lunes, 14 de julio de 2014

SUPERSTICIONES EN TORNO A LAS MESAS ROMANAS

En los primeros tiempos de Roma, el banquete era un espacio ritual en el que los dioses y los humanos compartían un vínculo, que partía del hecho de que todo alimento procedía de los dioses. El ritual sagrado se mantuvo en los banquetes y formó parte de una codificación cultural que recordaba la religiosidad de los primeros tiempos. Sin embargo, el significado religioso primordial fue olvidándose y buena parte del comportamiento codificado o ritualizado se convirtió en pura superstición mezclada con creencias populares.


Una creencia muy extendida era que no se podía recoger el alimento que había caído de la mesa al suelo y volverlo a poner en la mesa. Si caía al suelo, automáticamente formaba parte del mundo subterráneo de los difuntos, por lo que debía dejarse ahí y, posteriormente, cuando fuese recogido por los esclavos en el momento oportuno, sería quemado como ofrenda a los Lares. 


Lararium. Detalle.
Este precepto que prohibe recoger el alimento caído al suelo aparece en numerosos autores, como Diógenes Laercio (Vida de Pitágoras, 8, 34), Plinio el Viejo (NH XXVIII, 2, 27) o Petronio, quien nos relata una escena muy significativa en el Satiricón: “En el ajetreo del servicio, se cayó al suelo una bandeja de plata y un esclavo muy joven, deseando hacer méritos, fue a recogerla. Al darse cuenta Trimalción, hizo que le dieran al chiquillo un fuerte bofetón por su exceso de celo, ordenando que dejase la bandeja donde había caído para que los sirvientes la barriesen con los otros desperdicios” (Satyr. 34, 2).

Asarôtos oikos. Château de Boudry.
Conviene saber que en la Roma primitiva los difuntos familiares se sepultaban bajo el suelo de las cabañas y que la presencia de estos se consideraba permanente en la casa. Posteriomente, las casas romanas constaban de una estancia principal, el atrium, que era donde estaba el fuego del hogar, donde se comía y donde estaba el altar de los Lares. Posiblemente por ello se considera que todo alimento que toca tierra se pone automáticamente en contacto con el reino de los muertos. Todo lo que toca tierra se considera tabú, sacer, incluidas las hojas y hierbas que sirven para hacer infusiones medicinales.


Lararium en la cocina. Pompeya.
La comida que cae al suelo se le deja a los muertos, las sombras (larvae), que pueblan los comedores. A menudo se representa este motivo en los mosaicos del pavimento, constituyendo el tema del “comedor sin barrer” o asarôtos oikos. Los restos de comida son representados con gran realismo en los suelos de los comedores simbolizando el alimento reservado a las sombras, lo mismo que, quizá, quieran significar las pinturas al fresco que representan naturalezas muertas y platos y alimentos de todo tipo, aunque es posible que su función sea solamente decorativa.


Asarôtos oikos. Aquileia.
El momento de barrer el suelo era tras la prima mensa, cuando se hacía también una lustratio tanto por razones higiénicas, lavar las manos sucias, como para calmar a los muertos que, seguro, han sido molestados por los esclavos que han barrido el suelo y lo han rociado con una capa de serrín de madera color azafrán o rojo.

Jamás se debía barrer el suelo en el momento en que un invitado se levantaba de la mesa: “si cuando alguien se levanta de la mesa se barre el suelo o mientras que el invitado está bebiendo se quita la mesa o los cubiertos, se considera de pésimo augurio” (Plinio, NH XXVIII, 5, 26).

Pero los romanos tenían muchas más supersticiones y creencias ligadas a la mesa y a los alimentos, y, literalmente, cualquier cosa que sucediese durante la comida podía ser interpretado como un presagio. Y no solo durante los banquetes sino también durante cualquier comida, por sencilla que fuera. Por ejemplo, si se mencionaba un incendio se debía tirar agua bajo la mesa para evitarlo: los incendios se evitan, si son nombrados mientras se come, tirando agua bajo la mesa (Plinio, NH XXVIII, 5, 26). Trimalción en la famosa cena oye el canto de un gallo y lo interpreta también como un augurio que indica que se producirá un incendio, por lo que “demudado, encargó a los sirvientes que echasen inmediatamente vino encima de la mesa y que con el mismo líquido regaran las lámparas” (Petronio, Satyr LXXIV), y para acabar de conjurar la mala suerte “pasó la sortija de la mano izquierda a la derecha”, en un acto habitual para evitar malos presagios: cambiar el anillo de dedo, o mejor aún quitárselo.

