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sábado, 27 de agosto de 2022

MODELO IDEOLÓGICO Y COMPORTAMIENTO ALIMENTARIO



El mundo clásico otorga una atención extrema a los comportamientos alimentarios, tanto propios como ajenos. Aunque todas las culturas aportan una carga semántica al hecho alimentario, la cultura clásica exalta y prioriza esta dimensión simbólica: la alimentación se convierte en un lenguaje que identifica al individuo y lo define, que se carga de normas y de connotaciones morales. 


Veamos algunas de las claves en el comportamiento alimentario que revelan el modelo ideológico de griegos y romanos.


a. El valor de la convivialidad


El mundo clásico se define a sí mismo como representante de la civilización, por oposición al resto de culturas, que generalmente se consideran bárbaras. Esta ‘superioridad cultural’ tan etnocentrista se verá reflejada, entre otros factores, en el hecho alimentario. Así, el modelo de vida civilizada se expresa especialmente en el acto de comer juntos, que tiene en el banquete la máxima manifestación. Comer juntos es un hecho que trasciende la mera dimensión funcional de nutrición y que adquiere un valor comunicativo. La convivialidad, es decir,  el placer que sienten las personas cuando comparten  la comida, es el elemento principal que diferencia civilización de barbarie. Los pueblos bárbaros comen porque tienen hambre y por tanto solo satisfacen una necesidad del cuerpo. Los pueblos civilizados son capaces de transformar esta necesidad fisiológica en un momento de placer y sociabilidad, de comunicación entre sus componentes, de vida en común. No se limitan a nutrirse sino que desarrollan un auténtico comportamiento alimentario cargado de significados culturales. Estructuran los banquetes en dos partes (una de ellas destinada a compartir el alimento entre iguales, la otra destinada a exaltar la sacralidad del vino) y lo llenan de normas que abarcan todas las dimensiones posibles: cómo se debe mezclar el vino, cuándo se deben hacer las libaciones, cuándo comer sentados y cuándo recostados, qué alimentos son adecuados a cada situación, cómo evitar la embriaguez, cómo honrar a los dioses…. 




b. El valor de la ciudad


Para griegos y romanos el modelo de vida civilizada está íntimamente ligado a la noción de ciudad. Estas culturas no mostraron gran interés por la naturaleza en estado salvaje. En cambio, la ciudad supone una creación humana que les permite separarse de lo bárbaro, y por tanto, completamente adecuada para la civilización. Es en la ciudad donde se compran y venden los alimentos, es en la ciudad donde se consumen, y es en la ciudad donde se producen, ya que se destina una porción del campo -aquella que rodea a la ciudad- para los cultivos. Esa parte, que en el mundo romano se llama ager, es donde se practica la agricultura, otro invento humano. Esa parte es una naturaleza domesticada y por tanto civilizada. El resto de naturaleza no controlada y no explotada - el saltus - no interesa. 




c. Alimentos simbólicos



Los productos emblemáticos de la cultura griega y de la romana son el trigo, la viña y el olivo. No solo se consiguen mediante la agricultura que se practica en el ager, junto a la ciudad y para proveer a la ciudad, sino que sirven para construir tres alimentos que simbolizan por sí mismos la civilización: el pan, el vino y el aceite. Se obtienen cultivando la tierra, dominándola y aplicando las técnicas necesarias para obtener no solo el producto en bruto, sino el producto elaborado. Pan, vino y aceite son construcciones humanas, manipulaciones que se alejan de la propia naturaleza. La clave radica en la intervención activa a la hora de fabricar el alimento, en la construcción artificial. El ingenium desplaza a la natura. Esta será la base de toda la ciencia culinaria posterior, el embrión de la gastronomía.

A este modelo se opone el de los pueblos salvajes, bárbaros, que desconocen la agricultura e incluso el sedentarismo, y se basan en valores culturales y modos de producción diferentes. Explotaban terrenos incultos, se dedicaban a la caza y la recolección de frutos silvestres, criaban animales en los bosques y, sobre todo, no comían pan ni bebían vino: eran, por tanto, salvajes. Estos pueblos se definían por sus elecciones alimentarias: comían carne,  bebían leche y condimentaban con tocino y mantequilla. Todo de origen animal, todo de procedencia salvaje, de la caza, de los bosques. Su cerveza, además, es percibida como un vino corrupto que toman sin moderación, ya que desconocen los rituales del simposio y del consumo del vino. La cerveza no sirve para contactar con los dioses mediante la embriaguez, la cerveza es solo un líquido alcohólico.




