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sábado, 21 de junio de 2025

VIVIR (Y COMER) EN UNA INSULA. MANUAL DE SUPERVIVENCIA


¿Has venido de las provincias y buscas una oportunidad de ganarte la vida en Roma? Antes que nada tendrás que solucionar un problema acuciante: conseguir una vivienda, lo cual no es nada fácil.


Aquí te dejo un decálogo para sobrevivir al alquiler en Roma.



  1. Empieza a buscar alquiler durante el mes de junio. Como imagino que sabrás, los alquileres vencen en el mes de julio, por lo que si te interesas por un piso con anterioridad, tendrás más oportunidades de escoger y apalabrar el contrato del piso que te guste. Es cierto que si esperas a que pasen los primeros días de julio, el precio es sensiblemente más barato. Pero no es recomendable, porque también disminuye bastante la oferta. O sea, que no tendrás dónde escoger. Ya sabes, Roma es un hervidero de gente y no hay que dormirse. 


  1. Si te lo puedes permitir, escoge vivir en el primer piso, máximo el segundo. Cierto, el alquiler es mucho más caro, pero los pisos son más amplios y mucho más cómodos. No te interesa en ningún caso alojarte en el ático, esas buhardillas diminutas situadas bajo los tejados del edificio, básicamente donde anidan las palomas. Goteras, escaleras infinitas, corrientes de aire y paredes poco estables es lo único que conseguirás viviendo en las plantas superiores. En el primer piso tendrás más espacio, relativo acceso al agua del pozo o de la fuente y más facilidad para escapar del incendio que tarde o temprano va a suceder. Además, todos tus vecinos de los pisos superiores te mirarán con envidia. En todo caso, si has tenido que recurrir a un cenáculo diminuto porque no te ha quedado otro remedio, procura que sea suficientemente grande como para poder contener tus cachivaches básicos: una escoba, algún cesto de mimbre, un cubo para el agua, una jarra para el vino, una alacena para despensa (ese tarro de miel que no puede faltar, esas ristras de ajos, la carne seca, el queso y las olivas tendrás que tenerlos en algún sitio) y, por supuesto, un rinconcillo para el altar de los Lares y los Penates.


Reconstrucción de la Insula de Diana. Ostia.

  1. Busca un inmueble del tipo insulae de patio, es decir, con un buen patio interior. Cierto es que a veces el patio es de uso casi exclusivo de los habitantes de las plantas principales -las bajas-, pero si tienes suerte podrás utilizarlo como zona común. Créeme, es un auténtico lujo contar con un patio que tenga comodidades como una fuente, letrinas cercanas y un fogón que podrás usar para tus pucheros de puerros y garbanzos, bien calentitos. Si el vecindario es majo, podrás compartir sin complicaciones el patio como zona de comedor. Incluso puede que tengas suerte y el patio de tu edificio sea la sede de las comidas de algún gremio, y que te dejen colarte. 


  1. No se te ocurra cocinar algo caliente en tu habitáculo. Evita los hornillos portátiles, sobre todo si tu insula está hecha de partes de madera. Desde que Nerón reconstruyó la ciudad, se supone que los edificios altos ya no son de madera, sino de ladrillo, pero los incendios siguen a la orden del día. Créeme, hacerte tu propio pulmentum en el hornillo junto a las ventanas es hacer números a provocar una tragedia, además de la peste que se levanta con humos y olores a fritanga. Es mejor recurrir a las cocinas del patio comunitario o bien a la comida ya hecha. Seguro que tendrás a mano una o dos cauponae donde conseguir un buen guiso calentito de habas con tocino o unas albóndigas con su buena salsa de piñones. Vamos, en la misma planta baja de tu edificio seguro que hay un thermopolium. Y si la calle está muy concurrida, podrás optar también por la oferta de los vendedores ambulantes: salchichas, crustula, garbanzos torraditos… No te la juegues con las brasas.


craticula o parrilla portátil


  1. Sácate unas perrillas subalquilando una habitación. Selecciona muy bien a quién subarriendas, porque Roma está llena de gente desaprensiva. Ya sabes lo que dicen: rara vez llegan los soldados a los cenáculos. Así que te puedes encontrar con peleas y problemas de todo tipo porque igual estás albergando a un sicario. Pero lo cierto es que puedes sacarle unos sestercios a ese cuartucho con ventana que no te gusta porque da al barullo callejero y te impide dormir. Promociónalo como habitación con vistas, muy luminosa y bien aireada, que permite participar del encanto de Roma con los cinco sentidos.