Besar la mesa servía para evitar las sombras de los muertos y las brujas: “Los invitados nos miramos los unos a los otros bastante asustados y, dando por ciertos los relatos, besamos la mesa para conjurar a las brujas a permanecer en sus casas y no molestarnos” leemos en el Satiricón (Satyr. LXIV). Y en el mismo libro se menciona la prohibición de entrar a la sala del triclinio con el pie izquierdo: “Aturdidos por tanta maravilla, íbamos a entrar en la sala del festín, cuando un esclavo, que estaba allí de guardia, nos advirtió:
-¡Con el pie derecho!” (Petronio, Satyr. XXX)

lámpara de aceite
No se deben apagar las lámparas tras la comida: “¿por qué tienen la costumbre de no apagar las velas, sino que esperan a que se extingan por sí mismas?” (Plutarco, Cuestiones Romanas, 75), puesto que el fuego está consagrado a los Lares y es símbolo de la familia y de la prosperidad doméstica. La mesa tampoco puede permanecer enteramente vacía: “¿Por qué no permitían que la mesa, al levantarla, quedara vacía, sino que siempre dejaban algo en ella?” (Plutarco, Cuestiones Romanas, 64), pues tiene carácter sagrado y simboliza la tierra y sus productos.

Y muchas creencias más, como aquella de los primeros tiempos que prohibía usar cualquier objeto metálico en la mesa y obligaba a usar vajilla de madera o terracota, o la de atribuir mala suerte a servir el mismo plato después de un estornudo, excepto si se comía algo inmediatamente después.

Los números tenían también un valor simbólico. El número ideal de comensales es entre tres, como las Gracias, y nueve, como las Musas, repartidos en tres lechos triclinares con capacidad para tres personas cada uno. Plinio el Viejo nos dice que “el cuatro es sagrado para Hércules y por ello no se debe beber cuatro ciatos o cuatro sextarios”  (et quare quaterni cyathi sextariive non essent potandi) (NH XXVIII, 17, 64), y si el número de invitados no era par no se establecía el silencio en la mesa (Plinio NH, XXVIII, 5, 27).

Acabaré con una referencia a uno de los alimentos que más protagonismo ha tenido en las creencias populares: la sal. La sal tenía un elevado valor ritual: se consideraba divina y se utilizaba en las ofrendas a los Lares y al culto doméstico del Genius, protector de la familia. El valor de la sal en la Antigüedad deriva de su poder contra la corrupción de los alimentos, haciéndolos aptos, durante más tiempo, para el consumo. El salero (salinum) era un objeto que se ponía en el fuego del hogar y simbolizaba la prosperidad familiar. El primer objeto de lujo de las familias romanas es, precisamente, el salero de plata y, según nos dice Horacio (Od. II, 16, 14) se transmitía de generación en generación: “Con poco vive feliz el que en su mesa frugal ve resplandecer el salero que heredó de su padre”.


Salazones Foto: @Abemvs_incena (Tarraco Viva 2014)
La sal, el fuego, la mesa... son elementos divinos por la prosperidad que aportan y por tanto fuente de creencias religiosas y supersticiones populares.

lunes, 26 de mayo de 2014

HIPOTRIMMA, APICIO Y... KUANUM!


El pasado fin de semana nos desplazamos al festival romano Tarraco Viva para participar de las fantásticas actividades relativas a la difusión y recreación del mundo romano. Como no podía ser de otra manera, volvimos a uno de los talleres del grupo arqueogastronómico KuanUm! En esta ocasión se trataba del taller La cocina de Venus, y versaba sobre los alimentos que los romanos podían considerar afrodisíacos, bien por estar relacionados con Venus, bien por su forma, bien por pura leyenda.


Carne de cerdo: afrodisíaca
Alimentos del mar: consagrados a Venus
Alimentos relacionados con la fertilidad
Tras una breve e interesante explicación, que incluía perfumar nuestras manos con agua de rosas y masticar semillas de cardamomo, los participantes nos repartimos para confeccionar diferentes recetas. Nosotros, que somos muy queseros, nos lanzamos a por la Hipotrimma, una receta que aparece, cómo no, en la obra del gourmet romano por excelencia, el famoso Marco Gavio Apicio. La receta es muy fácil de hacer y está buenísima. Se necesita un buen repertorio de alimentos, como queso fresco, tipo requesón o mató, pasas y dátiles remojados en vino dulce, piñones, menta, pimienta, unas hojas de apio –a modo de ligusticum-, unas gotas de garum, algo de aceite, sal, vinagre y vino dulce. Cabe decir que el garum era de cosecha propia, esto es, a base de anchoas y especias puestas a macerar. Olor inconfundible pero sorprendente sabor.

El garum elaborado por KuanUm! en plena maceración

Bien, pues la elaboración es muy fácil. Consiste en machacar en el mortero los piñones, mezclarlos con el queso fresco e ir añadiendo los  demás ingredientes (las hojas de apio, las pasas y los dátiles previamente cortados a trocitos) y ligarlo todo hasta que quede una mezcla dulce y sabrosa. 

En plena elaboración
Espolvorear con pimienta, decorar con piñones y unas hojas de menta y comer preferentemente con bulbos que son, no nos despistemos del tema, alimentos consagrados a Venus. Como bulbos, no siendo posible poner los de nazareno (muscari comosum), que arrasaban en Roma, podemos usar las cebolletas en vinagre de toda la vida.

Resultado final: Hipotrimma apiciana

Tras la elaboración de los platos nos dispusimos a la degustación. Para ello, brindis en honor de los enamorados, “Amantes ut apes, vitam melitam exigunt”,  aperitivos de colocasia – a modo de patatas fritas romanas- y bebidas a base de mosto, mulsum y, para paladares aventureros, posca

El sorprendente aperitivo de colocasia
Felicidades a KuanUm! por su fantástico trabajo. Sin duda volveremos a verlos.


