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jueves, 28 de abril de 2022

DE MITECO A APICIO (II): LOS RECETARIOS ROMANOS



A menudo se dice que la cultura romana no dedicó demasiadas páginas a la culinaria, puesto que el prestigio de la cultura griega hacía innecesarios los recetarios ‘propios’.  Sin embargo, esta afirmación se basa en la ausencia de textos o de referencias a textos que, en cambio, abundan en la literatura griega. Si bien es cierto que el mundo griego cultivó extensamente el género y que además contaba con el mayor de los prestigios entre los romanos, también lo es que la cultura romana escribió recetarios a la manera de sus vecinos helénicos. Que no se hayan conservado no quiere decir que no existieran, como veremos más adelante.


El primer texto que recoge una pequeña colección de recetas coincide también con la obra en prosa más antigua conservada en latín: De Agri Cultura, un tratado de agronomía escrito por Marco Porcio Catón, Catón el Viejo. La obra, compuesta hacia 185 aC, es un manual dedicado a la gestión, supervisión y administración de una finca rústica. Es un libro heterogéneo que recoge un gran conocimiento práctico. Entre sus páginas, nos encontramos fórmulas para elaboraciones sencillas y con productos fáciles de encontrar. Nada de garum, nada de faisanes ni de salmonetes gigantescos. En el Tratado de Agricultura de Catón encontramos recetas que son la expresión de la austera República.  Por una parte, nos explica cómo hacer productos muy básicos, como el pan bien amasado, el almidón, el aceite verde o algunas fórmulas para los vinos.  Por otra parte, nos explica cómo crear diversos dulces a base de queso, huevos, miel y harina de trigo. Entre ellos, el libum, la placenta, los globuli, la scriblita, el savillum o la puls punica.


Villa rustica. Museo del Bardo. Túnez.

Otro de los manuales de agricultura que mencionan recetas es el de Columela, escrito en el siglo I. Sigue en todo la estructura del libro de Catón y, como todos los tratados de agronomía romanos, recibe una fuerte influencia de las obras de agricultura de griegos y cartagineses. Columela dedica una buena parte de su obra a la cocina sencilla, a dar consejos sobre cómo conservar productos y a la cocina de aprovechamiento. Es consciente de su falta de refinamiento, tan alejada de los platos sofisticados que ya eran comunes entre los miembros de la élite, pero defiende sus recetas porque van dirigidas a quienes viven en el medio rural. Dedica casi todo un libro (el Libro XII) a estas recetas rústicas: como adobar las aceitunas y cómo hacer olivada (epityrum, samsa); cómo encurtir nabos, hinojos y lechugas; cómo conservar las frutas fuera de temporada; cómo conservar el queso con mosto; cómo elaborar algunos vinos (de pasas, de arrayán, de ajenjo, al estilo griego, mulsum); cómo hacer vinagre de higos; cómo preparar una especie de yogur con leche agria (oxygala) o cómo hacer moretum, la famosa pasta de queso aromatizado con hierbas.


Es el mismo Columela el que nos da noticia de otros recetarios de corte mucho más elegante. Nos habla al menos de tres autores que elaboraron manuales de cocina: “Marco Ambivio, Menas Licinio y Cayo Macio, que se dedicaron a instruir con sus preceptos la industria del panadero, del cocinero y no menos la del repostero” (Col. XII,4,2). De Cayo Macio nos dice que fue autor de tres obras tituladas El Cocinero, El Repostero y El Despensero, y que se dedicó a “las preparaciones para los convites espléndidos” (XII,44). Lamentablemente no se han conservado, pero esta cita es la prueba de que sí existieron.


Bodegón con melocotones. Herculano.

La falta de abundantes recetarios romanos se compensa con la existencia del manual conocido como De re coquinaria, atribuido a Apicio. Es, con diferencia, la principal fuente de información de la culinaria de la Antigüedad y, sin ella,  nuestro conocimiento sobre el tema quedaría bastante incompleto. 


De re coquinaria es un libro compuesto en diversas etapas. La tradición atribuye a Apicio la autoría, pero debemos entender que Apicio no es uno, sino diversos autores. De hecho, el libro (cuyo título data de la época renacentista), es un producto de compilación, es decir, una obra sometida continuamente a modificaciones y nuevas incorporaciones hasta llegar a la forma que conocemos, que data más o menos del siglo IV. A través del tiempo, desde su composición hasta la forma definitiva, el libro pasó por varios autores y Apicio sería solo uno de ellos.


