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jueves, 3 de enero de 2019

EL ARROZ (ORYZA) EN ÉPOCA ROMANA

El pueblo romano conocía el arroz, un cereal que recibía el nombre de oryza (también ‘oriza’, ‘oridia’ y ‘uridia’). Este procedía de Oriente, de las lejanas tierras asiáticas, donde se adquiría y se transportaba hasta los diferentes puntos del territorio romano por vía terrestre o marítima. En el mundo occidental se conoce desde los tiempos de la conquista de Asia por Alejandro, en pleno siglo IV aC, y es a partir de ahí que encontramos referencias escritas sobre este cereal que, insisto, no se cultivaba en tierras europeas -no se cultivará hasta los tiempos del dominio musulmán de al-Ándalus- sino que se traía desde Siria, Babilonia y la India.

Transporte de mercancías. Ostia Antica
Los autores griegos lo mencionan en sus tratados de medicina y de botánica. Teofrasto, filósofo y científico contemporáneo de Alejandro, menciona el arroz en su tratado Historia de las plantas. En concreto, explica que en Asia “siembran, sobre todo, el llamado ‘arroz’, con el que hacen su hervido. Éste es semejante a la escanda y, cuando se le quita la cascarilla, forma una especie de gachas, fácilmente digeribles. Se parece externamente, cuando está crecido, a la cizaña, y se desarrolla dentro del agua durante mucho tiempo” (IV, 4, 10).

En época romana el arroz era un cereal exótico que costaba un precio elevado, como producto de importación que era. Tenía principalmente dos usos: el medicinal y el culinario, siendo el primero más importante que el segundo.

En efecto, del arroz se apreciaba especialmente su capacidad para arreglar problemas estomacales y desgracias intestinales tales como la diarrea. El médico y farmacólogo griego Dioscórides, que vivió en la Roma de Nerón, nos dice en su tratado De Materia Medica:
El arroz es una especie de grano, que nace en lugares pantanosos y acuosos. Es moderadamente alimenticio y restriñe el vientre” (II, 95).


El modo de empleo era en forma de decocción o hervido. El naturalista Plinio el Viejo, contemporáneo de Dioscórides, nos dice que el arroz es la comida favorita de los indios, “con el que preparan tisana, como otros hacen con cebada” (NH XVIII, 13, 1), es decir, que preparan agua o sopa de arroz, lo mismo que la tisana es agua o sopa de cebada.
La tisana o agua de arroz aparece también en una escena narrada por el autor satírico Horacio, en la que aprovecha para criticar a los millonarios avarientos. La escena narra una conversación entre el ricachón Opimio y su médico:
‘¿Te quedas ahí parado? Venga, tómate esta tisana de arroz.’ ‘¿Cuánto ha costado?’ ‘Poco.’ ‘Pero dime cuánto.’ ‘Ocho ases.’ ‘¡Ay!, ¿qué más me da perecer por enfermedad que por la rapiña y el robo?’ (Sat.II,3)

La anterior escena es reveladora también del precio tan elevado que tenía el arroz en Roma. Era un auténtico producto de lujo, solo al alcance de los bolsillos más privilegiados. De hecho, en el Edicto de precios de Diocleciano, que data del año 301 dC y que pretende establecer el precio máximo para un gran número de productos de todo tipo, indica que el precio del arroz está a doscientos denarios el modio castrense (17,51 litros), justo el doble que el trigo o la espelta. Al ser un producto medicinal de lujo, estaba al alcance de gente con posibles, como el tacaño ricachón Opimio que menciona Horacio, o los oficiales del ejército romano en los campamentos de la Germania o de la Galia, como Novaesium (actual Neuss, en Alemania) o quizá Tenedo (la actual Zurzach suiza), donde se han encontrado restos de arroz junto a otros productos de importación, como pimienta negra, dátiles o pistachos, y que con seguridad se destinarían al consumo de los oficiales y altos mandos. Tras su largo periplo por mar desde los puertos comerciales orientales, el arroz se conservaría en sus pequeños recipientes cerámicos, como el ánfora descubierta en Herculano, que debió conservar arroz según la mención “orissa” que se puede leer en el titulus pictus (CIL IV, 10756), y se mantendría en las despensas o cellae penariae.

