jueves, 9 de enero de 2020

UBI ALIUM IBI ROMA

El ajo (allium sativum) es una planta de bulbo muy consumida en la Antigüedad. A su facilidad de cultivo y de conservación se unen sus propiedades medicinales y su fama de súper alimento. Como veremos, sirve para curar casi todo, es muy versátil en la cocina y, conservado correctamente, aguanta semanas y hasta meses. Todo son bondades para este fantástico condimento de sabor fuerte y picante. ¿Todo? Bueno, quizá no. Vayamos por partes.

allium sativum Foto: https://commons.wikimedia.org/
Se cree que el ajo procede de Asia Occidental (quizá de Siria) o bien de Egipto, donde su uso está muy bien documentado, y de allí pasó a toda la cuenca del Mediterráneo, donde se cultiva y se consume desde hace más de siete mil años. En el país del Nilo, el ajo formaba parte de la dieta habitual del pueblo. Una cita del historiador griego Heródoto nos documenta su uso en pleno siglo V aC: “En la pirámide está notado con letras egipcias cuánto se gastó en rábanos, en cebollas y en ajos para el consumo de peones y oficiales; y me acuerdo muy bien que al leérmelo el intérprete me dijo que la cuenta ascendía a 4.600 talentos de plata” (Heród. II,125,6). Su uso cotidiano se deduce también de las palabras del pueblo hebreo durante su éxodo, mientras atravesaban el desierto del Sinaí: “Nos acordamos del pescado que comíamos en Egipto de balde, de los pepinos, los melones, los puerros, las cebollas y los ajos” (Números 11:5). A Plinio el Viejo le hacía mucha gracia que los egipcios invocasen al ajo y la cebolla entre sus juramentos y los elevasen a la categoría de dioses y, de hecho, no solo eran sagrados sino que formaban parte de varios rituales mágicos.  También en el país del Nilo los ajos se utilizaban por sus numerosas propiedades medicinales, como demuestra su aparición en diferentes fórmulas terapéuticas del famoso Papiro Ebers, verdadero compendio farmacológico de la antigüedad.

El pueblo griego, como el romano, fue un gran consumidor de esta hortaliza. Se han conservado diferentes tratados de agricultura y de medicina que hablan sobradamente de su cultivo y sus cualidades: Teofrasto, Hipócrates, Dioscórides, Galeno... Lo consideraban un producto fétido pero lo utilizaban como condimento y, sobre todo, como remedio para numerosos trastornos y dolencias.

El pueblo romano era aún más aficionado al ajo que el griego. A los tratados griegos hemos de añadir ahora los de los autores romanos: Columela y Paladio en lo referente a la agricultura y Plinio el Viejo, que nos explica sobradamente sus  propiedades medicinales. Por todos ellos sabemos cómo y cuándo sembrarlos (en invierno) y recogerlos, las numerosas variedades (agreste, colubrinum, praecox, ursinum…), los métodos de conservación (colgados cerca del hogar para que se ahumasen, guardados entre pajas, macerados en salmuera y vinagre), y sus propiedades, que son muchísimas: es laxante, es diurético, favorece la concepción y sirve como prueba de embarazo, cura enfermedades de la piel, elimina piojos y liendres, restituye el cabello perdido tras la tiña, antídoto contra parásitos y mordeduras de serpiente y musarañas, aclara la voz, calma la tos, provoca el menstruo… Vamos, que vale para todo.


ajos carbonizados. EXPO 2015 Milán.

El pueblo romano consumía ajos en abundancia, tal como reza el proverbio: ubi alium, ibi Roma (‘donde hay ajo está Roma’). Se consumían frescos o secos, tanto el bulbo como los brotes, y se preparaban de muchas formas: crudos, hervidos, formando parte de un guiso o una salsa, condimentando el pan, fritos, desecados… A menudo se acompañan de otros alimentos fuertes, tales como cebollas, puerros, mostaza, rábanos, cebolleta o chalotas, todos condimentos capaces de devorar las entrañas de los comensales, como diría cierto cocinero del Pseudolus de Plauto.

Porque sí, el ajo, por muy saludable que fuese, era también muy indigesto y producía -y sigue produciendo- dispepsia en ciertos estómagos. Horacio compara el ajo con la cicuta (Ep.III,3)  y tan mal le ha sentado un plato excesivamente condimentado con ajo que llega a preguntarse: “¿Qué veneno es este que se ceba en mis entrañas? ¿Acaso se coció con estas hierbas, sin yo saberlo, la sangre de una víbora?” (Ep.III 5-8). Hay que aclarar, sin embargo, que Horacio ha sido víctima de una broma de su amigo Mecenas, quién sabe con qué intenciones. Y que es muy posible que ni Horacio ni el propio Mecenas consumieran ajo jamás, por lo indigesto y por lo pestilente.

Porque ese es el otro problema del ajo: provocaba halitosis en quien lo comía, por lo que la gente elegante tendía a evitarlo, sobre todo ante la perspectiva de eventos sociales o encuentros amorosos. Eso no quiere decir, sin embargo, que no les gustase el sabor acre del condimento, lo que no les gustaba era que el aliento apestase. Plinio explica que cuantos más dientes tenga el ajo, más áspero es su sabor y “por esto deja mal aliento” (NH XIX,111), aunque el olor desaparece si no se toman crudos, sino cocidos (nullum tamen coctis). El mismo Plinio nos indica otro remedio: tras comer ajos, se debe tomar una raíz de acelga asada sobre las brasas y odorem extingui, desaparece la fetidez (XIX,113). Y siempre está el remedio que también recoge Paladio (XII,6): sembrarlos y recogerlos cuando la Luna está bajo las tierras y “así carecerá de su mal olor”.


