lunes, 9 de marzo de 2020

BUTYRUM, USO DE LA MANTEQUILLA ENTRE LOS ROMANOS

Mantequilla o manteca: una emulsión semisólida conseguida mediante el batido y amasado de la leche, altamente energética y versátil en la cocina. Actualmente la mantequilla se utiliza muchísimo, desde una bechamel hasta un bizcocho, pasando por cremas de verduras, sofritos con sabor más intenso, salsas diversas y toda suerte de pasteles y productos de repostería. En cocina no sabríamos vivir sin mantequilla.

pan y mantequilla. Museo de Bardo, Túnez

¿Conocían la mantequilla los romanos? ¿Y los griegos? La respuesta es que sí. Recibía el nombre de butyrum o buturum (en griego, βούτυρον), que significa algo así como “queso de leche de vaca”, pues entre los griegos normalmente el queso se hacía de cabra o de oveja, mientras que la mantequilla sería una especie de “queso” (τυρός) de bovino ( βούς). Por cierto, la palabra derivaría en los términos  ‘beurre’ (francés), ‘burro’ (italiano) ‘boter’ (neerlandés) o ‘butter’ (inglés y alemán).
Vale, griegos y romanos conocían la mantequilla. Pero, ¿la utilizaban? Bueno, utilizarla sí la utilizaban… pero no tanto para cocinar, pues para eso contaban con el preciado don de la diosa Atenea, el aceite de oliva.

Para un griego o un romano la mantequilla era cosa de “bárbaros”. Celtas, germanos, tracios, escitas… todos usaban mantequilla, un derivado lácteo que el ser humano lleva fabricando desde el Neolítico. Al parecer, ni griegos ni romanos llegaron nunca a conseguir un buen producto ni mucho menos a conservarlo correctamente, pues las altas temperaturas del clima mediterráneo impedían su conservación. Ni siquiera supieron hacer mantequilla clarificada, que aguanta los climas calurosos en estado líquido y no se pone rancia (solución de los pueblos meridionales).

Al contacto con los pueblos del Norte, lo que llamaba la atención de griegos y romanos era su uso desmesurado de la leche. César comenta de los suevos que “su sustento no es tanto de pan como de leche y carne” (De Bell.IV,1), lo mismo dice de los britanos y de los germanos, destacando de todos ellos su falta de interés por la agricultura y su obsesión por tomar leche. Esta opinión también la comparte Tácito, quien especifica que los germanos tienen comidas muy simples: a base de las manzanas salvajes que se recogen por ahí, carne procedente de la caza y leche cuajada (Germ. XXIII). Y no solo tomaban leche, sino también toda suerte de derivados: suero, yogur, leche agria, queso … y mantequilla.
Anglo-normandos ordeñando y batiendo.
Fuente:  A History of domestic manners and sentiments in
England during the Middle Ages https://www.gutenberg.org
Según Plinio el Viejo la mantequilla es precisamente el alimento más apreciado de los pueblos bárbaros (barbararum gentium lautissimus cibus; NH XXVIII,133), que la sitúan por encima del queso, tan importante en el mundo clásico. Otros autores también dan fe del consumo de este producto, al que identifican con la barbarie. Por ejemplo, el poeta griego Anaxándrides se burla de los Tracios de la costa norte del mar Egeo diciendo, entre otras cosas, que son unos ‘comedores de manteca’ (boutyrophagoi), dato que recoge Ateneo (Deipn. IV,131B). Y el geógrafo Estrabón no se corta en identificar el uso de la mantequilla con la falta de civilización de los pueblos “bárbaros”, como los etíopes (XVII,2) o los montañeses del norte de Iberia, tan brutos que se alimentan de bellotas, cerveza y, cómo no, “usan mantequilla en vez de aceite” (III,3,7).
Como se observa, el mundo clásico expresa el modo de vida agreste y salvaje de estos pueblos, alejados de toda civilización, en símbolos culinarios: cerveza, ausencia de agricultura, recolección, caza, leche… Un modo de vida que niega los valores que defienden griegos y romanos y que casi justifican por sí solos que se les conquiste...

romanos recogiendo leche. Museo de los Mosaicos. Estambul
Plinio el Viejo nos explica cómo se obtiene: a base de batir la leche con frecuentes movimientos en vasos muy profundos, a los que se añade un poco de agua para que aumente la acidez. Plinio explica que se retira la parte más densa, lo cuajado, que flota en la superficie, y que el resto se sigue cociendo en ollas. Allí, lo que flota ya es la mantequilla, oleosa por naturaleza (butyrum est, oleosum natura; NH XXVIII,134). Lo que no explica es que la temperatura óptima para el proceso de batido de la crema de leche son unos 12º, y quizá por eso lo que se obtenía no era de buena calidad.

