Mostrando entradas con la etiqueta ludi. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta ludi. Mostrar todas las entradas

domingo, 7 de abril de 2024

MISSILIA, LANZAMIENTO DE ALIMENTOS Y REGALOS EN LA ROMA IMPERIAL


Una de las maneras que tenían los poderosos de mostrar generosidad con el pueblo llano era el lanzamiento de regalos y alimentos en lugares abarrotados tales como teatros, circos y anfiteatros. Sí, sí, lanzamiento, literalmente. 

La generosidad, o liberalitas, era una de esas virtudes públicas romanas nada desinteresadas que se daban por supuestas en todo emperador o miembro de la élite, quien debía velar siempre por el bienestar material de los ciudadanos. A cambio, recibía fidelidad por parte de todos sus beneficiarios. En época imperial, esta generosidad era ya un acto habitual para las clases privilegiadas y una obligación moral para todo aquel que se dedicase a la política, y existía un amplio abanico de posibilidades para patrocinar y favorecer a los ciudadanos, desde inaugurar un templo o un mercado hasta celebrar unos juegos que durasen varios días para entretenimiento del populacho. Dentro de todas estas posibilidades, quizá la más sorprendente por su ejecución sea la sparsio missilium o, lo que es lo mismo, el lanzamiento de regalos y alimentos desde las gradas de ciertos lugares públicos.


En efecto, en determinadas ocasiones importantes, los benefactores procedían a repartir regalos diversos a la población a través de este sistema.  Los casos más sonados fueron la inauguración del Anfiteatro Flavio en el año 80, la del Foro y basílica de Trajano en 112, los juegos Palatinos que celebró Calígula en 41 y los que organizaban Nerón, Heliogábalo y Domiciano, las fiestas que celebraban las calendas de diciembre y las del Septimontium, los festejos del nombramiento a edil de Agripa en 33 aC y el cumpleaños del emperador Adriano en 119.


anfiteatro de Pompeya


El sistema era muy curioso. Se trataba de lanzar pequeños objetos-regalo desde lo alto, que se repartían entre la población según los designios de la diosa Fortuna. El léxico empleado en los textos confirma este sistema. Se habla de sparsiones, es decir, rociadas o lanzamientos (de spargere) y de missilia, un neutro plural derivado de mittere (‘enviar’ o ‘lanzar’). Los lugares perfectos para llevar a cabo este reparto eran los teatros, anfiteatros y circos, pero los textos también nos hablan de lluvias de monedas desde lo alto de edificios como la basílica Julia, por ejemplo.


¿Qué se lanzaba al público congregado mediante este sistema? Pues, si tenemos que hacer caso de los textos, se lanzaba de todo (‘missilia omnium rerum’), sobre todo si el donante era alguien importante que perseguía el favor popular, como un emperador. Es fácil imaginar a las masas emocionadas por la posibilidad de recibir un regalo, da igual lo que sea, mientras sea gratis, de manos del mismísimo emperador. Regalos que, además, parece que caían del cielo, como si los enviasen los dioses. La mayoría de las veces eran chucherías o golosinas. Pero otras veces la cosa iba a más y podían llover monedas de oro o plata, vasijas, ropa, caballos, ganado, aves vivas, esclavos… Para facilitar las cosas, se podía recurrir al sistema de tirar bolas o fichas que después se podían canjear por el regalo en cuestión. Así lo leemos en Dión Casio cuando habla del emperador Tito: “Arrojaba al anfiteatro, desde lo alto, pequeñas bolas de madera con diversas inscripciones: unas con algún artículo de comida, otras de ropa, otras con una vasija de plata o a veces de oro, también caballos, animales de carga, ganado o esclavos. Quienes se hacían con una la llevaban a los encargados de la distribución de los regalos, de quienes recibían el artículo nombrado” (Dion Casio 66,25,5). 

