Todos conocemos al gran
orador Marco Tulio Cicerón (106 aC – 43 aC) en su faceta de filósofo, escritor,
jurista y político con justa notoriedad en la República romana. También fue un
moralista ideológicamente conservador, en esa época en la que Roma se está
haciendo dueña del Mediterráneo y empieza a refirnarse hasta el extremo de que
la “mítica” frugalidad de antaño es reclamada por los moralistas como signo de
autenticidad y dureza de espíritu, lejos de la decadencia que promete el
refinamiento y el lujo.
En el caso de Cicerón,
sin embargo, esta pose en favor de la frugalidad tiene una parte tanto
ideológica como higiénica, y es que el gran orador padecía de cierta debilidad
en su tracto digestivo que le impedía hincharse debidamente en los banquetes,
con las consecuencias sociales que eso comporta. Plutarco en sus Vidas Paralelas (Cicerón, III) nos dice que “era delgado y de pocas carnes y
tenía un estómago débil que no admitía sino poca y tenue comida, y aun esto muy
a deshora”. ¿Enfermedad
de Crohn, síndrome de colon irritable, intolerancia a la lactosa, úlcera
péptica, gastritis, pancreatitis…? Cualquier cosa es posible. La cuestión es
que para nuestro moralista debió ser difícil cumplir con las obligaciones
sociales que se expresaban mediante los banquetes, ya que, no lo olvidemos, era
un político, y durante las cenas se tejían las redes de relaciones, los
complots, se desvelaban intereses, se conseguían los votos… en fin, se
afianzaban las redes de clientes,
se constituían coaliciones, se iniciaban
conspiraciones… Las cenas eran imprescindibles para ser alguien en Roma.
Es fácil imaginar a nuestro hombre posicionándose
entre las filas del conservadurismo también en materia culinaria: seamos
frugales como nuestros antepasados, no caigamos en la decadencia de los
orientales, no derrochemos inútilmente el dinero en cenas costosas, volvamos a
los productos esencialmente romanos… Sobre todo porque ese era el tipo de
comida que posiblemente le sentaba bien.
No es que no fuese un estoico, pero su posible enfermedad le resta
credibilidad a su postura a favor de la frugalidad. Oportunismo, vamos.
Parece que su plato favorito era un plato hecho a
base de queso fresco y otros ingredientes no muy ilustres, cocido en el horno y
quizá hecho de hojaldre, llamado tirotarico.
Dicho plato no contaba con una fama precisamente de refinamiento, ya que era un
plato bastante frugal. En una de sus cartas a Papirio Peto (IX, 16) protesta
justamente porque se le acusa de comer este plato con gusto, a lo que él dice
que “Esto lo soportaba yo antes
fácilmente; ahora es otro cantar. Tengo como discípulos de elocuencia a Hircio
y a Dolabela, que luego son mis maestros en la cena. Pienso que tú has oído, si
es que os llegan todas las noticias, que ellos declaman en mi casa y que yo
ceno en las suyas”. Y más adelante manifiesta su gusto “actual”: “No busco cenas de ésas que dejan grandes
restos; lo que se sirva que sea magnífico y exquisito”.
Nuestro orador se había creado una fama de moralista
adepto a la frugalidad que lo había aislado de los circuitos gastronómicos. A través
de sus epístolas se observa un intento de reinserción en las mesas de sus
amigos. Por ejemplo, en la epístola Ad familiares IX, 16 leemos: “Vengo con un apetito que se conserva
inalterado desde el huevo al rustido. Todas las dotes de frugalidad que te
complacías en otorgarme (“¡Oh, qué hombre sencillo, qué huésped de tan poco
gasto!”) se han esfumado. He dicho adiós a todas las preocupaciones y me he pasado
al campo de Epicuro. Prepárate para hacer frente a un devorador… pero refinado”.
Da un poco de pena este intento de salir del
aislamiento social en el que quedaba relegado por su ideología y, sobre todo,
por su mala salud.
En su caso, participar de los convites –cuando participaba-
tuvo que ser una obligación y no un placer, una obligación con consecuencias graves
en su salud. En cierta cena propiciada por Léntulo, a la que acudió por la
promesa de contener sólo productos de la tierra –apta para veganos, vaya-,
contrajo una diarrea tan violenta que lo postró en la cama durante días debiendo
mantener ayuno completo. Convencido de que la cena estaba formada sólo por
productos saludables –los comensales quisieron honrar a cierta ley suntuaria-,
cayó en la trampa de consumir legumbres, verduras, setas… bien aliñados y,
quién sabe si por la cantidad o por los ingredientes, la cuestión es que
contrajo un cólico tan violento que él mismo dice: “Seré más cauto en el futuro” (Ad familiares, VII, 26).
En conclusión, participar en la política y en la
vida social romana requería también de una participación gastronómica. El banquete
era el lugar donde se fraguaban las alianzas políticas, las amistades
interesantes y los contactos electorales. Pero también donde se perdían o
conservaban los amigos, donde se podía fraguar y mantener una amistad. En la
época romana una cena pensada con productos saludables o vegetariana era
impensable, a menos que fuera entre muy pocos amigos. Cicerón sufrió en sus
carnes la dictadura social de los banquetes.
Para saber más: Gianni Race. La cucina del mondo
antico. Edizioni Scientifiche Italiane.
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