El mismo autor nos dice que normalmente se hace con leche de vaca, y de ahí su nombre (e bubulo; XXVIII,133), mientras que la leche de ovejas y de cabras se dedicaba, como hemos dicho, a la confección de quesos. De hecho, los romanos preferían también beber la leche de ovejas y cabras, que eran los principales animales domésticos, y no apreciaban tanto la leche de vaca. Esto se explica porque las vacas y los bueyes habían sido siempre animales para trabajar, no los engordaban para carne ni para producir leche, y esa costumbre se había mantenido, especialmente en el sur y el centro de la Península Itálica.
Aún así, no les hacían ascos a los quesos procedentes de las Galias y de los Alpes, que se consideraban un producto de importación y de calidad, y que casi seguro estaban hechos con leche de vaca, dado su origen céltico.

fresco romano en Vila San Marco, Estabia
Volviendo a la mantequilla, ¿qué hacían con ella? Pues bien, considerando que en la mantequilla “reside la virtud del aceite”, como dice Plinio, se utilizaba con los mismos fines no culinarios que este, es decir, como ungüento para la piel, como cosmético y para la higiene personal. Así, si griegos y romanos se untaban con aceite en sus masajes y en las termas, Plinio nos dice que los bárbaros también se untan con mantequilla (XI,239). Este dato lo recoge así mismo el médico Galeno, quien nos dice que recurren a ella en sus baños todos aquellos que habitan en los países fríos, puesto que allí no existe el aceite de oliva (De alimentorum facultatibus III). Servía como hidratante, como base para los cosméticos y también en Medicina, para hacer toda suerte de cataplasmas y pomadas.
Plinio nos dice que con mantequilla se untaban también los niños romanos (“todos los bárbaros y nuestros niños se untan con ella”; XI,239) y que era muy útil en el período de la dentición infantil, o en el caso de dolor o problemas en las encías o las úlceras de la boca (XXVIII,257).



Como alimento, la mantequilla ocupó un lugar muy secundario en el mundo romano. Plinio nos dice que diferencia a los ricos de los pobres (divites a plebe discernat; XXVIII,133) y la menciona expresamente como uno de esos alimentos altamente energéticos: “Por el contrario, algunas cosas, con probarlas un poco, mitigan el hambre y la sed, y conservan las fuerzas, como mantequilla, el hípaque y el regaliz” (butyrum, hippace, glycyrrhiza; XI,284). Por cierto, el hípaque es una especie de queso hecho a base de leche de yegua.
Pero no parece que haya tenido un gran protagonismo en cocina. Cuando los textos mencionan algún uso culinario, siempre lo hacen marcando el desprecio o el disgusto por tenerlo que comer. Por ejemplo, Estrabón nos cuenta una expedición militar de Elio Galio por tierras de Arabia en la que las tropas lo pasaron bastante mal porque escaseaban los víveres, y tuvieron que recurrir a la mantequilla por no tener aceite (ni tocino, su sustituto ‘natural’ entre el ejército). Las palabras de Estrabón reflejan las dificultades de la expedición: “llevó treinta días cruzar la comarca, que solo proporcionaba escanda, unas pocas palmeras y mantequilla en lugar de aceite, a través de lugares sin caminos” (Geo.XVI).  Otro ejemplo es la anécdota que nos explica Plutarco sobre unos espárragos que le sirvieron a Julio César presuntamente condimentados con una mantequilla fundida. Al parecer, César y sus acompañantes fueron invitados por un tal Valerio León, un tipo importante de la ciudad de Mediolanum (actual Milán) y les sirvió un plato de espárragos “sobre los que había vertido aceite perfumado en lugar de aceite de oliva” (Plut.17,9). No queda muy claro qué le habían puesto, pero siendo Mediolanum ciudad importante de la Galia Cisalpina, bien podría ser un aderezo a base de mantequilla.

fresco romano en Bregetio, Hungría
Por último, destacar que aparece mencionada en el Edicto de Precios de Diocleciano del año 301. Se incluye en el apartado de las carnes -no de los lácteos- justo después del sebo, y su precio se establece en dieciséis denarios para una libra, exactamente igual que el lardo de primera calidad. Es más cara que la manteca de cerdo o adipis recentis, que cuesta doce denarios la libra, pero mucho más barata que el aceite de oliva de primera, que costaba nada menos que cuarenta denarios el sextario (medio litro aprox.). Pese a aparecer en la lista entre los productos dedicados al consumo alimentario, el butyrum se utilizaba en cataplasmas y ungüentos, y su aparición en numerosos tratados médicos de época imperial confirma este uso.

