Mostrando entradas con la etiqueta Egipto. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Egipto. Mostrar todas las entradas

martes, 27 de julio de 2021

IECUR FICATUM, EL ‘FOIE’ DE LA ANTIGÜEDAD

 

A finales de la República Romana, en pleno siglo I aC, mientras la gran mayoría de población de la Urbs se nutría de nabos, coles y gachas de trigo basto, alguien -un ciudadano privilegiado, sin duda- se dedicaba a “inventar” el foie gras. Desde entonces es uno de los productos más espectaculares y controvertidos de todos los tiempos. Sin embargo, la historia del foie es mucho más antigua.


Las primeras noticias sobre este producto nos trasladan a Egipto.  Cuando  los habitantes de las tierras del Nilo cazaban ocas o gansos que se detenían a orillas del río durante el invierno, observaron dos cosas: la primera era que esos animales almacenaban grandes cantidades de grasa en su hígado; la segunda, que ese hígado era más grande, más amarillo y definitivamente más gustoso. Así que aprendieron a criar estos animales y a cebarlos hasta conseguir hipertrofiar su hígado y lograr un manjar delicioso.

Las representaciones de las tumbas han dejado constancia de esta alimentación forzada a base de bolas de grano y agua. Uno de los más famosos es el bajorrelieve procedente de la tumba del oficial Mereruka, en la necrópolis de Saqqara, que perteneció al Imperio Antiguo, más o menos allá por el 2300 aC (imagen de cabecera de este artículo).


Ocas de Meidum. Museo de El Cairo. Pintura mural de la tumba de  Nefermaat.


Grecia también adoptó el sistema de cebado de ocas y gansos, tal como nos dice Ateneo: “Pues que conocían criadores de ocas lo testimonia Cratino” (Deipn.IX 384b), siendo este Cratino un comediógrafo que vivió en el siglo V aC.  Y varios autores nos mencionan el viaje del rey Agesilao II de Esparta a Egipto en el año 361 aC, donde recibió regalos del más alto postín, incluidos terneros y gansos cebados, que debían ser famosos en todo el Mediterráneo. Según cuenta Plutarco (Vida de Agesilao 36), el rey -acompañado de sus 30 consejeros- aceptó de los egipcios la harina, las terneras y los gansos, pero rechazó los pasteles, los postres y los ungüentos. Demasiadas finuras para un espartano.


Y de Grecia llegamos a Roma, donde el éxito de este producto entre las élites fue una auténtica locura. La moda empezó en el siglo I aC, a finales de la República, momento en que la gastronomía se encontraba en pleno auge. Y ya podían ser sagradas las ocas que no se iban a librar del engorde ni de ser servidas en las mesas de los más pudientes, como nos dice Ovidio: “Ni el haber defendido el Capitolio le sirve al ganso para no entregar su hígado en tu bandeja” (fast. I, 453-455). Las aves, antaño intocables por sagradas, ahora van a ser imprescindibles en las mesas elegantes. 


ocas del Templo de Juno Moneta Museo Ostiense

Los agrónomos de la época explican con todo detalle la información relativa a la cría y engorde del ganso y la oca, que en latín se denominan indistintamente con el nombre anser.  


Varrón dice que los criaderos de gansos se denominan chenoboskion, que para algo es una actividad adoptada desde la Magna Grecia (en griego el ganso se denomina chén). Este mismo autor también nos habla de dos terratenientes en concreto, Escipión Metelo y Marco Seyo, que sin duda fueron de los primeros en criar estos animales con fines gastronómicos:

 

Escipión Metelo y Marco Seyo tienen algunas grandes manadas. Seyo (...) adquirió manadas de gansos de tal modo que observó los cinco apartados que referí al hablar de las gallinas. Estos son: de la raza, de la reproducción, de los huevos, de los pollos y de la ceba.” (Varr.III,10,1).


Ambos eran ciudadanos privilegiados, el primero había sido general y cónsul y el segundo un magistrado amigo de Cicerón y partidario de César. Plinio también los menciona como los posibles ‘inventores’ del foie:


Y no sin razón se pregunta uno quién descubrió una cosa tan buena, si Escipión Metelo, un excónsul, o Marco Seyo, un caballero romano de la misma época.” (NH X,52)


El pastorcillo de gansos. Museo del Mosaico. Estambul. 


El proceso para cebar a los animales y conseguir el preciado foie gras nos lo explican varios autores. 