Especias. Magna Celebratio 2018. Foto: @Abemvs_incena
El segundo uso que se le daba al arroz en época romana era el culinario, pero no como protagonista de guisos, paellas, risottos o ensaladas, sino como espesante de salsas. En efecto, el amulum o almidón de arroz se convierte en un fantástico espesante cuando se disuelve en el agua, y así es como aparece en las cuatro recetas del De Re Coquinaria de Apicio en las que se le menciona. En todas ellas es un elemento auxiliar para hacer más densas la salsas, lo mismo que la harina, la sémola, la fécula y el pan.

Apicio lo menciona expresamente en cuatro ocasiones. La primera es justo una receta para conseguir salsa de almidón (II,  II, 8) utilizando crema de arroz (sucum orizae) y cocinándola junto con vino reducido (defrutum), garum y pimienta molida a fuego lento. La segunda es una receta de salsa para acompañar a las albóndigas. Para hacerla es necesario un caldo de pollo, puerros, eneldo, sal, pimienta y apio en grano. A continuación se debe añadir arroz remojado (oridiam infusam), garum y vino de pasas o vino cocido. Con esto ya se pueden aliñar las albóndigas.
Las otras dos recetas forman parte de los Excerpta del ilustre Vinidario, es decir, el apéndice al estilo de Apicio del escritor godo Vinidario, del siglo V, que se suele incluir dentro de la obra pero que realmente tiene poco que ver con el original Apicio, que tuvo que vivir en el siglo I según apuntan todas las fuentes. Bien, en los Excerpta aparecen dos recetas en las que el arroz amalgama una salsa que acompaña al pescado. La primera (Excerp. VII) condensa una salsa de cominos, bayas de laurel y azafrán. Una vez espesada con arroz, se echa por encima de una especie de puré hecho con nabos y la carne del pescado, que en este caso es escórpora. La segunda (Excerp. IX) es una salsa con bastantes ingredientes que se liga con arroz a fuego lento y se usa para acompañar la fritura de pescado.

Pisces scorpiones rapulatos. Vinidario (Excerp.VII). Versión del restaurante Dos Pebrots (Barcelona) Foto: @Abemvs_incena
Desconocemos la preparación que los cocineros del emperador Heliogábalo realizaron con arroz para sus excentricidades, según la Historia Augusta (que no es de mucho fiar, todo hay que decirlo). Allí se menciona que hizo servir durante diez días seguidos “treinta tetinas de jabalinas diarias con sus matrices, guisantes con piezas de oro, lentejas con ceraunias, habas con trozos de ámbar y arroz con perlas blancas” (Vit. Hel. 21, 3). Es decir, se combina un alimento comestible con otro muy lujoso, pero incomestible, en virtud de un parecido de forma o cromático. Sin embargo, el valor de esta cita hay que verlo en el hecho de aparecer mencionado por parte de alguien cuya reputación culinaria es de excéntrico e impredecible, por lo que no es de extrañar que sirva arroz, un ingrediente de lujo con unos usos muy concretos, que se utilizaba ocasionalmente.

Con el paso del tiempo el arroz ganará protagonismo en las cocinas. El poco éxito como ingrediente principal en Grecia y Roma se debe a que el trigo cubría completamente el papel de alimento de civilización, al que no había ningunas ganas de reemplazar. Pero tras la colonización árabe, que lo transporta a al-Ándalus desde Egipto, y de ahí a todo el Mediterráneo, el arroz poco a poco irá ganando terreno hasta ser el alimento básico que es hoy día.