  1. Escoge tu cenáculo orientado a la calle o al patio interior -si lo hay- en función de tus preferencias: la luz, la ventilación o el ruido. Es indudable que tendrás que escoger. Si tu piso da al exterior, tendrás más luz y mejor ventilación. Es más fácil que se diluya ese olor a sardinas fritas que sube por todo el edificio desde las cocinas del patio, y sin duda es toda una ventaja contar con luz natural. Pero también te acompañará el ruido de carpinteros, caldereros y resto de gremios, el griterío de los vendedores, el ruido nocturno de los carros de mercancías, el de los panaderos, el de los borrachos y transeúntes pendencieros, el de las peleas y persecuciones ciudadanas… Si eres de sueño ligero, una habitación que da a la calle puede ser incómoda. (Por eso mismo debes subalquilarla). Las habitaciones que dan al interior son más silenciosas, es cierto. Pero también más tenebrosas. Un buen repertorio de lucernas y pasar el día fuera de casa serán la solución. Pero tendrás que convivir con humos y olores de lámparas de aceite, braseros y cocinas. Así que escoge bien. 


Lucerna

  1. Mantén tu casa limpia. Barre, ventila y limpia lo que cae al suelo. Ese trozo de queso sobrante y ese mendrugo de pan que se queda sobre la mesa atraen a los ratones y a la larga crían bichos. Haz tus necesidades en la letrina comunitaria y, si no es posible, ten un cubo y vacíalo con elegancia, en la letrina cuando bajes a buscar agua. No recurras al lanzamiento de inmundicias desde la ventana, no contribuyas a la molestia de los ciudadanos de a pie. Piensa que tus porquerías no van a caminar solas hasta la cloaca. Aunque sea incómodo, sobre todo si vives en pisos altos, haz lo posible por tener siempre lleno el cubo de agua y úsala para limpiar tu casa y para tu higiene personal. Habrá menos bichos y olerá mejor. Por eso mismo, si tu inmueble no dispone de un patio con un pozo, busca un alquiler cercano a una fuente pública


Hornillo

  1. Entabla amistad con un bombero. No nos engañemos, tarde o temprano habrá un incendio. Si no es el hornillo de la vecina asando salchichas de Lucania es el brasero para calentarse o la lucerna para no descalabrarse subiendo las tenebrosas escaleras. Tarde o temprano la chispa salta y la madera prende. La cercanía con el cuerpo de vigiles urbani no lo va a evitar, pero quién sabe si la cercanía con los miembros de la cuadrilla ayudará a que te hagan más caso cuando suceda. Además, siempre te conviene conocer a gente que se encarga del orden nocturno, así podrás volver a casa con más garantías de seguridad. 

  1. Busca vivienda en barrios bohemios, como la Subura, el Velabrum o el Argileto, que están muy de moda. Aquí tienes una amplia oferta de todo: peluquerías, librerías, termas, mercado, prostíbulos, banqueros, adivinos, zapateros, perfumistas, orfebres, tiendas donde comprar sedas, telas teñidas de púrpura, ungüentos, incienso, figurillas para exvotos… Lo dicho: todo tipo de tiendas y servicios. Y qué decir de la oferta gastronómica: tabernas, bares y restaurantes de todo tipo y reputación, junto a puestos de comida callejera para picotear. Una oferta completa para todos los bolsillos y gustos. Hasta hay escuelas de hostelería. Eso sin contar los mercadillos callejeros centrados en los productos refinados, como los dátiles Nicolaos, los erizos de mar, el foie-gras, el garum de primera, la pimienta larga y otras finuras que se pueden permitir solo los senadores y los peces gordos. De hecho, es bastante fácil que te cruces con ciudadanos ilustres, incluso que los tengas de vecinos. En estos barrios vive mucha gente, son muy caros y ruidosos, sí, pero sabrás lo que es vivir intensamente en Roma. 