d. El ritual del sacrificio


Si la carne es un alimento bárbaro, ¿significa eso que griegos y romanos nunca comían carne? Pues no. Simplemente encontraron un método para evitar el estigma de la barbarie: el ritual del sacrificio. Matar un animal (doméstico, por supuesto) para ofrecerlo a los dioses y posteriormente consumir su carne de manera colectiva es un acto de múltiples significados. Por una parte se establece una conexión entre religión y comida en común, puesto que desde el mismo momento del sacrificio dioses y humanos comparten alimento: a los dioses les corresponden huesos, vísceras y grasa, que ascienden en forma de humo, y a los humanos la carne, que se reparte entre unos comensales que comparten un vínculo social. Con la práctica del sacrificio, el consumo de carne se convierte en un acto cultural: expiación de una falta, ofrenda a los dioses y reparto de la carne entre los miembros del grupo.

El sacrificio se reserva para momentos especiales de la comunidad, y por eso también el consumo de carne debe ser un acontecimiento excepcional, reservado para las fiestas religiosas y los banquetes. Por eso mismo, cuando el consumo de carne en Roma empieza a ser desmesurado, cuando se empieza a potenciar su valor festivo pero no religioso, cuando se desvincula del sacrificio, es cuando aparecerán las críticas de los moralistas, la idealización del pasado y las leyes suntuarias. Convertir en ordinario un hecho extraordinario será una transgresión de las normas cívicas que modificarán el significado cultural de la carne en el contexto romano.




e. Mesura y equilibrio


Uno de los valores supremos de las culturas griega y romana es el de la templanza, la gravitas: el hecho de encontrar un equilibrio justo entre placer y voracidad, entre el ofrecimiento generoso y la ostentación. Los pueblos bárbaros no tienen contención, comen hasta saciarse y beben hasta caer redondos. No conocen las normas a la hora de comer y beber. El modelo ideológico clásico, en cambio, se esfuerza por determinar toda una serie de normas que estipularán qué es correcto y qué no. Y lo correcto vendrá marcado siempre por la mesura, el equilibrio y el autocontrol. De esta manera, se juzgará a los comensales y  a los anfitriones en función de su comportamiento en la mesa, que reflejará sus valores morales. Nadie está libre de esta valoración: los nuevos ricos suelen ser demasiado fastuosos, los malos emperadores comen de forma excesiva, los tacaños se pasan de moderados o comen solos, los filósofos deben alimentarse de gachas, las mujeres disolutas no tienen contención con el vino, los obesos no saben parar de comer…. Mientras que la élite intelectual y los personajes dignos de admiración social se reconocen por disfrutar con alimentos sencillos y producidos en sus tierras,  evitando dilapidar una fortuna en productos lujosos y ofreciendo buena compañía y grata conversación. Son, en pocas palabras, ejemplo de frugalidad.




f. Arte culinaria


El predominio del ingenium sobre la natura marca toda la ciencia culinaria clásica, verdadero embrión de la Gastronomía entendida como concepto actual. No solo pan, vino y aceite son creaciones civilizadas construidas a conciencia. Muchos otros productos parten de la misma base: mejorar lo natural. Pensemos en las conservas de pescado, como el famoso garum, o el foie, conseguido a base de engordar un hígado de ganso a base de higos. Construir platos es un rito de transformación, es algo mágico: es un procedimiento de conversión del estado natural de los alimentos en creaciones culturales. Ateneo de Náucratis lo expresa perfectamente: “entre el cocinero y el poeta no hay diferencia, el arte de uno y otro se basa en la inteligencia” (Ath.I,7F). Estas transformaciones suponen el disfrute en la mesa por dos motivos: el placer sensorial que se percibe en el paladar y el placer intelectual, de reconocimiento de la creación cultural. 

Otro aspecto fundamental es la técnica principal para cocinar: la de cocer los alimentos. Esta preferencia se fundamenta en razones ideológicas: se opone al asado, que es una técnica que se considera más antigua y más primitiva, usada principalmente para las carnes que se reparten tras el ritual del sacrificio. Cocer o hervir el alimento permite una culinaria más refinada: rehidrata el producto que estaba en salazón, reblandece los alimentos para hacerlos más amables al paladar -y las dentaduras estropeadas-, facilita su conservación y ayuda a convertir el plato en algo irreconocible, con ayuda de dos inventos protagonistas en la construcción del sabor: las salsas y el uso de los condimentos. 

