domingo, 24 de mayo de 2020

CULINAE, LAS COCINAS DE LAS CASAS ROMANAS

Las cocinas (culinae) de las casas romanas no eran un lugar agradable. Si hemos de hacer caso a los textos latinos, eran espacios terriblemente ruidosos y pestilentes, llenos de gente de acá para allá, vapores tóxicos y grasa. Los textos, que tantas líneas dedican a los triclinios, apenas hablan de las cocinas. Y en todo caso, nunca hablan bien. Afortunadamente, la arqueología nos ha dejado una buena colección de cocinas pompeyanas, lo cual nos permite hacernos una idea más fidedigna de lo que fue este espacio, vital para el bienestar y la prosperidad de la casa.

cocina de la Casa de los Vettii. Pompeya

En general, las cocinas de las domus pompeyanas son espacios
pequeños y alejados de las dependencias principales. A diferencia del peristilo, el tablinum o el triclinio, no forman parte de la zona ‘pública’ de la domus, es decir, no son un espacio de representación social, no sirven para exhibir el estatus de la familia. Al contrario. Las cocinas formaban parte de la zona de servicios y, aunque eran absolutamente necesarias para el buen funcionamiento de la casa, eran bastante molestas para la vista, el oído, el olfato y la tranquilidad mental de sus moradores. “Contempla nuestras cocinas y los cocineros correteando de un lado para otro en medio de tantos hornillos” se lamenta Séneca, que no duda a la hora de remarcar el “ruidoso tumulto” que se produce en ellas (Epist.CXIV,26).

Las culinae se suelen ubicar en un espacio apartado, a veces cerca de un atrio secundario, o en la parte posterior de la domus, como en la Casa del Centenario. Otras veces se hallan en lugares internos y oscuros, incluso en sótanos, con un acceso con escaleras, como en la Casa del Espejo. Esto generaba, seguro, bastante incomodidad a la hora de servir los platos ya preparados, pues había que llevarlos hasta los comedores atravesando corredores o subiendo escaleras, como leemos en una epístola de Plinio el Joven describiendo su propia villa: “En un costado que carece de ventanas, hay una escalera que con un rodeo discreto permite traer todo lo necesario para los banquetes” (Plin.Epist.V,6,30).
Otros textos nos muestran que el sistema rápido para subir las comidas es usando cestos.  Esto lo vemos en la Aulularia de Plauto, cuando el esclavo Estróbilo debe supervisar la actividad de unos cocineros contratados en el foro para la ocasión. Al no ser personal estable de la casa, no se fía de ellos: “que preparen la cena dentro de la cisterna (in puteo); luego cuando esté, la subimos en cestos arriba” (Aul. 365-366). Al menos una ventaja de la ubicación subterránea de la cocina: reduce la posibilidad de robos.

cocina de la Villa San Marco. Stabia.
La ubicación de la culina intenta aprovechar el fuego y las calderas que calientan el agua de los baños, en aquellas casas que contasen con ellos (¿qué domus patricia que se precie no cuenta con un balneum completo?). Por eso es frecuente que se sitúen junto a las termas privadas. Pero también intentan aprovechar los desagües que conectaban con las alcantarillas, por lo que es frecuente que las culinae se sitúen junto a las letrinas, mucho menos glamourosas, aunque también necesarias.

¿Cuál es la composición ‘estándar’ de una culina romana?
En general, una cocina romana constaba fundamentalmente de un banco de ladrillos refractarios (el focus) con una superficie plana donde se colocaban trípodes metálicos y parrillas que permitían cocinar sobre una capa de cenizas y brasas. En Pompeya estos bancos suelen medir una altura aproximada de 1,20 m y resultaban cómodos para poder trabajar de pie. En la parte inferior suele haber uno o más nichos para guardar la leña. A menudo cuentan con un horno de estructura cúbica, donde se puede cocer pan.  Junto al fogón, suele haber una pila para el lavado de manos (lavatrina) y hasta un fregadero para lavar platos y cacharros de cocina. Un altar con los Lares y los Penates, y la cercanía de despensas (penus) puede completar la descripción.
Pero tengamos en cuenta que las cocinas nunca son iguales. Para empezar, solo de aquellas que se han conservado podemos sacar conclusiones. En las casas importantes la culina podía ser un espacio enorme y bien equipado. En las casas de menos categoría podía ser un espacio mucho más modesto, un rincón bajo una ventana o incluso no existir.

cocina de la Fullonica de Stephanus. Pompeya.