Prosit!

Imágenes: @Abemvs_incena

martes, 15 de abril de 2014

ALITER DULCIA. LAS TORRIJAS DE APICIO.

Las torrijas son de esos dulces que han existido siempre y que se suelen consumir en determinadas épocas del año, en este caso Semana Santa y Cuaresma. Aparecen repetidamente en los recetarios renacentistas, como el Arte de cozina, pastelería, vizcochería y conservería de Francisco Martínez Montiño (1611), o en los recetarios de las monjas, como comida pobre y de aprovechamiento. También se las relaciona con la ausencia del consumo de carne, algo también muy de Cuaresma. Sin embargo, las torrijas ya aparecen en el recetario romano de Apicio, o al menos  unos dulces muy muy parecidos, la prehistoria de las propias torrijas.

foto: @Abemvs_incena

En el libro VII, apartado XI, dedicado a Dulcia domestica et melcae, que se puede traducir como “Dulces caseros y leche coagulada”, hallamos dos recetas muy parecidas que bien pueden describir la confección de las torrijas:

2. Aliter dulcia: musteos Afros optimos rades et in lacte infundis. Cum biberint, in furnum mittis, ne arescant, modice. Eximes eos calidos, melle perfundis, compungis ut bibant. Piper aspargis et inferes.

Traducción:

2. Otra receta de dulces: poner en leche la miga de pan de mosto (el de África es el de mejor calidad). Cuando haya absorbido bien la leche, ponerlo en el horno sólo un momento, para evitar que se seque.  Sacar, y untarlo con miel mientras está caliente, pinchándolo para que  la absorba.  Espolvorear pimienta , y servir.

La segunda de las recetas es la siguiente:

3. Aliter dulcia: siligineos rasos frangis, et buccellas maiores facies. In lacte infundis, frigis [et] in oleo, mel superfundis et inferes.

Que traducido:

3. Otra receta: romper en trozos grandes un pan de harina de flor y poner en leche; freírlo y luego untarlo de miel.

Si comparamos con cualquier receta de torrijas encontraremos más similitudes que diferencias, pues éstas se elaboran usando pan, preferentemente duro, que se empapa en leche, o vino con miel y especias, se reboza en huevo y se fríe en aceite, endulzándolo después con azúcar, miel, canela, almíbar o especias.
La diferencia principal consiste en el uso del horno para las de Apicio, que no se fríen, y en el hecho de añadir pimienta al final, como contrapunto de lo dulce, pero en esencia es lo mismo.


Bon appetit!

sábado, 22 de marzo de 2014

LACTICINIA II: EL QUESO

El queso (caseus formaticus) es uno de los alimentos más consumidos por los romanos. Era uno de esos alimentos que gustaban a todo el mundo y que consumían todas las clases sociales, desde el esclavo hasta el emperador. Su variedad de tipos contentaba todos los paladares y todos los bolsillos. Se podía tomar en las comidas frías y frugales, como el ientaculum y el prandium. Se podía tomar como postre si era dulce. El seco se servía al final de la cena para despertar la sed y animar la velada. Junto al pan, era el alimento ideal para emprender el viaje. Formaba parte de sopas, postres, ensaladas, aperitivos, y es el protagonista de algunos platos emblemáticos de la cocina romana, como el moretum.



Plinio se sorprende  de que “los pueblos bárbaros, que viven de leche, ignoren o desprecien desde hace tantos siglos las cualidades del queso” (NH XI, 41). Y es que el queso, en sí, es una invención humana, un producto del ingenio, y por lo tanto un alimento de seres civilizados. Pese al comentario, algunos pueblos extranjeros, como los galos, sí consumían queso, aunque éste siempre era fresco, de manera que es mérito de los romanos haber inventado el queso duro o sólido, que se conservaba durante más tiempo.

Las técnicas de elaboración del queso romanas son prácticamente las mismas que las actuales y son las que se extendieron por toda la zona de influencia romana. Las explican detenidamente los agrónomos Varrón y Columela. El primero nos informa de que “los quesos se comienzan a fabricar cuando aparecen las Pléyades de primavera y se siguen fabricando hasta  la aparición de las Pléyades de verano” (Varrón RR II, 11, 4). Para elaborar el queso se prefería la leche de oveja y la de cabra, aunque los diferentes autores reconocen que la de vaca “cunde más para hacer queso que la de cabra” (Plinio, NH XI 41). Columela explica que el proceso de confección del queso debía realizarse inmediatamente después del ordeño para impedir que la leche se cuajase de modo indebido. El cuajo venía filtrado en cestos de junco o recipientes de madera agujereados, las encellas (fiscellae): “e inmediatamente que se ha cuajado se ha de trasladar a las canastillas o cestillas o a las encellas; pues es muy importante que el suero se cuele, y se separe de la materia coagulada” (Columela VII 8). Tras esto se los comprimía con peso para escurrirlos bien  y conseguir una textura sólida, se les rociaba con sal, se almacenaban a la sombra y se aromatizaban con tomillo, piñones o pimienta. “Este género de queso se puede transportar del lado de allá del mar” nos dice Columela para referirse al queso duro y sólido, apto para los viajes.