Prosit!

jueves, 7 de septiembre de 2017

IENTACULUM, DESAYUNO FRUGAL A LA ROMANA

La palabra para designar el desayuno en latín es ientaculum. Sin embargo no se trata del mismo concepto de desayuno que tenemos en la actualidad. Nuestro concepto se forja alrededor del siglo XIX con la revolución industrial. Los horarios de trabajo van a marcar sí o sí el ritmo de las comidas y se hace imprescindible comer algo antes de entrar a trabajar para aguantar el esfuerzo. También hay que comer algo a mediodía, pues gracias a la electricidad se amplía el horario de trabajo hasta más tarde y se retrasa la cena. Por otra parte, fruto del interés por la salud y por la venta de productos confeccionados expresamente para ello, se comienza a forjar esa idea de que el desayuno es “la comida más importante del día”.
El ientaculum romano es otra cosa. Es un refrigerio, un tentempié que se puede tomar o no según las necesidades y gustos de cada uno. No está en absoluto codificado dentro del ritmo de las comidas y, en todo caso, no es para nada “la comida más importante del día”. Partiendo de esta premisa inicial, veamos qué tomaba el pueblo romano para desayunar.

Foto: @Abemvs_incena (Tarraco Viva 2017)



Las fuentes escritas apenas se hacen eco del desayuno -ientaculum- del pueblo romano. Este se suele confundir a veces con el almuerzo -prandium-, otra de las comidas que tampoco aparecen mucho en las fuentes escritas. Ambas responden al mismo concepto, el de tomar algo para calmar el estómago, sin protocolos ni complicaciones. Pero aunque los textos no mencionan demasiado estas comidas, podemos extraer algunas pistas.


Parece que el desayuno se hacía entre la hora tertia y la hora quarta (entre las 7 y las 9 de la mañana según sea verano o invierno), aunque, insisto, dependerá de a qué hora se levante el interesado y la actividad que vaya a realizar.
Por ejemplo, en la biografía del emperador Antonino Pío se dice que este desayunaba antes de que empezara el ritual matutino de la salutatio, por lo tanto desayunaba algo casi seguro antes de que saliera el sol: “también de anciano, antes de que llegaran los clientes, comía pan seco para mantener las fuerzas” (Iul. Capitol. Anton. Pius 13,2).
También al amanecer desayunaban los niños que iban a la escuela, desayuno que a menudo compraban en la panadería, según las palabras de Marcial: “¡Levantaos! Ya está vendiendo a los niños sus desayunos (ientacula) el panadero, y las crestadas aves del alba -los gallos- resuenan por todas partes” (XIV,223)
Pero en otros casos se desayuna más tarde, por ejemplo en cierto viaje que hacen los protagonistas de El Asno de oro, que parten al amanecer pero deciden desayunar estando ya el sol alto (Apul. Met. I,18).


Foto: @Abemvs_incena (Magna Celebratio 2017)


Las fuentes escritas nos dan pistas a su vez sobre qué se desayunaba. Hemos visto ya que Antonino Pío tomaba pan seco (panem siccum). Este panem siccum aparece a menudo y estaría situado en el puesto número uno de los ingredientes del desayuno romano. Lo encontramos en la dieta de Tácito (el emperador del siglo III, no el historiador): “Solamente comía pan seco y aderezado con sal u otros condimentos” (Vopisc. Tacit.11), o en la de Séneca: “a continuación tomo pan seco” (Ep. 83,6). Así pues, pan duro, que podía estar untado de ajo, aceite y sal, o bien remojado en vino puro.

Junto al pan duro, el otro ingrediente estrella del desayuno, el queso. Leemos en El Asno de oro: “-He aquí tu almuerzo, está preparado (paratum tibi adest ientaculum). Dejo caer las alforjas de mis espaldas y le ofrezco pan y queso” (Apul. Met. I,18). Y en Marcial: “Queso Vestino. Por si quisieras sin carne tomar desayunos frugales, este queso te llega de la cabaña de los Vestinos” (XIII,31), especificando además el tipo de queso, que se ha querido identificar con el “pecorino di Farindola” de la Pescara actual, en la región de los Abruzos. Marcial es así, muy de denominación de origen. Por cierto, no pasemos por alto la advertencia del escritor, “si quisieras sin carne tomar desayunos frugales…”, dejando caer que el tema frugalidad es una mera opción personal.


