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miércoles, 1 de abril de 2015

MALA MATIANA

El pueblo romano conocía más de treinta variedades de manzana. Este fruto, llamado en latín malum, plural mala, abarcaba en realidad todas aquellas frutas carnosas con hueso, excepto ciruelas, peras y uvas.  Dentro de las mala habría que citar el malum persicum (actual melocotón), el malum cotoneum o cytonium (membrillos), el malum granatum o punicum (granada), el malum Matianum (manzana), el malum praecox o Armeniacum (albaricoque) y el malum citreum (cidro). Sin embargo, nos vamos a centrar en uno de ellos, apuntado más arriba: las manzanas.

Volviendo al tema original, los romanos conocían más de treinta variedades de manzana. Parece ser que una de las más famosas eran las mala Matiana, unas manzanas doradas y perfumadas que reciben este nombre por el horticultor que consiguió crear la especie. En efecto, diversos autores, como Columela (RR V, 10, 19) o Plinio el Viejo (NH XV, 14-15) mencionan al caballero romano Gayo Macio (Gaius Matius), botánico del siglo I aC, como creador de esta variedad. Al parecer, además de ser un eques y un amigo de Cicerón y de Julio César, Gayo Macio fue un escritor culinario y tratadista de agricultura. En palabras de Columela: “se propuso por objeto este autor el servicio de las mesas de la ciudad, y las preparaciones para los convites espléndidos, por lo que publicó tres libros con los títulos de El Cocinero, el Despensero y el Repostero (pistoris, coci et salgamari)” (RR XII, 46,1).

Las manzanas macianas, como todas aquellas frutas resultado de investigación botánica e injertos, son un producto creado por el hombre civilizado. Se cultivan en el huerto, y no se recolectan de forma salvaje, lo cual les otorga categoría y dignidad para ser servidas en las mesas en amplias bandejas o en cestas. Sólo serán superadas por las frutas altamente exóticas importadas de otros países, auténticos productos de lujo.

Las manzanas macianas eran las preferidas del emperador Domiciano, según las palabras de Suetonio: “Se bañaba al amanecer y comía abundantemente en su primera comida; de suerte que por la tarde no tomaba, ordinariamente, más que una manzana maciana y bebía una botella de vino añejo” (Domit. XXI) No entremos a valorar la combinación de una sola pieza de fruta y una botella de vino.

Por otra parte, las manzanas macianas aparecen como protagonistas de un plato de Apicio:

MINUTAL MATIANUM

En un cazo, añade aceite, garum, caldo de la cocción, puerro, cilantro, salchichas cortadas en trocitos pequeños. Corta en forma de cubitos una paleta de cerdo cocida con su propia piel. Cocina todo junto. A media cocción, echa manzanas macianas, despojadas del centro, cortadas en forma de cubitos. Mientras se cocina, muele pimienta, comino, cilantro fresco o semilla, menta, raíz de laserpicio, vierte vinagre, miel, garum, vino cocido, su propio jugo y suaviza con un poco de vinagre. Hierve. Cuando haya hervido, quiebra pasta y después lígalo con ella. Espolvorea pimienta y sirve” (Apicio IV, 3, 4)


Esta receta nos informa sobre los diferentes usos que se le daba a la fruta en general. Podía formar parte de un plato principal, un minutal, bien cocinado. Podía ser un entrante o un postre, como indica la expresión horaciana “ad ovo usque ad mala” (Sat. 1, 3, 6-7), donde mala abarcaría a todas las frutas que se servirían al final de la comida. Podía tomarse como confitura, en conserva, dentro de una salsa.... Las frutas, y en concreto las manzanas, se podían dejar secar al sol cortadas en dos o tres pedazos y servían en invierno como comida para los esclavos (Colum. XII, 14).


Para acabar, un apunte filológico. La palabra castellana “manzana” deriva exactamente de mala matiana, y se documenta desde 1335. La palabra catalana “poma” deriva en cambio del genérico poma, plural de pomum, que significa “frutos del árbol”. 

jueves, 15 de agosto de 2013

MODALES EN LA MESA II: EL EMPERADOR CLAUDIO

El emperador Tiberio Claudio César Augusto Germánico (10 aC – 54 dC), vulgarmente Claudio, era un grandísimo comilón y amante de los banquetes.