Sobre quién era Apicio hay varias propuestas:


  • Podría ser un individuo que vivió en tiempos de Trajano, mencionado por Ateneo a propósito del envío al emperador de unas ostras frescas (Ath.I,7d).

  • Podría ser cierto personaje famoso por el despilfarro, que vivió en tiempos de Sila (Ath.IV, 168d-e).

  • Podría ser cierto escritor de libros de cocina, llamado también Apicio, que vivió tras la época de Cómodo, en el siglo II.

  • Por último, podría ser un caballero millonario, que vivió en tiempos de Tiberio y que tuvo contacto con el hijo del emperador, Druso, y con el poderoso Sejano. 


Al parecer, este último Apicio podía ser el autor que nos interesa, o por lo menos la mayoría de historiadores y filólogos opinan así. Este Apicio aparece mencionado en diferentes fuentes y todas coinciden en destacar su fama de vividor de gustos exquisitos. Dión Casio nos da su nombre completo, Marco Gavio Apicio, y se cree que nació hacia el 25 aC y murió hacia el 37 dC. Este Apicio fue autor de algún libro dedicado a las salsas (De condituris) que quizá sea el núcleo del De re coquinaria. Todos los detalles sobre la vida de este personaje apuntan a su modo de vida extravagante y dedicado al lujo, y ya desde el principio su nombre es sinónimo de sibaritismo y de buen comer. En general, en los textos no sale muy bien parado. Se dice de él que superaba a todos en despilfarro, que era capaz de viajar a Libia en un solo día porque le habían hablado de que allí las gambas eran enormes y que al ver que su patrimonio había mermado hasta los dos millones y medio de dracmas, decidió suicidarse antes que renunciar a sus lujos. Personaje de leyenda, Séneca también le acusa de corromper a la juventud con su ciencia culinaria (Ad Helviam 10,8), a la que el autor llama con todo su desprecio “scientiam popinae”. Plinio el Viejo recoge algunos de sus logros gastronómicos, como el foie gras conseguido a base de cebar a las ocas con higos secos (Plin. VIII,209), el allec de hígado de salmonete ahogado en garum (IX,66), la propuesta de comer lengua de flamenco (X,133) o el uso del nitro para mantener el color verde de los vegetales (XIX,143). Con el paso del tiempo Apicio quedaría mitificado como gran derrochador y como gastrónomo dedicado íntegramente a satisfacer su gula.


Así pues, el único recetario romano conservado es una obra de compilación que se fue redactando desde el siglo I hasta el siglo IV.  La atribución al mitificado Apicio (sinónimo de “cocinero exquisito” y garantía de calidad) se mantuvo, aunque el auténtico autor del libro es quien hizo la labor de recopilación.



Como obra de compilación que es, su contenido es un corpus culinario que recoge recetas y saberes que abarcan cuatro siglos. A través de sus diez libros (bastante inspirados por los recetarios y libros de dietética griegos) encontramos un poco de todo.


Los expertos han clasificado las recetas en cinco bloques según su temática:


  • Elaboraciones complejas y fastuosas, pensadas para deslumbrar y accesibles sólo a las élites. Por ejemplo, las ubres de cerda a la brasa, la pata de cerdo con higos al horno o  la morena asada con salsa.

  • Preparaciones sencillas, pensadas para comidas sin compromiso o para todos los públicos. Aquí entrarían los garbanzos fritos o hervidos, las lentejas estofadas con cilantro y puerro o las acelgas hervidas, por poner algún ejemplo.

  • Fórmulas para preparar bebidas y conservas, para corregir alimentos ‘estropeados’ o para evitar malgastar el producto. Esta parte recuerda bastante las recomendaciones de Columela. Como ejemplo, la manera de conservar el pescado frito, la vinagreta para ensaladas o la conserva de melocotones.

  • Recetas de estilo médico y dietético, pensadas sobre todo para beneficiar la digestión y recomponer el vientre (“ad ventrem”). Algunas de ellas son los potajes a base de acelgas y puerros, la preparación de lechugas para deshinchar el estómago o  las sales de especias, que además de digestivas previenen todas las enfermedades.

