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lunes, 6 de julio de 2020

COCINAR EN TIEMPOS DE ROMA: EL MENAJE DE COCINA


¿Qué utensilios se empleaban para cocinar en época romana? ¿Cómo se elaboraban los guisos de pollo o de oca, las calabazas a la alejandrina, las quiches de lenguado, las albóndigas de calamar, los pasteles de queso y miel, las gachas de espelta, la pasta de aceitunas griegas? El menaje de cocina consistía en unos utensilios específicos que, como veremos a continuación, no eran tan diferentes de los nuestros.


Toda cocina romana contaba al menos con un mortero (mortarium), quizá el instrumento más característico de las culinae. Los morteros podían ser de mármol, piedra, barro o madera, y también de tamaños diferentes: unos más grandes y profundos y otros más planos y de menor tamaño, estos últimos para picar las especias, mientras que los primeros para elaborar las salsas. Los morteros de barro tenían en su interior una serie de piedrecitas o granos de arena incrustados que rompían el alimento por frotación. La forma más aplanada y la forma de la mano o pistillum también contribuía a la trituración y mezcla de los ingredientes, hasta conseguir emulsionar salsas como el moretum, una pasta de queso con aceite, vinagre, ajo, hierbas y especias (ajedrea, ruda, cilantro, apio, menta…), una auténtica delicia.


Mortero. Museo Arqueológico Tarragona

La culinaria romana se define también por sus preparaciones usando el calor húmedo, por lo que otro tipo de utensilios fundamentales que encontraríamos en cualquier culina son las ollas, marmitas y cazuelas. De hecho, existían diversos tipos de ollas (olla / aula), que se usaban fundamentalmente para cocer los alimentos en agua, ya fueran hortalizas, legumbres, carnes o verduras. Eran ideales para conseguir sopas o hervidos. Las ollas podían ser de cerámica o de bronce, estas últimas más resistentes y más fáciles de limpiar, pero también más caras. Existía un tipo de olla en particular, sin asas, que se destinaba a cocer las gachas: el pultarius. Las gachas (puls) se hacían con espelta, trigo o cebada, agua salada y alguna legumbre o verdura (cebollas, coles, lentejas, habas). Con suerte, se le podía  echar también algo de carne. La puls era tan característica de Roma que los griegos llamaban a los romanos ‘comedores de puls’ (pultiphagonides), con cierta sorna, pues la gastronomía griega estaba mucho más desarrollada. Las gachas en Roma precedieron al pan, así que el pultarius sería un instrumento imprescindible en las casas romanas, sobre todo en las de la gente pobre y en el campo.


Utensilios de cocina. Museo Archeolgico Nazionale. Nápoles.


Otro tipo de  olla o cacerola muy común, sobre todo a partir del siglo I, es el caccabus, llamado así, según Varrón, porque era el recipiente donde cocían (coquebant) los alimentos (LL V,127).  Era ideal para cocinar a fuego lento. Tenía el fondo amplio y tapadera, lo cual permitía una cocción bastante regular y también mantener el control sobre el vapor interno. El caccabus aparece mencionado en muchísimas recetas de Apicio y se recomienda para guisos, pucheros y potajes de legumbres. También para salsas  y estofados de carne. El caccabus, junto con el mortarium, eran los básicos de la cocina romana.


Caccabus y trípode. Bristish Museum.


Existían fuentes o bandejas para el horno llamadas patinae o patellae. Se trataba de una especie de cazuela ancha y honda, hecha de cerámica y provista de tapadera y asas, donde se cocinaba y se servía el plato. Lo más llamativo es que tenían un recubrimiento interior antiadherente (engobe), como nuestros cacharros contemporáneos. La patina se usaba para cocinar en el horno, y daba nombre también a los platos elaborados utilizando este recipiente, como pasa actualmente con la paella. Esos platos eran una especie de pasteles salados compuestos de verduras, pescados o carnes que tenían una consistencia compacta, algo así como una quiche, un budín o incluso una lasaña, lo cual los hacía muy cómodos para tomar con las manos. Estos pasteles  se espesaban con huevo batido, almidón o sesos cocidos, lo cual proporcionaba textura y bastantes calorías. En el Libro IV de Apicio hay un apartado dedicado solo a las recetas de patinae, de las que aparecen nada menos que treinta y siete.


Sartén hallada en Pompeya. Museo Archeologico Nazionale. Nápoles.


