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viernes, 5 de junio de 2020

SALSUM SINE SALSO, RECETA DE FALSO PESCADO SALADO

salsum sine salso foto: @Abemvs_incena
Los trampantojos son una ilusión visual provocada por el aspecto externo de un plato, que quiere parecer una cosa pero que en realidad es otra. Griegos y romanos practicaron este arte de imitación, que demostraba inteligencia, creatividad y talento.

De entre todos los productos, el pescado era de los que más se prestaban a este engaño de los sentidos, aunque la mímesis culinaria se aplicaba también al vino, al aceite y a la carne de volátiles (ocas, tórtolas, palomos). Todos son falsos productos de alta calidad que se consiguen con otros, jugando siempre a lo que no es. Un auténtico alarde de genialidad y de conocimiento gastronómico.

Me voy a centrar en el recetario atribuido a Apicio, De re coquinaria, en el que aparecen tres recetas de salsum sine salso, es decir, tres recetas para imitar el pescado salado.
De las tres, escojo las dos más interesantes.
Vayamos con la primera.

Salsum sine salso (IX, X, 10)

texto original:
“iecur coques, teres, et mittes piper aut liquamen aut salem. addes oleum. iecur leporis aut haedi aut agni aut pulli, et, si volueris, in formella piscem formabis. oleum viridem supra adicies”

traducción:
cuece un hígado, tritúralo y alíñalo con pimienta, garum o sal. Añade aceite. Usa un hígado de liebre, de cabrito, de cordero o de pollo; si quieres, le puedes dar forma de pescado en un molde. Échale por encima aceite verde

INGREDIENTES
  • hígado de liebre, cabrito, cordero o pollo. En mi caso, es de conejo.
  • garum. (Mucho mejor que la sal, sobre todo en esta receta)
  • aceite de oliva
  • pimienta negra


PREPARACIÓN
Lo primero será cocer el hígado en agua. En pocos minutos estará cocido. Otra opción es hacerlo a la plancha, porque también quedará bien.

foto: @Abemvs_incena
Una vez cocinado, trocearlo y colocarlo en un mortero, donde lo iremos triturando. En el mortero, añadir pimienta, aceite y garum y moverlo hasta que ligue bastante.

foto: @Abemvs_incena

foto: @Abemvs_incena

Podemos utilizar colatura di alici italiana, salsa tailandesa Nam pla, salsa vietnamita Nuoc Nam, o cualquiera de las marcas de garum que afortunadamente nos proveen en la actualidad de esta maravilla culinaria (para esta receta he usado Escata). Hasta podemos usar unas anchoas de lata machacadas y mezcladas con su propio aceite. Prohibido sustituirlo con salsa de soja.
Obtendremos una pasta a la que podemos dar forma de pescado en un molde, como sugiere Apicio. (Este paso es voluntario, y queda supeditado a la posesión del molde por parte del coquus). Un poco de aceite verde por encima, un pelín más de pimienta et voilà!

salsum sine salso. foto: @Abemvs_incena

RESULTADO
Cuando se piensa en una receta como esta, que usa hígado para obtener sabor de pescado, no se albergan demasiadas esperanzas. Sin embargo, el resultado es más que bueno. Delicioso. ¿Sabe a pescado salado? Hombre, pues no. Tampoco tiene aspecto de pescado, por mucho que lo pongamos en el molde de pescado. Pero sí sabe a algo que no es.
El sabor a hígado queda bastante disimulado con el garum, que es lo que le da la ilusión de pescado. De hecho, sabe bastante a un aperitivo italiano llamado ‘crostini neri toscani’. Y no me extraña, porque la composición es casi idéntica: al margen de las pequeñas variaciones posibles, los crostini llevan hígado de pollo, anchoas, alcaparras y aceite de oliva. Y tengo que decir que este plato de Apicio me los recuerdan, y mucho.

Vayamos con la segunda receta.

Aliter vice salsi (IX, X, 11)

texto original:
“cuminum, piper, liquamen teres, et passum modice vel caroenum et nuces tritas plurimas misces et simul conteres et ‹in› salsare defundes. oleum modice superstillabis et inferes”

traducción:
otra forma de sustituir el pescado salado: pica en un mortero comino, pimienta, garum; añade un poco de vino de pasas o vino dulce cocido y muchas nueces picadas. Echa todo en una salsera. Rocía con aceite de oliva y sirve.”