Por lo que respecta al cuajo, se utilizaba el de origen animal y el de origen vegetal: “Se cuaja por lo común con cuajo de cordero o de cabrito; aunque también puede hacerse con la flor del cardo silvestre, o con la grana del cardo llamado gnico, y no menos con leche de higuera, que es la de da este árbol si le haces una incisión en la corteza verde.” (Columela VII 8). Aunque el cuajo animal es el más habitual, la utilización del cardo (cynara cardunculus) se mantiene hoy día en algunos quesos de la península Ibérica, como los portugueses Serra de Estrela y Serpa, o los españoles Los Pedroches (Córdoba), el queso de la Serena (Badajoz) o la Torta del Casar (Cáceres), todos ellos de oveja. En Italia se utiliza en el caciofiore de la campaña romana, antepasado del pecorino, también de oveja, huelga decirlo.

Leyendo a los autores clásicos podemos construirnos una pequeña guía de quesos de la antigua Roma.
Vamos a ello:

De las Galias procedían diversos quesos, casi todos mencionados por Plinio el Viejo (NH libro XI, 41), quien nos informa de que “en Roma, en donde se conocen de primera mano los buenos productos de todos los pueblos, se aprecia sobre todo el queso que procede de las provincias de Nemauso, de Lesura y de las aldeas de los gábales”. Es decir, de las actuales Nîmes y Lozère, y la zona que comprende la actual Gevaudan; aunque Plinio también nos informa de que este queso “dura poco y se recomienda solamente cuando es fresco”. 

De las zonas alpinas procedían el docleate, procedente de Doclea, la actual Dukla, al sur de la Dalmacia; y el vatústico, procedente de Vatusio, ciudad del territorio de los ceutrones, en los Alpes occidentales. Parece ser que el exceso de queso alpino produjo la indegestión y posterior muerte al emperador Antonino Pío (Capitol. Pius XII, 4-5)

Del otro lado del mar –palabras de Plinio- procedía el queso de Bitinia, provincia romana al noroeste de Asia Menor, en la actual Turquía, mencionado también en la Historia Natural. De Hipata, en Tesalia, procedía un famoso queso mencionado en El asno de oro: “y como oyese decir que en la ciudad de Hipata, la cual es la más principal de Tesalia, hubiese muy buen queso y de buen sabor y provechoso para comprar, corrí luego allá, por comprar todo lo que pudiese” (Apuleyo, I 5).

Ya en Italia, los autores nos informan de tres quesos de la zona de los Apeninos: el cebano, de la actual Ceva, ciudad al norte de los alpes ligúricos, “elaborado en su mayor parte de leche de oveja” (NH XI, 41); el sasinate, de Sassina, en la romana Umbria, actualmente Sarsina. Este queso lo menciona también Marcial: “El campesino no viene a saludar con las manos vacías: trae él las mieles con la blanca cera y un queso cónico de los bosques de Sassina” (Marcial III, 58 35). Parece que una de las características de este queso era su forma cónica, como las metas de la espina del circo (“metamque lactis Sassinate”). Plinio nombra también “el luniense, notable por su tamaño, puesto que sobrepasan en peso incluso las mil libras cada uno” (NH XI, 41). Este queso procedía de la antigua Luna, actual Luni, al sur de La Spezia, y era efectivamente conocido por su enorme tamaño, cosa que lo hacía muy rentable: “Este queso, marcado con el sello de la etrusca Luna, procurarà mil almuerzos a tus esclavos” (Marcial, Xen. XIII, 30).



En la tierra de los sabinos un queso conocido era el queso de Trébula, que se consumía o asado o reblandecido con agua, mencionado por Marcial: “Trébula nos crió y dos agasajos nos mejoran, que se nos ablande sobre débil llama o en agua”. (Marcial, Xen. XIII, 33).

De Roma se conocen dos quesos, ambos ahumados: el vestino y el del Velabro. Plinio nos dice: “muy cerca de Roma se fabrica el vestino, y éste es apreciadísimo si procede de la campiña Cedicia; además su reputación reside en que procede de rebaños de cabras, sobre todo si se aumenta su sabor ahumándolo cuando es reciente” (NH XI, 41). Marcial también lo menciona: “Si quieres hacer sin carne un almuerzo frugal, tienes este queso de los pastos de los vestinos” (Marcial, Xen. XIII, 31). Era muy apreciado el queso comprado en la zona del Velabro, barrio romano situado cerca del foro donde se vendían aceite y charcutería. Parece que se trataba de un queso asado, ligeramente ahumado. Marcial lo ofrece en los entrantes de una cena a su amigo Julio Cerial: “no faltará queso cuajado al fuego del Velabro” (Velabrensi massa coacta foco) (XI 52 10). Era el mejor de los quesos ahumados: “solo el que ha absorbido el humo del Velabro tiene sabor” (Marcial, Xen. XIII, 32).