Esta vez, tenemos que dar gracias a los bárbaros por perseverar en el uso de la mantequilla.

Prosit!


jueves, 9 de enero de 2020

UBI ALIUM IBI ROMA

El ajo (allium sativum) es una planta de bulbo muy consumida en la Antigüedad. A su facilidad de cultivo y de conservación se unen sus propiedades medicinales y su fama de súper alimento. Como veremos, sirve para curar casi todo, es muy versátil en la cocina y, conservado correctamente, aguanta semanas y hasta meses. Todo son bondades para este fantástico condimento de sabor fuerte y picante. ¿Todo? Bueno, quizá no. Vayamos por partes.

allium sativum Foto: https://commons.wikimedia.org/
Se cree que el ajo procede de Asia Occidental (quizá de Siria) o bien de Egipto, donde su uso está muy bien documentado, y de allí pasó a toda la cuenca del Mediterráneo, donde se cultiva y se consume desde hace más de siete mil años. En el país del Nilo, el ajo formaba parte de la dieta habitual del pueblo. Una cita del historiador griego Heródoto nos documenta su uso en pleno siglo V aC: “En la pirámide está notado con letras egipcias cuánto se gastó en rábanos, en cebollas y en ajos para el consumo de peones y oficiales; y me acuerdo muy bien que al leérmelo el intérprete me dijo que la cuenta ascendía a 4.600 talentos de plata” (Heród. II,125,6). Su uso cotidiano se deduce también de las palabras del pueblo hebreo durante su éxodo, mientras atravesaban el desierto del Sinaí: “Nos acordamos del pescado que comíamos en Egipto de balde, de los pepinos, los melones, los puerros, las cebollas y los ajos” (Números 11:5). A Plinio el Viejo le hacía mucha gracia que los egipcios invocasen al ajo y la cebolla entre sus juramentos y los elevasen a la categoría de dioses y, de hecho, no solo eran sagrados sino que formaban parte de varios rituales mágicos.  También en el país del Nilo los ajos se utilizaban por sus numerosas propiedades medicinales, como demuestra su aparición en diferentes fórmulas terapéuticas del famoso Papiro Ebers, verdadero compendio farmacológico de la antigüedad.

El pueblo griego, como el romano, fue un gran consumidor de esta hortaliza. Se han conservado diferentes tratados de agricultura y de medicina que hablan sobradamente de su cultivo y sus cualidades: Teofrasto, Hipócrates, Dioscórides, Galeno... Lo consideraban un producto fétido pero lo utilizaban como condimento y, sobre todo, como remedio para numerosos trastornos y dolencias.

El pueblo romano era aún más aficionado al ajo que el griego. A los tratados griegos hemos de añadir ahora los de los autores romanos: Columela y Paladio en lo referente a la agricultura y Plinio el Viejo, que nos explica sobradamente sus  propiedades medicinales. Por todos ellos sabemos cómo y cuándo sembrarlos (en invierno) y recogerlos, las numerosas variedades (agreste, colubrinum, praecox, ursinum…), los métodos de conservación (colgados cerca del hogar para que se ahumasen, guardados entre pajas, macerados en salmuera y vinagre), y sus propiedades, que son muchísimas: es laxante, es diurético, favorece la concepción y sirve como prueba de embarazo, cura enfermedades de la piel, elimina piojos y liendres, restituye el cabello perdido tras la tiña, antídoto contra parásitos y mordeduras de serpiente y musarañas, aclara la voz, calma la tos, provoca el menstruo… Vamos, que vale para todo.


ajos carbonizados. EXPO 2015 Milán.

El pueblo romano consumía ajos en abundancia, tal como reza el proverbio: ubi alium, ibi Roma (‘donde hay ajo está Roma’). Se consumían frescos o secos, tanto el bulbo como los brotes, y se preparaban de muchas formas: crudos, hervidos, formando parte de un guiso o una salsa, condimentando el pan, fritos, desecados… A menudo se acompañan de otros alimentos fuertes, tales como cebollas, puerros, mostaza, rábanos, cebolleta o chalotas, todos condimentos capaces de devorar las entrañas de los comensales, como diría cierto cocinero del Pseudolus de Plauto.