INGREDIENTES:
  • nueces
  • comino
  • pimienta
  • garum
  • aceite de oliva
  • arrope, moscatel o cualquier vino dulce.


PREPARACIÓN:
En el mortero, picaremos primero el comino y los granos de pimienta, después las nueces, y le añadiremos poco a poco el garum, el aceite y el vino dulce hasta encontrar la textura de pasta adecuada.

foto: @Abemvs_incena


RESULTADO:
Mucho menos delicioso que el anterior, todavía se parece menos al pescado salado que aquel. Las nueces, que son lo que da cuerpo al compuesto, tienen demasiado protagonismo, en sabor y en textura. Sin embargo, sí que pueden sorprender al comensal quien quedará confundido y no tendrá muy claro lo que está tomando.

Aliter vice salsi  Foto: @Abemvs_incena

Así que ya saben, si desean servir un aperitivo diferente y quedarse con todos, no duden en preparar salsum sine salso. Como diría Apicio, “ad mensam nemo agnoscet quid manducet”, en la mesa nadie sabrá lo que come.

Prosit!



jueves, 22 de octubre de 2015

LARVAE CONVIVIALES. EL RECUERDO DE LA MUERTE EN LOS BANQUETES ROMANOS.

Mosaico. Museo Arqueológico de Nápoles
El recuerdo de la muerte es un tópico presente en los banquetes romanos. Durante la cena de Trimalción, tras la gustatio, los esclavos traen a la mesa “un esqueleto de plata construido de modo que las extremidades y la columna vertebral mantenían el juego de las articulaciones y se doblaban en todos los sentidos”. En ese momento el anfitrión filosofa sobre la brevedad de la vida humana: “Pobres de nosotros, qué poca cosa es el hombre; así quedaremos todos cuando nos arrebate el Orco, de modo que vivamos mientras nos sea posible disfrutar” (Sat. XXXIV).

El tópico del memento mori o recuerdo de la muerte es una costumbre muy arraigada en los banquetes: la certeza de lo que ha de venir es lo que anima a los invitados a celebrar la vida y a aprovecharla al máximo.

La memoria de la muerte se introduce también en una cena del poeta Marcial, que ve desde las ventanas de su casa el sepulcro de Octavio Augusto detrás de las murallas de Roma: “Escancia, Calisto, cuatro copas de buen vino y tú, Álcimo, ponles hielos veraniegos;  que mis cabellos estén lustrosos, empapados en exceso de amomo, y que mis sienes se cansen de llevar guirnaldas de rosas: este mausoleo tan cercano nos anima a vivir al mostrarnos que los mismos dioses pueden morir” (V, 64).


Copa con larva convivialis. Staatliche Museen. Berlín
Esta idea de disfrutar de los placeres de la vida, y de la mesa, antes de que la muerte nos lo arrebate todo, la encontramos en numerosas fuentes literarias. Leemos, por ejemplo, en Horacio: “Manda traer aquí vino, ungüentos, y las muy caducas flores de la amena rosa; mientras lo permiten la vida, la edad, y los negros hilos de las tres hermanas” (Od. 2,3).

Mosaico. Museo Arqueológico de Nápoles
Pero el recuerdo de la muerte no aparece sólo en los textos literarios. Lo encontramos presente en diferentes aspectos ligados estrechamente al banquete. Por una parte, lo hallamos en la decoración de los comedores o triclinia. El Museo Arqueológico de Nápoles cuenta con diferentes mosaicos hallados en los pavimentos de los comedores representando un esqueleto. Uno de ellos, hallado en Pompeya, representa un servidor de vino, portador de dos jarras (askós). Otro, también pompeyano, representa toda una alegoría de la caducidad de la vida: una calavera que está sobre una mariposa (símbolo del alma) y sobre la rueda de la fortuna. La vida pende de un hilo y cuando se corte dejará ir la mariposa. La muerte llegará a todos, ricos y pobres.  En otro mosaico, éste procedente de la via Appia de Roma y actualmente en el Museo Nacional Romano, se aprecia un esqueleto reclinado sobre el texto griego gnothi sauton (“Conócete a ti mismo”), combinando la máxima filosófica griega con el tópico del memento mori, “recuerda que has de morir”.
Museo Nacional Romano. Larva convivialis sobre el texto
griego gnothi sauton ("conócete a ti mismo")