  • Platos “a la manera de”, dedicados a personajes famosos. En el recetario se nombran elaboraciones al modo de Terencio, Macio, Varrón, Flacco, Frontín, Tarpeyo… En ocasiones se trata de emperadores, como el pollo al estilo Heliogábalo, el cochinillo al modo de Trajano o los guisantes a la manera de Cómodo. Y no son pocas las recetas en cuyo título aparece el adjetivo “apiciano/a”, refiriéndose a platos a la manera de Apicio, y que supondrían una contradicción de contenido si la obra no fuera entendida como una compilación posterior al propio Apicio. También en este bloque entrarían las elaboraciones que tienen como reclamo estar hechas según el estilo de algún lugar concreto, dando al recetario un toque de cocina internacional. Así, vemos recetas al modo alejandrino, al modo de Partia o al estilo de Numidia Y no pueden faltar los platos de moda al estilo de Ostia o de Bayas, puesto que nuestro recetario aspira a ser de lo más cosmopolita. 


A diferencia de los tratados de agronomía de Catón o Columela, el recetario de Apicio nos muestra un buen inventario de platos pensados para deslumbrar al comensal. El punto fuerte son las salsas, imprescindibles si queremos brillar en los triclinios, y el uso desmesurado de especias y condimentos, que consiguen atosigar el paladar.


Por cierto, el libro de Apicio se completa con un anexo conocido como los Excerpta, atribuidos a un cierto Vinidarius, un ostrogodo que vivió a caballo entre los siglos V y VI, y que sin duda compartió la misma pasión por la cocina que su maestro. Los Excerpta reúnen 31 recetas y son interesantes para entender el cambio paulatino hacia la gastronomía medieval, patente en detalles como el uso de los clavos de olor o el abandono de hortalizas y legumbres en favor de la carne y el pescado. La pequeña colección del ilustre Vinidario, pues, completa un panorama culinario que comienza en el siglo I y que se extiende a lo largo del tiempo hasta alcanzar el siglo VI.  De re coquinaria no es solo un recetario, es un auténtico manual de gastronomía de la civilización romana, abarcando épocas, técnicas y estilos diferentes. Sin duda es la clave para entender ese aspecto tan cotidiano que es la alimentación, y que a menudo queda relegado a un segundo (o tercer o cuarto plano) en los  manuales de Historia.


Una receta de Apicio: Salsa blanca para la liebre asada (VIII, 8,4). Interpretación: @Abemvs_incena



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domingo, 27 de febrero de 2022

DE MITECO A APICIO (I): LOS RECETARIOS GRIEGOS


La aparición de recetarios escritos por cocineros famosos tiene lugar por primera vez en la Magna Grecia. El primero de estos cocineros es Miteco de Siracusa, mencionado por Platón (Gorgias 518b) y autor de un ‘Tratado de Cocina Siciliana’ con gran renombre en su época. Miteco vivió en el siglo V aC y procedía de la isla de Sicilia, lugar que se había convertido en paradigma de la buena mesa, y cuyos habitantes eran tan comilones que hasta habían erigido un santuario dedicado a la Glotonería (Ἀδηφαγία) junto a la estatua de Deméter. Su libro se ha perdido pero se conservan fragmentos del mismo recogidos en la obra enciclopédica de Ateneo de Náucratis. La única receta conservada corresponde a un pescado muy común en el Mediterráneo, el pez cinta:

  

«Saca las tripas de la cinta una vez que le cortes la cabeza; lávala, córtala en filetes y rocíala con queso y aceite». (Ath.VII,325f)




Esta es, quizá, la receta más antigua conocida de la gastronomía europea. Y no es casualidad que corresponda a un plato de pescado. El pescado es el ingrediente preferido por las clases adineradas y define bastante bien la gastronomía de Sicilia y la Magna Grecia, que disfrutaba y explotaba todos los productos del mar. Parte de la riqueza de estas colonias griegas occidentales provenía de la pesca y la industria de la salazón de pescado, lo cual parece confirmarse también en la gran cantidad de cerámica en forma de platos decorados proveniente de esta área. El pescado es un alimento ligado estrictamente a criterios gastronómicos, no depende del sacrificio ni de las exigencias del ritual. El pescado es gula en estado puro



Plato de pescado procedente de Apulia. S.IV aC



Pero Miteco no es el único que escribió un recetario en esta época. Ateneo nombra otros autores de los siglos V y IV aC que también escribieron libros de cocina (conocidos comúnmente como Opsarytiká): Glauco de Locros, Heráclides de Siracusa, Hegesipo de Tarento -que parece que realizó un manual de repostería-, Epéneto -conocido por los nombres largos que ponía a sus platos-, Dionisio y otros tantos de los cuales no ha quedado nada. 