Varrón nos dice que gansos y ocas se debían alimentar abundantemente a base de papillas de harina y agua que se administraban tres veces al día (III,10,7). Columela además explica que hay que limitarles el movimiento, indicando “que no se les deje en libertad para andar de una parte a otra, y estén en un sitio caliente y oscuro, cosas que contribuyen mucho a criar gordura” (VIII,14,11). En dos meses el animal había engordado lo suficiente como para ser sacrificado.

En ese momento se aplicaba un tratamiento extra al hipertrofiado hígado: “una vez arrancado, también se aumenta con leche mezclada con miel(Plinio X,52). Y esta sería la novedad cuya autoría se disputan Escipión Metelo y Marco Seyo. 

Pero las innovaciones no acaban aquí, ya que para conseguir un hígado aún más delicioso se cebaban las aves con higos secos. Este método, que también se aplicaba a las hembras de los cerdos para conseguir el mismo producto, fue cosa de Apicio: “invención de Marco Apicio, engordándolas con higos secos y, cuando están saciadas, se las mata de repente dándoles a beber vino con miel.” (Plinio VIII, 209). 

Y es recogido también por Paladio: “Transcurridos los treinta días, si se les quiere ablandar el hígado, se amasarán en bolas pequeñas higos pasos machacados y macerados en agua, y durante veinte días seguidos se les darán a las ocas.” (Agr. I,30).


Estos hígados sobrealimentados con higos comenzaron a llamarse iecur ficatum, y finalmente solo ficatum, palabra de donde procede el nombre “hígado” en castellano y en el resto de lenguas romances (cat. ‘fetge’, astur. ‘fégadu’, gall. y port. ‘fígado’, it. ‘fegato’, fr. ‘foie’, rum. ‘ficat’).



Oca. Museo Arqueológico Badajoz


En Roma el ficatum fue uno de los platos estrella de los banquetes de lujo. Horacio lo menciona en la famosa cena de Nasidieno, donde los servidores traen “el hígado de una oca blanca cebado con pingües higos” junto a la grulla empanada y la paletilla de liebre (serm.II,8,88). Marcial recalca el enorme tamaño como factor para impresionar bastante a los comensales: “¡Mira qué hinchado está este hígado, es más grande que la propia oca!” (XIII,58).


A menudo aparece en textos de autores satíricos, que lo identifican con cierta decadencia por parte de las élites y los nuevos ricos (como lo era Nasidieno). Juvenal lo sirve en la mesa del tirano Virrón, uno de esos anfitriones maleducados que hace diferencias entre sus invitados ricos y sus clientes más modestos, reservando “el hígado de un enorme ganso” solo para los primeros (Sat.V,114). Para Persio, un heredero derrochador se define por estar “saciado de hígados de oca” (Sat.VI, 71).  Y Estacio, en plena alabanza de una cena sencilla y austera, acabará exclamando: “Desdichados aquellos que disfrutan sabiendo (...) qué oca tiene el hígado más grande” (Silv. IV, 6, 9).  


Piccolo circo. Villa del Casale. Sicilia.


El ficatum, pese a las quejas de los satíricos, fue un producto muy solicitado en Roma y todo aquel que se lo podía permitir lo servía en sus mesas. Nos podemos imaginar que no era barato, y tenemos el precio que se marca en el Edicto de Diocleciano, que data del año 301. Allí se indica que una libra de ficati optimi cuesta 16 denarios, mismo precio que un sextario de garum del bueno, una libra de salchichas de Lucania (con denominación de origen) o una libra de jabalí. Un precio alto que lo aproxima a las ostras, los erizos de mar, las vulvas o las ubres.


Apicio en su famoso recetario incluye dos recetas en las que el ficatum es el protagonista. Se encuentran en el libro VII, Polyteles, dedicado a los platos más suntuosos. La primera consiste en un garum al vino para acompañar el foie (VII,III,1), preparado con pimienta, tomillo, ligústico y aceite, además del vino y del garum. La segunda es una receta de foie asado a la parrilla, bañado en garum y especias (pimienta, ligústico, bayas de laurel) (VII,III,2). Para sostener la pieza durante la cocción Apicio recomienda envolverlo en un redaño, es decir, la membrana de grasa que rodea el estómago del cerdo.


Banquete. "Vino griego". Lawrence Alma Tadema.