Seguramente se optaba por uno u otro sistema en función de los bienes que se iban a distribuir. Que pastelillos y dátiles, pues lanzamiento directo, que un manto o una casa, pues mejor una bola-regalo. Estas fichas o bolas eran objeto de intercambio o compra-venta entre los que las recibían y se podían heredar de padres a hijos, a la espera de ser cobradas algún día, cuando hiciera falta.


Por otra parte, parece que estos regalitos -o las fichas o bolas- se colocaban en unas hamacas suspendidas por unas cuerdas, y que, llegado el momento, se volcaban sobre el personal, que se volvía loco por rapiñar todo lo que se pudiese. El poeta Estacio la llama bellaria linea, algo así como ‘la cuerda de las golosinas’ y el poeta Marcial, linea dives, más o menos ‘la cuerda de la abundancia’, ambos a propósito de juegos celebrados en tiempos de Domiciano. Una de las pocas representaciones pictóricas de estas hamacas se puede ver en los frescos de la Casa de la Caza Antigua en Pompeya. 


linea dives. tablinum de la Casa de la Caza en Pompeya imagen: www.pompeiiinpictures.com

Bien, yendo al tema que nos ocupa en este blog, que es el de la manduca, digamos que los productos comestibles eran de los que sí caían directamente desde lo alto. La mayoría de las veces se trataba de pastelillos dulces o frutas variadas, que caían "de la cuerda" junto a flores, piñas, monedas ….

El poeta Estacio nos hace una descripción bastante exhaustiva de las bellaria (‘golosinas’) que podían caer del cielo en unos juegos ofrecidos con motivo de las calendas de diciembre (Silvas I,6). El elenco abarca frutas de importación por una parte y pasteles por otra, todos ellos relacionados con la prosperidad y la fertilidad, y regalos muy habituales durante Saturnalia y durante las calendas de enero. Estacio menciona los frutos que caen ‘de los fecundos nogales del Ponto y de las cimas de Idumea’, es decir, nueces y dátiles; de ‘los que hace brotar en sus ramas la piadosa Damasco’, localidad famosa por sus ciruelas; y de ‘los que madura la cálida Cauno’, o sea, higos. Nueces, dátiles, ciruelas e higos, posiblemente secos, posiblemente recubiertos de una capa de azafrán o de oro, que ‘se derramaban como una ofrenda de copiosa cosecha’. Casi nos parece ver el cuerno de la abundancia de la mano del generoso emperador.

Y por lo que respecta a los dulcia, se nombran varios tipos de pastelillos típicos de las localidades italianas: gaioli, especialidad del Lacio que quizá tenían forma humana, como los hombrecillos de jengibre navideños; lucuntuli, buñuelos fritos de origen etrusco que, según dice Ateneo, llevaban queso; massis Amerina, típicos de Umbria, muy tiernos y a base de fruta; mustaceos, panecillos de trigo y mosto, con especias y queso, típicos de las bodas romanas. La enumeración acaba con praegnantes caryotides, quizá una especie de dátiles que venían rellenos de monedas, como la representación de cierto bodegón procedente de la Casa de los Ciervos en Herculano.


bodegón con dátiles y moneda. Casa de los Ciervos. Herculano

Hay que tener en cuenta que higos y nueces tienen una carga simbólica importante por lo que respecta a la prosperidad y la fertilidad, y que su reparto cuenta con una larga tradición en el mundo romano.  Es bastante habitual, por ejemplo, que se lancen nueces a los niños en las bodas o en algunos cumpleaños. Y también durante fiestas religiosas como las Floralia o las Cerealia, donde la sparsio no es solo de nueces, sino también de guisantes, altramuces, habas o garbanzos, legumbres de grano relacionadas, de nuevo, con la fertilidad. Eso sin contar que en el mundo del espectáculo no era ninguna novedad que se quisiera complacer al público mediante regalitos. Por ejemplo, los editores de los juegos en los anfiteatros solían regalar aspersiones con esencia de azafrán para refrescar el ambiente; y los dramaturgos griegos se congraciaban con el distinguido público a base de higos secos, golosinas o nueces que lanzaban desde las gradas.