Finalmente, el arte culinaria del mundo clásico se caracteriza por su teatralidad, por su puesta en escena, por la presentación, por el juego, por el arte de la imitación. Se trata de un efecto sorpresa buscado expresamente por el anfitrión y por el cocinero para impresionar a sus comensales. ¿Puede haber algo más civilizado que engañar a los sentidos, que deleitarse con un emplatado espectacular, un trampantojo (el famoso plato de pescado salado sin pescado), o un golpe de efecto como los tordos que salen volando cuando abren el vientre de un jabalí en el banquete de Trimalción? 



Comer es siempre un hecho cultural, complejo, comunicativo, ideológico y social. 






Para saber mucho más:


  • Flandrin, Jean-Louis; Montanari, Massimo (eds.) (2004): Historia de la alimentación. Gijón, Trea.

  • Montanari, Massimo (1993): El hambre y la abundancia. Barcelona, Crítica.

jueves, 15 de abril de 2021

COMEDORES DE PULS (PULTIPHAGONIDES)


 El pueblo romano desde sus orígenes se alimentaba de gachas de farro. Estas gachas o puches se hacían moliendo el cereal, y cociendo la harina resultante en agua con sal. Se obtenía así una papilla más o menos espesa -incluso líquida-, fácil de hacer y nutritiva.  Y tan características eran estas gachas de farro que los griegos -seguramente un poco en coña- los llamaban ‘pultiphagonides’, esto es, comedores de gachas. Así lo vemos en las comedias de Plauto, que se presenta a sí mismo como “de la estirpe de los puchófagos” (Poen.54), y que habla de unos extranjeros “de esos que no comen más que gachas” (Most.828) justo para decir que son romanos. 


La base de la alimentación romana de los primeros tiempos fueron estas gachas o papillas, que en latín se llaman puls. Se hacían principalmente con cereales como el farro, la espelta, el trigo, el mijo, la cebada o el panizo, aunque también se podían usar legumbres, sobre todo habas y lentejas. Para prepararlas, primero se tostaba el grano, lo cual servía para purificarlo, limpiarlo de su cáscara, preservarlo de la humedad y hacerlo más digestivo y sabroso. Esta costumbre de tostar el cereal se remontaba al mismísimo Numa Pompilio, el rey piadoso que organizó las instituciones romanas. Después, se debía moler el cereal, tarea que Catón atribuye a la vilica: “sepa hacer una buena harina y un farro fino” (Agr. CXLIII). A continuación, solo había que cocer la harina resultante en agua con sal y remover continuamente hasta obtener las gachas. Por cierto, el sonido que producía esta harina en el agua caliente era algo que onomatopéyicamente recordaba a la palabra ‘puls’, y esa es la etimología que propone Varrón (Ling.V,105). Esta elaboración se mantuvo durante mucho tiempo porque era muy fácil de hacer -solo se necesitaba un puchero o, mejor dicho, pultarius para cocerla y un fuego-, resultaba muy barata y encima llenaba el buche con facilidad. Además, eran digestivas y tenían una textura blanda muy del gusto de los romanos. Esta manera de consumir el cereal, que al principio era la única, no desapareció cuando empezaron a proliferar los pistores o panaderos profesionales -cómo no, de origen griego-, sino que ambas formas  convivieron. 


molino rotatorio de mano. Foto:@Abemvs_incena

Las gachas o pultes eran el alimento principal de las clases populares. Como he dicho, eran baratas y fáciles de hacer. Además, permitían el aprovechamiento de sobras y se podían combinar con cualquier cosa. De hecho, el acompañamiento de un plato de puls se llamaba pulmentarium y podía consistir en aceitunas, legumbres, huevos o algo ya más contundente, tipo carne guisada. 

En su versión más básica, se trataba de gachas de cereal cocidos pacientemente en agua con sal, y servidos en un recipiente llamado catinus, una especie de escudilla. Aunque nutritivas, estas puches básicas tenían poco sabor y por eso permitían la combinación con verduras o legumbres. Por ejemplo, Plinio menciona una puls fabata, en la que el cereal se mezcla con las habas (XVIII,118). Así que, si se podía, se incorporaban otros ingredientes a las pultes, desde cebollas o coles hasta un buen taco de panceta. 


cereales romanos. Foto:@Abemvs_incena

                        *******

La pultem estaba rodeada de una poderosa dimensión simbólica. Por sí misma expresaba los valores tradicionales de austeridad, disciplina personal y sencillez.