Larva convivialis. Staatliche
 Kunstsammlungen Dresden
Por otra parte, tenemos numerosos ejemplares de figuritas con forma de esqueleto, llamadas larvae conviviales, como la mencionada al principio de esta entrada. Al parecer, esta costumbre está heredada de los banquetes egipcios, según nos dice Heródoto, quien nos narra una escena prácticamente idéntica a la del Satiricón: “En los convites de la gente rica, se guarda la costumbre de que acabada la comida un hombre pasa alrededor de los convidados con una figura de madera en un pequeño ataúd, tan perfecta que parece un cadáver, y va diciendo a cada uno de ellos mientras muestra esta figura: “¿No lo ves? Mírala bien; come y bebe y disfruta ahora, que muerto no has de ser otra cosa que lo que ves”. Esta costumbre, como he dicho, se practica en los espléndidos banquetes” (Historia, 2, 78).

Para acabar, hallamos el recuerdo de la muerte en la decoración de otros objetos presentes en el banquete. Así, son habituales los motivos de la muerte en las lucernas o en las copas para brindar. Sin duda las más famosas son las copas talladas de Boscoreale, escondidas por su dueño justo antes de la erupción del Vesuvio, que se pueden ver en el Louvre. Se trata de dos copas o tazas de plata llamadas modioli que se usaban para brindar en la comissatio o sobremesa. Una de ellas representa los esqueletos de los poetas trágicos y cómicos, y la otra los de los filósofos más famosos. En ambos casos los esqueletos bailan, tocan música o se burlan unos de otros, en actitud epicúrea. “Disfruta la vida mientras puedas” o “Sé feliz mientras estés vivo” son algunos de los mensajes grabados en griego que se leen en estas copas.
Museo del Louvre. Modioli de Boscoreale

La vida es breve. La presencia de esqueletos nos lo recuerda. Disfrutemos de la diversión, la risa, el vino y la comida… carpe diem!

viernes, 21 de agosto de 2015

DE LA CARNE DE ASNO A LA LENGUA DE FLAMENCO: EXQUISITECES EN LAS MESAS ROMANAS


Uno de los aspectos más conocidos del mundo romano es el lujo y el sibaritismo expresado en los banquetes. En efecto, Roma es a partir del siglo II aC una potencia que acumula todas las riquezas de la tierra y que pretende demostrar en sus mesas la distinción y el lujo que habían caracterizado a las culturas orientales. Lejos del ideal de frugalidad propio de la esencia del pueblo romano, los que podían permitírselo se dedicaban a mostrar su fortuna y su elegancia, quizá no bien entendida, a base de banquetes donde el exceso de ostentación, la opulencia y lo aparatoso de los manjares eran la característica principal.  Cierto que esto solo afectaba a unos pocos privilegiados. Sin embargo, estos intentaron por todos los medios impresionar a clientes, libertos, senadores y hasta emperadores mediante la sorpresa, el impacto, la rareza y el lujo mostrado en ese escenario de representación que eran los banquetes.


Para triunfar en un banquete, además de poseer un comedor amplio, cómodo y bien decorado, además de las flores y los perfumes, de los músicos, las bailarinas y la buena conversación, además del ejército de servidores y del cocinero capaz de creaciones artísticas, conviene servir alimentos considerados lujosos y exquisitos. ¿Qué se entiende por tales? Fácil. Aquellos que sean difíciles de conseguir por cualquier motivo, como la procedencia de lugares lejanos; aquellos que nadie o casi nadie ha servido en sus mesas, por lo que la exclusividad está garantizada; o bien aquellos que invitan al despilfarro, como las lenguas de flamenco, que implican desaprovechar casi todo el flamenco. El alimento conocido es considerado vulgar y hay que enriquecerlo con algo para subirlo de categoría. Y si no, al menos hay que servirlo en platos de oro o plata.

Como se ve, el hecho de que un plato sea agradable al paladar no es importante. Lo que de verdad es importante es ser el primero o, mejor aún, el único que sirva estas maravillas gastronómicas en su triclinium. O al menos formar parte del pequeño círculo de privilegiados que puede permitírselas.