Si se deseaba freír o saltear se utilizaba la sartén (sartago), compuesta de un recipiente muy ancho de paredes muy bajas unido a un mango de madera. La sartén se utilizaba para freír pescado, a la manera griega, con abundante aceite de oliva. Apicio la menciona para freír carne troceada utilizando aceite, garum, vino o miel, lo cual daría un acabado ‘caramelizado’. Para freír también se podía utilizar la grasa de cerdo (unguen), mucho más económica.


Gran horno en la cocina principal de Villa de los Misterios, Pompeya.

Las cocinas de las grandes domus solían constar de un horno (furnus) o de más de uno. Era una construcción abovedada de ladrillo o de piedra con una abertura lateral para poder introducir los alimentos mediante una pala. Estos hornos estaban situados en un patio, y para precalentarlos se quemaba leña en su interior, produciendo así las brasas que luego serían necesarias para cocinar en los fogones de la culina. Una vez bien caliente, se podía cocer en su interior el pan o los asados de cordero, cochinillo, jabalí, liebre o lirón que tanto éxito tenían en los grandes banquetes. 


Clibanus. Reconstrucción del Bristish Musum.
Fuente: https://blog.britishmuseum.org


Existía también una especie de horno independiente y de tamaño más reducido. En los textos recibe diversos nombres: clibanus, thermospodium o testum y no deja de ser una campana de barro diseñada para cocer sobre las brasas. El clibanus proporcionaba una cocción muy uniforme, pues retenía el calor y la humedad. La forma de esta campana o tapadera, con un borde saliente en el exterior, permitía poner sobre ella las brasas. De esta manera el plato se hacía dentro del horno, sobre y bajo las brasas. Sin duda las patinae eran uno de los platos que se cocinaban en este horno, aunque lo más frecuente era que se cociesen diferentes tipos de pan o algunos dulces como los pasteles de queso que menciona Catón (libum, placenta o savillum).


Parrilla. Museo Provincial de Segovia.


Junto al clibanus, para asar se usaba también la parrilla (craticula), la cual se colocaba sobre las brasas. Algunas recetas de Apicio indican que el producto se debe asar en la parrilla o en el horno: se trata de langosta, hígado, ubres de cerda, riñones aderezados con aceite y garum o carne de cabrito o cordero, previamente cocida con garum y aceite. La parrilla permitía también asar la carne con forma de brochetas, usando espetones o asadores.


Utensilios para cocinar hallados en Pompeya. Museo Archologico Nazionale. Nápoles.

Todos estos utensilios se colgaban de las paredes con ganchos o se apilaban unos dentro de otros en estanterías. Junto a ellos, toda suerte de recipientes destinados al almacenaje y conservación de productos (ánforas, botellas, odres y toneles) ideales para vino, miel, fruta o salmuera; también diversas jarras, platos, tazas, copas, bandejas que servirán después para servir las viandas en la mesa; sin olvidar todo tipo de utensilios auxiliares, como tijeras de bronce, moldes con formas diversas para pasteles, coladores, embudos, cubos para ir a por agua a la fuente, trípodes varios para los fogones, ralladores metálicos de queso, cucharones, cucharas y cuchillos, grandes tenedores para manipular las carnes, tenazas de hierro para avivar el fuego, espumaderas, balanzas, molinillos de especias y hasta un molino rotatorio manual para obtener la harina necesaria para el pan o las gachas de turno. 


Embudo de bronce. Museo Archeologico Nazionale. Nápoles


Y no olvidemos tampoco el altar de los Lares y Penates, los auténticos guardianes de la despensa y el fuego, y por tanto de la prosperidad de la familia y la casa. Ellos son los responsables de conservar y multiplicar los alimentos y la bebida que se almacenan en el penus, y también los responsables de inspirar a los cocineros, así que conviene rendirles culto como es debido y mantener las ofrendas diarias, responsabilidad que corresponde, como es sabido, al pater familias.


Las cocinas estaban llenas de vida, y su grasa, sus olores y su calor eran símbolo de abundancia, prosperidad y felicidad. Las cocinas eran el corazón de la casa.


