cumplía algunos de los siguientes requisitos: si era un alimento raro, poco común; si era difícil de conseguir; si era muy caro (consecuencia de los otros dos). El sabor más o menos exquisito pasaba a un segundo lugar. En el caso de las setas  se dan todos esos requisitos, pues ni se consiguen todo el año, ni se conservan frescas fácilmente, ni eran asequibles a todos los bolsillos. Además se da la circunstancia de que su exquisito sabor satisfacía todos los paladares. Hemos de añadir también otro factor que las convierten en verdaderos alimentos de lujo: al consumirlas, existe el riesgo de intoxicación, lo cual las hace sumamente atractivas a ojos de los elegantes comensales que se aburrían fácilmente de los alimentos más triviales. Las setas, siempre en la mesa de los ricos, eran consideradas un manjar de dioses.

La gran consideración y la jerarquía de las setas se ponen de manifiesto en el hecho de ser el único alimento, según Plinio el Viejo, merecedor de las atenciones del propio anfitrión, que las preparaba con sus propias manos, y utilizando además cuchillos de ámbar y vajilla de plata, imaginando mientras tanto su delicado sabor (quando ipsae suis manibus deliciae praeparant hunc cibum solum et cogitatione ante pascuntur sucinis novaculis aut argenteo apparatu comitante, Nat. XXII, 99).
Las setas se servían en platos y bandejas propios, no aptos para servir otros alimentos. Marcial (XIV, 101) se queja  de que cierta bandeja de setas se haya utilizado para los brócolis:  “Por más que me hayan otorgado las setas un nombre tan prestigioso, sirvo, ¡qué vergüenza!, para los brócolis”: Boletaria: Cum mihi boleti dederint tam nobile nomen, trototomis –pudet heu!- seruio coliculis.


El arte de limpiar y preparar setas –y trufas-  correctamente exigía un conocimiento  que se transmitía de padres a hijos, lo cual implica nuevamente la jerarquía del alimento. Dicha información la proporciona Juvenal en su Sátira XIV, 6-8: nec melius de se cuiquam sperare propinqui concedet iuuenis, qui radere tubera terrae, boletum condire et eodem iure natantis mergere ficedulas didicit nebulone parente et cana monstrante gula.
Marcial (XIII, 48), también nos dice que “Plata y oro es fácil, es fácil mandar mantos y togas; mandar setas es difícil”, puesto que son tan apreciadas que nadie quiere desprenderse de ellas, es mucho mejor comérselas. (Argentum atque aurum facilest laenamque  togamque mittere;  boletos mittere difficile est).


Las setas eran aún más apreciadas por el riesgo de envenenamiento que implicaba comerlas. El propio Plinio el Viejo nos describe algunos rasgos que ayudan a identificar  las setas venenosas, como el color rojizo, la apariencia pútrida o el color lívido en el interior (“quorundam ex iis facile noscuntur uenena diluto rubore, rancido aspectu, liuido intus colore” Nat.XLVI, 92), aunque reconoce que no siempre son rasgos fiables. También nos indica la manera de que dejen de ser peligrosas: “son seguras cocinadas con la carne o con el tallo de las peras; también funcionan las peras ingeridas inmediatamente después. Erradica el veneno también la naturaleza del vinagre” (tutiores fiunt cum carne cocti aut cum pediculo piri; prosunt et pira confestim sumpta. Debellat eos et aceti natura contraria iis. Nat. XXII, 99). Es decir, a menudo eran ponzoñosas. Es por ello que también eran un vehículo idóneo para envenenar a alguien. De hecho, es famosa la muerte por envenenamiento del emperador Tiberio Claudio a manos de su mujer Agripina, mencionada por Marcial (I, 20), Plinio (Nat. XLVI, 92), o Suetonio (Claud. XLIV, 2).


Dejando de lado esta faceta escabrosa, las setas –y las trufas- se servían con otros alimentos de igual rango: hígado de oca, capón, jabalí, ostras y similares golosinas. Por otra parte, eran conocidas las mismas especies que actualmente, tal  y como lo refleja la cultura material en forma de mosaicos y frescos, aunque los textos se suelen referir genéricamente a ellos como “boletos”, “boletos fungos” y  “fungi  farnei” para las setas, y “tubera” para las trufas.  Las diferentes traducciones suelen apuntar a un tipo de hongo en concreto, pero yo prefiero mencionarlas simplemente como “setas” o “trufas”. Cada cual elija si prefiere poner níscalos, champiñones, hongos blancos  o amanitas cesáreas.
Apicio nos da algunos apuntes para conservar las trufas:

TUBERA UT DIU SERUENTUR
Tubera quae aquae non uexauerint componis in uas alternis, alternis scobem siccam mittis et gipsas et loco frigido pones. (Ap. I, XII, 10)

CÓMO CONSERVAR LAS TRUFAS
Colocar las trufas, que aún no hayan sido puestas en agua, dentro de un recipiente, poniendo encima de ellas de forma alternada una capa de serrín seco y otra de trufas y así sucesivamente. Tapar con yeso y guardar en sitio fresco.