Existía un tipo de queso prensado a mano (caseus manu pressus), cuajado en agua hirviendo, al que se le daba forma con la mano y posteriormente se salaba y ahumaba. La explicación nos la da Columela: “es muy conocido aquel método de hacer queso que llamamos comprimido con la mano. Luego que la leche está un poco cuajada, se corta mientras está tibia, y después de haberle echado por encima agua hirviendo o se figura con la mano o se comprime en encellas de boj. Es también de gusto no desagradable el que se ha endurecido con salmuera y después se le ha dado color con humo de leña de manzano o de paja.” (Columela VII 8). Este tipo de queso era el favorito del emperador Augusto, quien “Gustaba especialmente de pan mezclado, de pescados pequeños, de quesos hechos a mano y de higos frescos” (Suet. Aug. 76 1).

Existían por otra parte quesos aromatizados con hierbas, piñones, etc. Esto se podía aconseguir bien echando piñones verdes al recipiente donde se recogía la leche, bien mezclando la leche con piñones, tomillo molido o cualquier otro sabor deseado. (Columela VII 8). También la leche recogida junto a ramas de higuera obtenía un óptimo sabor.


Para  acabar, en Roma existía un tipo de queso tierno y fresco similar al requesón. Se le representa en los frescos pompeyanos, dentro de cestitos de junco. Ergásilo, el personaje de Los cautivos de Plauto, enumera lo que ha de ir a comprar al mercado: “¿...jamón y lamprea, caballa fresca, raya, atún y queso tierno?” (et mollem caseum) (Plauto Capt. 851). También Milfión, en El cartaginés, dirigiéndose a Adelfasia para aplacarla, la llama “quesito mío” (meus molliculus caseus) (Plauto Poen. 367). Marcial lo compara con la ligereza de las plumas: “Aunque en temblorosa blandura le ganes al plumón o al queso fresco” (massam modo lactis alligati) (VIII 64 9-10). Y Filemón y Baucis lo presentan a la mesa que preparan a los dioses: “masa de leche cuajada” (lactis massa coacti)(Ovidio Met VIII 666).

jueves, 27 de febrero de 2014

LACTICINIA I: LECHE, MANTEQUILLA Y YOGUR

La dieta romana, marcada en sus orígenes por una economía de tipo pastoral, otorga gran importancia a los productos lácteos, especialmente la leche y el queso. La leche, lo mismo que sus derivados, es uno de los productos más antiguos de la humanidad. Su presencia en las ofrendas rituales, como las que se hacen en las fiestas Palilia o Ruminalia, refleja la importancia vital que adquiere para la supervivencia de los pueblos más primitivos, entre ellos la primera Roma.



Según Varrón (RR II, 11, 1) la leche es el alimento más nutritivo: “la leche de oveja, y luego la de cabra, son, de todos los alimentos líquidos, los más nutritivos”. La leche más apreciada, pues, era la de oveja, seguida de la de cabra. Posteriormente se introduciría la de vaca, que no se explotaba para el ordeño sino para el trabajo en el campo. Se bebía con gusto la leche de camella, de la que dice Plinio el Viejo que “su leche es agradabilisima si a una medida se le añaden tres de agua” (NH XI 96). Se tomaba también la de búfala, animal introducido en Italia hacia finales del siglo V aC. La de burra y la de yegua tenían una utilidad principalmente cosmética, proporcionando suavidad a la piel, de manera que, siempre según Plinio, ciertas mujeres diariamente se frotaban la cara siete veces con leche de burra para tener la piel tersa (NH 28, 50). Y la emperatriz Popea se bañaba a diario en leche de burra para mantener la piel blanca y suave, para lo cual contaba con rebaños de burras que se desplazaban a donde ella fuera. La leche se utilizaba también para uso medicinal. Plinio en su libro XXVIII de la Historia Natural menciona diferentes usos: servía como purga, especialmente la de yegua; como lavativa; para hacer gárgaras; para curar la tuberculosis, la gota, la lepra, la parálisis, la epilepsia... Era también un antídoto en caso de envenenamiento por plantas ponzoñosas, como la cicuta. Servía para dormir a los niños si se mezclaba con jugo de adormideras. Se utilizaba incluso la leche de mujer, con la que “se curan los problemas de pulmón; si a esto se mezcla orina de un joven impúber y miel ática se eliminan también los gusanos de las orejas” (NH 28, 21).  


La calidad de la leche dependía de ciertos factores, como la alimentación del animal. Así, la leche más nutritiva es la de aquella cabra u oveja que ha comido cebada, paja y, en general, todo alimento seco y sustancioso, mientras que la que procede de ganado apacentado con hierba verde tendrá un efecto purgante (Varrón, RR II, 11, 2).

Virgilio (Geórgicas III, 394-397) comenta que para favorecer la secreción láctea, se salaba la hierba para que el animal bebiese más. También explica que la leche ordeñada por la mañana servía para hacer queso, mientras que la ordeñada por la tarde se llevaba después a la ciudad para venderla (Geórgicas III, 400). El pastor llevaba la leche fresca a la ciudad, pero a menudo esta cantidad no era suficiente para una urbe tan densamente poblada, por lo que, además de fresca, la leche se podía conservar añadiendo sal y protegiéndola en la despensa: “el pastor suele con la sal, que lo conserva, rociarlo, para usar de él en invierno” (Geórgicas III, 400).