Prosit!



domingo, 24 de mayo de 2020

CULINAE, LAS COCINAS DE LAS CASAS ROMANAS

Las cocinas (culinae) de las casas romanas no eran un lugar agradable. Si hemos de hacer caso a los textos latinos, eran espacios terriblemente ruidosos y pestilentes, llenos de gente de acá para allá, vapores tóxicos y grasa. Los textos, que tantas líneas dedican a los triclinios, apenas hablan de las cocinas. Y en todo caso, nunca hablan bien. Afortunadamente, la arqueología nos ha dejado una buena colección de cocinas pompeyanas, lo cual nos permite hacernos una idea más fidedigna de lo que fue este espacio, vital para el bienestar y la prosperidad de la casa.

cocina de la Casa de los Vettii. Pompeya

En general, las cocinas de las domus pompeyanas son espacios
pequeños y alejados de las dependencias principales. A diferencia del peristilo, el tablinum o el triclinio, no forman parte de la zona ‘pública’ de la domus, es decir, no son un espacio de representación social, no sirven para exhibir el estatus de la familia. Al contrario. Las cocinas formaban parte de la zona de servicios y, aunque eran absolutamente necesarias para el buen funcionamiento de la casa, eran bastante molestas para la vista, el oído, el olfato y la tranquilidad mental de sus moradores. “Contempla nuestras cocinas y los cocineros correteando de un lado para otro en medio de tantos hornillos” se lamenta Séneca, que no duda a la hora de remarcar el “ruidoso tumulto” que se produce en ellas (Epist.CXIV,26).

Las culinae se suelen ubicar en un espacio apartado, a veces cerca de un atrio secundario, o en la parte posterior de la domus, como en la Casa del Centenario. Otras veces se hallan en lugares internos y oscuros, incluso en sótanos, con un acceso con escaleras, como en la Casa del Espejo. Esto generaba, seguro, bastante incomodidad a la hora de servir los platos ya preparados, pues había que llevarlos hasta los comedores atravesando corredores o subiendo escaleras, como leemos en una epístola de Plinio el Joven describiendo su propia villa: “En un costado que carece de ventanas, hay una escalera que con un rodeo discreto permite traer todo lo necesario para los banquetes” (Plin.Epist.V,6,30).
Otros textos nos muestran que el sistema rápido para subir las comidas es usando cestos.  Esto lo vemos en la Aulularia de Plauto, cuando el esclavo Estróbilo debe supervisar la actividad de unos cocineros contratados en el foro para la ocasión. Al no ser personal estable de la casa, no se fía de ellos: “que preparen la cena dentro de la cisterna (in puteo); luego cuando esté, la subimos en cestos arriba” (Aul. 365-366). Al menos una ventaja de la ubicación subterránea de la cocina: reduce la posibilidad de robos.

cocina de la Villa San Marco. Stabia.
La ubicación de la culina intenta aprovechar el fuego y las calderas que calientan el agua de los baños, en aquellas casas que contasen con ellos (¿qué domus patricia que se precie no cuenta con un balneum completo?). Por eso es frecuente que se sitúen junto a las termas privadas. Pero también intentan aprovechar los desagües que conectaban con las alcantarillas, por lo que es frecuente que las culinae se sitúen junto a las letrinas, mucho menos glamourosas, aunque también necesarias.

¿Cuál es la composición ‘estándar’ de una culina romana?
En general, una cocina romana constaba fundamentalmente de un banco de ladrillos refractarios (el focus) con una superficie plana donde se colocaban trípodes metálicos y parrillas que permitían cocinar sobre una capa de cenizas y brasas. En Pompeya estos bancos suelen medir una altura aproximada de 1,20 m y resultaban cómodos para poder trabajar de pie. En la parte inferior suele haber uno o más nichos para guardar la leña. A menudo cuentan con un horno de estructura cúbica, donde se puede cocer pan.  Junto al fogón, suele haber una pila para el lavado de manos (lavatrina) y hasta un fregadero para lavar platos y cacharros de cocina. Un altar con los Lares y los Penates, y la cercanía de despensas (penus) puede completar la descripción.
Pero tengamos en cuenta que las cocinas nunca son iguales. Para empezar, solo de aquellas que se han conservado podemos sacar conclusiones. En las casas importantes la culina podía ser un espacio enorme y bien equipado. En las casas de menos categoría podía ser un espacio mucho más modesto, un rincón bajo una ventana o incluso no existir.

cocina de la Fullonica de Stephanus. Pompeya.