¿Cuál es el motivo por el que las culinae se ubicaban en espacios alejados del comedor, como parecería ser lo lógico? Bien, los comedores romanos son los escenarios de representación de los convivia, en los que se prioriza la elegancia, el lujo, el confort, la comodidad. Está en juego la imagen del dueño de la casa. Los comedores son un espacio para el disfrute de los cinco sentidos. Pero las cocinas… eran otra cosa. Allí se acumulaban humos, grasa y vapores insalubres, que se acrecentaban con el reducido tamaño y la falta de ventilación.

El origen de este problema era la ausencia de chimeneas y de cualquier sistema eficiente para favorecer la salida de humos.  Una ventana próxima o un tejadillo no bastan cuando se está cocinando en un espacio bastante cerrado. Incluso contando con patios el humo lo invade todo.  Los textos latinos se hacen eco de esto e insisten en remarcar el ambiente tóxico que se generaba por humaredas constantes que impregnaban paredes y vigas. Expresiones como nigram culinam son bastante frecuentes. Y comentarios como “a mí me encanta un hogar y unos techos que no repugnen ennegrecerse de humo”, también (Mart.II,90).
reconstrucción de una culina romana. Museo de Londres.
La cocina, que exigía un cuidado atento, mantenía el fuego encendido la mayor parte del tiempo. Se intentaba conservar apagando las llamas y manteniendo las brasas bajo las cenizas, hasta usos posteriores. Siempre es más fácil reavivar un fuego que tener que obtenerlo de cero. Para alimentar el fuego, se utilizaba leña o carbón (que se compraban en las carbonariae tabernae), y conocer los diferentes tipos existentes era importante para lograr un objetivo u otro (madera de pino para avivar el fuego, maderas menos resinosas y más duras para una cocción larga).

El humo de las culinae, lo mismo que los malos olores, era un problema muy incómodo que no se solucionaba alejando la cocina de las zonas más confortables. Invadía con facilidad toda la domus y por ello se recurría a los quemadores de perfume, con la esperanza de que el incienso taponase el humo del asado o el olor del hervido de verduras. El ambipur de la época. Pero no solo invadía la domus, a veces salía fuera de casa e invadía la calle, mezclándose con los humos de otras casas y los que salían de las tabernas. Si tenemos que hacer caso de las palabras de Séneca, el aire de las ciudades como Roma era prácticamente irrespirable: “Tan pronto como hube abandonado la atmósfera pesada de la ciudad y el típico olor de las cocinas humeantes que, puestas en acción, difunden con el polvo todos los vapores pestilentes que han absorbido, experimenté enseguida que mi estado de salud había mejorado” (Sen.Ep.104,6). Claro que Séneca igual podía estar exagerando un poco.
Larario junto al focus de la Casa de
Julio Polibio.  Pompeya.

Parte de este problema se solucionaba utilizando las brasas y cocinando sobre ellas mediante trípodes o parrillas metálicas, como he dicho antes. Esto permitía poder cocinar sin humaredas pestilentes. Las brasas se conseguían tras haber hecho una hoguera de carbón y leña en el patio y posteriormente se extendían en la superficie del focus. Allá, sobre las parrillas, se situaban las ollas, cacerolas y sartenes. De hecho, en las cocinas pompeyanas se conservan diferentes pinturas murales sin ennegrecer que prueban que el fuego no podía ser de leña, sino que se usaron brasas. Por cierto, las brasas del carbón de madera eran necesarias también para alimentar los braseros que calentaban la casa, y las cenizas resultantes del carbón de madera se reciclaban como blanqueador de la ropa.

El otro problema serio que se derivaba del uso de fuego vivo, brasas, hornos y hogueras era el riesgo de incendio. El agrónomo Columela  recomendaba una cocina grande y alta, “para que el enmaderado del techo esté libre del peligro de incendio” y además se pueda estar más ancho (De Re Rustica I,6,3). Sin embargo esta recomendación era más fácil de cumplir en una amplia villa rústica, en la que también se deja espacio para bodegas de vino, almazaras de aceite y despensa de conservas.

El peligro de incendio en todo tipo de cocinas era evidente. Horacio nos presenta una escena que ejemplifica perfectamente cómo podía desencadenarse la catástrofe. Estando de viaje con sus amigos, paran a comer en una posada de Benevento: “nuestro oficioso hospedero no se abrasó por poco cuando en el fuego daba vueltas a unos tordos flacos; pues al desmadrarse Vulcano, la llama cundió por la vieja cocina y se aprestaba a lamer la cima del techado.” (Hor. Serm. I,5,71-77). La escena, que acaba con los comensales y sus esclavos “tratando de acabar con el incendio”, no tiene desperdicio.

vigiles urbani
El riesgo de incendio preocupaba, y mucho, a las autoridades, y las cocinas eran en buena parte responsables de estas desgracias. Séneca nos habla de la humareda espesa “que suelen despedir las cocinas de los magnates y alarma a los vigilantes nocturnos” (Ep. 64,1), haciendo referencia a los vigiles urbani, el cuerpo creado por Augusto expresamente para sofocar incendios y otros problemas de orden público.

