El queso (caseus formaticus) es uno de los
alimentos más consumidos por los romanos. Era uno de esos alimentos que
gustaban a todo el mundo y que consumían todas las clases sociales, desde el
esclavo hasta el emperador. Su variedad de tipos contentaba todos los paladares
y todos los bolsillos. Se podía tomar en las comidas frías y frugales, como el ientaculum y el prandium. Se podía tomar como postre si era dulce. El seco se
servía al final de la cena para despertar la sed y animar la velada. Junto al
pan, era el alimento ideal para emprender el viaje. Formaba parte de sopas,
postres, ensaladas, aperitivos, y es el protagonista de algunos platos
emblemáticos de la cocina romana, como el moretum.
Plinio se
sorprende de que “los pueblos bárbaros, que viven de leche, ignoren o desprecien desde
hace tantos siglos las cualidades del queso” (NH XI, 41). Y es que el
queso, en sí, es una invención humana, un producto del ingenio, y por lo tanto
un alimento de seres civilizados. Pese al comentario, algunos pueblos
extranjeros, como los galos, sí consumían queso, aunque éste siempre era
fresco, de manera que es mérito de los romanos haber inventado el queso duro o
sólido, que se conservaba durante más tiempo.
Las técnicas de
elaboración del queso romanas son prácticamente las mismas que las actuales y
son las que se extendieron por toda la zona de influencia romana. Las explican
detenidamente los agrónomos Varrón y Columela. El primero nos informa de que “los quesos se comienzan a fabricar cuando
aparecen las Pléyades de primavera y se siguen fabricando hasta la aparición de las Pléyades de verano”
(Varrón RR II, 11, 4). Para elaborar el queso se prefería la leche de oveja y la de cabra, aunque los diferentes autores reconocen que la de vaca “cunde más para hacer queso que la de cabra”
(Plinio, NH XI 41). Columela explica que el proceso de confección del queso
debía realizarse inmediatamente después del ordeño para impedir que la leche se
cuajase de modo indebido. El cuajo venía filtrado en cestos de junco o
recipientes de madera agujereados, las encellas (fiscellae): “e inmediatamente
que se ha cuajado se ha de trasladar a las canastillas o cestillas o a las
encellas; pues es muy importante que el suero se cuele, y se separe de la
materia coagulada” (Columela VII 8). Tras esto se los comprimía con peso
para escurrirlos bien y conseguir una
textura sólida, se les rociaba con sal, se almacenaban a la sombra y se
aromatizaban con tomillo, piñones o pimienta. “Este género de queso se puede transportar del lado de allá del mar”
nos dice Columela para referirse al queso duro y sólido, apto para los viajes.
Por lo que respecta
al cuajo, se utilizaba el de origen animal y el de origen vegetal: “Se cuaja por lo común con cuajo de cordero o
de cabrito; aunque también puede hacerse con la flor del cardo silvestre, o con
la grana del cardo llamado gnico, y no menos con leche de higuera, que es la de
da este árbol si le haces una incisión en la corteza verde.” (Columela VII
8). Aunque el cuajo animal es el más habitual, la utilización del cardo (cynara cardunculus) se mantiene hoy día en algunos quesos de la
península Ibérica, como los portugueses Serra de Estrela y Serpa, o los
españoles Los Pedroches (Córdoba), el queso de la Serena (Badajoz) o la Torta
del Casar (Cáceres), todos ellos de oveja. En Italia se utiliza en el
caciofiore de la campaña romana, antepasado del pecorino, también de oveja,
huelga decirlo.
Leyendo a los autores
clásicos podemos construirnos una pequeña guía
de quesos de la antigua Roma.
Vamos a ello:
De
las Galias procedían diversos quesos, casi todos mencionados
por Plinio el Viejo (NH libro XI, 41), quien nos informa de que “en Roma, en donde se conocen de primera mano
los buenos productos de todos los pueblos, se aprecia sobre todo el queso que
procede de las provincias de Nemauso,
de Lesura y de las aldeas de los gábales”. Es decir,
de las actuales Nîmes y Lozère, y la zona que comprende la actual Gevaudan;
aunque Plinio también nos informa de que este queso “dura poco y se recomienda solamente cuando es fresco”.
De
las zonas alpinas procedían el docleate, procedente de Doclea, la actual Dukla, al sur de la
Dalmacia; y el vatústico, procedente
de Vatusio, ciudad del territorio de los ceutrones, en los Alpes occidentales.
Parece ser que el exceso de queso alpino produjo la indegestión y posterior
muerte al emperador Antonino Pío (Capitol. Pius XII, 4-5)
Del
otro lado del mar –palabras de Plinio- procedía el
queso de Bitinia, provincia romana
al noroeste de Asia Menor, en la actual Turquía, mencionado también en la Historia Natural. De Hipata, en Tesalia, procedía un famoso
queso mencionado en El asno de oro: “y como oyese decir que en la ciudad de
Hipata, la cual es la más principal de Tesalia, hubiese muy buen queso y de
buen sabor y provechoso para comprar, corrí luego allá, por comprar todo lo que
pudiese” (Apuleyo, I 5).