El desayuno permite también otras opciones: leche, miel, frutas, huevos… El emperador Alejandro Severo “cuando aún estaba en ayunas, se bebía casi un sextario (0,54 litros) de agua fría del acueducto llamado Claudio. Tras salir del baño, tomaba una buena cantidad de leche y pan (lactis et panis), huevos (ova) y después vino mezclado con miel (mulsum)” (Lamprid. Alex. Sev.30).

Foto: @Abemvs_incena (Tarraco Viva 2017)

A menudo las fuentes escritas no dejan claro si se trata de ientaculum o prandium, aunque sí dan a entender que es la única comida que se consume antes de la cena. Por ejemplo, en el caso del emperador Augusto: “Comía muy poco y siempre de cosas comunes. Gustaba especialmente de pan mezclado (secundarium panem), de pescados pequeños (pisciculos minusculos), de quesos frescos hechos a mano (caseum bubulum manu pressum) y de higos frescos (ficos virides)” (Suet. Aug. 76). En el mismo pasaje, se nos dice que, estando de viaje, había comido solo pan y dátiles (panem et palmulas) y en otra ocasión, al regresar a su casa del palacio de Numa, “una onza de pan y algunas pasas” (panis unciam cum paucis acinis uvae duracinae).


Los niños que asistían a la escuela podían comprar también su desayuno en la panadería, como nos apuntaba Marcial: “Ya está vendiendo a los niños sus desayunos el panadero...” (XIV,223). Seguramente se trataba de algún tipo de galleta de cereal (crustula) que podría contener miel, o no. Horacio apunta a que a veces, algunos maestros condescendientes (blandi doctores) “se atraen a los niños dándoles galletas (crustula) para que aprendan de buena gana las letras” (Hor. Serm.I,I,25-26), haciendo alarde así de cierta intuición por parte de esos maestros de la necesidad de glucosa matutina en las mentes de sus estudiantes.

Vemos que el romano auténtico, el que respeta los valores de la tradición y está comprometido con sus deberes civiles, es frugal en su desayuno (y su almuerzo), es decir, en aquellas comidas ordinarias alejadas del compromiso social de la coena. Y las fuentes escritas se deben leer siempre en esta clave, puesto que no expresan lo que de verdad sucede, sino lo que el sistema ideológico representa. Por ejemplo, los hombres de bien, los buenos emperadores, las mujeres castas (cuánto cuesta encontrar datos sobre las mujeres romanas, excepto para criticarlas), los filósofos, los científicos, los militares y todos aquellos que se dedican a sus obligaciones civiles son siempre frugales, mientras que algunos nuevos ricos, los libertos, los esclavos desvergonzados y los malos políticos y emperadores tendrán un comportamiento desordenado y decadente en la mesa.
Por eso sabemos que Vitelio, proclamado emperador por el ejército en la Germania Inferior el año 69, no le caía demasiado bien a su biógrafo Suetonio, puesto que además de hablar de sus defectos como gobernante, su crueldad y su falta de empatía con el pueblo romano, lo retrata como un glotón descontrolado cuya voracidad no tenía límites y no era capaz de contenerse ni siquiera durante los sacrificios. Y por supuesto, “comía ordinariamente tres veces al día y a veces cuatro, designándolos almuerzo, comida, cena y colación (ientacula et prandia et cenas comissationesque)” (Suet. Vitel.13).