  1. Escoge una vivienda con un propietario que tenga buena fama, infórmate bien y huye de los especuladores. Normalmente no les importa si la finca se cae a pedazos o si tiene más pisos de lo que está permitido. Cuanto más alto es, más dinero ganan. Y ya se sabe, cuanto más arriba está menos gastan en materiales de calidad, de manera que abunda la madera y el ladrillo brilla por su ausencia. Te recomiendo que busques un inmueble en cuya planta principal también viva su propietario. Será más fácil que se preocupe por la seguridad y la finca no se derrumbe. 


Roma. Insula Capitolina


No tengas complejos por vivir en un bloque de pisos. La gente de bien también lo hace en algún momento de su vida. Mira los poetas, mira al famoso Marcial, mira a Juvenal, mira a Séneca, que vivía encima de unos baños, soportando los ruidos de la piscina, los gritos de la depilación, las voces de los vendedores y el martillito del carpintero. Y eso que era propietario. Incluso individuos como Sila, en los tiempos de la República, todo un cónsul que en su día pagaba tres mil sestercios de alquiler. Y otros senadores. Y hasta Augusto tuvo que hacerlo. Y Vitelio, que para poderse pagar su viaje a Germania se mudó a un cenáculo para poder alquilar también el suyo. 


Así que no te agobies y disfruta de vivir en la gran Urbe.


Imagen de portada: Wikipedia



lunes, 6 de julio de 2020

COCINAR EN TIEMPOS DE ROMA: EL MENAJE DE COCINA


¿Qué utensilios se empleaban para cocinar en época romana? ¿Cómo se elaboraban los guisos de pollo o de oca, las calabazas a la alejandrina, las quiches de lenguado, las albóndigas de calamar, los pasteles de queso y miel, las gachas de espelta, la pasta de aceitunas griegas? El menaje de cocina consistía en unos utensilios específicos que, como veremos a continuación, no eran tan diferentes de los nuestros.


Toda cocina romana contaba al menos con un mortero (mortarium), quizá el instrumento más característico de las culinae. Los morteros podían ser de mármol, piedra, barro o madera, y también de tamaños diferentes: unos más grandes y profundos y otros más planos y de menor tamaño, estos últimos para picar las especias, mientras que los primeros para elaborar las salsas. Los morteros de barro tenían en su interior una serie de piedrecitas o granos de arena incrustados que rompían el alimento por frotación. La forma más aplanada y la forma de la mano o pistillum también contribuía a la trituración y mezcla de los ingredientes, hasta conseguir emulsionar salsas como el moretum, una pasta de queso con aceite, vinagre, ajo, hierbas y especias (ajedrea, ruda, cilantro, apio, menta…), una auténtica delicia.


Mortero. Museo Arqueológico Tarragona

La culinaria romana se define también por sus preparaciones usando el calor húmedo, por lo que otro tipo de utensilios fundamentales que encontraríamos en cualquier culina son las ollas, marmitas y cazuelas. De hecho, existían diversos tipos de ollas (olla / aula), que se usaban fundamentalmente para cocer los alimentos en agua, ya fueran hortalizas, legumbres, carnes o verduras. Eran ideales para conseguir sopas o hervidos. Las ollas podían ser de cerámica o de bronce, estas últimas más resistentes y más fáciles de limpiar, pero también más caras. Existía un tipo de olla en particular, sin asas, que se destinaba a cocer las gachas: el pultarius. Las gachas (puls) se hacían con espelta, trigo o cebada, agua salada y alguna legumbre o verdura (cebollas, coles, lentejas, habas). Con suerte, se le podía  echar también algo de carne. La puls era tan característica de Roma que los griegos llamaban a los romanos ‘comedores de puls’ (pultiphagonides), con cierta sorna, pues la gastronomía griega estaba mucho más desarrollada. Las gachas en Roma precedieron al pan, así que el pultarius sería un instrumento imprescindible en las casas romanas, sobre todo en las de la gente pobre y en el campo.