La leche se podía tomar fresca o cuajada, aromatizada con hierbas. En la cocina tiene muchos usos. Se utiliza especialmente en postres, mezclada con  miel, frutas o harina. Apicio nombra algunos postres lácteos, como las natillas romanas (tyropatinam): “Poner leche en un plato, en la cantidad proporcional al tamaño de éste. Amalgamar con miel, como se hace con todos los dulces hechos con leche; echar cinco huevos para medio litro; tres, para un cuarto. Batirlos con leche hasta que queden bien disueltos, pasar por el tamiz dentro de una sartén, y cocer a fuego lento. Cuando haya cuajado, espolvorear pimienta y servir” (Apicio 7, XI, 7). Pero no solo se usaba en postres. A menudo forma parte de los ingredientes de la salsa adecuada para el cabrito o el cordero, junto con la miel y la pimienta, y por otra parte servía para desalar la carne, en una doble cocción, primero en leche y luego en agua.  Apicio la menciona también como ingrediente principal de una especie de sopa-salsa llamada Pultes tractogalatae (Apicio: V, 3): “echar en una cacerola medio litro de leche con un poco de agua, y hervir a fuego lento. Romper tres galletas de harina dentro de la cacerola. Remover, y añadir agua para que no se queme. Cuando esté cocido, echar miel sin apartarlo del fuego”.

La leche se podía consumir también en una especie de yogur, lo cual comenzó como método para conservarla. Este yogur, llamado oxygala, se obtenía de dos formas, tal como nos dice Plinio: “A la leche se le añade un poco de agua para que se agríe. La parte que queda más densa flota en la superficie. Se llama oxygala a esta parte, que se retira y se le añade sal. (...) La oxygala se obtiene de otro modo: a la leche fresca se le añade leche agria dentro para que así se agrie, es muy útil para el estómago” (NH, 28, 35)
Columela también menciona la confección de la oxygala, en la que entran numerosas hierbas aromáticas que se deben mezclar con la leche y la sal: orégano, hierbabuena, cilantro, tomillo, cebolla... (RR 12 8). Apicio presenta una receta de melca, variante de la oxygala, con “pimienta y garum, o sal, aceite y cilantro” (VII, 11, 9). Según Galieno (Al. Succ. 13), la melca es un reconstituyente estupendo y tomada con hielo es un refresco exquisito.

La mantequilla (butyrum) no era muy utilizada en la alimentación romana. Posiblemente ésta no se conservaba correctamente y era de mala calidad. Plinio nos dice al respecto que “es el alimento más apreciado por los pueblos bárbaros y que distingue los ricos de la plebe” (NH 28 35). De hecho, en las Galias la mantequilla era muy utilizada y apreciada, mientras que en Italia tenía solamente un uso medicinal, demostrando su efecto benéfico en la dentición infantil, como ungüento para las cervicales, para las heridas de la piel, las úlceras y hasta los problemas de respiración, tal como leemos en Plinio (NH 28).


Para acabar, un recordatorio para una auténtica golosina entre los romanos, el calostro, colostrum, es decir, la espesa leche de oveja acabada de parir. Por lo demás, la historia de los lácteos romanos se completa con la de los quesos, auténticos protagonistas de la gastronomía pasada y actual de Roma y de todo Occidente. Pero eso será en el próximo post.

miércoles, 12 de febrero de 2014

LAS LEGUMBRES EN LAS MESAS ROMANAS

Las legumbres fueron uno de los alimentos más consumidos por los romanos. Las comían de diversas maneras, secas o frescas, crudas o hervidas, molidas en forma de puré o enteras. Cocidas y mezcladas con carne o pescado son la base de los potajes. Se comían incluso tostadas, formando parte del postre o la sobremesa.

Eran importantes especialmente entre el pueblo llano, pues eran accesibles a todos los bolsillos. En algunas ocasiones fueron repartidas al pueblo con motivo de algunos juegos circenses. También eran apreciadas por los soldados en sus campañas militares. Y los poetas y aquellos que afectaban modestia extrema se alimentaban de ellas, haciendo alarde así de la mítica frugalidad romana, opuesta al lujo decadente.  Se vendían, en guisos calientes y grasos, en las popinas y tabernas, incluso en las ocasiones en las que se prohibía cualquier tipo de plato cocinado en esos lugares, lo cual refleja la importancia que este alimento tenía para el pueblo. Sin embargo, pese a ser consideradas un alimento modesto, eran presentes en todas las mesas, incluidas las de los ricos, puesto que eran un alimento símbolo de la cultura romana, un producto de la tierra, frugal y con propiedades terapéuticas.

Entre las principales tenemos los altramuces, los garbanzos, las judías, las lentejas, las habas y los guisantes.