El mismo Apicio proporciona también varias recetas para cocinar trufas y setas, aunque todas son bastante parecidas y acumulan los mismos ingredientes: garum, vino dulce, miel, especias...
Acabamos con un par de recetas extraídas de De Re Coquinaria:
Libro VII, XIII, 4   SALSA PARA SETAS
Vino dulce y un manojo de cilantro fresco. Después de su ebullición, sacar el manojo y servir.

BOLETOS FUNGOS
Caroenum, fasciculum coriandri uiridis. Ubi ferbuerint, exempto fasciculos inferes.

Libro VII, XIV, 4   OTRA RECETA DE TRUFAS
Pimienta, menta, ruda, miel, aceite y un poco de vino. Poner  a calentar y servir.

ALITER TUBERA
Piper, mentam, rutam, mel, oleum, uinum modicum. Calefacies et inferes.

Bon appetit!

miércoles, 28 de agosto de 2013

DE APERITIVO, LIRONES CON MIEL

En general, la dieta mediterránea rechaza consumir roedores, y esto es así ahora y en los tiempos de Roma. Sin embargo, existe una excepción: los lirones. En la época imperial los lirones eran especialmente considerados en las mesas de los gourmets, ya no sé si por su carne tierna y sabrosa o por moda y esnobismo. Su uso y consumo está muy documentado. En general, las fuentes apuntan a los lirones como un plato servido como entrante, cocido al horno, relleno de carne de cerdo y del propio lirón y rociado con miel y semillas de amapola.


El poeta Marcial nos habla en un epigrama (III, 58) de la costumbre de los campesinos de ofrecer “lirones soñolientos” como regalo a sus vecinos (somniculosos ille porrigit glires). Forman parte también de la famosa cena de Trimalción en el Satiricón de Petronio (XXXI, 10). En concreto, forman parte de la aparatosa gustatio o aperitivo: “Arcos en forma de puentes sostenían lirones condimentados con miel y adormideras” (Ponticuli etiam ferruminati sustinebant glires melle ac papavere sparsos...). Por supuesto, siendo un plato elegante,  el gastrónomo Apicio los menciona en una receta en De Re Coquinaria (VIII, 9):

GLIRES
Isicio porcino, item pulpis ex omni membro  glirium trito, cum pipere, nucleis, lasere, liquamine farcies glires, et sutos in tegula positos mittesin furnum aut farsos in clibano coques.

Receta de lirón
“Rellenar el lirón con carne picada de cerdo y con la carne de las extremidades del lirón picada, piñones, pimienta, laser  y garum. Una vez cosido, colocarlo en una tabla y meter en el horno, o bien en un clibanus” (Un clibanus es un tipo de olla con tapa diseñado para que el fuego se reparta por encima y por debajo de la comida, lo cual se consigue mediante la colocación de brasas tanto debajo como sobre la tapadera).

Otras fuentes escritas nos completan el cuadro de los lirones en la mesa. Cierto historiador latino conocido por relatar el proceso de decadencia del Imperio durante el siglo IV, Amiano Marcelino, al hablar de los defectos de los ricos, nos presenta una escena que bien podría haber aparecido en el Satiricón. Nos dice que “Incluso, en ocasiones, piden balanzas en los banquetes para pesar los pescados servidos, las aves e incluso los lirones, acerca de cuyo tamaño nunca antes visto parlotean y aburren a los comensales” (Rerum gestarum libri XXXI, 28.4.13). Lirones como elemento de lujo y ostentación en la mesa, reforzado por los comentarios de  los anfitriones.