Utensilios de cocina. Museo Archeolgico Nazionale. Nápoles.


Otro tipo de  olla o cacerola muy común, sobre todo a partir del siglo I, es el caccabus, llamado así, según Varrón, porque era el recipiente donde cocían (coquebant) los alimentos (LL V,127).  Era ideal para cocinar a fuego lento. Tenía el fondo amplio y tapadera, lo cual permitía una cocción bastante regular y también mantener el control sobre el vapor interno. El caccabus aparece mencionado en muchísimas recetas de Apicio y se recomienda para guisos, pucheros y potajes de legumbres. También para salsas  y estofados de carne. El caccabus, junto con el mortarium, eran los básicos de la cocina romana.


Caccabus y trípode. Bristish Museum.


Existían fuentes o bandejas para el horno llamadas patinae o patellae. Se trataba de una especie de cazuela ancha y honda, hecha de cerámica y provista de tapadera y asas, donde se cocinaba y se servía el plato. Lo más llamativo es que tenían un recubrimiento interior antiadherente (engobe), como nuestros cacharros contemporáneos. La patina se usaba para cocinar en el horno, y daba nombre también a los platos elaborados utilizando este recipiente, como pasa actualmente con la paella. Esos platos eran una especie de pasteles salados compuestos de verduras, pescados o carnes que tenían una consistencia compacta, algo así como una quiche, un budín o incluso una lasaña, lo cual los hacía muy cómodos para tomar con las manos. Estos pasteles  se espesaban con huevo batido, almidón o sesos cocidos, lo cual proporcionaba textura y bastantes calorías. En el Libro IV de Apicio hay un apartado dedicado solo a las recetas de patinae, de las que aparecen nada menos que treinta y siete.


Sartén hallada en Pompeya. Museo Archeologico Nazionale. Nápoles.


Si se deseaba freír o saltear se utilizaba la sartén (sartago), compuesta de un recipiente muy ancho de paredes muy bajas unido a un mango de madera. La sartén se utilizaba para freír pescado, a la manera griega, con abundante aceite de oliva. Apicio la menciona para freír carne troceada utilizando aceite, garum, vino o miel, lo cual daría un acabado ‘caramelizado’. Para freír también se podía utilizar la grasa de cerdo (unguen), mucho más económica.


Gran horno en la cocina principal de Villa de los Misterios, Pompeya.

Las cocinas de las grandes domus solían constar de un horno (furnus) o de más de uno. Era una construcción abovedada de ladrillo o de piedra con una abertura lateral para poder introducir los alimentos mediante una pala. Estos hornos estaban situados en un patio, y para precalentarlos se quemaba leña en su interior, produciendo así las brasas que luego serían necesarias para cocinar en los fogones de la culina. Una vez bien caliente, se podía cocer en su interior el pan o los asados de cordero, cochinillo, jabalí, liebre o lirón que tanto éxito tenían en los grandes banquetes. 


Clibanus. Reconstrucción del Bristish Musum.
Fuente: https://blog.britishmuseum.org


Existía también una especie de horno independiente y de tamaño más reducido. En los textos recibe diversos nombres: clibanus, thermospodium o testum y no deja de ser una campana de barro diseñada para cocer sobre las brasas. El clibanus proporcionaba una cocción muy uniforme, pues retenía el calor y la humedad. La forma de esta campana o tapadera, con un borde saliente en el exterior, permitía poner sobre ella las brasas. De esta manera el plato se hacía dentro del horno, sobre y bajo las brasas. Sin duda las patinae eran uno de los platos que se cocinaban en este horno, aunque lo más frecuente era que se cociesen diferentes tipos de pan o algunos dulces como los pasteles de queso que menciona Catón (libum, placenta o savillum).