Los altramuces (lupinum) eran considerados mediocres y alimento de pobres. Se podían comer cocidos o en ensalada como aperitivo o tostados como postre. Precisamente por su fama de alimento de pobres eran buscados y consumidos por filósofos y moralistas que querían afectar sobriedad. Marcial, por ejemplo, los cita en una cena pobre que ofrece a su amigo Toranio. Tienen su aparición tras la cena propiamente dicha, en la sobremesa: “si acaso Baco te despierta, según suele, tu apetito, te socorrerán las nobles aceitunas, que poco ha soportaban las ramas del Piceno, garbanzos hirviendo y altramuces tibios” (Marcial: V, 78).

Detalle del Thermopolium de Ostia Antica donde
se muestra un vaso de vino, garbanzos y un rábano.
Los garbanzos (cicer), mencionados junto a los altramuces por Marcial, se preparaban de diferentes maneras. Podían formar parte de la sobremesa para estimular el consumo de vino, tal como hace Marcial. Podían presentarse igualmente entre los aperitivos. Así los recomienda Apicio, quien, para darles un toque de distinción, especifica que se deben servir fritos, con oenogarum (garum mezclado con vino) y pimienta (Apicio: V, 8, 2). En los puestos ambulantes y en las popinae se podían comprar asados, bien calientes. Marcial menciona también a un vendedor ambulante que los vende en remojo (Marcial: I, 41), y, finalmente, se podían comer hervidos. Apicio nos da una receta de garbanzos cocidos, válida igualmente para las judías: “Hervidos, pueden ponerse con huevos en una bandeja, hinojo fresco, pimienta, garum y un poco de careno* en lugar de salsa picante, o bien solos, como es más frecuente” (Apicio: V, 8, 2)

Las judías (phaseolus, conchis) se comían, como entre nosotros, verdes, tal como menciona Apicio: “Las judías verdes y garbanzos se sirven con sal, aceite, comino y un poco de vino puro” (Apicio: V, 8, 1). Sin embargo, las judías secas no eran tan populares. Se trataba de una variedad bastante pequeña que corresponde a las alubias carillas, diferente a la que consumimos habitualmente, pues ésta procede de América.

Las lentejas (lens) producían, según Plinio el Viejo, un gran equilibrio y ecuanimidad a quienes las consumían (Naturalis Historia 18, 31, 123). El mismo Plinio nos dice que tienen propiedades curativas: sanan las úlceras de la boca y curan la debilidad de estómago y las diarreas (Naturalis Historia  22, 142). Las más apreciadas eran las que provenían de Egipto, unas lentejas muy oscuras que eran las más sabrosas. Apicio proporciona numerosas recetas de lentejas. Veamos por ejemplo la receta de Lenticulam de castaneis: Lentejas con castañas (Apicio: V, II 2)

Receta original: “Preparar una cazuela y echar en ella castañas cuidadosamente limpiadas. Añadir agua y un poco de carbonato sódico, y dejar hervir. Durante su cocción, machacar en un mortero pimienta, comino, cilantro en grano, menta, ruda, raíz de benjuí, poleo, picarlo bien, rociar con garum, vinagre y miel, macerar con vinagre y echarlo encima de las castañas cocidas. Añadir aceite y dejar hervir. Cuando esté, machacarlo con el mortero. Probar; si está falto de algo, arreglarlo. Servirlo en una fuente, rociando con aceite verde”

Actualización de la receta: Poner las lentejas en remojo y hervirlas con agua con sal, añadiendo las castañas peladas. Cuando ambas estén casi cocinadas, añadir pimienta, comino, semillas de cilantro, menta, ruda y finalmente un poco de vinagre con caldo. Introducir un poco de aceite de oliva, hervir y probar a su gusto, añadiendo cuanto fuera necesario. Servir controlando el espesor con el caldo, así como también se pueden servir con huevos cocidos y picados sobre la cima.

lentejas con castañas Foto: @Abemvs_incena (Tarraco Viva 2011)

Las habas (faba) son las más prestigiosas de todas las legumbres. Eran, igualmente, comida de pobre, o de tacaño, junto con el pescado podrido y los puerros, según Juvenal (Juvenal: XIV, 130-133). Con las habas se hacía harina (lomentum) que, mezclada con la harina de los otros cereales, servía para hacer pan. (Plinio, Historia Naturalis: 18, 117). Con esa harina se preparaba un sabroso puré llamado fabacia o fabata, pero se podían comer también verdes, crudas o cocidas. Marcial las incluye en el menú que ofrece a su amigo Toranio (Marcial: V 78): “habas pálidas en rosado tocino”, y con el mismo condimento las menciona Horacio: “¿Cuándo me servirán las habas parientas de Pitágoras y con ellas las verduras con abundante y graso tocino?” (Horacio: Sermo II, 6, 63-65). La referencia a Pitágoras tiene que ver con cierta prohibición que tenían los pitagóricos respecto a comer habas, ya sea porque consideraban éstas la reencarnación de otras almas, ya sea porque producían flatulencias. De hecho, las habas también estaban prohibidas para el Flamen Dialis, el principal sacerdote de Júpiter, lo mismo que la harina, la levadura y la carne cruda. Estas prohibiciones tienen relación con la dietética del mundo clásico, que entendía las legumbres y los cereales sujetos a corrupción, ya que producen y tienen vida. Al cortarlos y manipularlos se pudren y por ello el Flamen no debe tocarlos. Pero esto son otros temas sobre los que ya volveré. Las habas, para acabar, eran tan apreciadas que servían como regalo en las Saturnales, de lo cual deja constancia la literatura: Marcial las recibe de Umbro (VII, 53, 5), y menciona que el abogado Sabelo recibe, entre otras cosas, harina de habas (IV, 46,6).