Prosit!



jueves, 9 de enero de 2020

UBI ALIUM IBI ROMA

El ajo (allium sativum) es una planta de bulbo muy consumida en la Antigüedad. A su facilidad de cultivo y de conservación se unen sus propiedades medicinales y su fama de súper alimento. Como veremos, sirve para curar casi todo, es muy versátil en la cocina y, conservado correctamente, aguanta semanas y hasta meses. Todo son bondades para este fantástico condimento de sabor fuerte y picante. ¿Todo? Bueno, quizá no. Vayamos por partes.

allium sativum Foto: https://commons.wikimedia.org/
Se cree que el ajo procede de Asia Occidental (quizá de Siria) o bien de Egipto, donde su uso está muy bien documentado, y de allí pasó a toda la cuenca del Mediterráneo, donde se cultiva y se consume desde hace más de siete mil años. En el país del Nilo, el ajo formaba parte de la dieta habitual del pueblo. Una cita del historiador griego Heródoto nos documenta su uso en pleno siglo V aC: “En la pirámide está notado con letras egipcias cuánto se gastó en rábanos, en cebollas y en ajos para el consumo de peones y oficiales; y me acuerdo muy bien que al leérmelo el intérprete me dijo que la cuenta ascendía a 4.600 talentos de plata” (Heród. II,125,6). Su uso cotidiano se deduce también de las palabras del pueblo hebreo durante su éxodo, mientras atravesaban el desierto del Sinaí: “Nos acordamos del pescado que comíamos en Egipto de balde, de los pepinos, los melones, los puerros, las cebollas y los ajos” (Números 11:5). A Plinio el Viejo le hacía mucha gracia que los egipcios invocasen al ajo y la cebolla entre sus juramentos y los elevasen a la categoría de dioses y, de hecho, no solo eran sagrados sino que formaban parte de varios rituales mágicos.  También en el país del Nilo los ajos se utilizaban por sus numerosas propiedades medicinales, como demuestra su aparición en diferentes fórmulas terapéuticas del famoso Papiro Ebers, verdadero compendio farmacológico de la antigüedad.

El pueblo griego, como el romano, fue un gran consumidor de esta hortaliza. Se han conservado diferentes tratados de agricultura y de medicina que hablan sobradamente de su cultivo y sus cualidades: Teofrasto, Hipócrates, Dioscórides, Galeno... Lo consideraban un producto fétido pero lo utilizaban como condimento y, sobre todo, como remedio para numerosos trastornos y dolencias.

El pueblo romano era aún más aficionado al ajo que el griego. A los tratados griegos hemos de añadir ahora los de los autores romanos: Columela y Paladio en lo referente a la agricultura y Plinio el Viejo, que nos explica sobradamente sus  propiedades medicinales. Por todos ellos sabemos cómo y cuándo sembrarlos (en invierno) y recogerlos, las numerosas variedades (agreste, colubrinum, praecox, ursinum…), los métodos de conservación (colgados cerca del hogar para que se ahumasen, guardados entre pajas, macerados en salmuera y vinagre), y sus propiedades, que son muchísimas: es laxante, es diurético, favorece la concepción y sirve como prueba de embarazo, cura enfermedades de la piel, elimina piojos y liendres, restituye el cabello perdido tras la tiña, antídoto contra parásitos y mordeduras de serpiente y musarañas, aclara la voz, calma la tos, provoca el menstruo… Vamos, que vale para todo.


ajos carbonizados. EXPO 2015 Milán.

El pueblo romano consumía ajos en abundancia, tal como reza el proverbio: ubi alium, ibi Roma (‘donde hay ajo está Roma’). Se consumían frescos o secos, tanto el bulbo como los brotes, y se preparaban de muchas formas: crudos, hervidos, formando parte de un guiso o una salsa, condimentando el pan, fritos, desecados… A menudo se acompañan de otros alimentos fuertes, tales como cebollas, puerros, mostaza, rábanos, cebolleta o chalotas, todos condimentos capaces de devorar las entrañas de los comensales, como diría cierto cocinero del Pseudolus de Plauto.

Porque sí, el ajo, por muy saludable que fuese, era también muy indigesto y producía -y sigue produciendo- dispepsia en ciertos estómagos. Horacio compara el ajo con la cicuta (Ep.III,3)  y tan mal le ha sentado un plato excesivamente condimentado con ajo que llega a preguntarse: “¿Qué veneno es este que se ceba en mis entrañas? ¿Acaso se coció con estas hierbas, sin yo saberlo, la sangre de una víbora?” (Ep.III 5-8). Hay que aclarar, sin embargo, que Horacio ha sido víctima de una broma de su amigo Mecenas, quién sabe con qué intenciones. Y que es muy posible que ni Horacio ni el propio Mecenas consumieran ajo jamás, por lo indigesto y por lo pestilente.