Algunos platos e ingredientes nos parecen ahora sencillamente asquerosos. O como mínimo raros, muy raros. Durante un tiempo se puso de moda comer carne de asno o burro, preferentemente doméstico, y de corta edad. Se le llamaba lalisio mientras se nutría con leche materna y era esta carne, antes de ser un onagro adulto, la que se prefería (Marcial XIII 97). Plinio nos explica que es Mecenas quien se inventa la moda de comer asnos domésticos: “Mecenas instauró la moda de comer sus pollinos, preferidos con mucho en aquel momento a los onagros; tras él pasó el aprecio por el sabor del asno” (Plinio NH VIII 170).

Otro alimento fruto de una moda pasajera fue la cigüeña. Estas en un primer momento eran respetadas porque limpiaban las charcas de serpientes: “Son tan estimadas por exterminar serpientes que en Tesalia el haber matado a una suponía pena capital y las leyes contemplaban para ello el mismo castigo que para un homicida” (Plinio NH X 31). Aselio Sempronio Rufo fue el primer individuo que osó servirse a la mesa carne de cigüeña, lo que le costó las elecciones al pretorado. Horacio también da noticia de este hecho: “Tranquilo estaba el rombo, y en su nido segura la cigüeña hasta que un pretor fallido os enseñó a comerlas.” (Horacio Serm. II 49-50). Sin embargo, durante un tiempo la carne de cigüeña hacía furor, hasta que pasó de moda, sustituida por la de grulla.

En materia de aves, una de las que tuvo más éxito fue el flamenco (phoenicopterus ruber). La hermosura del ave, con su plumaje rosa, y el sabor de su carne parece que lo hicieron uno de los platos favoritos de los elegantes.  Se atribuye al mítico Marco Gavio Apicio la introducción de este animal en las mesas romanas. El recetario de este gourmet incluye una receta de salsa para el flamenco, que se comía hervido o asado y se presentaba, preferentemente, entero a la mesa (Apicio VI VI 1). Pero lo que más interesaba del flamenco rosa era su lengua, como dice Plinio: “Apicio, el mayor tragón de todos los derrochadores, ha enseñado que la lengua de flamenco es de un sabor excelente” (Plinio NH X 133). Marcial también lo menciona en el libro de los Xenia: “Debo mi nombre al ala rosa, pero mi lengua es un plato delicado para los golosos (sed lingua gulosis nostra sapit). ¿Qué pasaría si mi lengua pudiera hablar?” (Marcial XIII 71). La lengua de flamenco es suave, grande y carnosa. Su modo de comer, filtrando el alimento -que consiste en pequeños crustáceos que le otorgan el color rosado- y moliéndolo mediante movimientos rápidos de su lengua, es la explicación para el gran desarrollo muscular de este órgano. Tras el descubrimiento de Apicio, la lengua de flamenco tuvo un éxito increíble y se consideró imprescindible en cualquier cena o plato con ínfulas de elegancia extrema.


Todo tipo de aves tenían cabida en las mesas: loros, avestruces, grullas,  cisnes, ruiseñores, palomas, gallos, ocas, tordos, pavos reales, pintadas... que se comían totalmente o solo en parte, puesto que el auténtico sibarita sabía distinguir las partes más nobles del animal, sea ave o no, desechando el resto. Así, el emperador Heliogábalo “Hizo servir en múltiples meses en una sola comida las cabezas de seiscientos avestruces, para que se comieran los sesos (Elio Lamp. Historia Augusta Heliogábalo XXX). Además, comer sólo una parte del animal, especialmente cuando el animal era fácil de conseguir por las capas más humildes de la sociedad, era la única manera de transformar en elegante un plato vulgar. Por ejemplo, Plinio nos dice que fue “Mesalino Cota, hijo del orador Mesala, a quien se le ocurrió asar los pies palmeados de la oca y guisarlos en una fuente con crestas de gallos”. (Plinio NH X 27). Del mismo Heliogábalo se dice también que “Comía con mucha frecuencia, a imitación de Apicio, pezuñas de camellos, crestas de pollos recién cortadas y lenguas de pavo y de ruiseñor, porque decían que quien comiera estos manjares se vería libre de la peste. Ofreció al personal de la corte desmesuradas tarteras repletas de entrañas de barbos, de sesos de flamenco, de huevos de perdiz, de sesos de tordos y de cabezas de loros, de faisanes y de pavos(Elio Lamp. Historia Augusta Heliogábalo XX 5). Todo muy apetitoso, ya lo ven.