Porque sí, el ajo, por muy saludable que fuese, era también muy indigesto y producía -y sigue produciendo- dispepsia en ciertos estómagos. Horacio compara el ajo con la cicuta (Ep.III,3)  y tan mal le ha sentado un plato excesivamente condimentado con ajo que llega a preguntarse: “¿Qué veneno es este que se ceba en mis entrañas? ¿Acaso se coció con estas hierbas, sin yo saberlo, la sangre de una víbora?” (Ep.III 5-8). Hay que aclarar, sin embargo, que Horacio ha sido víctima de una broma de su amigo Mecenas, quién sabe con qué intenciones. Y que es muy posible que ni Horacio ni el propio Mecenas consumieran ajo jamás, por lo indigesto y por lo pestilente.

Porque ese es el otro problema del ajo: provocaba halitosis en quien lo comía, por lo que la gente elegante tendía a evitarlo, sobre todo ante la perspectiva de eventos sociales o encuentros amorosos. Eso no quiere decir, sin embargo, que no les gustase el sabor acre del condimento, lo que no les gustaba era que el aliento apestase. Plinio explica que cuantos más dientes tenga el ajo, más áspero es su sabor y “por esto deja mal aliento” (NH XIX,111), aunque el olor desaparece si no se toman crudos, sino cocidos (nullum tamen coctis). El mismo Plinio nos indica otro remedio: tras comer ajos, se debe tomar una raíz de acelga asada sobre las brasas y odorem extingui, desaparece la fetidez (XIX,113). Y siempre está el remedio que también recoge Paladio (XII,6): sembrarlos y recogerlos cuando la Luna está bajo las tierras y “así carecerá de su mal olor”.


Caupona de Salvius. Pompeya.
El pueblo llano -y la gente sin complejos- consumía ajos sin tanto remilgo. Tenía fama de nutritivo y reponedor de fuerzas, por lo que era ideal para quienes hicieran grandes esfuerzos físicos. “Estás más harto de ajo y cebollas que los remeros romanos” reprocha el militar Antaménides al viejo Hannón (Plaut. Poen.1314). También es propio de campesinos: “¡Oh duras tripas de los segadores!” (Hor.Ep.III,4). Lo mismo que es propio de esclavos, pobladores de tabernas o soldados, que hasta lo dedicaban a Marte, dios de la guerra, potente y combativo como el mismo ajo.

Esta hortaliza es un símbolo de una cierta condición social. “Apestas a ajo” le reprocha Tranión a Grumión en la comedia de Plauto. Y el segundo,  que tiene muy asumido quién es, le responde con conciencia de clase: “No todos pueden oler a perfumes exóticos como tú, ni ponerse a la mesa tan finos como tú. Anda y quédate con tus tórtolas, tus pescados y tus aves, y déjame a mí aguantar mi destino con mis ajos” (Most.44-48).

Pero el ajo no solo era propio de las clases populares. Excepto si alguien quería proyectar una imagen de sofisticación y elegancia máximas, o tenía una cita amorosa, todo el mundo lo consumía. De hecho, era símbolo de unos valores íntegros y austeros y oler a ajos era señal de salud, de seriedad y hasta de respeto a la tradición. ¿Qué comían los antiguos, aquellos que construyeron la República y dieron gloria al pueblo de Roma? Pues eso, rábanos, nabos, cebollas, ajos…

Suetonio cuenta una anécdota sobre el emperador Vespasiano y sobre lo que simboliza el austero ajo en oposición al decadente perfume. Al parecer, cierto joven se presentó ante él para agradecerle la concesión de una prefectura. Eso sí, se presentó muy perfumado y emperifollado, como sin duda pensó que exigía la etiqueta. Sin embargo, al emperador le disgustó tanta finura, y ni corto ni perezoso le soltó: “Preferiría que olieses a ajos”.  Y no contento, “revocó el nombramiento” (Suet.Vesp.8).


Quizá por ser también tan malolientes los ajos se utilizaban en la antigüedad como amuleto contra el mal de ojo. Por ejemplo, Persio indica que para evitar los encantamientos de las sacerdotisas de Isis hay que comer ajo tres veces cada mañana (Sat.V,188). Y quizá también por ser tan pestilentes no tenía buena relación con los templos ni los cultos a los dioses. Por ejemplo, Ateneo nos cuenta que estaba prohibido entrar en el santuario de Deméter si se había tomado ajo (Deipn,X,422D) y otros autores mencionan este alimento como un tabú para los sacerdotes de Zeus Casio en Pelusio, los de Afrodita Líbica o los de la misma Isis.
Medicina, magia y religión van de la mano en el mundo antiguo.