Porque ese es el otro problema del ajo: provocaba halitosis en quien lo comía, por lo que la gente elegante tendía a evitarlo, sobre todo ante la perspectiva de eventos sociales o encuentros amorosos. Eso no quiere decir, sin embargo, que no les gustase el sabor acre del condimento, lo que no les gustaba era que el aliento apestase. Plinio explica que cuantos más dientes tenga el ajo, más áspero es su sabor y “por esto deja mal aliento” (NH XIX,111), aunque el olor desaparece si no se toman crudos, sino cocidos (nullum tamen coctis). El mismo Plinio nos indica otro remedio: tras comer ajos, se debe tomar una raíz de acelga asada sobre las brasas y odorem extingui, desaparece la fetidez (XIX,113). Y siempre está el remedio que también recoge Paladio (XII,6): sembrarlos y recogerlos cuando la Luna está bajo las tierras y “así carecerá de su mal olor”.


Caupona de Salvius. Pompeya.
El pueblo llano -y la gente sin complejos- consumía ajos sin tanto remilgo. Tenía fama de nutritivo y reponedor de fuerzas, por lo que era ideal para quienes hicieran grandes esfuerzos físicos. “Estás más harto de ajo y cebollas que los remeros romanos” reprocha el militar Antaménides al viejo Hannón (Plaut. Poen.1314). También es propio de campesinos: “¡Oh duras tripas de los segadores!” (Hor.Ep.III,4). Lo mismo que es propio de esclavos, pobladores de tabernas o soldados, que hasta lo dedicaban a Marte, dios de la guerra, potente y combativo como el mismo ajo.

Esta hortaliza es un símbolo de una cierta condición social. “Apestas a ajo” le reprocha Tranión a Grumión en la comedia de Plauto. Y el segundo,  que tiene muy asumido quién es, le responde con conciencia de clase: “No todos pueden oler a perfumes exóticos como tú, ni ponerse a la mesa tan finos como tú. Anda y quédate con tus tórtolas, tus pescados y tus aves, y déjame a mí aguantar mi destino con mis ajos” (Most.44-48).

Pero el ajo no solo era propio de las clases populares. Excepto si alguien quería proyectar una imagen de sofisticación y elegancia máximas, o tenía una cita amorosa, todo el mundo lo consumía. De hecho, era símbolo de unos valores íntegros y austeros y oler a ajos era señal de salud, de seriedad y hasta de respeto a la tradición. ¿Qué comían los antiguos, aquellos que construyeron la República y dieron gloria al pueblo de Roma? Pues eso, rábanos, nabos, cebollas, ajos…

Suetonio cuenta una anécdota sobre el emperador Vespasiano y sobre lo que simboliza el austero ajo en oposición al decadente perfume. Al parecer, cierto joven se presentó ante él para agradecerle la concesión de una prefectura. Eso sí, se presentó muy perfumado y emperifollado, como sin duda pensó que exigía la etiqueta. Sin embargo, al emperador le disgustó tanta finura, y ni corto ni perezoso le soltó: “Preferiría que olieses a ajos”.  Y no contento, “revocó el nombramiento” (Suet.Vesp.8).


Quizá por ser también tan malolientes los ajos se utilizaban en la antigüedad como amuleto contra el mal de ojo. Por ejemplo, Persio indica que para evitar los encantamientos de las sacerdotisas de Isis hay que comer ajo tres veces cada mañana (Sat.V,188). Y quizá también por ser tan pestilentes no tenía buena relación con los templos ni los cultos a los dioses. Por ejemplo, Ateneo nos cuenta que estaba prohibido entrar en el santuario de Deméter si se había tomado ajo (Deipn,X,422D) y otros autores mencionan este alimento como un tabú para los sacerdotes de Zeus Casio en Pelusio, los de Afrodita Líbica o los de la misma Isis.
Medicina, magia y religión van de la mano en el mundo antiguo.