Parrilla. Museo Provincial de Segovia.


Junto al clibanus, para asar se usaba también la parrilla (craticula), la cual se colocaba sobre las brasas. Algunas recetas de Apicio indican que el producto se debe asar en la parrilla o en el horno: se trata de langosta, hígado, ubres de cerda, riñones aderezados con aceite y garum o carne de cabrito o cordero, previamente cocida con garum y aceite. La parrilla permitía también asar la carne con forma de brochetas, usando espetones o asadores.


Utensilios para cocinar hallados en Pompeya. Museo Archologico Nazionale. Nápoles.

Todos estos utensilios se colgaban de las paredes con ganchos o se apilaban unos dentro de otros en estanterías. Junto a ellos, toda suerte de recipientes destinados al almacenaje y conservación de productos (ánforas, botellas, odres y toneles) ideales para vino, miel, fruta o salmuera; también diversas jarras, platos, tazas, copas, bandejas que servirán después para servir las viandas en la mesa; sin olvidar todo tipo de utensilios auxiliares, como tijeras de bronce, moldes con formas diversas para pasteles, coladores, embudos, cubos para ir a por agua a la fuente, trípodes varios para los fogones, ralladores metálicos de queso, cucharones, cucharas y cuchillos, grandes tenedores para manipular las carnes, tenazas de hierro para avivar el fuego, espumaderas, balanzas, molinillos de especias y hasta un molino rotatorio manual para obtener la harina necesaria para el pan o las gachas de turno. 


Embudo de bronce. Museo Archeologico Nazionale. Nápoles


Y no olvidemos tampoco el altar de los Lares y Penates, los auténticos guardianes de la despensa y el fuego, y por tanto de la prosperidad de la familia y la casa. Ellos son los responsables de conservar y multiplicar los alimentos y la bebida que se almacenan en el penus, y también los responsables de inspirar a los cocineros, así que conviene rendirles culto como es debido y mantener las ofrendas diarias, responsabilidad que corresponde, como es sabido, al pater familias.


Las cocinas estaban llenas de vida, y su grasa, sus olores y su calor eran símbolo de abundancia, prosperidad y felicidad. Las cocinas eran el corazón de la casa.


Prosit!



domingo, 24 de mayo de 2020

CULINAE, LAS COCINAS DE LAS CASAS ROMANAS

Las cocinas (culinae) de las casas romanas no eran un lugar agradable. Si hemos de hacer caso a los textos latinos, eran espacios terriblemente ruidosos y pestilentes, llenos de gente de acá para allá, vapores tóxicos y grasa. Los textos, que tantas líneas dedican a los triclinios, apenas hablan de las cocinas. Y en todo caso, nunca hablan bien. Afortunadamente, la arqueología nos ha dejado una buena colección de cocinas pompeyanas, lo cual nos permite hacernos una idea más fidedigna de lo que fue este espacio, vital para el bienestar y la prosperidad de la casa.

cocina de la Casa de los Vettii. Pompeya

En general, las cocinas de las domus pompeyanas son espacios
pequeños y alejados de las dependencias principales. A diferencia del peristilo, el tablinum o el triclinio, no forman parte de la zona ‘pública’ de la domus, es decir, no son un espacio de representación social, no sirven para exhibir el estatus de la familia. Al contrario. Las cocinas formaban parte de la zona de servicios y, aunque eran absolutamente necesarias para el buen funcionamiento de la casa, eran bastante molestas para la vista, el oído, el olfato y la tranquilidad mental de sus moradores. “Contempla nuestras cocinas y los cocineros correteando de un lado para otro en medio de tantos hornillos” se lamenta Séneca, que no duda a la hora de remarcar el “ruidoso tumulto” que se produce en ellas (Epist.CXIV,26).