“Te llevaré alguna codorniz que podrás servir a Marco acompañada de uva de Esmirna, y también seis docenas de lirones (mis lironeras están llenas), que son deliciosos con miel.” Estas palabras, que provienen de unas cartas del siglo I dC y están escritas por un tal Cassius
Octavus d’Arretium, no sólo nos confirman que el consumo de lirones era algo habitual, sino que nos dan información valiosa sobre cierto aparato, la lironera (glirarium), diseñada a propósito para cebar lirones.  
En efecto, igual que sucedía con otros animales, los lirones eran criados en cautividad para su consumo posterior.  El procedimiento nos lo describe el agrónomo Varrón (s. I aC) en su obra De re rustica: “Los lirones son cebados en orzas que muchos tienen incluso en sus casas y que los alfareros fabrican con una forma especial, pues hacen carriles en los lados y un hueco para poner la comida. En dicha orza meten bellotas, nueces o castañas y con ellas, una vez puesta la tapa, los lirones van engordando en la oscuridad” (III, 15). Parece ser que el invento de las gliraria se debe a Quinto Fulvio Lipino, un patricio que en el siglo I aC diseñó también las reservas de caza y el método para criar caracoles, según nos dice Plinio el Viejo en su Naturalis Historia (VIII, 211, 224). Como corresponde a la mentalidad romana, la naturaleza debe ser domesticada, reducida a las leyes humanas, acotada y manipulada por la mano humana para poder ser considerada un producto auténticamente civilizado.

Dichas descripciones se complementan con diferentes hallazgos, como los huesos de lirón encontrados en diferentes villas o las muestras de vasijas de terracota halladas en Pompeya y alrededores e identificadas como dichas gliraria.

Como se es lo que se come, los banquetes eran un momento idóneo para mostrar la jerarquía del anfitrión, y por ello los alimentos difíciles de encontrar, exóticos o simplemente de moda eran imprescindibles en las mesas de los elegantes o de quienes aspiraban a serlo. La capacidad económica adquirida por Roma hacia el siglo II aC había conseguido que el lujo oriental se impusiera en los modos de vida romanos, que hasta entonces habían sido mucho más austeros. Un movimiento general de reivindicación de la identidad romana fue la respuesta a estos nuevos hábitos refinados. En general, se asoció la romanidad a la austeridad de cierto pasado mitificado, y se asoció el lujo y el refinamiento con los pueblos
extranjeros y decadentes. Es por ello que en los siglos II y I aC aparecen diversas leyes suntuarias, que intentan en la medida de lo posible controlar  el exceso de gasto y de lujo que se reflejaba en los diferentes aspectos de la vida cotidiana, tales como la ropa o la cocina. La idea de fondo es volver a los ideales de frugalidad y austeridad romanos, propios de un tiempo mítico en que Roma empezaba a configurarse, ajena a la influencia oriental y griega. Así pues, diferentes Leges Sumptuariae intentaron –en vano- limitar el exceso de lujo.  En concreto la lex aemilia, del año 78 aC, regula el tipo y la naturaleza de los platos, prohibiendo expresamente el uso de lirones, de ostras y de aves exóticas. A propósito Plinio el Viejo dice: “Exstant Censoriae leges glandia in coenis glires et alia dictu minora adponi vetantes” , es decir, “son medidas  con las que los censores prohiben que se sirvan en las cenas lengua de cerdo, lirones y otros alimentos aún menos relevantes” (Naturalis Historia XXXVI, 4).

La moda de los lirones en la mesa fue decayendo como consecuencia de que éstos pasaran de moda, no como resultado de ninguna ley. Sin embargo, su uso se testimonia en los recetarios del Renacimiento y del siglo XVIII, donde aparecen como un refinamiento exquisito, y donde se cocinan prácticamente igual que en la época imperial: rellenos de carne picada y al horno. Incluso aparecen en el sur de Italia como plato especial de determinadas festividades en pleno siglo XX, manteniendo la herencia romana de ser un plato digno de celebraciones y fiestas. Actualmente, nuestro concepto de la buena alimentación ha eliminado a los lirones de los recetarios, nos parecen sucios (¡son ratones!) y nada recomendables. O nos dan pena. Tampoco nos parecen exóticos ni dignos de la alta gastronomía. Se hacen reproducciones de las recetas de lirón eliminando de los ingredientes al propio lirón y sustituyéndolo por muslos de pollo o cualquier otro alimento cuya forma final lo recuerde.  Lo que comemos es cultura. Nuestra cultura actual no admite roedores. Por una vez, en cuestión de lirones no somos romanos en la mesa.


Bibliografía extra: Colonnelli, G. “Uso alimentare dei ghiri”. Antrocom 2007. Vol 3, n. 1, 69-76

jueves, 15 de agosto de 2013

MODALES EN LA MESA II: EL EMPERADOR CLAUDIO

El emperador Tiberio Claudio César Augusto Germánico (10 aC – 54 dC), vulgarmente Claudio, era un grandísimo comilón y amante de los banquetes.