A través de estos autores y de sus tratados culinarios y/o recetarios podemos asomarnos a la gastronomía de la Magna Grecia. Junto al pescado, que es el producto que cuenta con mayor consideración, se apreciaban las salsas muy elaboradas. Por ejemplo, Glauco de Locros, que vivió en la segunda mitad del siglo V aC, nos habla de una salsa llamada hypósphagma,  especial para tomar con las sepias o calamares, y hecha a base de su propia tinta, silfio y caldo; aunque también tenía una segunda versión, en este caso realizada con miel, vinagre, leche, queso y hierbas aromáticas (Ath.VII 324AB). Este mismo autor escribía sobre la receta de  karýkē (καρύκη), una salsa de origen lidio realizada a base de sangre y bastantes condimentos. El mismo origen lidio -o jonio- tiene el  ‘candaulo’ (κάνδαυλος), una elaboración muy compleja que llevaba carne cocida, pan rallado, queso frigio, eneldo y caldo espeso, y del cual hablaba Hegesipo de Tarento (Ath.XII, 516D), autor también del siglo V aC. 

No es casualidad que estos autores del sur de Italia conocieran y divulgaran las recetas más características de las colonias de la Grecia asiática, las únicas que podían hacerles  sombra, pues ambos territorios contaban con la misma fama: riqueza, lujo y refinamiento en las costumbres. 

Por cierto, el candaulo tenía también diferentes versiones, una de ellas dulce, uno de esos pastelitos planos de la mejor repostería. También Heráclides de Siracusa da noticia en pleno siglo IV aC de otros pasteles que se preparaban en Sicilia para celebrar las Tesmoforias en honor a Deméter. Estos dulces se hacían de harina, miel y sésamo y tenían una curiosa forma de pubis femenino. Se llamaban mylloí (μύλλοι) (Ath.XIV 646f).



Escena de banquete. S IV aC. Museo Arqueológico Nápoles


Siciliano era también el autor de lo que parece la primera guía de viajes con acento gastronómicoSe trata del poema didáctico Hedypatheia (Ἡδυπάθεια) que se suele traducir como ‘El buen comer’, compuesto por Arquéstrato, un siciliano (de Gela o de Siracusa) que lo escribió a principios del siglo IV aC. Se conserva en 62 fragmentos dentro de la obra de Ateneo y consiste en unas recomendaciones sobre dónde encontrar los mejores platos de todo el Mediterráneo, el cual había recorrido minuciosamente, movido “por amor al placer” (Ath.VII, 278D). Con el texto de Arquéstrato nos asomamos al desarrollo culinario de la cultura griega, de la que la ‘escuela siciliana’ marcará la tendencia.


Arquéstrato no es un cocinero, pero sí un auténtico gourmet, un bon vivant, un opsofagos goloso, alguien capaz de dejarse llevar por el placer de los sentidos hasta el punto de que se decía que inspiró su filosofía a Epicuro, nada menos (Ath.VII,278F). 


Como si fuera un periodista gastronómico contemporáneo, interesado por el turismo gastronómico y el producto local,  Arquéstrato nos da consejos de todo tipo y de forma bastante detallada. Por ejemplo, nos indica dónde encontrar los mejores productos con sentencias del tipo: “En Mesina, junto al estrecho, cogerás almejas monstruosas”, o bien “Desdeña toda morralla, salvo la de Atenas”. La mayoría de las veces nos habla sobre el pescado (anguila, esturión, morena, congrio, salmonete, rodaballo, atún, bonito, caballa …) y el marisco, que ya entonces es un producto delicado, para gourmets (bogavante, ostra, vieira, almejas…); pero  también nos habla del vino (sin duda los mejores son los de Lesbos) y del pan (de cebada y de trigo). Otros consejos versan sobre la estacionalidad de los productos, es decir, cuándo es la época más adecuada para conseguirlos: “El bonito en otoño, cuando se pongan las Pléyades …” o “Cuando sale (la estrella) Sirio (el besugo) en Delos y en Eretria…”. Arquéstrato también dedica comentarios a las preparaciones culinarias. Así, conocemos un estilo de recetas ‘a la siciliana’, que debían marcar la moda del momento y que hacían las delicias de los gourmets  (los ὀψόφαγοι), que ya los había por toda la Hélade.  Abundan las referencias al pescado asado o guisado con salsas de abundante queso y aceite, o salsas de salmuera (es decir, el gáron, que tanto éxito tendrá en las mesas romanas), vinagretas diversas y abuso de orégano y silfio. 