¿Cuál es el motivo por el que las culinae se ubicaban en espacios alejados del comedor, como parecería ser lo lógico? Bien, los comedores romanos son los escenarios de representación de los convivia, en los que se prioriza la elegancia, el lujo, el confort, la comodidad. Está en juego la imagen del dueño de la casa. Los comedores son un espacio para el disfrute de los cinco sentidos. Pero las cocinas… eran otra cosa. Allí se acumulaban humos, grasa y vapores insalubres, que se acrecentaban con el reducido tamaño y la falta de ventilación.

El origen de este problema era la ausencia de chimeneas y de cualquier sistema eficiente para favorecer la salida de humos.  Una ventana próxima o un tejadillo no bastan cuando se está cocinando en un espacio bastante cerrado. Incluso contando con patios el humo lo invade todo.  Los textos latinos se hacen eco de esto e insisten en remarcar el ambiente tóxico que se generaba por humaredas constantes que impregnaban paredes y vigas. Expresiones como nigram culinam son bastante frecuentes. Y comentarios como “a mí me encanta un hogar y unos techos que no repugnen ennegrecerse de humo”, también (Mart.II,90).
reconstrucción de una culina romana. Museo de Londres.
La cocina, que exigía un cuidado atento, mantenía el fuego encendido la mayor parte del tiempo. Se intentaba conservar apagando las llamas y manteniendo las brasas bajo las cenizas, hasta usos posteriores. Siempre es más fácil reavivar un fuego que tener que obtenerlo de cero. Para alimentar el fuego, se utilizaba leña o carbón (que se compraban en las carbonariae tabernae), y conocer los diferentes tipos existentes era importante para lograr un objetivo u otro (madera de pino para avivar el fuego, maderas menos resinosas y más duras para una cocción larga).

El humo de las culinae, lo mismo que los malos olores, era un problema muy incómodo que no se solucionaba alejando la cocina de las zonas más confortables. Invadía con facilidad toda la domus y por ello se recurría a los quemadores de perfume, con la esperanza de que el incienso taponase el humo del asado o el olor del hervido de verduras. El ambipur de la época. Pero no solo invadía la domus, a veces salía fuera de casa e invadía la calle, mezclándose con los humos de otras casas y los que salían de las tabernas. Si tenemos que hacer caso de las palabras de Séneca, el aire de las ciudades como Roma era prácticamente irrespirable: “Tan pronto como hube abandonado la atmósfera pesada de la ciudad y el típico olor de las cocinas humeantes que, puestas en acción, difunden con el polvo todos los vapores pestilentes que han absorbido, experimenté enseguida que mi estado de salud había mejorado” (Sen.Ep.104,6). Claro que Séneca igual podía estar exagerando un poco.
Larario junto al focus de la Casa de
Julio Polibio.  Pompeya.

Parte de este problema se solucionaba utilizando las brasas y cocinando sobre ellas mediante trípodes o parrillas metálicas, como he dicho antes. Esto permitía poder cocinar sin humaredas pestilentes. Las brasas se conseguían tras haber hecho una hoguera de carbón y leña en el patio y posteriormente se extendían en la superficie del focus. Allá, sobre las parrillas, se situaban las ollas, cacerolas y sartenes. De hecho, en las cocinas pompeyanas se conservan diferentes pinturas murales sin ennegrecer que prueban que el fuego no podía ser de leña, sino que se usaron brasas. Por cierto, las brasas del carbón de madera eran necesarias también para alimentar los braseros que calentaban la casa, y las cenizas resultantes del carbón de madera se reciclaban como blanqueador de la ropa.

El otro problema serio que se derivaba del uso de fuego vivo, brasas, hornos y hogueras era el riesgo de incendio. El agrónomo Columela  recomendaba una cocina grande y alta, “para que el enmaderado del techo esté libre del peligro de incendio” y además se pueda estar más ancho (De Re Rustica I,6,3). Sin embargo esta recomendación era más fácil de cumplir en una amplia villa rústica, en la que también se deja espacio para bodegas de vino, almazaras de aceite y despensa de conservas.

El peligro de incendio en todo tipo de cocinas era evidente. Horacio nos presenta una escena que ejemplifica perfectamente cómo podía desencadenarse la catástrofe. Estando de viaje con sus amigos, paran a comer en una posada de Benevento: “nuestro oficioso hospedero no se abrasó por poco cuando en el fuego daba vueltas a unos tordos flacos; pues al desmadrarse Vulcano, la llama cundió por la vieja cocina y se aprestaba a lamer la cima del techado.” (Hor. Serm. I,5,71-77). La escena, que acaba con los comensales y sus esclavos “tratando de acabar con el incendio”, no tiene desperdicio.

vigiles urbani
El riesgo de incendio preocupaba, y mucho, a las autoridades, y las cocinas eran en buena parte responsables de estas desgracias. Séneca nos habla de la humareda espesa “que suelen despedir las cocinas de los magnates y alarma a los vigilantes nocturnos” (Ep. 64,1), haciendo referencia a los vigiles urbani, el cuerpo creado por Augusto expresamente para sofocar incendios y otros problemas de orden público.