naturaleza muerta con frutos secos. MAN Nápoles

Además de pasteles dulces y frutas, también se lanzaban aves vivas, lo cual está documentado en festejos ofrecidos por los emperadores Calígula, Nerón y Domiciano. Y no cualquier tipo de aves, sino aves exóticas, raras y, sobre todo, valiosas. De nuevo volvemos al poeta Estacio: “Entre tanto, caen de lo alto, en medio de un repentino revoloteo, bandadas innúmeras de las aves que el sagrado Nilo y el Fasis furioso y las númidas tierras acogen bajo el soplo del húmido Austro” (Silvas I,6, 74-77). Es decir, que se lanzaron para la plebe flamencos, faisanes y pintadas. Y unos versos antes el mismo poeta hace mención también de las grullas, de las que dice que “caerán pronto para servir de presas fugitivas”. Son aves que no se podía permitir cualquiera. Así que es normal que la gente se volviese loca intentando atraparlas, que se diesen de tortas para capturarlas y que las escondiesen rápido entre los pliegues de la toga, para que ni se escapasen ni se las robase otro desalmado.


pintada. Casa de Eustolios. Chipre


La verdad es que es fácil imaginar la expectación que despertaba entre el público de todo tipo y condición la posibilidad de llevarse a casa cualquier cosa, especialmente si era de valor. De hecho, la caza y captura de obsequios o alimentos formaba parte también del espectáculo. 


Pero no todo eran pastelitos golosos o dátiles recubiertos de oro, no todo eran tordos o perdices. Se entregaban también fichas (nomismata) que daban derecho a copas de vino, a cinco copas en concreto. Si hacemos caso al poeta Marcial, lo normal es que se repartiese a cada persona dos bonos de este tipo (‘bis quina nomismata’), que seguramente irían con la entrada, pero la Fortuna también se encargaba de repartir otros, que acababan siendo objeto de la rapiña general: “Habiéndose dado a cada caballero diez bonos de vino, ¿por qué, Sextiliano, tú solo te bebes veinte?” (Mart. I,11,1). 


Museo del Bardo


Y podían llover del cielo también las tesserae frumentariae, es decir, bonos de trigo. Una tessera era más o menos una ficha de hueso, madera, marfil o metal, con forma cuadrangular, que daba derecho a un beneficio. Es equivalente en significado a nomismata, aunque esta última palabra representa unas fichas que podrían tener más bien forma de moneda. 


Las tesserae llevaban algún tipo de símbolo o inscripción reconocible que servía para reclamar un premio. Por ejemplo, servían como entrada gratuita para el espectáculo de las fieras o para el teatro. En el caso de las tesserae frumentariae se trataba de un bono que daba derecho a una cantidad de trigo fuera de los repartos habituales que correspondían a la cura annonae. La posesión de una tessera frumentaria daba derecho, pues, a un extra de trigo público, y podía ser cobrada incluso por esclavos o extranjeros, que no eran ciudadanos y por tanto no tenían derecho a la ración mensual. Era la diosa Fortuna la responsable de regalar estos bonos que, seguramente, se repartían solo en momentos puntuales en los que había excedentes de cereal.

tesserae procedentes de Palmira Fuente: www.archaeology.wiki


Por cierto, las tesserae -no sabemos de qué tipo- aparecen en los juegos ofrecidos por Domiciano para compensar a los sectores más privilegiados, que también querían su parte del premio. Leemos en Suetonio: “al día siguiente hizo lanzar a los espectadores regalos de todo tipo, y, como la mayor parte habían caído en las gradas destinadas al pueblo, prometió cincuenta bonos (quinquagenas tesseras) a cada uno de los sectores reservados al orden senatorial y ecuestre” (Suet.Domit.4). Porque no es justo imaginarse exclusivamente al populacho más pobretón peleando por llevarse a casa, gratis, cualquier cosa. No. El comportamiento desatado no afecta solo a las masas sino a todas las capas de la sociedad. Los beneficiarios de la generosidad imperial eran todos y si no les llegaban los premios porque la cuerda de la abundancia cae siempre por el mismo lado hay que quejarse. Por supuesto.