Vendedor atún. Museo de Mandralisca, Cefalú S.IV aC


Arquéstrato hace también comentarios que suponen un juicio de valor contra esta ‘escuela siciliana’, que él encuentra demasiado recargada. Al insistir tanto, no solo nos explica sus gustos sino también que lo que estaba de moda era justo lo que critica: el barroquismo de las salsas y los condimentos.

Tomemos como ejemplo la receta de la lubina. Una vez asada el autor hace hincapié en lo que no se debe hacer: “Y que no se te acerque jamás cuando prepares este plato ningún siracusano ni italiota, pues no saben preparar los buenos pescados, sino que lo echan todo a perder de mala manera sazonándolo con queso, y salpicándolo con vinagre aguado y salmuera de silfio” (VII,311A-C).

O la del bonito, que debe envolverse en hojas de higuera y ponerlo a cocer el tiempo justo entre las brasas “con no demasiado orégano, sin queso ni tonterías” (VII,278C). Arquéstrato parece reivindicar las elaboraciones más sencillas, que pongan en valor el producto. Sin embargo, en muchos otros casos sí menciona el estilo a la moda -a la siciliana-, a base de hierbas olorosas, ralladuras de queso y picantes salsas  de salmuera. 



Escena de pesca. Boston, Museum of Fine Arts


La época helenística, marcada por la expansión militar de Alejandro el Grande por Asia Menor, Egipto, Persia, Fenicia, Judea y resto del Mediterráneo, marcará nuevos recetarios que incorporarán novedades en materia de productos, gustos y elaboraciones. Durante los siglos III y II aC aparecen los tratados de Iatrocles, que se dedicó a recoger y comparar distintas recetas de pasteles de varias regiones griegas; Mnesiteo de Atenas; Filotimo; Eutidemo de Atenas, que redactó un monográfico sobre los vegetales y otro sobre las salazones; Parmenón de Rodas; Harpocratión de Mendes, autor de un libro sobre pasteles inspirado por la gastronomía egipcia; Crisipo de Tiana, cuyo tratado sobre la elaboración del pan incluye recetas de Creta, Siria y Egipto; y por último Paxamo, que compuso una obra gastronómica en orden alfabético (Ὀψαρτυτικὰ κατὰ στοιχεῖον ) que se hizo muy popular en la Antigüedad y que será una de las obras de referencia de la culinaria latina. 


No podemos olvidar los tratados médicos dentro de las aportaciones a la culinaria griega. Desde Hipócrates de Cos, nacido en el siglo V aC, un buen número de autores dedicaron sus obras a la Medicina y también a  la Dietética. Sus ideas se basan en buena parte en la prevención de enfermedades y trastornos de la salud, para lo cual se hace imprescindible un seguimiento de normas en la alimentación. Estos tratados florecen especialmente entre los siglos III y I aC, compuestos por profesionales que velarán por el bienestar de  los grandes monarcas helenísticos. 

Aquí podemos mencionar a Apolodoro y sus consejos sobre vinos a uno de los Ptolomeos, o a Diocles de Caristo, consejero dietético del rey de Macedonia Antígono II Gónatas, por nombrar solo a algunos.


Pero sin duda los más importantes e influyentes tratados médicos relacionados con la culinaria serán de fecha posterior: Dioscórides, Rufo de Éfeso y, sobre todo, Galeno de Pérgamo, ya en el siglo II.  Alguno de estos autores, como Dioscórides o Galeno, vivieron en la misma Roma, donde sin duda crearon escuela. 


Sin ser recetarios propiamente dichos, estos libros dan muchas pistas sobre cómo tratar los alimentos para que sean adelgazantes, purgantes, astringentes o cumplan con cualquier otra norma de higiene alimentaria. En el libro de Galeno

Sobre las facultades de los alimentos, podemos leer algunas fórmulas de este tipo, como la del arroz hervido, que se prepara como cualquier otro cereal y con el fin de cortar la diarrea; la de la col salteada con aceite de oliva y garum para facilitar la evacuación del vientre; la de los huevos escalfados o la de la crema de cebada, que también recogerá Apicio con algunas pequeñas modificaciones.


Plato de pescado procedente de Magna Grecia, siglo IV a.C.



El saber gastronómico de los griegos contaba con un insuperable prestigio. ¿Redactaron en Roma tantos libros de cocina y gastronomía como en Grecia? Pues para eso les emplazo a la siguiente entrada del blog.