Lo mismo pasa con Clodio Albino, emperador a finales del siglo II, de quien se dice que “fue un glotón y que llegó a devorar una cantidad tan grande de frutas como no tolera la naturaleza humana” (Jul. Capitol. Clod. Alb.11). La cuestión es que la Historia Augusta, donde se narra su biografía, fue redactada durante el reinado de Septimio Severo, con quien se enfrentó Clodio Albino. Y no deja de ser curioso que para hablar de un gobernante se especifique su comportamiento en la mesa. Clodio Albino no fue solo un glotón, fue un ser sobrenatural, pues “comió en ayunas quinientos higos-pasas, a los que los griegos llaman callistruthias y cien melocotones de Campania, diez melones de Ostia, veinte libras de uvas de Labico, cien papafigos y cuatrocientas ostras” (Clod. Alb.11). Está claro que no era el emperador modelo. La comparación con la dieta de Augusto no tiene color.
El buen romano comprometido con sus deberes cívicos desayuna pan seco, como Séneca; o toma cualquier alimento “ligero y simple”, (levem et facilem), como Plinio el Viejo (Plin. Ep. III,5,10); o hace como Adriano, que comía el mismo rancho que sus soldados, a base de “tocino, queso y agua mezclada con vinagre” (larido caseo et posca) (Elio Esp. Adr. 10); o directamente no desayuna ni almuerza, y mantiene el estómago vacío hasta la hora de la cena, como el austero Cicerón (Ad Fam.193): “Yo llevo el apetito íntegro hasta el huevo” (integram famem ad ovum affero).


Alimentos sencillos, fríos, sin apenas preparación ni ceremonia, que simbolizan la frugalidad del austero pueblo romano. Dime cómo desayunas y te diré qué clase de romano eres.


lunes, 10 de julio de 2017

MERIDIATUM, O ECHARSE LA SIESTA A LA ROMANA



Dormir la siesta era tan común en la antigua Roma como lo es ahora. Tras la comida de mediodía, después de haber cumplido con todas las obligaciones, vencido por el calor y la modorra, el pueblo romano se echaba a dormir.


La palabra castellana “siesta” deriva de la hora sexta, que era la hora central de la jornada y se debía corresponder con las 12 del mediodía, más o menos. También es verdad que el cómputo de horas no era igual que el nuestro, que agrupaban las horas de tres en tres y que la duración en minutos variaba en función de si era verano o invierno. Es decir, la hora sexta comprendía desde las 12:00 del mediodía hasta las 15:00 como mucho. Ese era el tiempo que los romanos dedicaban al descanso después del almuerzo.


Esta distribución del tiempo la encontramos en varios autores, como Marcial: “Roma prolonga las diversas ocupaciones hasta la hora quinta -es decir, hasta la hora de la comida-, la sexta es la del descanso de los fatigados, la séptima será el final de este, la octava hasta la novena, basta para los ejercicios con el cuerpo frotado de aceite, la novena exige romper con nuestro peso los lechos que nos han preparado” (Marcial, IV,8,3-6). Este código de conducta era válido solo para quien se lo podía permitir. Es decir, aquellos otiosi que, una vez han acabado con sus negocios matutinos, quedan liberados para el auténtico tiempo libre: las termas, el circo, el teatro, las cenas… Podemos imaginar al resto de la población, aquellos que trabajaban para que los demás pudieran descansar, durmiendo una breve siesta -si era posible- y volviendo al trabajo. Me refiero al personal de termas, teatros, tabernas, popinas, lupanares, circo, cocineros, músicos, personal de servicio de mesa… La vida siempre ha estado mal repartida.



Las fuentes latinas están llenas de testimonios que muestran el gusto de las clases acomodadas -o quienes aspiraban a serlo- por la siesta. “Habiéndome retirado a mediodía a dormir la siesta, pues era verano” leemos, a modo de ejemplo, en Plinio el Joven (Ep.VII,4). Se trata de un tiempo de laxitud, de relajación, de ocio. El poeta Horacio, que se presenta a sí mismo como “aquel al que tan bien le caían las togas finas (...) y desde el mediodía andaba bebido de claro falerno” nos confiesa que le gustan “las cenas ligeras y la siesta a la orilla del río, sobre la hierba” (Ep.I,14,35).
La siesta es una ocasión para abandonarse a otros placeres como el sexo: “Tendí mi cuerpo en el centro del lecho para descansar. (...) He aquí que llega Corina, vestida con una túnica sin ceñir, su cabellera peinada en dos mitades cubriéndole el blanco cuello”, leemos en Ovidio, el autor experto en amores (Am.1,5), o la súplica de Catulo: “Por favor, mi dulce Ipsitila, objeto de mis delicias y de mis pasatiempos, invítame a que yo vaya a tu casa a pasar la siesta” (meridiatum), especificando además “invítame enseguida: pues estoy echado recién comido y, saciado boca arriba, atravieso la túnica y el manto” (Cat.32)