En la Vida de los doce Césares, de Suetonio, podemos leer que “estaba siempre dispuesto a comer y beber a cualquier hora y en cualquier lugar que fuese” (Suet. XXXIII), y que “con frecuencia organizó espléndidos festines en parajes inmensos, y de ordinario tenía hasta seiscientos convidados” (Suet. XXXII).  


En cuanto a los modales en la mesa, Suetonio nos indica algunas informaciones muy reveladoras. Por una parte, la posición de los más jóvenes en el triclinio. Generalmente a los niños y jóvenes, si se les invitaba a la cena, se les asignaba un lugar determinado a los pies del lecho triclinar. Así nos lo indica Suetonio: “Sus hijos asistían a todas sus comidas, y con ellos, los nobles jóvenes de ambos sexos, según antigua costumbre, comían sentados al pie de los lechos” (Suet. XXXII). Respeto a las tradiciones antiguas y decoro: cada uno en su lugar en el comedor, según dictes u posición social, edad o sexo. No todos tienen derecho a comer reclinados.

El mismo texto más adelante nos informa de una costumbre tan poco elogiada como habitual: el hecho de que algunos convidados, saltándose completamente las normas más básicas de educación, robasen objetos de valor de los anfitriones: “Recayendo sospechas en un convidado de haber robado una copa de oro, Claudio le invitó otra vez al día siguiente y le hizo servir en un vaso de barro”. Dejar en evidencia públicamente al presunto ladrón es un castigo digno de su delito.

Pero los detalles más interesantes  que hacen referencia a los modales en la mesa , y que se comentan a continuación, tienen que ver con el sueño y la digestión.

Claudio, que se hinchaba de comer y beber, tenía tendencia a dormirse justo tras la comida. ¿Era considerado de buen tono dormirse? Seguramente no, pero era una práctica bastante común. No se levantaban del triclinio sino para irse a casa una vez finalizado el convite y, entre cena y comissatio, el banquete podía alargarse hasta altas horas. Así pues, era una práctica común que, sin embargo, dejaba al sujeto a merced de  lo que los invitados y graciosos quisieran hacerle. A Claudio, antes de convertirse en emperador, cuando se dormía aprovechaban para  dispararle “huesos de aceitunas y de dátiles, o bien se divertían los bufones en despertarle como a los esclavos, con una palmeta o un látigo. Solían también ponerle en las manos sandalias cuando roncaba, para que al despertar  bruscamente, se frotase la cara con ellas” (Suet. VIII). En aquellos tiempos, siendo emperador su sobrino Calígula, a Claudio lo torturaban a menudo y, si llegaba tarde a una cena, se le dejaba dando vueltas buscando puesto en el triclinio.

Años más tarde ya no era el objeto de burlas de la corte y se podía dar el lujo de dormirse tranquilamente tras la comida. “Se acostaba de espaldas con la boca abierta y, mientras dormía, le introducían una pluma para aligerarle el estómago” (Suet. XXXIII). Aligerarse el estómago, vomitar en el comedor, era una práctica habitual, pero no deseable.

Sin embargo, otros procesos derivados de una mala digestión no eran tan bien vistos. Me refiero a las ventosidades y los eructos, que, obviamente, eran de muy mal tono.  Nuevamente una cita de Suetonio nos da la pista de lo desagradables que eran estos “regalos” en la mesa, ya que “se afirma que ideaba un edicto para permitir eructar y ventosear en su mesa –latum crepitumque ventris inconvivio emittendi- porque supo que un convidado estuvo a punto de morir por haberse contenido en su presencia” (Suet. XXXII). Gran detalle el de Claudio. Contra el protocolo per a favor de la naturaleza humana. Y es que es difícil comer y beber tanto y aguantar el tipo todo el tiempo. 


martes, 23 de julio de 2013

CICERÓN, MORALISTA Y DÉBIL DE ESTÓMAGO


Todos conocemos al gran orador Marco Tulio Cicerón (106 aC – 43 aC) en su faceta de filósofo, escritor, jurista y político con justa notoriedad en la República romana. También fue un moralista ideológicamente conservador, en esa época en la que Roma se está haciendo dueña del Mediterráneo y empieza a refirnarse hasta el extremo de que la “mítica” frugalidad de antaño es reclamada por los moralistas como signo de autenticidad y dureza de espíritu, lejos de la decadencia que promete el refinamiento y el lujo.