Por lo que respecta estrictamente a la cocina, sabemos que el ajo formaba parte de algunas recetas emblemáticas, como el moretum, una sencilla salsa de queso, aceite y diversas hierbas aromáticas. Aparece en un poema del Appendix Vergiliana, atribuido a Virgilio. El texto explica cómo el campesino Símulo se prepara esta salsa de queso, excavando la tierra con sus propias manos y sacando cuatro ajos, hojas de apio, ruda y cilantro, y posteriormente lo mezcla todo en el mortero, con aceite y vinagre y un pan que también ha hecho él mismo.
Moretum a la manera de Virgilio. Foto: @Abemvs_incena
El ajo también forma parte de una receta llamada sala cattabia, que consiste en una especie de ensalada o plato frío que lleva queso, pan, vinagre, aceite y diferentes verduras y condimentos. Es un plato sencillo y cotidiano, que se sirve frío y que en algunos casos recuerda al gazpacho. La receta la recoge Apicio en su De Re Coquinaria, y es curioso porque este autor nombra al ajo en tan solo tres ocasiones (pensemos que el garum aparece en más de 350 recetas): en la mencionada sala cattabia (IV,I3), en la lista de especias indispensables para la casa (y es que efectivamente era indispensable) y en otra receta más, pero con intención terapéutica: una imitación de pescado salado que lleva comino, pimienta, un diente de ajo, garum y aceite incorporado poco a poco hasta que quede una salsa hilada. Como dice el autor, “este preparado compone el estómago alterado y favorece la digestión” (IX,X,12), aunque yo tengo mis dudas.

preparación del Moretum. Foto: @Abemvs_incena
Pese a las objeciones de los elegantes, el ajo seguiría formando parte indispensable de las cocinas mediterráneas, aportando su perfume y su sabor inconfundible. Sigue siendo un ingrediente popular, protagonista de algunos platos emblemáticos -las sopas de ajo, el alioli, el pesto, las migas, los escabeches, el ajoblanco, el ajoarriero, el pan tostado con ajo, etc, etc -, sigue siendo indigesto y sigue provocando halitosis. Y, por supuesto, sigue sin estar en lo más alto de los productos gourmet. En eso nada ha cambiado, seguimos siendo.... romanos.

Prosit!

lunes, 7 de octubre de 2019

LUPINI, LOS HUMILDES ALTRAMUCES

El altramuz (Lupinus albus) era un alimento muy popular en la antigua Roma. Frugal, nutritivo y barato, el altramuz era un auténtico quita-hambres, un producto que no se escoge por gusto, sino por necesidad.  De hecho, era más apreciado por sus propiedades medicinales y agrarias que por sus bondades gastronómicas. Pero vayamos por partes.

Para empezar, el altramuz ya se consumía en Egipto, junto a las habas, las lentejas y los garbanzos, como prueban las semillas encontradas en el interior de tumbas que datan del Reino Antiguo. Además, los altramuces eran uno de los ingredientes que redondeaban la fórmula de la cerveza, lo mismo que los higos, la miel, los dátiles, la mandrágora… Condimentos que aumentaban los grados de alcohol del zumo de cebada y trigo, que por aquellas tierras se llamaba hnkt, y le daban un sabor particular.

Griegos y romanos consumían los altramuces en abundancia, y numerosos autores dedican páginas y páginas a hablar de su cultivo, producción y recolección, lo mismo que sus usos terapéuticos y medicinales. Sin embargo, pese al gran consumo, nunca aparecen en los textos como un alimento con buena reputación, como sí podrían ser las aceitunas, los higos, el repollo y hasta los rábanos o nabos que tanto gustaban a Curio, a Cincinato y hasta al mismísimo Rómulo, puesto que recordaban la mítica frugalidad de los tiempos pasados. No, el pobre lupino no merece el rango de los frutos de Atenea o Ceres, no es emblemático de nada, es solo un alimento humilde propio de las clases más populares.



De hecho, Columela ya dice que es más propio de animales que de personas, y que se come solo si hay escasez: “Cocido y remojado alimenta bien a los bueyes en el invierno, y si acomete a los hombres alguna escasez de víveres destierra cómodamente el hambre” (RR II,10).

En los textos, las alusiones culinarias se suelen referir a gente pobre que no tiene donde caerse muerta. Así lo vemos en el Satiricón, donde los protagonistas comentan: “Pero no disponíamos más que de una moneda de dos ases y la reservábamos para comprar unos garbanzos y unos altramuces” (Petronio, Sat. XIV,3). Y Ateneo nos hace un retrato perfecto de este producto: “Y se acercó bailando el perverso, vil y abundante altramuz, compañero de triclinio de los pobres” (Deipn.420B).