Ya
en Italia, los autores nos informan de tres quesos de la zona de los Apeninos: el cebano, de la actual Ceva, ciudad al norte de los alpes ligúricos,
“elaborado en su mayor parte de leche de
oveja” (NH XI, 41); el sasinate,
de Sassina, en la romana Umbria, actualmente Sarsina. Este queso lo menciona
también Marcial: “El campesino no viene a
saludar con las manos vacías: trae él las mieles con la blanca cera y un queso
cónico de los bosques de Sassina” (Marcial III, 58 35). Parece que una de
las características de este queso era su forma cónica, como las metas de la
espina del circo (“metamque lactis
Sassinate”). Plinio nombra también “el
luniense, notable por su tamaño,
puesto que sobrepasan en peso incluso las mil libras cada uno” (NH XI, 41).
Este queso procedía de la antigua Luna, actual Luni, al sur de La Spezia, y era
efectivamente conocido por su enorme tamaño, cosa que lo hacía muy rentable: “Este queso, marcado con el sello de la
etrusca Luna, procurarà mil almuerzos a tus esclavos” (Marcial, Xen. XIII,
30).
En la tierra de los sabinos
un queso conocido era el queso de Trébula,
que se consumía o asado o reblandecido con agua, mencionado por Marcial: “Trébula nos crió y dos agasajos nos mejoran,
que se nos ablande sobre débil llama o en agua”. (Marcial, Xen. XIII, 33).
De Roma
se conocen dos quesos, ambos ahumados: el vestino y el del Velabro. Plinio nos
dice: “muy cerca de Roma se fabrica el vestino, y éste es apreciadísimo si
procede de la campiña Cedicia; además su reputación reside en que procede de
rebaños de cabras, sobre todo si se aumenta su sabor ahumándolo cuando es
reciente” (NH XI, 41). Marcial también lo menciona: “Si quieres hacer sin carne un almuerzo frugal, tienes este queso de los
pastos de los vestinos” (Marcial, Xen. XIII, 31). Era muy apreciado el
queso comprado en la zona del Velabro,
barrio romano situado cerca del foro donde se vendían aceite y charcutería. Parece
que se trataba de un queso asado, ligeramente ahumado. Marcial lo ofrece en los
entrantes de una cena a su amigo Julio Cerial: “no faltará queso cuajado al fuego del Velabro” (Velabrensi massa coacta foco) (XI 52 10).
Era el mejor de los quesos ahumados: “solo
el que ha absorbido el humo del Velabro tiene sabor” (Marcial, Xen. XIII,
32).
Existía un tipo de queso prensado a mano (caseus manu pressus), cuajado en agua
hirviendo, al que se le daba forma con la mano y posteriormente se salaba y
ahumaba. La explicación nos la da Columela: “es muy conocido aquel método de hacer queso que llamamos comprimido con
la mano. Luego que la leche está un poco cuajada, se corta mientras está tibia,
y después de haberle echado por encima agua hirviendo o se figura con la mano o
se comprime en encellas de boj. Es también de gusto no desagradable el que se
ha endurecido con salmuera y después se le ha dado color con humo de leña de
manzano o de paja.” (Columela VII 8). Este tipo de queso era el favorito
del emperador Augusto, quien “Gustaba
especialmente de pan mezclado, de pescados pequeños, de quesos hechos a mano y
de higos frescos” (Suet. Aug. 76 1).
Existían por otra
parte quesos aromatizados con
hierbas, piñones, etc. Esto se podía aconseguir bien echando piñones verdes al
recipiente donde se recogía la leche, bien mezclando la leche con piñones,
tomillo molido o cualquier otro sabor deseado. (Columela VII 8). También la
leche recogida junto a ramas de higuera obtenía un óptimo sabor.
Para acabar, en Roma existía un tipo de queso tierno y fresco similar al
requesón. Se le representa en los frescos pompeyanos, dentro de cestitos de
junco. Ergásilo, el personaje de Los
cautivos de Plauto, enumera lo que ha de ir a comprar al mercado: “¿...jamón y lamprea, caballa fresca, raya,
atún y queso tierno?” (et mollem
caseum) (Plauto Capt. 851). También Milfión, en El cartaginés, dirigiéndose a Adelfasia para aplacarla, la llama “quesito mío” (meus molliculus caseus) (Plauto Poen. 367). Marcial lo compara con
la ligereza de las plumas: “Aunque en
temblorosa blandura le ganes al plumón o al queso fresco” (massam modo lactis alligati) (VIII 64
9-10). Y Filemón y Baucis lo presentan a la mesa que preparan a los dioses: “masa de leche cuajada” (lactis massa coacti)(Ovidio Met VIII
666).
Genial y muy completo gracias por tu dedicación!
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