Para los escritores y filósofos de la época representaba esa comida sencilla y perfecta de los primeros tiempos de Roma. Ese alimento básico pero suficiente que se hallaba en la base de la estirpe del pueblo de Rómulo. Virgilio lo sitúa ya entre el sustento de los troyanos que, tras desembarcar, acabarán fundando Roma:


Luego, cansados de fatigas, sacan el alimento de Ceres

que el agua empapó y las armas cereales y se aprestan

a tostar en las llamas la comida rescatada y a entregarla al molino” (Aened. I ,177-179)


Quizá a causa de esa dimensión simbólica, el poeta Persio se queja de que los campesinos contaminen las gachas con salsas espesas hechas a base de grasa. Y les dedica palabras nada amables: “Así nos va; desde que con la pimienta y los dátiles llegó a la ciudad este gusto nuestro falto de virilidad, los segadores de heno echan a perder las gachas con una salsa grasienta(sat. VI,40), como queriendo decir “no corrompáis el espíritu de la romanidad con lujos ni finuras extranjeras, que nos come la molicie”. 


El valor simbólico de este alimento se manifiesta también en su uso ritual. Tanto los sacrificios ancestrales como los de los aniversarios se celebraban con un pastel o torta de puches que, según Plinio, se denomina pulte fitilla (XVIII,84), y esta misma pultem convertida en pequeñas bolas de pasta era que la que se daba a los pollos sagrados en los auspicios. También la puls fabata -mencionada más arriba- se utilizaba para los sacrificios religiosos a los dioses, según los antiguos ritos (Plin. XVIII,118).


Las gachas, las legumbres y el pan de cebada eran, justo por sus valores simbólicos de austeridad, alimento de filósofos estoicos. Persio (sí, el que afeaba la conducta de los segadores de heno) habla de los jóvenes estudiantes de Filosofía, que se rapaban la cabeza y se nutrían de gachas de cebada y legumbres (Sat.III,55) y Séneca explica que es muy beneficioso para el espíritu saber contentarse con lo imprescindible, es decir, con agua y gachas de cebada. Eso sí, también reconoce que estos alimentos no son agradables al paladar y que “son más abundantes los alimentos del encarcelado” (epist. XVIII,11), por mucho que ayuden a fortalecer el alma. 


Polenta de cebada. La comida del estoico. Foto:@Abemvs_incena

Las gachas de cebada a las que se refieren Séneca o Persio se denominaban polenta, a diferencia de las gachas de farro, espelta o trigo, que eran la puls. Al parecer, la polenta de cebada era más propia de Grecia, lo mismo que el pan, mientras que la de farro era la preferida de Italia, de ahí el apelativo de ‘pultiphagonides’. Según Plinio, esta polenta se hacía con una mezcla de cebada, semillas de lino, semillas de cilantro, sal y mijo, todo tostado antes y triturado a mano (XVIII, 73-74). En Roma la cebada nunca tuvo buena consideración, y se prefería siempre el trigo. Estas polentas de cebada eran el alimento principal de los gladiadores, a los que se les llamaba también por eso mismo ‘hordearii’.

Como he dicho, además de farro, espelta o trigo, las puches se hacían también con mijo, que daban como resultado una puls muy blanca; o con panizo que, mezclado con leche, daban unas gachas nada despreciables (non fastidientem), según Columela; o con legumbres, como el caso de la ya mencionada puls fabata.


representación de pultem. Museo de Susa (Túnez)

Si usted tiene la tentación de prepararse un buen plato de gachas de farro, de mijo o de cebada, puede inspirarse en los textos clásicos para acompañarlas debidamente. Marcial menciona las salchichas (Lucanica, botellus) sobre las ‘blancas puches’ de mijo o de trigo de Clusio. Este es uno de los platos que ofrece en una cena a su amigo Toranio (V,78). Apuleyo nos habla de una polenta muy simple y muy espesa condimentada solo con queso (polentae caseatae). Al parecer, tenía una consistencia bastante sólida, pues el narrador indica que coge un trozo demasiado grande (offulam grandiorem) y la pasta blanda y pegajosa se le pega a la garganta de manera que casi se ahoga (Met.I,4). Catón nombra una pultem punicam hecha a base de espelta cocida en agua, a la que se añade queso fresco, huevo y miel (Cato.85); esta pultem queda muy espesa y es un ejemplo de elaboración dulce. El recetario de Apicio nombra las pultes en unas cuantas recetas, todas cargadas de ingredientes más caros y de postín, que  para algo es un libro dedicado a las clases altas. En ellas utiliza espelta, que mezcla con leche, con salsa de vino, con carne, con sesos cocidos, con especias… Una de ellas curiosamente se parece a la leche frita, pues indica que hay que hacer una durissimam pultem con flor de harina y leche, enfriarla, cortarla en trozos, freírla y untarla con miel (VII,XI,6). Es otro ejemplo de dulcia domestica.