Prosit!





domingo, 24 de mayo de 2020

CULINAE, LAS COCINAS DE LAS CASAS ROMANAS

Las cocinas (culinae) de las casas romanas no eran un lugar agradable. Si hemos de hacer caso a los textos latinos, eran espacios terriblemente ruidosos y pestilentes, llenos de gente de acá para allá, vapores tóxicos y grasa. Los textos, que tantas líneas dedican a los triclinios, apenas hablan de las cocinas. Y en todo caso, nunca hablan bien. Afortunadamente, la arqueología nos ha dejado una buena colección de cocinas pompeyanas, lo cual nos permite hacernos una idea más fidedigna de lo que fue este espacio, vital para el bienestar y la prosperidad de la casa.

cocina de la Casa de los Vettii. Pompeya

En general, las cocinas de las domus pompeyanas son espacios
pequeños y alejados de las dependencias principales. A diferencia del peristilo, el tablinum o el triclinio, no forman parte de la zona ‘pública’ de la domus, es decir, no son un espacio de representación social, no sirven para exhibir el estatus de la familia. Al contrario. Las cocinas formaban parte de la zona de servicios y, aunque eran absolutamente necesarias para el buen funcionamiento de la casa, eran bastante molestas para la vista, el oído, el olfato y la tranquilidad mental de sus moradores. “Contempla nuestras cocinas y los cocineros correteando de un lado para otro en medio de tantos hornillos” se lamenta Séneca, que no duda a la hora de remarcar el “ruidoso tumulto” que se produce en ellas (Epist.CXIV,26).

Las culinae se suelen ubicar en un espacio apartado, a veces cerca de un atrio secundario, o en la parte posterior de la domus, como en la Casa del Centenario. Otras veces se hallan en lugares internos y oscuros, incluso en sótanos, con un acceso con escaleras, como en la Casa del Espejo. Esto generaba, seguro, bastante incomodidad a la hora de servir los platos ya preparados, pues había que llevarlos hasta los comedores atravesando corredores o subiendo escaleras, como leemos en una epístola de Plinio el Joven describiendo su propia villa: “En un costado que carece de ventanas, hay una escalera que con un rodeo discreto permite traer todo lo necesario para los banquetes” (Plin.Epist.V,6,30).
Otros textos nos muestran que el sistema rápido para subir las comidas es usando cestos.  Esto lo vemos en la Aulularia de Plauto, cuando el esclavo Estróbilo debe supervisar la actividad de unos cocineros contratados en el foro para la ocasión. Al no ser personal estable de la casa, no se fía de ellos: “que preparen la cena dentro de la cisterna (in puteo); luego cuando esté, la subimos en cestos arriba” (Aul. 365-366). Al menos una ventaja de la ubicación subterránea de la cocina: reduce la posibilidad de robos.

cocina de la Villa San Marco. Stabia.
La ubicación de la culina intenta aprovechar el fuego y las calderas que calientan el agua de los baños, en aquellas casas que contasen con ellos (¿qué domus patricia que se precie no cuenta con un balneum completo?). Por eso es frecuente que se sitúen junto a las termas privadas. Pero también intentan aprovechar los desagües que conectaban con las alcantarillas, por lo que es frecuente que las culinae se sitúen junto a las letrinas, mucho menos glamourosas, aunque también necesarias.

¿Cuál es la composición ‘estándar’ de una culina romana?
En general, una cocina romana constaba fundamentalmente de un banco de ladrillos refractarios (el focus) con una superficie plana donde se colocaban trípodes metálicos y parrillas que permitían cocinar sobre una capa de cenizas y brasas. En Pompeya estos bancos suelen medir una altura aproximada de 1,20 m y resultaban cómodos para poder trabajar de pie. En la parte inferior suele haber uno o más nichos para guardar la leña. A menudo cuentan con un horno de estructura cúbica, donde se puede cocer pan.  Junto al fogón, suele haber una pila para el lavado de manos (lavatrina) y hasta un fregadero para lavar platos y cacharros de cocina. Un altar con los Lares y los Penates, y la cercanía de despensas (penus) puede completar la descripción.
Pero tengamos en cuenta que las cocinas nunca son iguales. Para empezar, solo de aquellas que se han conservado podemos sacar conclusiones. En las casas importantes la culina podía ser un espacio enorme y bien equipado. En las casas de menos categoría podía ser un espacio mucho más modesto, un rincón bajo una ventana o incluso no existir.

cocina de la Fullonica de Stephanus. Pompeya.