Las culinae se suelen ubicar en un espacio apartado, a veces cerca de un atrio secundario, o en la parte posterior de la domus, como en la Casa del Centenario. Otras veces se hallan en lugares internos y oscuros, incluso en sótanos, con un acceso con escaleras, como en la Casa del Espejo. Esto generaba, seguro, bastante incomodidad a la hora de servir los platos ya preparados, pues había que llevarlos hasta los comedores atravesando corredores o subiendo escaleras, como leemos en una epístola de Plinio el Joven describiendo su propia villa: “En un costado que carece de ventanas, hay una escalera que con un rodeo discreto permite traer todo lo necesario para los banquetes” (Plin.Epist.V,6,30).
Otros textos nos muestran que el sistema rápido para subir las comidas es usando cestos.  Esto lo vemos en la Aulularia de Plauto, cuando el esclavo Estróbilo debe supervisar la actividad de unos cocineros contratados en el foro para la ocasión. Al no ser personal estable de la casa, no se fía de ellos: “que preparen la cena dentro de la cisterna (in puteo); luego cuando esté, la subimos en cestos arriba” (Aul. 365-366). Al menos una ventaja de la ubicación subterránea de la cocina: reduce la posibilidad de robos.

cocina de la Villa San Marco. Stabia.
La ubicación de la culina intenta aprovechar el fuego y las calderas que calientan el agua de los baños, en aquellas casas que contasen con ellos (¿qué domus patricia que se precie no cuenta con un balneum completo?). Por eso es frecuente que se sitúen junto a las termas privadas. Pero también intentan aprovechar los desagües que conectaban con las alcantarillas, por lo que es frecuente que las culinae se sitúen junto a las letrinas, mucho menos glamourosas, aunque también necesarias.

¿Cuál es la composición ‘estándar’ de una culina romana?
En general, una cocina romana constaba fundamentalmente de un banco de ladrillos refractarios (el focus) con una superficie plana donde se colocaban trípodes metálicos y parrillas que permitían cocinar sobre una capa de cenizas y brasas. En Pompeya estos bancos suelen medir una altura aproximada de 1,20 m y resultaban cómodos para poder trabajar de pie. En la parte inferior suele haber uno o más nichos para guardar la leña. A menudo cuentan con un horno de estructura cúbica, donde se puede cocer pan.  Junto al fogón, suele haber una pila para el lavado de manos (lavatrina) y hasta un fregadero para lavar platos y cacharros de cocina. Un altar con los Lares y los Penates, y la cercanía de despensas (penus) puede completar la descripción.
Pero tengamos en cuenta que las cocinas nunca son iguales. Para empezar, solo de aquellas que se han conservado podemos sacar conclusiones. En las casas importantes la culina podía ser un espacio enorme y bien equipado. En las casas de menos categoría podía ser un espacio mucho más modesto, un rincón bajo una ventana o incluso no existir.

cocina de la Fullonica de Stephanus. Pompeya.

¿Cuál es el motivo por el que las culinae se ubicaban en espacios alejados del comedor, como parecería ser lo lógico? Bien, los comedores romanos son los escenarios de representación de los convivia, en los que se prioriza la elegancia, el lujo, el confort, la comodidad. Está en juego la imagen del dueño de la casa. Los comedores son un espacio para el disfrute de los cinco sentidos. Pero las cocinas… eran otra cosa. Allí se acumulaban humos, grasa y vapores insalubres, que se acrecentaban con el reducido tamaño y la falta de ventilación.

El origen de este problema era la ausencia de chimeneas y de cualquier sistema eficiente para favorecer la salida de humos.  Una ventana próxima o un tejadillo no bastan cuando se está cocinando en un espacio bastante cerrado. Incluso contando con patios el humo lo invade todo.  Los textos latinos se hacen eco de esto e insisten en remarcar el ambiente tóxico que se generaba por humaredas constantes que impregnaban paredes y vigas. Expresiones como nigram culinam son bastante frecuentes. Y comentarios como “a mí me encanta un hogar y unos techos que no repugnen ennegrecerse de humo”, también (Mart.II,90).
reconstrucción de una culina romana. Museo de Londres.
La cocina, que exigía un cuidado atento, mantenía el fuego encendido la mayor parte del tiempo. Se intentaba conservar apagando las llamas y manteniendo las brasas bajo las cenizas, hasta usos posteriores. Siempre es más fácil reavivar un fuego que tener que obtenerlo de cero. Para alimentar el fuego, se utilizaba leña o carbón (que se compraban en las carbonariae tabernae), y conocer los diferentes tipos existentes era importante para lograr un objetivo u otro (madera de pino para avivar el fuego, maderas menos resinosas y más duras para una cocción larga).