Las casas modestas y las habitaciones minúsculas y superpobladas de las insulae no tenían un espacio reservado para la cocina, lo mismo que tampoco tenían un acceso fácil al agua (había que ir a buscarla a la fuente pública), por lo que cocinar debía ser toda una experiencia. Aunque no tenemos pruebas arqueológicas, es fácil imaginar que algunas personas utilizarían hornillos portátiles que colocarían cerca de las ventanas para facilitar la expulsión de humos, con todos los riesgos que eso conlleva (un mal cálculo en la cantidad de fuego, un golpe de viento fortuito, una chispa que salta de la lumbre…). Los habitantes de las insulae comerían alimentos fríos, o prepararían los ingredientes y los llevarían a cocinar a la taberna más cercana, o comerían lo preparado por la propia taberna.

Quien trabajaba dentro de la cocina, pues, estaba en contacto con vapores, olores y grasa que no podían ser extraídos con eficiencia. El calor, el vapor del aire, la grasa en suspensión, los olores… hacían que los cocineros y pinches estuviesen impregnados con el característico olor a fritanga. En la famosa cena de Trimalción, el liberto enriquecido, hay un momento en que se permite que el cocinero se tumbe en el triclinio. El narrador nos hace un retrato rápido: “olía que apestaba a salmuera y a salsas” (Sat.70,12). Quien trabajaba en la cocina adquiría el mismo rango servil que esta, y ya podía ser un Escoffier de la época.

horneado de pan. Saint Romain en Gal.

El equipamiento de una culina de una casa rica era muy completo.
Además de las parrillas metálicas y trípodes, las cocinas tenían herramientas para avivar el fuego, varillas de metal para brochetas (ideales para asar cabritos), ralladores, cuchillos, cucharas y cucharones, cascanueces, tenedores para trinchar carne, moldes para hacer pasteles (dulces o salados), y los imprescindibles morteros, absolutamente necesarios para elaborar las típicas salsas que caracterizan la cocina romana de cierto nivel.
Las cocinas de categoría contarían con un buen número de ollas y cazuelas de todo tipo, generalmente de barro, aunque se han hallado algunas baterías de cocina de hierro o de bronce, como la de la Casa de los Vettii. Tampoco faltarían las sartenes de hierro para las frituras de pescado, ni el calentador de agua, ni los hornos independientes,  ni las bandejas enormes para presentar el pavo real en todo su esplendor o los salmonetes de dos libras a precio de oro.

menaje de cocina romana MAN Nápoles.

Las cocinas, sucias, poco higiénicas, feas, grasientas, pequeñas y oscuras, eran el backstage del espectáculo que suponía la cena de los comedores. Cocineros y jefes de sala acababan siendo los encargados de los efectos especiales: creando, organizando y sirviendo desde detrás de la escena. Porque un convivium romano es un auténtico escaparate social para quien lo organiza, y una comida sorprendente, fastuosa y deliciosa es el medio para lograr la armonía de la cena y el deleite de los comensales.

En el triclinio, esclavos y esclavas jóvenes y hermosos (estos ni pisaban la cocina) servían el vino y trinchaban unas piezas que había que presentar enteras, en enormes bandejas. Como ahora, las elaboraciones se acababan ante los ojos de los comensales, a veces sobre hornillos portátiles no humeantes (el milagro de las brasas), que además mantenían los platos calientes: “es el procedimiento que ha ideado ahora nuestro sibaritismo”, se lamenta Séneca, “para evitar que algún plato se enfríe (...) se traslada a la mesa la cocina” (Ep.78,23). La música y los perfumes, el vino de rosas, las ostras, los versos malos de Sabelo el parásito, la belleza de la vajilla, las cortinas y sedas, el salmonete fresquísimo, las burlas al que se duerme, los cotilleos, el pichón con garum, los chistes picantes, el trampantojo de pescado, los brindis…  nada de todo este espectáculo tendría éxito sin la cocina, esa parte de la casa servil e incómoda, pero absolutamente vital para el mantenimiento de la familia.

Detalle del triclinio de la Villa de los Misterios. Pompeya.

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