En la Vida de los doce Césares, de Suetonio, podemos leer que “estaba siempre dispuesto a comer y beber a cualquier hora y en cualquier lugar que fuese” (Suet. XXXIII), y que “con frecuencia organizó espléndidos festines en parajes inmensos, y de ordinario tenía hasta seiscientos convidados” (Suet. XXXII).  


En cuanto a los modales en la mesa, Suetonio nos indica algunas informaciones muy reveladoras. Por una parte, la posición de los más jóvenes en el triclinio. Generalmente a los niños y jóvenes, si se les invitaba a la cena, se les asignaba un lugar determinado a los pies del lecho triclinar. Así nos lo indica Suetonio: “Sus hijos asistían a todas sus comidas, y con ellos, los nobles jóvenes de ambos sexos, según antigua costumbre, comían sentados al pie de los lechos” (Suet. XXXII). Respeto a las tradiciones antiguas y decoro: cada uno en su lugar en el comedor, según dictes u posición social, edad o sexo. No todos tienen derecho a comer reclinados.

El mismo texto más adelante nos informa de una costumbre tan poco elogiada como habitual: el hecho de que algunos convidados, saltándose completamente las normas más básicas de educación, robasen objetos de valor de los anfitriones: “Recayendo sospechas en un convidado de haber robado una copa de oro, Claudio le invitó otra vez al día siguiente y le hizo servir en un vaso de barro”. Dejar en evidencia públicamente al presunto ladrón es un castigo digno de su delito.

Pero los detalles más interesantes  que hacen referencia a los modales en la mesa , y que se comentan a continuación, tienen que ver con el sueño y la digestión.

Claudio, que se hinchaba de comer y beber, tenía tendencia a dormirse justo tras la comida. ¿Era considerado de buen tono dormirse? Seguramente no, pero era una práctica bastante común. No se levantaban del triclinio sino para irse a casa una vez finalizado el convite y, entre cena y comissatio, el banquete podía alargarse hasta altas horas. Así pues, era una práctica común que, sin embargo, dejaba al sujeto a merced de  lo que los invitados y graciosos quisieran hacerle. A Claudio, antes de convertirse en emperador, cuando se dormía aprovechaban para  dispararle “huesos de aceitunas y de dátiles, o bien se divertían los bufones en despertarle como a los esclavos, con una palmeta o un látigo. Solían también ponerle en las manos sandalias cuando roncaba, para que al despertar  bruscamente, se frotase la cara con ellas” (Suet. VIII). En aquellos tiempos, siendo emperador su sobrino Calígula, a Claudio lo torturaban a menudo y, si llegaba tarde a una cena, se le dejaba dando vueltas buscando puesto en el triclinio.

Años más tarde ya no era el objeto de burlas de la corte y se podía dar el lujo de dormirse tranquilamente tras la comida. “Se acostaba de espaldas con la boca abierta y, mientras dormía, le introducían una pluma para aligerarle el estómago” (Suet. XXXIII). Aligerarse el estómago, vomitar en el comedor, era una práctica habitual, pero no deseable.

Sin embargo, otros procesos derivados de una mala digestión no eran tan bien vistos. Me refiero a las ventosidades y los eructos, que, obviamente, eran de muy mal tono.  Nuevamente una cita de Suetonio nos da la pista de lo desagradables que eran estos “regalos” en la mesa, ya que “se afirma que ideaba un edicto para permitir eructar y ventosear en su mesa –latum crepitumque ventris inconvivio emittendi- porque supo que un convidado estuvo a punto de morir por haberse contenido en su presencia” (Suet. XXXII). Gran detalle el de Claudio. Contra el protocolo per a favor de la naturaleza humana. Y es que es difícil comer y beber tanto y aguantar el tipo todo el tiempo. 


martes, 23 de julio de 2013

CICERÓN, MORALISTA Y DÉBIL DE ESTÓMAGO


Todos conocemos al gran orador Marco Tulio Cicerón (106 aC – 43 aC) en su faceta de filósofo, escritor, jurista y político con justa notoriedad en la República romana. También fue un moralista ideológicamente conservador, en esa época en la que Roma se está haciendo dueña del Mediterráneo y empieza a refirnarse hasta el extremo de que la “mítica” frugalidad de antaño es reclamada por los moralistas como signo de autenticidad y dureza de espíritu, lejos de la decadencia que promete el refinamiento y el lujo.