pultem punicam. foto: @Abemvs_incena



Para acabar, debemos mencionar la pervivencia de las puches, gachas o papillas en algunos platos actuales, que básicamente se componen de lo mismo: cereal cocido en un medio líquido y acompañado (o no) de otros ingredientes. Aquí podríamos nombrar la polenta italiana (que ha conservado el nombre y solo ha cambiado el cereal por el maíz) o las migas con todas sus variantes, que son también un plato tradicional a base de pan o harina. 


Prosit!


lunes, 7 de octubre de 2019

LUPINI, LOS HUMILDES ALTRAMUCES

El altramuz (Lupinus albus) era un alimento muy popular en la antigua Roma. Frugal, nutritivo y barato, el altramuz era un auténtico quita-hambres, un producto que no se escoge por gusto, sino por necesidad.  De hecho, era más apreciado por sus propiedades medicinales y agrarias que por sus bondades gastronómicas. Pero vayamos por partes.

Para empezar, el altramuz ya se consumía en Egipto, junto a las habas, las lentejas y los garbanzos, como prueban las semillas encontradas en el interior de tumbas que datan del Reino Antiguo. Además, los altramuces eran uno de los ingredientes que redondeaban la fórmula de la cerveza, lo mismo que los higos, la miel, los dátiles, la mandrágora… Condimentos que aumentaban los grados de alcohol del zumo de cebada y trigo, que por aquellas tierras se llamaba hnkt, y le daban un sabor particular.

Griegos y romanos consumían los altramuces en abundancia, y numerosos autores dedican páginas y páginas a hablar de su cultivo, producción y recolección, lo mismo que sus usos terapéuticos y medicinales. Sin embargo, pese al gran consumo, nunca aparecen en los textos como un alimento con buena reputación, como sí podrían ser las aceitunas, los higos, el repollo y hasta los rábanos o nabos que tanto gustaban a Curio, a Cincinato y hasta al mismísimo Rómulo, puesto que recordaban la mítica frugalidad de los tiempos pasados. No, el pobre lupino no merece el rango de los frutos de Atenea o Ceres, no es emblemático de nada, es solo un alimento humilde propio de las clases más populares.



De hecho, Columela ya dice que es más propio de animales que de personas, y que se come solo si hay escasez: “Cocido y remojado alimenta bien a los bueyes en el invierno, y si acomete a los hombres alguna escasez de víveres destierra cómodamente el hambre” (RR II,10).

En los textos, las alusiones culinarias se suelen referir a gente pobre que no tiene donde caerse muerta. Así lo vemos en el Satiricón, donde los protagonistas comentan: “Pero no disponíamos más que de una moneda de dos ases y la reservábamos para comprar unos garbanzos y unos altramuces” (Petronio, Sat. XIV,3). Y Ateneo nos hace un retrato perfecto de este producto: “Y se acercó bailando el perverso, vil y abundante altramuz, compañero de triclinio de los pobres” (Deipn.420B).



Se asociaban tanto al populacho que formaban parte de los repartos públicos de alimentos típicos de las élites, que conseguían así popularidad y un reconocimiento fácil, como una estatua de bronce en el Circo, por ejemplo (Horacio Sat.II,185).

Además, los lupini eran muy baratos. Los textos nos muestran que por un óbolo, es decir, la moneda griega de menor valor y peso, uno podía comprarse una ración: “No quiero tener, por Heracles, ni oro ni plata, un óbolo me basta para comprarme altramuces; una fuente o un río me proporcionarán la bebida”, nos dice un filósofo sobreactuado de Los fugitivos de Luciano de Samosata. El mismo precio lo leemos en el Banquete de los eruditos, a propósito del conocido parásito Titímalo, un auténtico muerto de hambre que “volvió a la vida así, aliviado por unos altramuces de los de a ocho por óbolo” (Deipn.VI,240E). Aparecen recogidos también en el famoso Edicto de Precios de Diocleciano del siglo III, donde consta que un sextario de lupini cocti -altramuces remojados- cuesta cuatro denarios. Es el mismo precio que un sextario de olivas negras, cuatro huevos o unos guisantes con cáscara, y resultan más económicos incluso que las lentejas, las habas y los garbanzos, que ya eran baratos. Eso para que se hagan una idea.