En materia de exquisiteces es difícil superar la gula y la excentricidad  del famoso actor Clodio Esopo, que vivió en época de Cicerón, que disfrutaba con un plato hecho de pájaros que imitaban la voz humana. Según Plinio “el plato de Clodio Esopo, un actor trágico, estaba valorado en cien mil sestercios,  y se componía de aves cantoras o capaces de imitar el lenguaje humano, compradas por seis mil sestercios cada una” (Plinio NH X 141-142). Plato costosísimo que atraía por igual la admiración de los envidiosos y las críticas de los moralistas.

Dejo para el final otro plato especialmente excéntrico, creación personal del emperador Vitelio. Tenía por nombre el escudo de Minerva (clipeum Minervae), y de él nos habla Suetonio: “estrenó una bandeja a la que por sus enormes dimensiones llamaba siempre “el escudo de Minerva protectora de la ciudad”. Hizo que se mezclaran en ella hígados de escaros, sesos de faisanes y de pavos, lenguas de flamencos y leche de morenas, manjares todos ellos que había encargado que le trajeran sus capitanes de navíos y sus trirremes desde el país de los partos hasta el estrecho de Cádiz” (Suetonio Vitelio 13). El plato, que debía ser digno de un emperador, era especialmente lujoso y exclusivo por tres motivos:

Los ingredientes:  hígados de escaro (scarorum iocinera), un pez raro muy apreciado por los griegos; sesos de faisanes y de pavos (phaisanarum et pavonum cerebella), por supuesto pavos reales; lenguas de flamencos (linguas phoenicopterum) y leche de morena (murenarum lactes), es decir, la puesta o desove de estos peces con forma de serpiente que suele darse durante el invierno.



      La dificultad para conseguirlos, que hace “necesario” utilizar parte de la flota de la armada romana para que los busquen desde el país de los partos, actual Irán, hasta el estrecho de Cádiz. Vamos, todo el mar conocido.

    La dificultad para servirlo. En efecto, un plato de semejante categoría  no podía ser servido en una bandeja cualquiera. Dión Casio (65 3) dice que se creó una bandeja de plata a propósito. Plinio, en cambio, insiste en el tamaño, y nos dice que “Vitelio durante su reinado hizo construir una bandeja por mil sestercios, y para realizarla hubo que construir un horno adrede en un lugar espacioso” (NH 35 163).

Lujo, excentricidad, sibaritismo y exclusividad en las mesas romanas son una marca de elegancia, un indicador de poder económico y social, y una aproximación a ese lujo oriental mítico y decadente propio de los grandes imperios del Mediterráneo. 

lunes, 14 de julio de 2014

SUPERSTICIONES EN TORNO A LAS MESAS ROMANAS

En los primeros tiempos de Roma, el banquete era un espacio ritual en el que los dioses y los humanos compartían un vínculo, que partía del hecho de que todo alimento procedía de los dioses. El ritual sagrado se mantuvo en los banquetes y formó parte de una codificación cultural que recordaba la religiosidad de los primeros tiempos. Sin embargo, el significado religioso primordial fue olvidándose y buena parte del comportamiento codificado o ritualizado se convirtió en pura superstición mezclada con creencias populares.


Una creencia muy extendida era que no se podía recoger el alimento que había caído de la mesa al suelo y volverlo a poner en la mesa. Si caía al suelo, automáticamente formaba parte del mundo subterráneo de los difuntos, por lo que debía dejarse ahí y, posteriormente, cuando fuese recogido por los esclavos en el momento oportuno, sería quemado como ofrenda a los Lares. 


Lararium. Detalle.
Este precepto que prohibe recoger el alimento caído al suelo aparece en numerosos autores, como Diógenes Laercio (Vida de Pitágoras, 8, 34), Plinio el Viejo (NH XXVIII, 2, 27) o Petronio, quien nos relata una escena muy significativa en el Satiricón: “En el ajetreo del servicio, se cayó al suelo una bandeja de plata y un esclavo muy joven, deseando hacer méritos, fue a recogerla. Al darse cuenta Trimalción, hizo que le dieran al chiquillo un fuerte bofetón por su exceso de celo, ordenando que dejase la bandeja donde había caído para que los sirvientes la barriesen con los otros desperdicios” (Satyr. 34, 2).