Caupona de Salvius. Pompeya.
El pueblo llano -y la gente sin complejos- consumía ajos sin tanto remilgo. Tenía fama de nutritivo y reponedor de fuerzas, por lo que era ideal para quienes hicieran grandes esfuerzos físicos. “Estás más harto de ajo y cebollas que los remeros romanos” reprocha el militar Antaménides al viejo Hannón (Plaut. Poen.1314). También es propio de campesinos: “¡Oh duras tripas de los segadores!” (Hor.Ep.III,4). Lo mismo que es propio de esclavos, pobladores de tabernas o soldados, que hasta lo dedicaban a Marte, dios de la guerra, potente y combativo como el mismo ajo.

Esta hortaliza es un símbolo de una cierta condición social. “Apestas a ajo” le reprocha Tranión a Grumión en la comedia de Plauto. Y el segundo,  que tiene muy asumido quién es, le responde con conciencia de clase: “No todos pueden oler a perfumes exóticos como tú, ni ponerse a la mesa tan finos como tú. Anda y quédate con tus tórtolas, tus pescados y tus aves, y déjame a mí aguantar mi destino con mis ajos” (Most.44-48).

Pero el ajo no solo era propio de las clases populares. Excepto si alguien quería proyectar una imagen de sofisticación y elegancia máximas, o tenía una cita amorosa, todo el mundo lo consumía. De hecho, era símbolo de unos valores íntegros y austeros y oler a ajos era señal de salud, de seriedad y hasta de respeto a la tradición. ¿Qué comían los antiguos, aquellos que construyeron la República y dieron gloria al pueblo de Roma? Pues eso, rábanos, nabos, cebollas, ajos…

Suetonio cuenta una anécdota sobre el emperador Vespasiano y sobre lo que simboliza el austero ajo en oposición al decadente perfume. Al parecer, cierto joven se presentó ante él para agradecerle la concesión de una prefectura. Eso sí, se presentó muy perfumado y emperifollado, como sin duda pensó que exigía la etiqueta. Sin embargo, al emperador le disgustó tanta finura, y ni corto ni perezoso le soltó: “Preferiría que olieses a ajos”.  Y no contento, “revocó el nombramiento” (Suet.Vesp.8).


Quizá por ser también tan malolientes los ajos se utilizaban en la antigüedad como amuleto contra el mal de ojo. Por ejemplo, Persio indica que para evitar los encantamientos de las sacerdotisas de Isis hay que comer ajo tres veces cada mañana (Sat.V,188). Y quizá también por ser tan pestilentes no tenía buena relación con los templos ni los cultos a los dioses. Por ejemplo, Ateneo nos cuenta que estaba prohibido entrar en el santuario de Deméter si se había tomado ajo (Deipn,X,422D) y otros autores mencionan este alimento como un tabú para los sacerdotes de Zeus Casio en Pelusio, los de Afrodita Líbica o los de la misma Isis.
Medicina, magia y religión van de la mano en el mundo antiguo.


Por lo que respecta estrictamente a la cocina, sabemos que el ajo formaba parte de algunas recetas emblemáticas, como el moretum, una sencilla salsa de queso, aceite y diversas hierbas aromáticas. Aparece en un poema del Appendix Vergiliana, atribuido a Virgilio. El texto explica cómo el campesino Símulo se prepara esta salsa de queso, excavando la tierra con sus propias manos y sacando cuatro ajos, hojas de apio, ruda y cilantro, y posteriormente lo mezcla todo en el mortero, con aceite y vinagre y un pan que también ha hecho él mismo.
Moretum a la manera de Virgilio. Foto: @Abemvs_incena
El ajo también forma parte de una receta llamada sala cattabia, que consiste en una especie de ensalada o plato frío que lleva queso, pan, vinagre, aceite y diferentes verduras y condimentos. Es un plato sencillo y cotidiano, que se sirve frío y que en algunos casos recuerda al gazpacho. La receta la recoge Apicio en su De Re Coquinaria, y es curioso porque este autor nombra al ajo en tan solo tres ocasiones (pensemos que el garum aparece en más de 350 recetas): en la mencionada sala cattabia (IV,I3), en la lista de especias indispensables para la casa (y es que efectivamente era indispensable) y en otra receta más, pero con intención terapéutica: una imitación de pescado salado que lleva comino, pimienta, un diente de ajo, garum y aceite incorporado poco a poco hasta que quede una salsa hilada. Como dice el autor, “este preparado compone el estómago alterado y favorece la digestión” (IX,X,12), aunque yo tengo mis dudas.

preparación del Moretum. Foto: @Abemvs_incena
Pese a las objeciones de los elegantes, el ajo seguiría formando parte indispensable de las cocinas mediterráneas, aportando su perfume y su sabor inconfundible. Sigue siendo un ingrediente popular, protagonista de algunos platos emblemáticos -las sopas de ajo, el alioli, el pesto, las migas, los escabeches, el ajoblanco, el ajoarriero, el pan tostado con ajo, etc, etc -, sigue siendo indigesto y sigue provocando halitosis. Y, por supuesto, sigue sin estar en lo más alto de los productos gourmet. En eso nada ha cambiado, seguimos siendo.... romanos.

Prosit!

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