Los lupini cocti se podían tomar como tentempié barato -cocidos y remojados, igual que ahora- o bien se incorporaban como postre o en la sobremesa de las comidas, en ese momento en que circula el vino y conviene acompañarlo con algo sólido que prolongue la bebida. Así lo vemos en la cena de Marcial a su amigo Toranio: “Después de esto, si por casualidad Baco te abre el apetito que acostumbra, vendrán en tu ayuda unas buenas aceitunas, recién recogidas de los olivos del Piceno, y garbanzos hirviendo, y altramuces tibios” (Mart.V,78).  La aparición de los altramuces en un banquete indica frugalidad y sencillez por parte del autor, puesto que no son un producto precisamente de lujo. “Humilde es mi pobre cena”, sentencia el autor, avisando a Toranio.
Aunque la aparición de los altramuces en un banquete también puede indicar tacañería, como sucede en el caso del filósofo Menedemo, que con tal de ahorrarse la cena invitaba solo a las sobremesas, en las que servía altramuces y habas junto a la bebida (Deipn.420A).



Por otra parte los altramuces eran muy apreciados por sus propiedades medicinales, que recogen algunos autores como Dioscórides o Plinio el Viejo. Los beneficios de esta legumbre son muchísimos: eliminan los gusanos intestinales y las lombrices, curan úlceras y llagas, también curan la gangrena y la sarna, ayudan contra la picadura de la cobra, provocan la regla y los partos, deshacen los forúnculos y eliminan las erupciones cutáneas, lo mismo que las úlceras y la lepra, alivian la ciática, son diuréticos, mejoran las enfermedades del bazo, eliminan las náuseas,  provocan el apetito…

Al tener tantos beneficios sobre la piel también se usaban como cosméticos. Leemos en Dioscórides (I,109) que “la harina de altramuces purifica la piel y las manchas lívidas” y que “los altramuces, cocidos con agua de lluvia hasta que se deshagan, limpian el rostro”. La harina de altramuces y habas aparece también en un ungüento para que el rostro brille resplandeciente de blancura recogido en Ovidio (Cosmética del rostro femenino, 70-78).
Con el altramuz todo son beneficios.

Como curiosidad, diremos que también se usaban en el teatro a modo de dinero falso, como se aprecia en alguna comedia de Plauto: “Este oro, espectadores, es en realidad oro... cómico; con este oro puesto en remojo se ceba en Italia al ganado bovino, pero aquí para los fines de nuestra comedia es oro filípico” (Poen. 598).

Para acabar, una receta hecha con altramuces remojados: una ensalada de lupini e hinojo. Se trata de un plato de inspiración romana, barato, sencillo y sin necesidad de fuego.


ENSALADA DE LUPINI E HINOJO

ensalada de altramuces e hinojo foto@Abemvs_incena
Pelar los altramuces y partirlos por la mitad. Cortar el hinojo (es opcional escaldarlo unos minutos). Mezclar ambas cosas en una ensaladera y añadir unas alcaparras. Preparar una vinagreta con garum, aceite, vinagre, cebollino y orégano seco. Finalmente, rociar con pimienta.
Sorprendente y bueno.

Prosit!


sábado, 16 de marzo de 2019

TRAMPANTOJOS Y OTROS FAKES. EL ARTE DE LA IMITACIÓN EN LA GASTRONOMÍA ROMANA

Provocar la ilusión visual de un alimento que en realidad es otra cosa se llama trampantojo y es una moda que arrasa en la gastronomía actual. Griegos y romanos también practicaron el arte de la imitación y, como ahora, se trataba de una demostración de inteligencia, creatividad y talento.

En ocasiones, los textos nos muestran una clara intención: conseguir confundir totalmente al comensal, incluso no sacarlo de su error inicial y no informarle de este engaño de los sentidos (de hecho, son muy abundantes los textos que terminan con fórmulas del tipo “el comensal no notará nada”). Para nuestra mentalidad actual, este alarde de inteligencia y creatividad puede rozar la estafa. Para ellos, era simplemente un reflejo de su buen hacer, una expresión de su arte.