Como se observa, la manera de echar la siesta también refleja una moralidad: así, quien tiene un cargo de responsabilidad o se dedica a la ciencia o la filosofía revela su fortaleza de alma no abandonándose por completo al sueño de la tarde. El emperador Augusto, modelo a seguir para gobernantes posteriores por asegurar la paz y la prosperidad de Roma, “después del almuerzo, vestido y calzado como estaba, reposaba un poco, sin taparse los pies, con una mano puesta sobre los ojos” (Suet. Aug. 78). Y es que el protagonista del Ara Pacis, todo un Pater Patriae que se aseguró un buen sistema de propaganda política, un Pontifex Maximus, un Princeps Senatus, no puede aparecer durmiendo a la bartola, boca abierta y babilla fuera, roncando alegremente o desperezándose erecto como Catulo, que es lo mismo que decir que este gobernante no es serio, que mientras duerme abandona a su pueblo, que baja la guardia. El filósofo y orador Séneca, moralista obsesionado con la decadencia de la sociedad romana y la pérdida de los valores tradicionales, nos confiesa: “Duermo la siesta lo imprescindible”, y además añade “tengo un sueño muy corto, como si fuera una pausa” (Sen.Ep.83,7).
Plinio el Joven nos habla de la jornada habitual de su hiperactivo tío, el científico Plinio el Viejo: “Después de este baño de sol, generalmente tomaba un baño de agua fría, luego comía algo y dormía un momento”, y tras despertarse, “estudiaba hasta la hora de la cena” (Plin.J. III, ep. 5). Y es que los hombres de bien no se abandonan plenamente al sueño innecesario del mediodía. Si todos hubiesen sido como Augusto, como Séneca o como Plinio el Viejo, Roma no hubiera caído a manos de Alarico, rey de los Godos, en agosto del año 410, quien aprovechó la costumbre de dormir la siesta para saquear la ciudad: “posteriormente, no mucho después, en un día establecido, aproximadamente en torno al mediodía, cuando todos (...) se quedasen dormidos, como es natural, después de la comida, se presentarían todos en la puerta llamada Salaria y darían muerte, con un ataque repentino, a los guardianes, que no tendrían ningún conocimiento previo del complot, y abrirían las puertas lo más rápidamente que les fuera posible” (Procopio, Hist. III,2).



La siesta sirve de frontera entre el tiempo de trabajo, de negocios y de asuntos públicos, y el tiempo de ocio, libre, personal. Se debe hacer justo después del almuerzo, el prandium, que es siempre frugal, rápido y frío. Consiste por lo general en pan, aceite, queso, aceitunas, higos, miel… alimentos que responden a una necesidad individual y, justo por eso, deben corresponderse con el carácter y la integridad de cada uno. Lo mismo que la cena es el tiempo de otium, pensado para socializar y divertirse, para agasajar a los invitados y para expresar la riqueza y la condición socio-económica de quien es anfitrión, el prandium debe responder a una simple necesidad de alimento, a la frugalidad personal y la mesura de las prácticas alimentarias. Los romanos siempre comen “simbólico”. Séneca nos dice “tomo pan seco y el almuerzo sin preparativos de mesa; después de este no tengo que lavarme las manos”, tras lo cual duerme la siesta, pero solo “lo imprescindible” (Sen.Ep.83,7).

Foto: @Abemvs_incena (Magna Celebratio 2017)

Tras la siesta, para los privilegiados empieza el tiempo de otium, es decir, comienza la desocupación, la diversión y el descanso. Las termas, las lecturas de libros, la conversación con los amigos, el teatro… dejan atrás las ocupaciones cívicas. Dos maneras de entender el tiempo, dos maneras de entender las comidas (la necesidad individual del prandium y la necesidad social de la cena). En medio de ambas, la perezosa siesta.