Se asociaban tanto al populacho que formaban parte de los repartos públicos de alimentos típicos de las élites, que conseguían así popularidad y un reconocimiento fácil, como una estatua de bronce en el Circo, por ejemplo (Horacio Sat.II,185).

Además, los lupini eran muy baratos. Los textos nos muestran que por un óbolo, es decir, la moneda griega de menor valor y peso, uno podía comprarse una ración: “No quiero tener, por Heracles, ni oro ni plata, un óbolo me basta para comprarme altramuces; una fuente o un río me proporcionarán la bebida”, nos dice un filósofo sobreactuado de Los fugitivos de Luciano de Samosata. El mismo precio lo leemos en el Banquete de los eruditos, a propósito del conocido parásito Titímalo, un auténtico muerto de hambre que “volvió a la vida así, aliviado por unos altramuces de los de a ocho por óbolo” (Deipn.VI,240E). Aparecen recogidos también en el famoso Edicto de Precios de Diocleciano del siglo III, donde consta que un sextario de lupini cocti -altramuces remojados- cuesta cuatro denarios. Es el mismo precio que un sextario de olivas negras, cuatro huevos o unos guisantes con cáscara, y resultan más económicos incluso que las lentejas, las habas y los garbanzos, que ya eran baratos. Eso para que se hagan una idea.

Los lupini cocti se podían tomar como tentempié barato -cocidos y remojados, igual que ahora- o bien se incorporaban como postre o en la sobremesa de las comidas, en ese momento en que circula el vino y conviene acompañarlo con algo sólido que prolongue la bebida. Así lo vemos en la cena de Marcial a su amigo Toranio: “Después de esto, si por casualidad Baco te abre el apetito que acostumbra, vendrán en tu ayuda unas buenas aceitunas, recién recogidas de los olivos del Piceno, y garbanzos hirviendo, y altramuces tibios” (Mart.V,78).  La aparición de los altramuces en un banquete indica frugalidad y sencillez por parte del autor, puesto que no son un producto precisamente de lujo. “Humilde es mi pobre cena”, sentencia el autor, avisando a Toranio.
Aunque la aparición de los altramuces en un banquete también puede indicar tacañería, como sucede en el caso del filósofo Menedemo, que con tal de ahorrarse la cena invitaba solo a las sobremesas, en las que servía altramuces y habas junto a la bebida (Deipn.420A).



Por otra parte los altramuces eran muy apreciados por sus propiedades medicinales, que recogen algunos autores como Dioscórides o Plinio el Viejo. Los beneficios de esta legumbre son muchísimos: eliminan los gusanos intestinales y las lombrices, curan úlceras y llagas, también curan la gangrena y la sarna, ayudan contra la picadura de la cobra, provocan la regla y los partos, deshacen los forúnculos y eliminan las erupciones cutáneas, lo mismo que las úlceras y la lepra, alivian la ciática, son diuréticos, mejoran las enfermedades del bazo, eliminan las náuseas,  provocan el apetito…

Al tener tantos beneficios sobre la piel también se usaban como cosméticos. Leemos en Dioscórides (I,109) que “la harina de altramuces purifica la piel y las manchas lívidas” y que “los altramuces, cocidos con agua de lluvia hasta que se deshagan, limpian el rostro”. La harina de altramuces y habas aparece también en un ungüento para que el rostro brille resplandeciente de blancura recogido en Ovidio (Cosmética del rostro femenino, 70-78).
Con el altramuz todo son beneficios.

Como curiosidad, diremos que también se usaban en el teatro a modo de dinero falso, como se aprecia en alguna comedia de Plauto: “Este oro, espectadores, es en realidad oro... cómico; con este oro puesto en remojo se ceba en Italia al ganado bovino, pero aquí para los fines de nuestra comedia es oro filípico” (Poen. 598).

Para acabar, una receta hecha con altramuces remojados: una ensalada de lupini e hinojo. Se trata de un plato de inspiración romana, barato, sencillo y sin necesidad de fuego.


ENSALADA DE LUPINI E HINOJO

ensalada de altramuces e hinojo foto@Abemvs_incena
Pelar los altramuces y partirlos por la mitad. Cortar el hinojo (es opcional escaldarlo unos minutos). Mezclar ambas cosas en una ensaladera y añadir unas alcaparras. Preparar una vinagreta con garum, aceite, vinagre, cebollino y orégano seco. Finalmente, rociar con pimienta.
Sorprendente y bueno.

Prosit!