El humo de las culinae, lo mismo que los malos olores, era un problema muy incómodo que no se solucionaba alejando la cocina de las zonas más confortables. Invadía con facilidad toda la domus y por ello se recurría a los quemadores de perfume, con la esperanza de que el incienso taponase el humo del asado o el olor del hervido de verduras. El ambipur de la época. Pero no solo invadía la domus, a veces salía fuera de casa e invadía la calle, mezclándose con los humos de otras casas y los que salían de las tabernas. Si tenemos que hacer caso de las palabras de Séneca, el aire de las ciudades como Roma era prácticamente irrespirable: “Tan pronto como hube abandonado la atmósfera pesada de la ciudad y el típico olor de las cocinas humeantes que, puestas en acción, difunden con el polvo todos los vapores pestilentes que han absorbido, experimenté enseguida que mi estado de salud había mejorado” (Sen.Ep.104,6). Claro que Séneca igual podía estar exagerando un poco.
Larario junto al focus de la Casa de
Julio Polibio.  Pompeya.

Parte de este problema se solucionaba utilizando las brasas y cocinando sobre ellas mediante trípodes o parrillas metálicas, como he dicho antes. Esto permitía poder cocinar sin humaredas pestilentes. Las brasas se conseguían tras haber hecho una hoguera de carbón y leña en el patio y posteriormente se extendían en la superficie del focus. Allá, sobre las parrillas, se situaban las ollas, cacerolas y sartenes. De hecho, en las cocinas pompeyanas se conservan diferentes pinturas murales sin ennegrecer que prueban que el fuego no podía ser de leña, sino que se usaron brasas. Por cierto, las brasas del carbón de madera eran necesarias también para alimentar los braseros que calentaban la casa, y las cenizas resultantes del carbón de madera se reciclaban como blanqueador de la ropa.

El otro problema serio que se derivaba del uso de fuego vivo, brasas, hornos y hogueras era el riesgo de incendio. El agrónomo Columela  recomendaba una cocina grande y alta, “para que el enmaderado del techo esté libre del peligro de incendio” y además se pueda estar más ancho (De Re Rustica I,6,3). Sin embargo esta recomendación era más fácil de cumplir en una amplia villa rústica, en la que también se deja espacio para bodegas de vino, almazaras de aceite y despensa de conservas.

El peligro de incendio en todo tipo de cocinas era evidente. Horacio nos presenta una escena que ejemplifica perfectamente cómo podía desencadenarse la catástrofe. Estando de viaje con sus amigos, paran a comer en una posada de Benevento: “nuestro oficioso hospedero no se abrasó por poco cuando en el fuego daba vueltas a unos tordos flacos; pues al desmadrarse Vulcano, la llama cundió por la vieja cocina y se aprestaba a lamer la cima del techado.” (Hor. Serm. I,5,71-77). La escena, que acaba con los comensales y sus esclavos “tratando de acabar con el incendio”, no tiene desperdicio.

vigiles urbani
El riesgo de incendio preocupaba, y mucho, a las autoridades, y las cocinas eran en buena parte responsables de estas desgracias. Séneca nos habla de la humareda espesa “que suelen despedir las cocinas de los magnates y alarma a los vigilantes nocturnos” (Ep. 64,1), haciendo referencia a los vigiles urbani, el cuerpo creado por Augusto expresamente para sofocar incendios y otros problemas de orden público.