Por lo que respecta estrictamente a la cocina, sabemos que el ajo formaba parte de algunas recetas emblemáticas, como el moretum, una sencilla salsa de queso, aceite y diversas hierbas aromáticas. Aparece en un poema del Appendix Vergiliana, atribuido a Virgilio. El texto explica cómo el campesino Símulo se prepara esta salsa de queso, excavando la tierra con sus propias manos y sacando cuatro ajos, hojas de apio, ruda y cilantro, y posteriormente lo mezcla todo en el mortero, con aceite y vinagre y un pan que también ha hecho él mismo.
Moretum a la manera de Virgilio. Foto: @Abemvs_incena
El ajo también forma parte de una receta llamada sala cattabia, que consiste en una especie de ensalada o plato frío que lleva queso, pan, vinagre, aceite y diferentes verduras y condimentos. Es un plato sencillo y cotidiano, que se sirve frío y que en algunos casos recuerda al gazpacho. La receta la recoge Apicio en su De Re Coquinaria, y es curioso porque este autor nombra al ajo en tan solo tres ocasiones (pensemos que el garum aparece en más de 350 recetas): en la mencionada sala cattabia (IV,I3), en la lista de especias indispensables para la casa (y es que efectivamente era indispensable) y en otra receta más, pero con intención terapéutica: una imitación de pescado salado que lleva comino, pimienta, un diente de ajo, garum y aceite incorporado poco a poco hasta que quede una salsa hilada. Como dice el autor, “este preparado compone el estómago alterado y favorece la digestión” (IX,X,12), aunque yo tengo mis dudas.

preparación del Moretum. Foto: @Abemvs_incena
Pese a las objeciones de los elegantes, el ajo seguiría formando parte indispensable de las cocinas mediterráneas, aportando su perfume y su sabor inconfundible. Sigue siendo un ingrediente popular, protagonista de algunos platos emblemáticos -las sopas de ajo, el alioli, el pesto, las migas, los escabeches, el ajoblanco, el ajoarriero, el pan tostado con ajo, etc, etc -, sigue siendo indigesto y sigue provocando halitosis. Y, por supuesto, sigue sin estar en lo más alto de los productos gourmet. En eso nada ha cambiado, seguimos siendo.... romanos.

Prosit!

viernes, 13 de diciembre de 2019

SATURNALICIAS NUCES, LAS TÍPICAS NUECES DE SATURNALIA

niños jugando con nueces. Museo Vaticano

Las nueces son un fruto seco altamente alimenticio que los romanos y los griegos consumieron en abundancia. Símbolo de una vida sencilla y austera, este fruto se consume en Europa desde tiempos inmemoriales. Como ahora, se tomaban tanto en los aperitivos como en los postres y, como son frutos de invierno, se tomaban en abundancia en los banquetes de las Saturnales, que tenían lugar -como todo el mundo sabe- entre los días 17 al 23 de diciembre.

Antes que nada, hay que aclarar que bajo el término “nux” (nuez) se recogen todos aquellos frutos no carnosos envueltos en un pericarpio duro, o lo que es lo mismo, con cáscara. Por tanto se entienden como “nueces” no solo las nueces propiamente dichas, sino también otros frutos secos. Macrobio en sus Saturnalia (III,18) nos presenta una escena de banquete donde los comensales tienen como tema de conversación justamente los distintos nombres para las nueces, las cuales se han servido de postre. En su lista está la “nuez iuglans”, nuestra nuez de toda la vida, pero también la avellana (la nuez de Abela o de Preneste, llamada por los griegos ‘nuez del Ponto’ o ‘bellota de Zeus’), la castaña (la nuez de Heraclea o de Eubea o ‘bellota de Sardes’), la almendra (que es la nuez griega o nuez de Tasos), el piñón (la nuez piña) y unas nueces tiernas que revelan el origen oriental de esta planta, pues se llaman ‘pérsicas’. Y aún podríamos añadir a esta lista de Macrobio las bellotas y los pistachos, introducidos tardíamente en Italia desde Siria.

Todas las que menciona Macrobio se consideran ‘nueces’, y todas se hallan en la mesa de los postres de un banquete de Saturnalia, una noche de diciembre. Y es que las nueces son protagonistas de las fiestas dedicadas a Saturno, pero no solo como alimento, sino también como juego.