Veamos unos cuantos ejemplos extraídos de los textos clásicos:

1. Imitación de pescados

Ateneo de Náucratis, escritor griego que vivió a finales del siglo II, nos relata una anécdota en la que Nicomedes, rey de los bitinios, sufre el deseo incontenible de comer anchoas frescas en pleno invierno y estando a doce jornadas de distancia del mar. Sin embargo, su cocinero Sotérides, inteligente y creativo como un poeta, consigue quitarle el antojo de anchoas manipulando sabiamente un nabo cocido: Cogiendo un nabo tierno, lo cortó fino y largo, imitando el aspecto de la propia sardina, lo hirvió, lo roció con aceite poniéndole sal en consonancia, esparció por encima semillas de adormidera negra en número de cuarenta, y en plena Escitia satisfizo su deseo” (Aten.Deipn.I,7E). El genio culinario de Sotérides se refleja en el resultado, pues Nicomedes no dejó de alabar la anchoa que creía que se estaba comiendo.


Apicio, el gourmet responsable del principal recetario conservado de la Antigüedad, nos proporciona hasta tres recetas para imitar el pescado salado (IX,9). Para ello utiliza un ingrediente blando, como es el hígado -de liebre, de cabrito, de cordero o de pollo- al que se le puede dar la forma de pescado en un molde, y se le adereza con pimienta, garum, sal, aceite (IX,9,10); o con otros ingredientes según la receta. Hay que decir que la propia esencia de la culinaria romana favorecía estas trampas, pues se potenciaba bastante el plato muy cocido, muy especiado y con unos ingredientes muy mezclados entre sí, todo para crear un nuevo sabor con la suma de sabores.

El mismo Apicio nos menciona una ya mítica receta para hacer un plato de anchoas sin anchoas (IV,2,12), para lo cual utiliza pescado asado o cocido, que mezcla con huevos batidos y una picada de pimienta, ruda, garum y aceite. A la masa homogénea resultante le añaden unas ortigas de mar y lo cuece a fuego lento. Es revelador el final de la receta: “En la mesa nadie sabrá lo que come”.

Por otra parte, parece que la imitación del pescado salado fue una moda que se consideraba el colmo del refinamiento, aunque quizá no muy bien vista por los filósofos, gente que tenía otras preocupaciones mucho más metafísicas y mucho menos mundanales: “el que sirvió en el Liceo carne preparada como si fuera salazón de pescado fue azotado por excederse malvadamente de refinado” (Ateneo, Deipn. IV,137F). Sin comentarios.

2. Falsificación de vinos

Los vinos con denominación de origen eran muy valorados en la Antigüedad, igual que ahora. Además del Falerno, el Másico, el Sorrentino o el Cécubo, producidos en la misma Italia, gozaban de gran prestigio los vinos griegos, que les llevaban ventaja a los romanos en los secretos de la composición y la tipología de aditivos: salmuera, aceites, perfume, especias, resinas...
Uno de estos vinos griegos era el vino de Cos, famoso por su tratamiento a base de agua de mar. Sin embargo, Catón el Censor, cónsul y defensor de las costumbres ancestrales de la ‘auténtica’ Roma, nos proporciona una receta para falsificar este vino, de manera que uno no tenga que pasar por la molestia de tener que adquirirlo a los comerciantes de dicha isla: “Para fabricar vino de Cos, hay que tomar agua en alta mar setenta días antes de la vendimia. El mar debe estar tranquilo y sin que haya viento.” La receta aparece con instrucciones muy precisas para conseguir un vino auténticamente falso (Catón, Agr. 106 y 112).


Otras trampas y falsificaciones aparecen en el recetario de Apicio, como la receta de vino de rosas sin rosas, a base de mosto que se echa en un barril durante cuarenta días con hojas verdes de limonero y un toque final de miel (I,3,2); o la receta para convertir en blanco el vino tinto: “Echar en una botella harina de haba, o bien la clara de tres huevos, y agitar durante mucho tiempo: al día siguiente el vino será blanco” (I,5). Como se ve, Apicio ya utilizó el método de la clarificación del vino mediante la albúmina de huevo, método que se usa todavía hoy para evitar que los vinos se vean turbios. Por lo que respecta a la harina de habas (o lomentum), era un sistema ya conocido por los griegos y que menciona también Paladio (Op. Agr. XI,14). Por cierto, el lomentum decolora el vino pero no lo aclara del todo.