El resultado final de todo este espectáculo era la adoración ciega al beneficiario, generalmente el emperador, que proveía de bienes y regalos a su pueblo. La figura del donante se eleva hasta la categoría de los dioses, pues, como ellos, posee el cuerno de la abundancia y reparte prosperidad. 




Para saber más: Isabelle Simon: “Un aspect des largesses impériales: les sparsiones de missilia à Rome (Ier siècle avant J.C - IIIè siècle après J.C)”.- Revue Historique 2008/4 (núm.648), pág. 763-788 



lunes, 12 de julio de 2021

LIXAE, COMIDA CALLEJERA Y VENTA AMBULANTE EN LA ANTIGUA ROMA

© Monty Python. Life of Brian

 Lenguas de alondra, hígado de chorlito, sesos de jabalí, orejas de jaguar, pezones de loba… compren mientras están calentitos”. Estos y otros aperitivos imperialistas, como los morros de nutria o los higadillos de erizo, son los productos que ofrece Brian a los miembros del Frente Popular de Judea mientras estos conspiran en las gradas del anfiteatro. Quitando lo exótico -y paródico- de la oferta, la escena que vemos en La vida de Brian es bastante exacta.

En la antigua Roma era muy fácil comer fuera. De hecho, para la mayoría de la gente era más fácil comer fuera que comer en su propia casa, que carecía de equipamiento. La oferta de bares, tabernas, popinae, cauponae y otros establecimientos dedicados a la restauración era bastante amplia, y abarcaba desde el tugurio  más cutre a los locales equipados con triclinio y ubicados en preciosos jardines. 

Sin embargo, la oferta no acaba aquí, porque además de estos lugares fijos, también se podía comer y beber en la calle echando mano de la venta ambulante, un recurso tan popular en la Antigüedad como lo es en la actualidad.


Vamos a ello


Mosaico con detalle de mercado. Phoenix Ancient Art.


La venta ambulante estaba presente en todos los puntos de la ciudad, sobre todo allá donde se congregaba un buen número de personas. Uno de los puntos clave eran los mercados. Las ciudades contaban con mercados generales y también mercados especializados en productos concretos, como pescados, carnes, vinos, verduras y todo tipo de finuras y delicatessen. Por lo general, constaban de un espacio abierto rodeado de pequeñas tabernae donde se podían adquirir los alimentos, aunque también era más que posible que pudieran degustarse platos preparados para ir pasando la jornada. Además, existían los mercados periódicos, llamados nundinae, que tenían lugar cada nueve días y se extendían por las ciudades y por todo el medio rural. En estos mercadillos periódicos, donde los campesinos y grandes productores podían vender sus excedentes a los consumidores, abundaban los comerciantes itinerantes que se desplazaban por los pueblos siguiendo una ruta comercial ligada al calendario. 

En todo caso, donde había un mercado había venta callejera de productos de todo tipo, incluídas las elaboraciones culinarias preparadas para llevar o para consumir en el mismo lugar. En los mercados era normal que panaderos, taberneros, cocineros profesionales que se podían contratar allí mismo y hasta particulares con buena mano improvisaran un puesto ambulante donde ofrecer comida callejera. 

Se han conservado unas pinturas aparecidas en el atrio de la Casa de Julia Felix con representación de vendedores ambulantes en el Foro de Pompeya. La escena es de  lo más completo: carretas cargadas de mercancías, mendigos, vendedores de telas, de zapatos, de verduras, el que repara o vende ollas y utensilios, el maestro en plena sesión de azotes al alumno díscolo, el vendedor de pan, gente por todas partes que habla, que discute,  que se saluda, que lee los avisos públicos… En medio de toda esta confusión incluso se muestra un grupo de personas alrededor de una olla sobre el fuego, una auténtica escena de comida callejera.