Los guisantes (pisum) también eran consumidos en grandes cantidades. se podían cocinar con muchas especias o junto a la carne o pescado. Apicio los menciona en numerosas recetas, como la siguiente (Apicio: V, III, 3): Guisantes índigos (Pisum indicum)

Receta original: “Cocer los guisantes. Después que hayan espumado, cortar puerro y cilantro; poner a hervir en una cacerola. Coger unas sepias pequeñas y cocerlas en su propia bolsa de tinta. Echar aceite, garum y vino, un manojo de puerro y de cilantro. Cuando alcance el punto de cocción, machacar pimienta, ligústico, orégano, un poco de alcaravea, rociar con su propio jugo, macerar con vino y vino de pasas. Cortar en trozos pequeños las sepias, y echarlas con los guisantes. Espolvorear pimienta y servir.”

Actualización de la receta: Hervir los guisantes y quitar la piel. Después, picar los puerros y el cilantro. Sofreír el aceite de oliva con calamares en forma de anillos, luego poner caldo de pescado, vino, menta, cebollinos picados y cilantro. Cuando todo ello esté cocinado, poner orégano y vino dulce e introducir los guisantes. Envolver en la salsa o servir primero los calamares con los guisantes y derramar la salsa sobre la cima. Servir con mucha pimienta.
 
calamares con tirabeques Foto: @Abemvs_incena (Tarraco Viva 2013)
Prosit!

NOTA: Las recetas actualizadas proceden de: Benavides-Barajas, La cocina del imperio romano y su historia. Ediciones Dulcinea.


* Careno: caroenum, reducción de mosto. Vino denso y muy dulce que se usaba en lugar de la miel

miércoles, 30 de octubre de 2013

HISTORIA ROMANA DEL TENEDOR

El tenedor es un instrumento presente en las mesas desde épocas relativamente recientes. Para ser exactos, desde el siglo XI, procedente de Constantinopla. Pero vayamos por partes.

En Roma el uso del tenedor en la mesa era desconocido. La posición recostada del triclinio hacía bastante difícil de utilizar los instrumentos para los que necesitamos las dos manos, tales como cuchillo y tenedor. Se hacían servir las viandas ya cortadas en trozos pequeños. Cada uno, recostado en el triclinio sobre el brazo izquierdo, que era el que sostenía un plato, tomaba los alimentos con la mano derecha. Ovidio en su Ars Amandi recomienda a la mujer que quiere quedar bien: “Toma la comida con los dedos”, a lo que añade “y no te restriegues el rostro con la mano sucia” (Ars Amandi 750-760). Obviamente son recomendaciones de buen tono, puesto que lo elegante era tomar una porción de comida delicadamente con los dedos. Tras esto, se limpiaban la boca con miga de pan y posteriormente con las recién inventadas servilletas.

Sin embargo, la cultura material nos enseña a menudo restos que bien pueden catalogarse de “tenedor”. ¿Lo son?

La mayoría de las veces se trata de instrumentos de cocina o instrumentos usados por los esclavos que trinchaban y cortaban los alimentos frente a los mismos comensales. Como he dicho, en el triclinio no se necesitaba el tenedor, puesto que los alimentos eran cortados por los esclavos. Así pues, no eran instrumental propio de las mesas. No podemos afirmar con tanta rotundidad si existían en las popinas y tabernas y en las mesas de todos aquellos que estuvieran comiendo sentados.

Constantinopla es la patria del tenedor entendido como un instrumento creado para llevarse cómodamente el alimento a la boca. La cocina bizantina era tan ceremoniosa como el resto de sus rituales sociales y observaba un estricto protocolo en la mesa: en el orden de las comidas, en el cambio de calzado antes de sentarse, en el uso de mantel, servilletas y  recipientes para lavarse las manos y, por supuesto, en el uso de los cubiertos. El tenedor era un invento creado para no tener que mancharse los dedos y lo usaron de forma cotidiana. Sin embargo, seguramente esto no hubiera sido posible si no hubieran hecho un cambio radical en la disposición en torno a la mesa: dejaron de comer recostados en el triclinio y se sentaron a la mesa, como actualmente hacemos.

El tenedor llegó a Europa de la mano de Teodora, hija del emperador de Bizancio. Lo utilizó en la corte de Venecia de forma habitual, provocando escándalos por su extravagancia. Si embargo, este instrumentum diaboli se acabaría difundiendo y ya en el siglo XI era corriente encontrarlo en los banquetes italianos. El resto de Europa debería esperar siglos a utilizarlo de forma habitual, puesto que parece que provocaba heridas en labios, encías y lengua, lo cual supuso bastante rechazo al principio.


La historia del tenedor va ligada a la de Roma, pero esta vez a la Roma de Oriente.