Las casas modestas y las habitaciones minúsculas y superpobladas de las insulae no tenían un espacio reservado para la cocina, lo mismo que tampoco tenían un acceso fácil al agua (había que ir a buscarla a la fuente pública), por lo que cocinar debía ser toda una experiencia. Aunque no tenemos pruebas arqueológicas, es fácil imaginar que algunas personas utilizarían hornillos portátiles que colocarían cerca de las ventanas para facilitar la expulsión de humos, con todos los riesgos que eso conlleva (un mal cálculo en la cantidad de fuego, un golpe de viento fortuito, una chispa que salta de la lumbre…). Los habitantes de las insulae comerían alimentos fríos, o prepararían los ingredientes y los llevarían a cocinar a la taberna más cercana, o comerían lo preparado por la propia taberna.

Quien trabajaba dentro de la cocina, pues, estaba en contacto con vapores, olores y grasa que no podían ser extraídos con eficiencia. El calor, el vapor del aire, la grasa en suspensión, los olores… hacían que los cocineros y pinches estuviesen impregnados con el característico olor a fritanga. En la famosa cena de Trimalción, el liberto enriquecido, hay un momento en que se permite que el cocinero se tumbe en el triclinio. El narrador nos hace un retrato rápido: “olía que apestaba a salmuera y a salsas” (Sat.70,12). Quien trabajaba en la cocina adquiría el mismo rango servil que esta, y ya podía ser un Escoffier de la época.

horneado de pan. Saint Romain en Gal.

El equipamiento de una culina de una casa rica era muy completo.
Además de las parrillas metálicas y trípodes, las cocinas tenían herramientas para avivar el fuego, varillas de metal para brochetas (ideales para asar cabritos), ralladores, cuchillos, cucharas y cucharones, cascanueces, tenedores para trinchar carne, moldes para hacer pasteles (dulces o salados), y los imprescindibles morteros, absolutamente necesarios para elaborar las típicas salsas que caracterizan la cocina romana de cierto nivel.
Las cocinas de categoría contarían con un buen número de ollas y cazuelas de todo tipo, generalmente de barro, aunque se han hallado algunas baterías de cocina de hierro o de bronce, como la de la Casa de los Vettii. Tampoco faltarían las sartenes de hierro para las frituras de pescado, ni el calentador de agua, ni los hornos independientes,  ni las bandejas enormes para presentar el pavo real en todo su esplendor o los salmonetes de dos libras a precio de oro.

menaje de cocina romana MAN Nápoles.

Las cocinas, sucias, poco higiénicas, feas, grasientas, pequeñas y oscuras, eran el backstage del espectáculo que suponía la cena de los comedores. Cocineros y jefes de sala acababan siendo los encargados de los efectos especiales: creando, organizando y sirviendo desde detrás de la escena. Porque un convivium romano es un auténtico escaparate social para quien lo organiza, y una comida sorprendente, fastuosa y deliciosa es el medio para lograr la armonía de la cena y el deleite de los comensales.

En el triclinio, esclavos y esclavas jóvenes y hermosos (estos ni pisaban la cocina) servían el vino y trinchaban unas piezas que había que presentar enteras, en enormes bandejas. Como ahora, las elaboraciones se acababan ante los ojos de los comensales, a veces sobre hornillos portátiles no humeantes (el milagro de las brasas), que además mantenían los platos calientes: “es el procedimiento que ha ideado ahora nuestro sibaritismo”, se lamenta Séneca, “para evitar que algún plato se enfríe (...) se traslada a la mesa la cocina” (Ep.78,23). La música y los perfumes, el vino de rosas, las ostras, los versos malos de Sabelo el parásito, la belleza de la vajilla, las cortinas y sedas, el salmonete fresquísimo, las burlas al que se duerme, los cotilleos, el pichón con garum, los chistes picantes, el trampantojo de pescado, los brindis…  nada de todo este espectáculo tendría éxito sin la cocina, esa parte de la casa servil e incómoda, pero absolutamente vital para el mantenimiento de la familia.

Detalle del triclinio de la Villa de los Misterios. Pompeya.