En el caso de Cicerón, sin embargo, esta pose en favor de la frugalidad tiene una parte tanto ideológica como higiénica, y es que el gran orador padecía de cierta debilidad en su tracto digestivo que le impedía hincharse debidamente en los banquetes, con las consecuencias sociales que eso comporta.  Plutarco en sus Vidas Paralelas (Cicerón, III) nos dice que “era delgado y de pocas carnes y tenía un estómago débil que no admitía sino poca y tenue comida, y aun esto muy a deshora”.  ¿Enfermedad de Crohn, síndrome de colon irritable, intolerancia a la lactosa, úlcera péptica, gastritis, pancreatitis…? Cualquier cosa es posible. La cuestión es que para nuestro moralista debió ser difícil cumplir con las obligaciones sociales que se expresaban mediante los banquetes, ya que, no lo olvidemos, era un político, y durante las cenas se tejían las redes de relaciones, los complots, se desvelaban intereses, se conseguían los votos… en fin, se afianzaban las redes de clientes,
se constituían coaliciones, se iniciaban conspiraciones… Las cenas eran imprescindibles para ser alguien en Roma.

Es fácil imaginar a nuestro hombre posicionándose entre las filas del conservadurismo también en materia culinaria: seamos frugales como nuestros antepasados, no caigamos en la decadencia de los orientales, no derrochemos inútilmente el dinero en cenas costosas, volvamos a los productos esencialmente romanos… Sobre todo porque ese era el tipo de comida que posiblemente le sentaba bien.  No es que no fuese un estoico, pero su posible enfermedad le resta credibilidad a su postura a favor de la frugalidad. Oportunismo, vamos.

Parece que su plato favorito era un plato hecho a base de queso fresco y otros ingredientes no muy ilustres, cocido en el horno y quizá hecho de hojaldre, llamado tirotarico. Dicho plato no contaba con una fama precisamente de refinamiento, ya que era un plato bastante frugal. En una de sus cartas a Papirio Peto (IX, 16) protesta justamente porque se le acusa de comer este plato con gusto, a lo que él dice que “Esto lo soportaba yo antes fácilmente; ahora es otro cantar. Tengo como discípulos de elocuencia a Hircio y a Dolabela, que luego son mis maestros en la cena. Pienso que tú has oído, si es que os llegan todas las noticias, que ellos declaman en mi casa y que yo ceno en las suyas”. Y más adelante manifiesta su gusto “actual”: “No busco cenas de ésas que dejan grandes restos; lo que se sirva que sea magnífico y exquisito”.

Nuestro orador se había creado una fama de moralista adepto a la frugalidad que lo había aislado de los circuitos gastronómicos. A través de sus epístolas se observa un intento de reinserción en las mesas de sus amigos. Por ejemplo, en la epístola Ad familiares IX, 16 leemos: “Vengo con un apetito que se conserva inalterado desde el huevo al rustido. Todas las dotes de frugalidad que te complacías en otorgarme (“¡Oh, qué hombre sencillo, qué huésped de tan poco gasto!”) se han esfumado. He dicho adiós a todas las preocupaciones y me he pasado al campo de Epicuro. Prepárate para hacer frente a un devorador… pero refinado”.

Da un poco de pena este intento de salir del aislamiento social en el que quedaba relegado por su ideología y, sobre todo, por su mala salud.  
En su caso, participar de los convites –cuando participaba- tuvo que ser una obligación y no un placer, una obligación con consecuencias graves en su salud. En cierta cena propiciada por Léntulo, a la que acudió por la promesa de contener sólo productos de la tierra –apta para veganos, vaya-, contrajo una diarrea tan violenta que lo postró en la cama durante días debiendo mantener ayuno completo. Convencido de que la cena estaba formada sólo por productos saludables –los comensales quisieron honrar a cierta ley suntuaria-, cayó en la trampa de consumir legumbres, verduras, setas… bien aliñados y, quién sabe si por la cantidad o por los ingredientes, la cuestión es que contrajo un cólico tan violento que él mismo dice: “Seré más cauto en el futuro” (Ad familiares, VII, 26).

En conclusión, participar en la política y en la vida social romana requería también de una participación gastronómica. El banquete era el lugar donde se fraguaban las alianzas políticas, las amistades interesantes y los contactos electorales. Pero también donde se perdían o conservaban los amigos, donde se podía fraguar y mantener una amistad. En la época romana una cena pensada con productos saludables o vegetariana era impensable, a menos que fuera entre muy pocos amigos. Cicerón sufrió en sus carnes la dictadura social de los banquetes.

Para saber más: Gianni Race. La cucina del mondo antico. Edizioni Scientifiche Italiane.