Las casas modestas y las habitaciones minúsculas y superpobladas de las insulae no tenían un espacio reservado para la cocina, lo mismo que tampoco tenían un acceso fácil al agua (había que ir a buscarla a la fuente pública), por lo que cocinar debía ser toda una experiencia. Aunque no tenemos pruebas arqueológicas, es fácil imaginar que algunas personas utilizarían hornillos portátiles que colocarían cerca de las ventanas para facilitar la expulsión de humos, con todos los riesgos que eso conlleva (un mal cálculo en la cantidad de fuego, un golpe de viento fortuito, una chispa que salta de la lumbre…). Los habitantes de las insulae comerían alimentos fríos, o prepararían los ingredientes y los llevarían a cocinar a la taberna más cercana, o comerían lo preparado por la propia taberna.

Quien trabajaba dentro de la cocina, pues, estaba en contacto con vapores, olores y grasa que no podían ser extraídos con eficiencia. El calor, el vapor del aire, la grasa en suspensión, los olores… hacían que los cocineros y pinches estuviesen impregnados con el característico olor a fritanga. En la famosa cena de Trimalción, el liberto enriquecido, hay un momento en que se permite que el cocinero se tumbe en el triclinio. El narrador nos hace un retrato rápido: “olía que apestaba a salmuera y a salsas” (Sat.70,12). Quien trabajaba en la cocina adquiría el mismo rango servil que esta, y ya podía ser un Escoffier de la época.

horneado de pan. Saint Romain en Gal.

El equipamiento de una culina de una casa rica era muy completo.
Además de las parrillas metálicas y trípodes, las cocinas tenían herramientas para avivar el fuego, varillas de metal para brochetas (ideales para asar cabritos), ralladores, cuchillos, cucharas y cucharones, cascanueces, tenedores para trinchar carne, moldes para hacer pasteles (dulces o salados), y los imprescindibles morteros, absolutamente necesarios para elaborar las típicas salsas que caracterizan la cocina romana de cierto nivel.
Las cocinas de categoría contarían con un buen número de ollas y cazuelas de todo tipo, generalmente de barro, aunque se han hallado algunas baterías de cocina de hierro o de bronce, como la de la Casa de los Vettii. Tampoco faltarían las sartenes de hierro para las frituras de pescado, ni el calentador de agua, ni los hornos independientes,  ni las bandejas enormes para presentar el pavo real en todo su esplendor o los salmonetes de dos libras a precio de oro.

menaje de cocina romana MAN Nápoles.

Las cocinas, sucias, poco higiénicas, feas, grasientas, pequeñas y oscuras, eran el backstage del espectáculo que suponía la cena de los comedores. Cocineros y jefes de sala acababan siendo los encargados de los efectos especiales: creando, organizando y sirviendo desde detrás de la escena. Porque un convivium romano es un auténtico escaparate social para quien lo organiza, y una comida sorprendente, fastuosa y deliciosa es el medio para lograr la armonía de la cena y el deleite de los comensales.

En el triclinio, esclavos y esclavas jóvenes y hermosos (estos ni pisaban la cocina) servían el vino y trinchaban unas piezas que había que presentar enteras, en enormes bandejas. Como ahora, las elaboraciones se acababan ante los ojos de los comensales, a veces sobre hornillos portátiles no humeantes (el milagro de las brasas), que además mantenían los platos calientes: “es el procedimiento que ha ideado ahora nuestro sibaritismo”, se lamenta Séneca, “para evitar que algún plato se enfríe (...) se traslada a la mesa la cocina” (Ep.78,23). La música y los perfumes, el vino de rosas, las ostras, los versos malos de Sabelo el parásito, la belleza de la vajilla, las cortinas y sedas, el salmonete fresquísimo, las burlas al que se duerme, los cotilleos, el pichón con garum, los chistes picantes, el trampantojo de pescado, los brindis…  nada de todo este espectáculo tendría éxito sin la cocina, esa parte de la casa servil e incómoda, pero absolutamente vital para el mantenimiento de la familia.