Vendedores ambulantes. Casa de Julia Felix. 


Los vendedores ambulantes de comidas calientes ya preparadas -conocidos como lixae- pululaban también por otros lugares muy concurridos. Los textos insisten mucho en las termas, lo cual no nos sorprende en absoluto, dado que las termas eran toda una institución. Allí uno se podía pasar horas y horas: había restaurantes, tiendas de todo tipo, gimnasio, piscina, spa, salón de masajes, jardines para pasear, biblioteca… Las termas eran el mejor sitio para quedar con amigos, para hacerse invitar a una cena, para relajarse y para divertirse. Todo el mundo iba a las termas. En sus instalaciones era fácil comprarse algo para picotear y la oferta gastronómica era bastante amplia. Además de los lugares fijos donde sentarse a la mesa -o reclinarse, depende del nivel del local-, se podía comprar comida en los puestos ambulantes. Todo dependía de la ocasión o del bolsillo del hambriento comensal. Séneca, que vivía sobre unas termas en la concurrida ciudad de Baiae (Bayas), comenta el ruido que producían estos vendedores pregonando su mercancía a grito pelado. En concreto menciona al vendedor de bebidas, al salchichero y al pastelero, quienes llaman la atención “con una peculiar y característica modulación”, es decir, con su tonadilla particular y a todo volumen (Epist.VI,56,2). 


También se les podía encontrar en la entrada de todo tipo de espectáculos. Ya fueran carreras de carros, combates de gladiadores, cacerías de animales o bien obras de teatro, lo habitual era pasar las horas comiendo en las inmediaciones del lugar o en las mismas gradas. Es fácil imaginarse un vendedor como nuestro Brian, pero en lugar de morros de nutria ofrecería guisantes, habas y altramuces.  Estas tres legumbres las menciona Horacio como consumo habitual en los estadios (Sat.II,182), y se imagina que las servían secas y marinadas para conseguir un snack saladito. También se podrían comprar cosas más sustanciosas. Un texto de Plauto anima al público del teatro a comprar pasteles salados de queso (scriblitae) y que se los coman allí mismo mientras aún están calentitos (Poen. 40-43). Plauto anima a acudir a la popina, pero es muy probable que el dueño o dueña de la popina ya hubiera enviado a su propio esclavo a vender sus elaboraciones a las puertas del teatro, desplazando la cocina al lugar donde se acumula la demanda.


© Astérix gladiador


Igualmente era fácil encontrarlos cerca de los templos, donde había también bastante concurrencia. Cerca del Templo de Apolo en Pompeya han resistido al tiempo unos graffiti con el nombre de dos libarii, es decir, vendedores de liba, llamados Verecunnus y Pudens, que hicieron las pintadas en la pared para marcar su lugar entre los vendedores ambulantes, el sitio que normalmente ocupaba cada uno de forma regular. Seguramente estos libarii eran claros competidores entre sí, pero no los únicos de las proximidades del Templo de Apolo y probablemente tampoco se habían sacado la licencia necesaria que otorgaban los ediles (permissu aedilium) para poder instalarse en la calle. Así pues, cerca de los templos se podrían adquirir pastelillos tradicionales relacionados con una festividad o una deidad, ideales para merendar o para ofrendas rituales. 