3. Invención de aceites DOP

El aceite de oliva es uno de los productos emblemáticos de la civilización grecolatina y era muy apreciado por sus múltiples usos: en la medicina, en la higiene, en la iluminación, en la cosmética y en la cocina. Como los vinos, algunos aceites eran muy valorados por su procedencia. Uno de ellos era el aceite de Liburnia, territorio situado al sur de Istria, en la actual Croacia. Las fuentes escritas revelan varias propuestas para falsificar este aceite. Por ejemplo, en la Geopónica, utilizando aceite onfacino (es decir, el obtenido de aceitunas sin madurar), al que se le añade helenio seco, hojas de laurel, juncia seca y sal pulverizada y tostada. Solo se necesitan unos días para que se asiente la mezcla y ya tenemos nuestro aceite DOP de Liburnia fake (Geop. IX,27,1).
También Apicio propone una fórmula, en este caso usando aceite de Hispania, al que se añade helenio, hojas frescas de chufa, laurel y sal pulverizada. Se deja reposar unos días y “todos creerán que es aceite de Liburnia” (I,IV).
El mismo autor de la Geopónica, Casiano Baso, da otras fórmulas para falsificar el aceite de Hispania, también muy valorado, lo cual se consigue empleando jugo de hojas tiernas de olivo machacadas, que le aportarían un característico sabor fuerte y aromático. (Geop. IX,26).

4. El menú y la mímesis culinaria

Otros textos nos hablan de la imitación de un menú entero, de la reproducción de la comida en otro material, o del virtuosismo de algún cocinero con algún ingrediente en particular.

En la cena de Nasidieno, Fundanio deja caer que los alimentos no son lo que parecen: “En cuanto a la turba restante -nosotros, quiero decir- cenamos aves, moluscos y pescados que escondían un sabor muy distinto del conocido” (Horacio, Serm.II,8,27-30).

Marcial nos habla de un tal Cecilio, al que califica de “Atreo de las calabazas”, capaz de dar gato por liebre con ese solo ingrediente: “Uno las comerá ya en los entremeses, las servirán de primer plato y de segundo, y te las volverán a poner de tercero, y luego al acabar las prepararán de postre” (Mart. XI,31). El tal Cecilio, que solo gastará en tantos platos “una moneda y no más”, construye con ese alimento blando y versátil revueltos, lentejas, habas, champiñones, salchichas, cola de atún, anchoas y hasta hojaldres y golosinas.
No es el único.


El cocinero responsable de uno de los servicios de la famosa cena del Satiricón ha ‘construído’ todos los platos con carne de cerdo. Es tan competente que lo llaman Dédalo y, según Trimalción, “de una vulva te hará un pez, de un poco de tocino te hará un palomo, de un jamón te hará una tórtola, de un anca te hará una gallina” (Sat. LXX). Hay que decir que, pese al talento del cocinero, el resultado es bastante dudoso, puesto que Encolpio y sus amigos miran lo que está sobre la mesa (una oca cebada, con peces y aves de todo tipo a su alrededor) con bastante recelo y no poco repelús, y el protagonista comenta que “no lo hubiéramos tocado aunque nos muriéramos de hambre” (Sat. LXIX). De hecho, antes de que Trimalción revele la clave del misterio el narrador se teme que lo que se ve sobre la mesa esté hecho con barro o con algo peor, y hace una referencia curiosa: “En Roma, con motivo de unas Saturnales, he visto representar todo un banquete de esta forma”, esto es, de arcilla (Sat. LXIX).

La Historia Augusta también nos da ejemplos de reproducciones de platos utilizando materiales no comestibles. Allí leemos que el emperador Heliogábalo era capaz de presentar los alimentos en efigie a sus parásitos solo para humillarlos: “Al segundo plato, ofrecía a sus parásitos comida, unas veces en cera, otras en madera, otras en marfil, en alguna ocasión en barro y algunas veces incluso en mármol o piedra, con el fin de que pudieran contemplar, en distinta materia, todos los alimentos que él comía” (Lampr.Elagab.25,9). Aunque seguramente la anécdota sea exagerada, sí revela la existencia de esta práctica.


Para acabar, citemos las palabras de Ateneo de Náucratis a propósito del trampantojo de anchoas frescas que sirvieron a Nicomedes, rey de los bitinios, y que resume lo que significa la mímesis culinaria, al margen de algunos resultados dudosos:
En nada difiere el cocinero del poeta, pues la inteligencia es el arte de cada uno de ellos”.
(Deipn.Libro I,7F)

Prosit!