Detalle del triclinio de la Villa de los Misterios. Pompeya.

lunes, 3 de abril de 2017

PENUS Y PENATES: LA DESPENSA DE LOS ROMANOS

Las cocinas de las casas romanas podían ser de naturaleza diversa en función del tipo de casa y de la época. De su posición original en el atrio de las domus, pasaron a ubicarse en un espacio alejado de las zonas residenciales -habitaciones o comedores- para no molestar con sus ruidos, humos y olores. En todo caso, era un espacio alejado de la casa, pequeño, oscuro y bastante indigno, si lo comparamos con las habitaciones más lujosas. En esta habitación de la casa, a menudo contigua a los baños, a las letrinas y los establos, cerca del Larario donde se rendía culto a los dioses del hogar, cerca de los fogones, se hallaba un almacén bien custodiado donde se guardaban las provisiones para todos los miembros de la familia, esclavos incluidos. De este almacén, el penus, y de su contenido es de lo que hablaré en esta entrada del blog.


La cocina es un lugar sagrado donde se mantienen el fuego y los alimentos, ya que sin ellos la prosperidad familiar peligra. Por ello es en las cocinas donde se encuentra un altar dedicado a los dioses protectores de la despensa, los Penates, a menudo confundidos con otros númenes protectores de la familia: los Lares. Los Penates eran los guardianes de la despensa y del fuego y se representaban bajo la forma de un par de jóvenes, como los Lares. Se veneraban junto a Vesta, diosa del fuego doméstico, como ellos, y se dedicaban a conservar y multiplicar toda suerte de alimentos y bebidas, así como a inspirar la creatividad del cocinero. Por supuesto a los Penates se les debían hacer ofrendas diarias, ya que formaban parte del culto doméstico y eran parte implicada en la prosperidad de la casa. Cuando la familia se dispone a comer, el pater familias les ofrece una parte de los alimentos, como la harina y la sal, que arroja al fuego pronunciando las plegarias pertinentes de propiciación o de agradecimiento que protegerán a todos los habitantes del hogar. Instrumental imprescindible para el culto serán la patera o patella, un plato redondo para depositar las ofrendas, y el salinum, el salero de plata para conjurar la putrefacción de los alimentos.

La despensa o penus podía ser un simple hueco en la pared junto al fuego, una alacena protegida de la luz y de las manos largas. Apuleyo menciona un simple gancho tras la puerta de la cocina: “un labrador de allí envió en presente al señor de aquella casa un cuarto de ciervo muy grande y grueso, el cual recibió el cocinero y lo colgó negligentemente tras la puerta de la cocina, no muy alto del suelo” (Met. 8,31,1), aunque no parece que esto fuera lo  más recomendable. Lo normal es que fuese un pequeño habitáculo, como dan a entender las palabras de Suetonio sobre la habitación en la que nació Augusto, que era “muy pequeña y del tamaño de una despensa” (Suet. Aug.6).
Reconstruction of kitchen life in the Peristyle
Building at Vindonissa; © Legionary Trail,
 Museum Aargau

Esta despensa, llamada en los textos cella penaria o promtuarium, podía dividirise en celdas o cámaras para mantener los alimentos a una temperatura baja (cellae frigidariae) y protegidos de la luz. Y habría un espacio reservado para las carnes (carnarium), otro para la miel, para las frutas, para las salazones, para las aceitunas y el garum… Si uno tenía una villa rústica y el espacio suficiente, podía disponer también de una cella vinaria, es decir, una bodega de vino, lo mismo que una almazara de aceite, lo cual daba bastante prestigio al propietario. Pero si uno era más del montón, sin tanto espacio ni tantas provisiones, era fácil que simplemente poseyera un gancho sobre el fuego donde colgar el tocino, como sucede en la Fábula de Filemón y Baucis, en la que para improvisar una cena para los dioses, la pareja de ancianos descuelga “unas sucias espaldas de cerdo que colgaban de una negra viga”, es decir, un lomo de cerdo ahumado (Ovid. Met.VIII, 647-650).