El juego de las nueces era el típico juego de niños sencillo y barato, al estilo de las canicas. No era uno solo sino diferentes juegos, tantos como diesen de sí las nueces (o los huesos de albaricoques u otras frutas): hacer castillos y derribarlos lanzándoles un proyectil, hacer rodar una nuez y apropiarse de todas las (ajenas) que tocase en su trayectoria, lanzarlas a una jarra a ver cuántas entran dentro… “Al niño, triste ya por dejar sus nueces, vuelve a llamarlo el maestro chillón” leemos en Marcial (V,84), puesto que se han acabado sus vacaciones y debe volver a la rutina escolar.

niños jugando con nueces. Museo del Louvre

Por cierto los niños recogían multitud de nueces en las bodas: a lo largo del cortejo nupcial, justo frente al nuevo hogar de los esposos, se arrojaban nueces a los niños como si fueran caramelos. Lo hacían para atraerse la buena suerte, para favorecer la fertilidad y para mostrar -simbólicamente- la renuncia a las diversiones de soltero del recién casado. De hecho, la expresión relinquere nuces o ponere nuces (‘dejar atrás el juego de las nueces’) significaba justo el abandono de la infancia y la entrada en la vida adulta y sus obligaciones y responsabilidades. Hasta ese punto se relacionaba este fruto con los juegos infantiles.

Pero en las Saturnales los niños no son los únicos que juegan a nueces. La cuestión es que los juegos de azar (los dados, las tabas, el cara o cruz) estaban prohibidos por diferentes leyes y se permitían solo bajo circunstancias excepcionales, como los convivia y, precisamente, las fiestas Saturnales. Ahora bien, el decoro exigía que durante estas fiestas no se debía jugar con dinero, sino apostando nueces. Así lo leemos en Luciano de Samósata: “Deben jugar con nueces; si alguien apuesta dinero, no debe ser invitado a comer al día siguiente” (Sat.). La idea es favorecer la igualdad entre todos los que jugasen, ya fuesen ricos o pobres, señores o esclavos, puesto que las fiestas de Saturno buscaban la relajación de las normas sociales y la participación de todas las capas de la sociedad.
De esta manera, apostando nueces en lugar de dinero, nadie salía ganando ni perdiendo bienes de valor. Marcial lo resume así: “Este papel es para mí juego de nueces, es para mí el cubilete: estas tiradas no causan pérdidas ni ganancias” (XIII,1), haciendo una comparación entre sus versos y el juego de nueces, ambos igual de inofensivos y de poco rentables.

Siendo tan populares en las fiestas de Saturno, eran regalo habitual. De hecho, eran el regalo más barato para ofrecer a amigos y familiares: “De mi pequeña finca, elocuente Juvenal, te mando las típicas nueces de las Saturnales” (Marcial VII,91).
Se sumaban así al resto de regalos ‘clásicos’ por Saturnalia, como los cirios de cera de abeja (cerei), que se solían dar a los patronos,  y las figuras de terracota (sigilla), que se daban a los niños. Aunque en materia de regalos las posibilidades eran muchas. De nuevo Marcial nos ha dejado constancia de estos presentes (xenia) que se acompañaban de unos versos y que eran de lo más variado: un mondadientes, una escupidera de barro, un cestito de olivas del Piceno, unos anillos, un sujetador, un libro, una cuchara para los caracoles, una garrafa para el agua helada, incienso, un perfume, unos higos de Quíos, unas tetas de cerda, un jamón, un ánfora de garum, un vino falerno…. Regalos adecuados al estatus y capacidad económica de cada uno. Sin duda el intercambio de regalos era uno de los platos fuertes de las Saturnales.

figura de terracota (sigilla)

Para acabar, las palabras que el mismo dios Saturno responde a Marcial cuando este le pregunta qué es lo mejor que se puede hacer durante esos días de borrachera: “Juega a las nueces” (XIV,1). Así que ya saben, colóquense el píleo sobre sus cabezas, pónganse cómodos, preparen sus regalos, relájense y jueguénse sus nueces… Saturnalia está a la vuelta de la esquina.

Io, Saturnalia!

viernes, 22 de noviembre de 2019

EPITYRUM DE CATÓN

epityrum nigrum foto:@Abemvs_incena

El epityrum es una pasta de aceitunas que, según Columela, “se usa comúnmente en las ciudades griegas” (Agr.XII,47) y que consumían los romanos desde al menos el siglo II aC. Se trata de una pasta elaborada con la carne de las aceitunas, bien machacada en el mortero, a la que se añaden un buen número de condimentos. La palabra deriva del griego ‘epityrós’, que significa más o menos ‘comido sobre el queso’ y que revela que debía ser un condimento para acompañar precisamente al queso.