Asarôtos oikos. Château de Boudry.
Conviene saber que en la Roma primitiva los difuntos familiares se sepultaban bajo el suelo de las cabañas y que la presencia de estos se consideraba permanente en la casa. Posteriomente, las casas romanas constaban de una estancia principal, el atrium, que era donde estaba el fuego del hogar, donde se comía y donde estaba el altar de los Lares. Posiblemente por ello se considera que todo alimento que toca tierra se pone automáticamente en contacto con el reino de los muertos. Todo lo que toca tierra se considera tabú, sacer, incluidas las hojas y hierbas que sirven para hacer infusiones medicinales.


Lararium en la cocina. Pompeya.
La comida que cae al suelo se le deja a los muertos, las sombras (larvae), que pueblan los comedores. A menudo se representa este motivo en los mosaicos del pavimento, constituyendo el tema del “comedor sin barrer” o asarôtos oikos. Los restos de comida son representados con gran realismo en los suelos de los comedores simbolizando el alimento reservado a las sombras, lo mismo que, quizá, quieran significar las pinturas al fresco que representan naturalezas muertas y platos y alimentos de todo tipo, aunque es posible que su función sea solamente decorativa.


Asarôtos oikos. Aquileia.
El momento de barrer el suelo era tras la prima mensa, cuando se hacía también una lustratio tanto por razones higiénicas, lavar las manos sucias, como para calmar a los muertos que, seguro, han sido molestados por los esclavos que han barrido el suelo y lo han rociado con una capa de serrín de madera color azafrán o rojo.

Jamás se debía barrer el suelo en el momento en que un invitado se levantaba de la mesa: “si cuando alguien se levanta de la mesa se barre el suelo o mientras que el invitado está bebiendo se quita la mesa o los cubiertos, se considera de pésimo augurio” (Plinio, NH XXVIII, 5, 26).

Pero los romanos tenían muchas más supersticiones y creencias ligadas a la mesa y a los alimentos, y, literalmente, cualquier cosa que sucediese durante la comida podía ser interpretado como un presagio. Y no solo durante los banquetes sino también durante cualquier comida, por sencilla que fuera. Por ejemplo, si se mencionaba un incendio se debía tirar agua bajo la mesa para evitarlo: los incendios se evitan, si son nombrados mientras se come, tirando agua bajo la mesa (Plinio, NH XXVIII, 5, 26). Trimalción en la famosa cena oye el canto de un gallo y lo interpreta también como un augurio que indica que se producirá un incendio, por lo que “demudado, encargó a los sirvientes que echasen inmediatamente vino encima de la mesa y que con el mismo líquido regaran las lámparas” (Petronio, Satyr LXXIV), y para acabar de conjurar la mala suerte “pasó la sortija de la mano izquierda a la derecha”, en un acto habitual para evitar malos presagios: cambiar el anillo de dedo, o mejor aún quitárselo.

Besar la mesa servía para evitar las sombras de los muertos y las brujas: “Los invitados nos miramos los unos a los otros bastante asustados y, dando por ciertos los relatos, besamos la mesa para conjurar a las brujas a permanecer en sus casas y no molestarnos” leemos en el Satiricón (Satyr. LXIV). Y en el mismo libro se menciona la prohibición de entrar a la sala del triclinio con el pie izquierdo: “Aturdidos por tanta maravilla, íbamos a entrar en la sala del festín, cuando un esclavo, que estaba allí de guardia, nos advirtió:
-¡Con el pie derecho!” (Petronio, Satyr. XXX)

lámpara de aceite
No se deben apagar las lámparas tras la comida: “¿por qué tienen la costumbre de no apagar las velas, sino que esperan a que se extingan por sí mismas?” (Plutarco, Cuestiones Romanas, 75), puesto que el fuego está consagrado a los Lares y es símbolo de la familia y de la prosperidad doméstica. La mesa tampoco puede permanecer enteramente vacía: “¿Por qué no permitían que la mesa, al levantarla, quedara vacía, sino que siempre dejaban algo en ella?” (Plutarco, Cuestiones Romanas, 64), pues tiene carácter sagrado y simboliza la tierra y sus productos.

Y muchas creencias más, como aquella de los primeros tiempos que prohibía usar cualquier objeto metálico en la mesa y obligaba a usar vajilla de madera o terracota, o la de atribuir mala suerte a servir el mismo plato después de un estornudo, excepto si se comía algo inmediatamente después.