¿Cuál es el motivo por el que las culinae se ubicaban en espacios alejados del comedor, como parecería ser lo lógico? Bien, los comedores romanos son los escenarios de representación de los convivia, en los que se prioriza la elegancia, el lujo, el confort, la comodidad. Está en juego la imagen del dueño de la casa. Los comedores son un espacio para el disfrute de los cinco sentidos. Pero las cocinas… eran otra cosa. Allí se acumulaban humos, grasa y vapores insalubres, que se acrecentaban con el reducido tamaño y la falta de ventilación.

El origen de este problema era la ausencia de chimeneas y de cualquier sistema eficiente para favorecer la salida de humos.  Una ventana próxima o un tejadillo no bastan cuando se está cocinando en un espacio bastante cerrado. Incluso contando con patios el humo lo invade todo.  Los textos latinos se hacen eco de esto e insisten en remarcar el ambiente tóxico que se generaba por humaredas constantes que impregnaban paredes y vigas. Expresiones como nigram culinam son bastante frecuentes. Y comentarios como “a mí me encanta un hogar y unos techos que no repugnen ennegrecerse de humo”, también (Mart.II,90).
reconstrucción de una culina romana. Museo de Londres.
La cocina, que exigía un cuidado atento, mantenía el fuego encendido la mayor parte del tiempo. Se intentaba conservar apagando las llamas y manteniendo las brasas bajo las cenizas, hasta usos posteriores. Siempre es más fácil reavivar un fuego que tener que obtenerlo de cero. Para alimentar el fuego, se utilizaba leña o carbón (que se compraban en las carbonariae tabernae), y conocer los diferentes tipos existentes era importante para lograr un objetivo u otro (madera de pino para avivar el fuego, maderas menos resinosas y más duras para una cocción larga).

El humo de las culinae, lo mismo que los malos olores, era un problema muy incómodo que no se solucionaba alejando la cocina de las zonas más confortables. Invadía con facilidad toda la domus y por ello se recurría a los quemadores de perfume, con la esperanza de que el incienso taponase el humo del asado o el olor del hervido de verduras. El ambipur de la época. Pero no solo invadía la domus, a veces salía fuera de casa e invadía la calle, mezclándose con los humos de otras casas y los que salían de las tabernas. Si tenemos que hacer caso de las palabras de Séneca, el aire de las ciudades como Roma era prácticamente irrespirable: “Tan pronto como hube abandonado la atmósfera pesada de la ciudad y el típico olor de las cocinas humeantes que, puestas en acción, difunden con el polvo todos los vapores pestilentes que han absorbido, experimenté enseguida que mi estado de salud había mejorado” (Sen.Ep.104,6). Claro que Séneca igual podía estar exagerando un poco.
Larario junto al focus de la Casa de
Julio Polibio.  Pompeya.

Parte de este problema se solucionaba utilizando las brasas y cocinando sobre ellas mediante trípodes o parrillas metálicas, como he dicho antes. Esto permitía poder cocinar sin humaredas pestilentes. Las brasas se conseguían tras haber hecho una hoguera de carbón y leña en el patio y posteriormente se extendían en la superficie del focus. Allá, sobre las parrillas, se situaban las ollas, cacerolas y sartenes. De hecho, en las cocinas pompeyanas se conservan diferentes pinturas murales sin ennegrecer que prueban que el fuego no podía ser de leña, sino que se usaron brasas. Por cierto, las brasas del carbón de madera eran necesarias también para alimentar los braseros que calentaban la casa, y las cenizas resultantes del carbón de madera se reciclaban como blanqueador de la ropa.

El otro problema serio que se derivaba del uso de fuego vivo, brasas, hornos y hogueras era el riesgo de incendio. El agrónomo Columela  recomendaba una cocina grande y alta, “para que el enmaderado del techo esté libre del peligro de incendio” y además se pueda estar más ancho (De Re Rustica I,6,3). Sin embargo esta recomendación era más fácil de cumplir en una amplia villa rústica, en la que también se deja espacio para bodegas de vino, almazaras de aceite y despensa de conservas.

El peligro de incendio en todo tipo de cocinas era evidente. Horacio nos presenta una escena que ejemplifica perfectamente cómo podía desencadenarse la catástrofe. Estando de viaje con sus amigos, paran a comer en una posada de Benevento: “nuestro oficioso hospedero no se abrasó por poco cuando en el fuego daba vueltas a unos tordos flacos; pues al desmadrarse Vulcano, la llama cundió por la vieja cocina y se aprestaba a lamer la cima del techado.” (Hor. Serm. I,5,71-77). La escena, que acaba con los comensales y sus esclavos “tratando de acabar con el incendio”, no tiene desperdicio.

vigiles urbani
El riesgo de incendio preocupaba, y mucho, a las autoridades, y las cocinas eran en buena parte responsables de estas desgracias. Séneca nos habla de la humareda espesa “que suelen despedir las cocinas de los magnates y alarma a los vigilantes nocturnos” (Ep. 64,1), haciendo referencia a los vigiles urbani, el cuerpo creado por Augusto expresamente para sofocar incendios y otros problemas de orden público.