En el caso de Cicerón, sin embargo, esta pose en favor de la frugalidad tiene una parte tanto ideológica como higiénica, y es que el gran orador padecía de cierta debilidad en su tracto digestivo que le impedía hincharse debidamente en los banquetes, con las consecuencias sociales que eso comporta.  Plutarco en sus Vidas Paralelas (Cicerón, III) nos dice que “era delgado y de pocas carnes y tenía un estómago débil que no admitía sino poca y tenue comida, y aun esto muy a deshora”.  ¿Enfermedad de Crohn, síndrome de colon irritable, intolerancia a la lactosa, úlcera péptica, gastritis, pancreatitis…? Cualquier cosa es posible. La cuestión es que para nuestro moralista debió ser difícil cumplir con las obligaciones sociales que se expresaban mediante los banquetes, ya que, no lo olvidemos, era un político, y durante las cenas se tejían las redes de relaciones, los complots, se desvelaban intereses, se conseguían los votos… en fin, se afianzaban las redes de clientes,
se constituían coaliciones, se iniciaban conspiraciones… Las cenas eran imprescindibles para ser alguien en Roma.

Es fácil imaginar a nuestro hombre posicionándose entre las filas del conservadurismo también en materia culinaria: seamos frugales como nuestros antepasados, no caigamos en la decadencia de los orientales, no derrochemos inútilmente el dinero en cenas costosas, volvamos a los productos esencialmente romanos… Sobre todo porque ese era el tipo de comida que posiblemente le sentaba bien.  No es que no fuese un estoico, pero su posible enfermedad le resta credibilidad a su postura a favor de la frugalidad. Oportunismo, vamos.

Parece que su plato favorito era un plato hecho a base de queso fresco y otros ingredientes no muy ilustres, cocido en el horno y quizá hecho de hojaldre, llamado tirotarico. Dicho plato no contaba con una fama precisamente de refinamiento, ya que era un plato bastante frugal. En una de sus cartas a Papirio Peto (IX, 16) protesta justamente porque se le acusa de comer este plato con gusto, a lo que él dice que “Esto lo soportaba yo antes fácilmente; ahora es otro cantar. Tengo como discípulos de elocuencia a Hircio y a Dolabela, que luego son mis maestros en la cena. Pienso que tú has oído, si es que os llegan todas las noticias, que ellos declaman en mi casa y que yo ceno en las suyas”. Y más adelante manifiesta su gusto “actual”: “No busco cenas de ésas que dejan grandes restos; lo que se sirva que sea magnífico y exquisito”.

Nuestro orador se había creado una fama de moralista adepto a la frugalidad que lo había aislado de los circuitos gastronómicos. A través de sus epístolas se observa un intento de reinserción en las mesas de sus amigos. Por ejemplo, en la epístola Ad familiares IX, 16 leemos: “Vengo con un apetito que se conserva inalterado desde el huevo al rustido. Todas las dotes de frugalidad que te complacías en otorgarme (“¡Oh, qué hombre sencillo, qué huésped de tan poco gasto!”) se han esfumado. He dicho adiós a todas las preocupaciones y me he pasado al campo de Epicuro. Prepárate para hacer frente a un devorador… pero refinado”.

Da un poco de pena este intento de salir del aislamiento social en el que quedaba relegado por su ideología y, sobre todo, por su mala salud.  
En su caso, participar de los convites –cuando participaba- tuvo que ser una obligación y no un placer, una obligación con consecuencias graves en su salud. En cierta cena propiciada por Léntulo, a la que acudió por la promesa de contener sólo productos de la tierra –apta para veganos, vaya-, contrajo una diarrea tan violenta que lo postró en la cama durante días debiendo mantener ayuno completo. Convencido de que la cena estaba formada sólo por productos saludables –los comensales quisieron honrar a cierta ley suntuaria-, cayó en la trampa de consumir legumbres, verduras, setas… bien aliñados y, quién sabe si por la cantidad o por los ingredientes, la cuestión es que contrajo un cólico tan violento que él mismo dice: “Seré más cauto en el futuro” (Ad familiares, VII, 26).

En conclusión, participar en la política y en la vida social romana requería también de una participación gastronómica. El banquete era el lugar donde se fraguaban las alianzas políticas, las amistades interesantes y los contactos electorales. Pero también donde se perdían o conservaban los amigos, donde se podía fraguar y mantener una amistad. En la época romana una cena pensada con productos saludables o vegetariana era impensable, a menos que fuera entre muy pocos amigos. Cicerón sufrió en sus carnes la dictadura social de los banquetes.

Para saber más: Gianni Race. La cucina del mondo antico. Edizioni Scientifiche Italiane.