Los números tenían también un valor simbólico. El número ideal de comensales es entre tres, como las Gracias, y nueve, como las Musas, repartidos en tres lechos triclinares con capacidad para tres personas cada uno. Plinio el Viejo nos dice que “el cuatro es sagrado para Hércules y por ello no se debe beber cuatro ciatos o cuatro sextarios”  (et quare quaterni cyathi sextariive non essent potandi) (NH XXVIII, 17, 64), y si el número de invitados no era par no se establecía el silencio en la mesa (Plinio NH, XXVIII, 5, 27).

Acabaré con una referencia a uno de los alimentos que más protagonismo ha tenido en las creencias populares: la sal. La sal tenía un elevado valor ritual: se consideraba divina y se utilizaba en las ofrendas a los Lares y al culto doméstico del Genius, protector de la familia. El valor de la sal en la Antigüedad deriva de su poder contra la corrupción de los alimentos, haciéndolos aptos, durante más tiempo, para el consumo. El salero (salinum) era un objeto que se ponía en el fuego del hogar y simbolizaba la prosperidad familiar. El primer objeto de lujo de las familias romanas es, precisamente, el salero de plata y, según nos dice Horacio (Od. II, 16, 14) se transmitía de generación en generación: “Con poco vive feliz el que en su mesa frugal ve resplandecer el salero que heredó de su padre”.


Salazones Foto: @Abemvs_incena (Tarraco Viva 2014)
La sal, el fuego, la mesa... son elementos divinos por la prosperidad que aportan y por tanto fuente de creencias religiosas y supersticiones populares.

miércoles, 28 de agosto de 2013

DE APERITIVO, LIRONES CON MIEL

En general, la dieta mediterránea rechaza consumir roedores, y esto es así ahora y en los tiempos de Roma. Sin embargo, existe una excepción: los lirones. En la época imperial los lirones eran especialmente considerados en las mesas de los gourmets, ya no sé si por su carne tierna y sabrosa o por moda y esnobismo. Su uso y consumo está muy documentado. En general, las fuentes apuntan a los lirones como un plato servido como entrante, cocido al horno, relleno de carne de cerdo y del propio lirón y rociado con miel y semillas de amapola.


El poeta Marcial nos habla en un epigrama (III, 58) de la costumbre de los campesinos de ofrecer “lirones soñolientos” como regalo a sus vecinos (somniculosos ille porrigit glires). Forman parte también de la famosa cena de Trimalción en el Satiricón de Petronio (XXXI, 10). En concreto, forman parte de la aparatosa gustatio o aperitivo: “Arcos en forma de puentes sostenían lirones condimentados con miel y adormideras” (Ponticuli etiam ferruminati sustinebant glires melle ac papavere sparsos...). Por supuesto, siendo un plato elegante,  el gastrónomo Apicio los menciona en una receta en De Re Coquinaria (VIII, 9):

GLIRES
Isicio porcino, item pulpis ex omni membro  glirium trito, cum pipere, nucleis, lasere, liquamine farcies glires, et sutos in tegula positos mittesin furnum aut farsos in clibano coques.

Receta de lirón
“Rellenar el lirón con carne picada de cerdo y con la carne de las extremidades del lirón picada, piñones, pimienta, laser  y garum. Una vez cosido, colocarlo en una tabla y meter en el horno, o bien en un clibanus” (Un clibanus es un tipo de olla con tapa diseñado para que el fuego se reparta por encima y por debajo de la comida, lo cual se consigue mediante la colocación de brasas tanto debajo como sobre la tapadera).

Otras fuentes escritas nos completan el cuadro de los lirones en la mesa. Cierto historiador latino conocido por relatar el proceso de decadencia del Imperio durante el siglo IV, Amiano Marcelino, al hablar de los defectos de los ricos, nos presenta una escena que bien podría haber aparecido en el Satiricón. Nos dice que “Incluso, en ocasiones, piden balanzas en los banquetes para pesar los pescados servidos, las aves e incluso los lirones, acerca de cuyo tamaño nunca antes visto parlotean y aburren a los comensales” (Rerum gestarum libri XXXI, 28.4.13). Lirones como elemento de lujo y ostentación en la mesa, reforzado por los comentarios de  los anfitriones.