Los autores romanos que nos han transmitido la receta son dos: Catón y Columela. Como la receta es de origen griego, seguiremos al autor más cercano en el tiempo a la época en que Roma se apodera del Mediterráneo en general y de Grecia en particular: Catón el Viejo, también conocido como Catón el Censor (siglo II aC).

Veamos la receta original:

Epityrum album nigrum variumque sic facito. Ex oleis albis nigris variisque nuculeos eicito. Sic condito. Concidito ipsas, addito oleum, acetum, coriandrum, comino, feniculum, rutam, mentam. in orculam condito, oleum supra siet. Ita utitor. (De Agricultura 119)

Que traducido sería:

“Receta para epityrum de aceitunas verdes, maduras y variadas. Retira los huesos de las aceitunas verdes, maduras y variadas, y adóbalas de la siguiente manera: corta la carne y agrega aceite, vinagre, cilantro, comino, hinojo, ruda y menta. Cubre con aceite en una cazuela de barro y sirve”.

Adaptación de la receta (véase el libro La cuina Romana per descobrir i practicar del grupo de arqueogastrónomos KuanUm!)

Ingredientes:
  • aceitunas negras y verdes
  • hojas de cilantro
  • hinojo
  • comino
  • hojas de ruda (muy pocas)
  • hojas de menta
  • aceite
  • vinagre

Preparación:

Extraer el hueso de las olivas y trocearlas con un cuchillo.
Machacar en un mortero la mezcla de hierbas frescas o secas y el comino.
Añadir la pulpa de las olivas al mortero (se pueden hacer dos, uno de olivas verdes y otro de olivas negras, o bien uno mezclado) y mezclar con aceite.
Añadir un chorrito de vinagre y servir.

El resultado es una pasta de olivas adecuada para ‘dipear’. El sabor dependerá de los condimentos y las proporciones utilizadas, pero también del tipo de olivas y de la preparación o aliño que llevasen previamente. El epityrum album, de olivas verdes, combina perfectamente con jamón serrano. En cambio, el epityrum  nigrum casa muy bien con el queso.
La receta es fácil de hacer, aunque laboriosa, porque hay que deshuesar las aceitunas y machacar la pasta con mortero (el sabor cambia mucho si se hace con picadora).

epityrum album Foto:@Abemvs_incena

Salud!

lunes, 7 de octubre de 2019

LUPINI, LOS HUMILDES ALTRAMUCES

El altramuz (Lupinus albus) era un alimento muy popular en la antigua Roma. Frugal, nutritivo y barato, el altramuz era un auténtico quita-hambres, un producto que no se escoge por gusto, sino por necesidad.  De hecho, era más apreciado por sus propiedades medicinales y agrarias que por sus bondades gastronómicas. Pero vayamos por partes.

Para empezar, el altramuz ya se consumía en Egipto, junto a las habas, las lentejas y los garbanzos, como prueban las semillas encontradas en el interior de tumbas que datan del Reino Antiguo. Además, los altramuces eran uno de los ingredientes que redondeaban la fórmula de la cerveza, lo mismo que los higos, la miel, los dátiles, la mandrágora… Condimentos que aumentaban los grados de alcohol del zumo de cebada y trigo, que por aquellas tierras se llamaba hnkt, y le daban un sabor particular.

Griegos y romanos consumían los altramuces en abundancia, y numerosos autores dedican páginas y páginas a hablar de su cultivo, producción y recolección, lo mismo que sus usos terapéuticos y medicinales. Sin embargo, pese al gran consumo, nunca aparecen en los textos como un alimento con buena reputación, como sí podrían ser las aceitunas, los higos, el repollo y hasta los rábanos o nabos que tanto gustaban a Curio, a Cincinato y hasta al mismísimo Rómulo, puesto que recordaban la mítica frugalidad de los tiempos pasados. No, el pobre lupino no merece el rango de los frutos de Atenea o Ceres, no es emblemático de nada, es solo un alimento humilde propio de las clases más populares.



De hecho, Columela ya dice que es más propio de animales que de personas, y que se come solo si hay escasez: “Cocido y remojado alimenta bien a los bueyes en el invierno, y si acomete a los hombres alguna escasez de víveres destierra cómodamente el hambre” (RR II,10).

En los textos, las alusiones culinarias se suelen referir a gente pobre que no tiene donde caerse muerta. Así lo vemos en el Satiricón, donde los protagonistas comentan: “Pero no disponíamos más que de una moneda de dos ases y la reservábamos para comprar unos garbanzos y unos altramuces” (Petronio, Sat. XIV,3). Y Ateneo nos hace un retrato perfecto de este producto: “Y se acercó bailando el perverso, vil y abundante altramuz, compañero de triclinio de los pobres” (Deipn.420B).