El penus debía mantenerse bajo llave para evitar los asaltos de esclavos o visitantes. Cleústrata, el personaje de Plauto, se dirige a sus esclavos antes de salir de casa: “Cerrad las despensas y traedme el sello del precinto: voy a casa de la vecina” (Cas. 145). A veces se nombra un encargado de la custodia del penus, el cellarius: “Tú ocúpate en casa de lo que haga falta: coge, pide, saca de la despensa lo que quieras. Quedas nombrado mi despensero” (Plauto Capt. 895). Aunque el despensero de Plauto, de nombre Ergásilo, no es precisamente de un dechado de virtudes, pues en cuanto se ve solo exclama: “Dioses inmortales, ni un canal de cerdo voy a dejar sin cortarle el pescuezo; qué gran ruina amenaza a los jamones, qué epidemia va a caer sobre el tocino, cómo se van a consumir las tetillas, qué gran desgracia para los chicharrones, qué gran fatiga para los carniceros” (Capt. 903-905). En fin, los asaltos furtivos a la despensa por parte de los esclavos parecen bastante habituales.
¿Qué productos se guardaban en la despensa? Pensemos que por muy bien conservados que estén los alimentos, protegidos de la luz y el calor, nunca podrán compararse con las condiciones que nos ofrecen nuestros aparatos refrigeradores. En una despensa romana no vamos a encontrar productos frescos, simplemente porque no se pueden conservar. Los productos frescos se consiguen y se consumen en un plazo de tiempo breve: carne, verduras, frutas… Vuelvo a la pregunta: ¿qué productos se guardaban como comestibles de reserva?


Las fuentes escritas nos mencionan a menudo ciertos productos. Para empezar, los que sirven para conservar otros alimentos: la sal, el vinagre y la miel.
De la sal he mencionado ya su poder contra la corrupción de los alimentos y su participación en las ofrendas a los númenes protectores del bienestar del hogar. De hecho, casi todas las familias romanas tenían un salero de plata, un auténtico lujo, que se conservaba en el penus y se utilizaba para las ofrendas a los dioses y, evidentemente, los aliños finales. La sal impedía que se espesara el aceite, permitía preparar el vino, conseguía mantener las aceitunas, los quesos, los embutidos, las salazones... La sal permite hacer las conservas. El vinagre forma parte de la mayoría de las salsas y aliños. Sirve para desinfectar el agua sospechosa o para limpiar la tripa de cerdo o las hortalizas, o para  hacer escabeches. La miel sirve para equilibrar el protagonismo de las grasas en los platos muy sofisticados, como los que aparecen en el recetario de Apicio. Sirve también para endulzar, puesto que no se utilizaba el azúcar. Permite mantener las frutas, como indica Columela: “no hay especie alguna de fruta que no se pueda conservar en miel” (RR, XII, X). Sirve para condimentar el vino, como lo demuestran las diferentes recetas que han llegado hasta nosotros, como el mulsum, un vino hecho a base de la fermentación conjunta de la uva y la miel; el vino de rosas o el “vino aromático con miel para el viaje”, que menciona el recetario De Re Coquinaria (I, III,1). Pero con miel también se puede conservar la carne, preparar hidromiel, confeccionar salsas…
Foto: @Abemvs_incena (Magna Celebratio 2017)
Pero además de estos básicos, las fuentes nos mencionan ciertos productos que se almacenan en casi todas las despensas, alimentos sencillos que garantizarían las reservas y por tanto el mantenimiento y la prosperidad de la familia. En el penus se almacenan tinajas y vasijas llenas de trigo y legumbres, quesos, huevos, aceitunas, frutos secos, aceite, vino. El trigo y quizá otros cereales se conservaban preferentemente en grano, pues así se aguantaba mejor que molido. Los huevos aguantaban mucho, según el agrónomo Varrón había que “frotarlos con sal fina o tenerlos en salmuera tres o cuatro horas” (RR 3.9.12). En vasijas de barro y procurando que estuvieran en lugar seco y fresco, se podían almacenar casi todos estos productos, que se mencionan frecuentemente en los textos escritos. Filemón y Baucis, en la fábula de Ovidio, sirven a los dioses aceitunas, cornejos en salmuera, endibias y rábanos, queso y huevos: “Se pone aquí, bicolor, la baya de la pura Minerva y, guardados en el líquido poso, unos cornejos de otoño, y endibia y rábano y masa de leche cuajada y huevos levemente revueltos en no acre rescoldo” (Ovid. Met. VIII, 664-667). En El asno de oro, un hombre al que acoge el amo del protagonista, promete devolverle el favor enviándole como regalo “algunas provisiones de trigo, aceite y dos tinajas de vino de sus posesiones” (Apul. Met. 33), típicos alimentos de despensa. Y en el Satiricón, el protagonista visita a Oenotea, una “sacerdotisa” bastante pobre que le promete devolverle la virilidad, quien “poniéndose un mandil cuadrado, colocó en el fuego un enorme puchero; acto seguido, con un gancho, alcanzó de la despensa un fardo que contenía su provisión de habas y un trozo de cabeza de cerdo muy añeja y con mil muescas del cuchillo” (Petr. Satyr.135).
Foto: @Abemvs_incena (Tarraco Viva 2014)
Sin duda el producto estrella de las despensas es la carne salada o ahumada de cerdo: el tocino, el jamón, el lomo y la chacina en general… en salazón, ahumado, en adobo. El rey indiscutible de las despensas es el cerdo, del que Varrón dice que “lo ha ofrecido la naturaleza para el banquete, y que por ello se les dio la vida y de la misma manera la sal para conservar su carne” (RR 2.4.10), y Plinio añade que “de ningún otro animal se saca más provecho para la gula; casi cincuenta sabores diferentes, mientras los demás tienen uno solo” (NH VIII, 51). Plauto menciona a menudo algunos de esos “cincuenta sabores” diferentes. El joven Fédromo le ofrece a su “cómplice” Gorgojo “jamón, panceta, tetilla de puerca, costillas, papada” (Plaut. Gorg. 323); el esclavo Estico al hacer los preparativos para un banquete exclama: “descolgad un jamón y una papada de cerdo” (Stich. 358-360); Balión ordena a su esclavo: “Pon en agua el jamón, corteza de tocino, papada y tetilla de cerdo, ¿te enteras?” (Plaut. Pseud. 166); y volvamos a recordar al guardián Ergásilo, cuya gula amenzaba la integridad de jamones, tocino, tetillas y chicharrones (Capt. 903-905).
Foto: @Abemvs_incena (Tarraco Viva 2014)