“Te llevaré alguna codorniz que podrás servir a Marco acompañada de uva de Esmirna, y también seis docenas de lirones (mis lironeras están llenas), que son deliciosos con miel.” Estas palabras, que provienen de unas cartas del siglo I dC y están escritas por un tal Cassius
Octavus d’Arretium, no sólo nos confirman que el consumo de lirones era algo habitual, sino que nos dan información valiosa sobre cierto aparato, la lironera (glirarium), diseñada a propósito para cebar lirones.  
En efecto, igual que sucedía con otros animales, los lirones eran criados en cautividad para su consumo posterior.  El procedimiento nos lo describe el agrónomo Varrón (s. I aC) en su obra De re rustica: “Los lirones son cebados en orzas que muchos tienen incluso en sus casas y que los alfareros fabrican con una forma especial, pues hacen carriles en los lados y un hueco para poner la comida. En dicha orza meten bellotas, nueces o castañas y con ellas, una vez puesta la tapa, los lirones van engordando en la oscuridad” (III, 15). Parece ser que el invento de las gliraria se debe a Quinto Fulvio Lipino, un patricio que en el siglo I aC diseñó también las reservas de caza y el método para criar caracoles, según nos dice Plinio el Viejo en su Naturalis Historia (VIII, 211, 224). Como corresponde a la mentalidad romana, la naturaleza debe ser domesticada, reducida a las leyes humanas, acotada y manipulada por la mano humana para poder ser considerada un producto auténticamente civilizado.

Dichas descripciones se complementan con diferentes hallazgos, como los huesos de lirón encontrados en diferentes villas o las muestras de vasijas de terracota halladas en Pompeya y alrededores e identificadas como dichas gliraria.

Como se es lo que se come, los banquetes eran un momento idóneo para mostrar la jerarquía del anfitrión, y por ello los alimentos difíciles de encontrar, exóticos o simplemente de moda eran imprescindibles en las mesas de los elegantes o de quienes aspiraban a serlo. La capacidad económica adquirida por Roma hacia el siglo II aC había conseguido que el lujo oriental se impusiera en los modos de vida romanos, que hasta entonces habían sido mucho más austeros. Un movimiento general de reivindicación de la identidad romana fue la respuesta a estos nuevos hábitos refinados. En general, se asoció la romanidad a la austeridad de cierto pasado mitificado, y se asoció el lujo y el refinamiento con los pueblos
extranjeros y decadentes. Es por ello que en los siglos II y I aC aparecen diversas leyes suntuarias, que intentan en la medida de lo posible controlar  el exceso de gasto y de lujo que se reflejaba en los diferentes aspectos de la vida cotidiana, tales como la ropa o la cocina. La idea de fondo es volver a los ideales de frugalidad y austeridad romanos, propios de un tiempo mítico en que Roma empezaba a configurarse, ajena a la influencia oriental y griega. Así pues, diferentes Leges Sumptuariae intentaron –en vano- limitar el exceso de lujo.  En concreto la lex aemilia, del año 78 aC, regula el tipo y la naturaleza de los platos, prohibiendo expresamente el uso de lirones, de ostras y de aves exóticas. A propósito Plinio el Viejo dice: “Exstant Censoriae leges glandia in coenis glires et alia dictu minora adponi vetantes” , es decir, “son medidas  con las que los censores prohiben que se sirvan en las cenas lengua de cerdo, lirones y otros alimentos aún menos relevantes” (Naturalis Historia XXXVI, 4).

La moda de los lirones en la mesa fue decayendo como consecuencia de que éstos pasaran de moda, no como resultado de ninguna ley. Sin embargo, su uso se testimonia en los recetarios del Renacimiento y del siglo XVIII, donde aparecen como un refinamiento exquisito, y donde se cocinan prácticamente igual que en la época imperial: rellenos de carne picada y al horno. Incluso aparecen en el sur de Italia como plato especial de determinadas festividades en pleno siglo XX, manteniendo la herencia romana de ser un plato digno de celebraciones y fiestas. Actualmente, nuestro concepto de la buena alimentación ha eliminado a los lirones de los recetarios, nos parecen sucios (¡son ratones!) y nada recomendables. O nos dan pena. Tampoco nos parecen exóticos ni dignos de la alta gastronomía. Se hacen reproducciones de las recetas de lirón eliminando de los ingredientes al propio lirón y sustituyéndolo por muslos de pollo o cualquier otro alimento cuya forma final lo recuerde.  Lo que comemos es cultura. Nuestra cultura actual no admite roedores. Por una vez, en cuestión de lirones no somos romanos en la mesa.


Bibliografía extra: Colonnelli, G. “Uso alimentare dei ghiri”. Antrocom 2007. Vol 3, n. 1, 69-76