CIL IV,1768


Los vendedores ambulantes invadían toda la ciudad. Se les veía en plazas, calles, pórticos, esquinas, fuentes.. Allí donde había concurrencia colocaban su carrito, abrían su mesita, incluso plantaban un toldo para protegerse del sol y voceaban su mercancía a los cuatro vientos. En ocasiones la situación era tan molesta que se intentó regular por ley. Domiciano en el año 92 promulgó un edicto para evitar que nuevos vendedores se instalasen en cualquier sitio.  Esta situación es recogida también por un epigrama de Marcial (VII,61):


Se había apoderado de toda la ciudad el vendedor eventual y en el propio umbral de uno no había umbral ninguno. Ordenaste, Germánico, que se ampliaran los pequeños barrios y lo que poco ha había sido una senda se ha convertido en una avenida. Ni un solo pilar está todo él ceñido de botellas encadenadas, ni el pretor se ve obligado a caminar por medio del barro, ni se saca en medio de la apretada muchedumbre una navaja escondida, ni una negra cocina ocupa las calles enteras. El peluquero, el tabernero, el cocinero, el carnicero respetan sus propios umbrales: Ahora es Roma, no hace nada ha sido una gran tienda”.


 © HBO Rome



La oferta gastronómica


¿Qué se podía comprar a estos vendedores ambulantes? Pues, prácticamente, de todo. Además de los libarii ya mencionados, existían los crustularii, que vendían pasteles y bollos dulces, con miel y queso fresco; los isiciarii, expertos en albóndigas, o los botularii, que vendían salchichas, uno de los productos más mencionados por las fuentes escritas. Estas salchichas estaban muy especiadas y ahumadas, y seguramente se parecían más a nuestro concepto de embutido que de salchicha. Eran muy populares, y uno de los atractivos de la ciudad de Baiae, llena de turistas de alto standing. Otros vendían vino, y para ello era tan fácil como situarse al lado de una fuente y vender el vino mezclado allí mismo. Y quien dice vino, dice posca: uno de los amantes del emperador Vitelio, el liberto Asiático, tras abandonar al emperador, apareció en Puzzola donde vendía esta mezcla de vino malo aguado (poscam vendentem) (Suet. Vitel.12).

Y también pescadito frito, aceitunas, higos secos, dátiles, castañas asadas, buñuelos (por ejemplo los globi de Catón, unas bolitas fritas de harina, queso y huevo), guisos de caracoles, salazones, quesos, brochetas de carne, garbanzos en remojo (cicer madidum) o mejor aún, asados (cicer tepidum), los preferidos para picar mientras uno está en los juegos... De todo.


Mala fama


La actividad de los vendedores ambulantes y la comida callejera era vista con muy malos ojos por parte de los moralistas. Ofrecían productos baratos y muy populares, se movían por ambientes no del todo recomendables para la gente decente, y por tanto eran vistos como una actividad vulgar y despreciable. Eso es lo que se desprende de los textos que, como todo el mundo sabe, fueron escritos por la élite. La sociedad elegante fingía que evitaba estos ambientes, aunque todos caían en el puesto de salchichas en Baiae, contrataban los servicios de cocineros que se ofrecían en los mercados y frecuentaban el bullicio de los barrios más populares, como el Velabro o la Subura. En estos barrios había juerga, se podían comprar productos de lujo, degustar especialidades exóticas, alternar con gente bohemia, disfrutar de espectáculos ‘alternativos’...  Sin embargo, el decoro siempre impone sus normas y los textos nos muestran este oficio impregnado del más profundo desprecio. Marcial, para insultar a un tal Cecilio, lo compara con los oficios de peor fama, todos de carácter itinerante: 

Cecilio, te imaginas que eres cortés, y no lo eres, créeme. ¿Que qué eres? Un bufón; lo que un vendedor ambulante del Transtíber que cambia pajuelas de azufre por vasos de vidrio rotos; lo que quien vende garbanzos en remojo a los ociosos que lo rodean; lo que el guardián y encantador de víboras; lo que los viles esclavos vendedores de salazones, lo que el cocinero que pregona ronco salchichas humeantes por las tibias tabernas; lo que un poeta callejero sin talento, lo que un desvergonzado maestro de Cádiz (...)” (Mart.I,41).



Así es el pueblo romano, siempre en un sinvivir entre su obsesión por la frugalidad y el deseo de disfrutar al máximo de los placeres.


© Monty Python. Life of Brian



Prosit!