Una despensa bien abastecida podía contener, además, ciertos lujos como pimienta, garum, incienso, pescado en salazón y vino de cierta calidad. Es el caso, por ejemplo, del poeta Marcial, el cual se lamenta de que le hayan regalado un jabalí porque tendrá que echar mano de su reserva de delicatessen: “Que mis Penates se engrasen alegres impregnándose con su oloroso vapor y que mi cocina arda en fiestas con un elevado montón de leña. Pero el cocinero empleará un montón ingente de pimienta, añadirá también falerno mezclado con el garum que tengo escondido… Vuelve a casa de tu dueño.” (VII, 27). Parece que las despensas de los abogados eran de las mejor abastecidas, sobre todo porque los clientes solían hacer sus pagos y regalos en especias, y los textos escritos abundan en ejemplos. Persio aconseja: “No sientas envidia de que en una despensa repleta gracias a la defensa de ricos Umbros, huelan a rancio hileras de tarros, pimienta y jamones, recuerdos de un cliente Marso, y de que no se haya vaciado aún el primer recipiente que se llenó de arenques” (Persio, Sat. 3,73). Y Marcial nos nombra al engreído Sabelo, que recibe los regalos de sus clientes durante las fiestas Saturnales: “Tales fastos y ánimos se los da a Sabelo medio modio de trigo y de habas molidas, tres medias libras de incienso y de pimienta, una longaniza con tripa falisca, una garrafa siria de vino tinto cocido, una helada orza libia de higos junto con unas cebollas y caracoles y queso. También llegó de parte de un cliente del Piceno un cestillo al que no le cabían unas sobrias olivas (...) Saturnales más fructíferas no las tuvo en diez años Sabelo” (IV, 46).

Foto: @Abemvs_incena (Tarraco Viva 2016)

Frente al esplendor de esta reserva de vituallas del abogado Sabelo, encontramos a otros abogados mucho peor pagados, según nos dice Juvenal: “¿Cuál es el precio de tu voz? Un jamón rancio y una cesta de atunes o cebollas añejas (...) o cinco jarras de vino transportado por el río Tiber” (Sat. VII, 119-121). Ya se sabe, hay clientes y clientes, y hay abogados y abogados.


Solo nos queda acabar. Quememos incienso frente a nuestros Penates adornados con laurel y, antes de zamparnos nuestra próxima comilona, ofrezcamos la sal y la harina junto al fuego y pidamos prosperidad, inspiración al crear los platos y que nos alejen del hambre y de los trastornos del paladar.

Prosit!