Se asociaban tanto al populacho que formaban parte de los repartos públicos de alimentos típicos de las élites, que conseguían así popularidad y un reconocimiento fácil, como una estatua de bronce en el Circo, por ejemplo (Horacio Sat.II,185).

Además, los lupini eran muy baratos. Los textos nos muestran que por un óbolo, es decir, la moneda griega de menor valor y peso, uno podía comprarse una ración: “No quiero tener, por Heracles, ni oro ni plata, un óbolo me basta para comprarme altramuces; una fuente o un río me proporcionarán la bebida”, nos dice un filósofo sobreactuado de Los fugitivos de Luciano de Samosata. El mismo precio lo leemos en el Banquete de los eruditos, a propósito del conocido parásito Titímalo, un auténtico muerto de hambre que “volvió a la vida así, aliviado por unos altramuces de los de a ocho por óbolo” (Deipn.VI,240E). Aparecen recogidos también en el famoso Edicto de Precios de Diocleciano del siglo III, donde consta que un sextario de lupini cocti -altramuces remojados- cuesta cuatro denarios. Es el mismo precio que un sextario de olivas negras, cuatro huevos o unos guisantes con cáscara, y resultan más económicos incluso que las lentejas, las habas y los garbanzos, que ya eran baratos. Eso para que se hagan una idea.

Los lupini cocti se podían tomar como tentempié barato -cocidos y remojados, igual que ahora- o bien se incorporaban como postre o en la sobremesa de las comidas, en ese momento en que circula el vino y conviene acompañarlo con algo sólido que prolongue la bebida. Así lo vemos en la cena de Marcial a su amigo Toranio: “Después de esto, si por casualidad Baco te abre el apetito que acostumbra, vendrán en tu ayuda unas buenas aceitunas, recién recogidas de los olivos del Piceno, y garbanzos hirviendo, y altramuces tibios” (Mart.V,78).  La aparición de los altramuces en un banquete indica frugalidad y sencillez por parte del autor, puesto que no son un producto precisamente de lujo. “Humilde es mi pobre cena”, sentencia el autor, avisando a Toranio.
Aunque la aparición de los altramuces en un banquete también puede indicar tacañería, como sucede en el caso del filósofo Menedemo, que con tal de ahorrarse la cena invitaba solo a las sobremesas, en las que servía altramuces y habas junto a la bebida (Deipn.420A).



Por otra parte los altramuces eran muy apreciados por sus propiedades medicinales, que recogen algunos autores como Dioscórides o Plinio el Viejo. Los beneficios de esta legumbre son muchísimos: eliminan los gusanos intestinales y las lombrices, curan úlceras y llagas, también curan la gangrena y la sarna, ayudan contra la picadura de la cobra, provocan la regla y los partos, deshacen los forúnculos y eliminan las erupciones cutáneas, lo mismo que las úlceras y la lepra, alivian la ciática, son diuréticos, mejoran las enfermedades del bazo, eliminan las náuseas,  provocan el apetito…

Al tener tantos beneficios sobre la piel también se usaban como cosméticos. Leemos en Dioscórides (I,109) que “la harina de altramuces purifica la piel y las manchas lívidas” y que “los altramuces, cocidos con agua de lluvia hasta que se deshagan, limpian el rostro”. La harina de altramuces y habas aparece también en un ungüento para que el rostro brille resplandeciente de blancura recogido en Ovidio (Cosmética del rostro femenino, 70-78).
Con el altramuz todo son beneficios.

Como curiosidad, diremos que también se usaban en el teatro a modo de dinero falso, como se aprecia en alguna comedia de Plauto: “Este oro, espectadores, es en realidad oro... cómico; con este oro puesto en remojo se ceba en Italia al ganado bovino, pero aquí para los fines de nuestra comedia es oro filípico” (Poen. 598).

Para acabar, una receta hecha con altramuces remojados: una ensalada de lupini e hinojo. Se trata de un plato de inspiración romana, barato, sencillo y sin necesidad de fuego.


ENSALADA DE LUPINI E HINOJO

ensalada de altramuces e hinojo foto@Abemvs_incena
Pelar los altramuces y partirlos por la mitad. Cortar el hinojo (es opcional escaldarlo unos minutos). Mezclar ambas cosas en una ensaladera y añadir unas alcaparras. Preparar una vinagreta con garum, aceite, vinagre, cebollino y orégano seco. Finalmente, rociar con pimienta.
Sorprendente y bueno.

Prosit!