Las casas modestas y las habitaciones minúsculas y superpobladas de las insulae no tenían un espacio reservado para la cocina, lo mismo que tampoco tenían un acceso fácil al agua (había que ir a buscarla a la fuente pública), por lo que cocinar debía ser toda una experiencia. Aunque no tenemos pruebas arqueológicas, es fácil imaginar que algunas personas utilizarían hornillos portátiles que colocarían cerca de las ventanas para facilitar la expulsión de humos, con todos los riesgos que eso conlleva (un mal cálculo en la cantidad de fuego, un golpe de viento fortuito, una chispa que salta de la lumbre…). Los habitantes de las insulae comerían alimentos fríos, o prepararían los ingredientes y los llevarían a cocinar a la taberna más cercana, o comerían lo preparado por la propia taberna.

Quien trabajaba dentro de la cocina, pues, estaba en contacto con vapores, olores y grasa que no podían ser extraídos con eficiencia. El calor, el vapor del aire, la grasa en suspensión, los olores… hacían que los cocineros y pinches estuviesen impregnados con el característico olor a fritanga. En la famosa cena de Trimalción, el liberto enriquecido, hay un momento en que se permite que el cocinero se tumbe en el triclinio. El narrador nos hace un retrato rápido: “olía que apestaba a salmuera y a salsas” (Sat.70,12). Quien trabajaba en la cocina adquiría el mismo rango servil que esta, y ya podía ser un Escoffier de la época.

horneado de pan. Saint Romain en Gal.

El equipamiento de una culina de una casa rica era muy completo.
Además de las parrillas metálicas y trípodes, las cocinas tenían herramientas para avivar el fuego, varillas de metal para brochetas (ideales para asar cabritos), ralladores, cuchillos, cucharas y cucharones, cascanueces, tenedores para trinchar carne, moldes para hacer pasteles (dulces o salados), y los imprescindibles morteros, absolutamente necesarios para elaborar las típicas salsas que caracterizan la cocina romana de cierto nivel.
Las cocinas de categoría contarían con un buen número de ollas y cazuelas de todo tipo, generalmente de barro, aunque se han hallado algunas baterías de cocina de hierro o de bronce, como la de la Casa de los Vettii. Tampoco faltarían las sartenes de hierro para las frituras de pescado, ni el calentador de agua, ni los hornos independientes,  ni las bandejas enormes para presentar el pavo real en todo su esplendor o los salmonetes de dos libras a precio de oro.

menaje de cocina romana MAN Nápoles.

Las cocinas, sucias, poco higiénicas, feas, grasientas, pequeñas y oscuras, eran el backstage del espectáculo que suponía la cena de los comedores. Cocineros y jefes de sala acababan siendo los encargados de los efectos especiales: creando, organizando y sirviendo desde detrás de la escena. Porque un convivium romano es un auténtico escaparate social para quien lo organiza, y una comida sorprendente, fastuosa y deliciosa es el medio para lograr la armonía de la cena y el deleite de los comensales.

En el triclinio, esclavos y esclavas jóvenes y hermosos (estos ni pisaban la cocina) servían el vino y trinchaban unas piezas que había que presentar enteras, en enormes bandejas. Como ahora, las elaboraciones se acababan ante los ojos de los comensales, a veces sobre hornillos portátiles no humeantes (el milagro de las brasas), que además mantenían los platos calientes: “es el procedimiento que ha ideado ahora nuestro sibaritismo”, se lamenta Séneca, “para evitar que algún plato se enfríe (...) se traslada a la mesa la cocina” (Ep.78,23). La música y los perfumes, el vino de rosas, las ostras, los versos malos de Sabelo el parásito, la belleza de la vajilla, las cortinas y sedas, el salmonete fresquísimo, las burlas al que se duerme, los cotilleos, el pichón con garum, los chistes picantes, el trampantojo de pescado, los brindis…  nada de todo este espectáculo tendría éxito sin la cocina, esa parte de la casa servil e incómoda, pero absolutamente vital para el mantenimiento de la familia.

Detalle del triclinio de la Villa de los Misterios. Pompeya.