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domingo, 31 de marzo de 2019

EL ASÀROTOS OIKOS O ‘SUELO SIN BARRER’

Asaroton Museo Aquileia
El asàrotos oikos es un mosaico que decoraba los comedores romanos y que representa un suelo tras los restos de un banquete, es decir, con detalle de todos los desperdicios que habrían caído en él y que reflejan la abundancia de la celebración. Así, en el asàrotos o asàroton oikos es fácil encontrar representados huesos, espinas, cáscaras de huevo, hojas de vid, cabezas de pescado… y toda suerte de residuos propios de una abundante cena, motivo por el cual recibe este nombre, que significa “suelo sin barrer”.

Según nos cuenta Plinio el Viejo, uno de los primeros en realizar este tipo de mosaicos fue Sosos de Pérgamo, en el siglo II aC. Según Plinio, este autor creó un pavimento “en el que representó en pequeños cubos de colores los restos de un banquete sobre el suelo, y otras cosas que normalmente se barren con la escoba, pareciendo que se han dejado ahí por accidente” (NH XXXVI, 184).
Sabemos que este motivo saltaría a Roma donde se pondría de moda, llenando los suelos de los triclinios de desechos, desperdicios y recuerdos de opulentas cenas.

Asaroton Musei Vaticani

Afortunadamente se han conservado algunos de estos mosaicos. En los Museos Vaticanos podemos ver uno que quizá era copia del de Sosos de Pérgamo. Está firmado por Heraklito y decoraba una villa romana de tiempos de Adriano. En él se representa un suelo con muchísimos desperdicios de comida: se pueden ver restos de frutas, espinas de pescado, caracoles, erizos, huesos de pollo, moluscos, hojas de verduras, avellanas y hasta un ratón royendo una cáscara de nuez. En el Museo del Bardo (Túnez) se halla un fragmento de otro de esos pavimentos; en este caso muestra cáscaras de huevo, pescado, frutas y gambas. En el Museo Arqueológico de Aquileia se halla otro más, en este caso del siglo I aC. De nuevo podemos ver una buena representación de los alimentos que formaban parte de la cena: cabezas y raspas de pescados, calamares, frutas -olivas, manzanas, peras, uvas, castañas, higos- y hojas de vid. Para acabar esta relación de los principales asàrotos oikos conservados, hay un ejemplar fantástico en el Museo del Château de Boudry (Suiza), que muestra toda una escena de banquete: los invitados se hallan colocados sobre un stibadium y están en plena francachela, mientras que los esclavos rellenan las copas, sirven la carne y asisten en todo a los comensales. En el suelo se aprecian los restos de una comida aristocrática: caracoles, conchas de mariscos, pinzas de langosta, cabezas de gambas, patas de pollo, espinas de pescado, hojas de verduras, frutos secos… Todo un festival.

Asaroton Museo del Bardo
Pero más allá de una moda, este tipo de pavimento representa una realidad. En las mesas romanas todo aquel alimento que cayese al suelo durante la comida se debía dejar allí, pues ya no formaba parte de los vivos sino que se convertía en ofrenda para los Manes. Consideraban que lo que caía al suelo entraba en contacto con el mundo subterráneo y por tanto servía para alimentar a los difuntos y las larvae. Recoger lo caído al suelo o barrer bajo la mesa era de pésimo augurio, pues se alteraba el delicado equilibrio entre vivos y muertos. Solo tras la prima mensa se podía barrer, momento en que se hacía una lustración, una purificación del suelo rociándolo con una capa de serrín de madera y azafrán. Es también el momento de hacer una ofrenda a los Lares, una ofrenda en la que participan esos alimentos caídos. Por tanto, el motivo representado en estos pavimentos tiene un significado profundamente simbólico, relacionado con la superstición y la esfera de lo ctónico.
Asaroton Château de Boudry
Sin embargo, el supersticioso o religioso no es el único significado que tiene este tema. La representación de comida en las decoraciones remite al concepto de xénia, que en griego significa “regalos de hospitalidad”. Los pavimentos con el motivo del “suelo sin barrer”, lo mismo que los frescos y naturalezas muertas que decoran las villas con imágenes de alimentos y regalos, tienen como finalidad hacer alusión al lujo, a la hospitalidad y al esplendor del que disfrutarán los invitados. Es un instrumento para promocionarse socialmente, un alarde de riqueza y posición social.

Asaroton Musei Vaticani
Al margen de su significación, el motivo del asàrotos oikos nos aporta información interesante sobre los alimentos que se podían servir en una cena de cierta categoría, tanto en cantidad como en calidad. Abundan los alimentos procedentes del mar -pescados, mariscos y moluscos- así como las carnes -gran abundancia de huesos y patas de pollo o de aves- y las frutas y los frutos secos, sin olvidarnos de los huevos y las verduras. Hemos de imaginar que fueron representados por ser estéticamente aceptables (¿quién se resiste al ver ese ratón adorable royendo una nuez?) pero también por ser una realidad en las cenas, ya que lo que vemos allí coincide con los textos conservados, que son una de las principales fuentes de información.

Por ejemplo, veamos unas palabras de Plinio el Joven en reproche a su amigo Septicio Claro por rechazar una invitación a cenar. Plinio no puede evitar mencionar todo aquello que su amigo se va a perder, y a su vez nos menciona la cena que presuntamente prefiere Septicio Claro:

Se habían preparado por persona un plato de lechuga, tres caracoles, dos huevos, gachas con vino melado y con nieve (...), aceitunas, remolachas, calabazas, cebollas y mil otros manjares no menos suculentos (...) Pero tú has preferido, en casa de no sé quién, ostras, vientres de cerda, erizos de mar y bailarinas de Cádiz” (Plin. Ep. I, 15).

La comparación con los mosaicos está servida.

sábado, 26 de enero de 2019

LAS OLIVAS EN LAS MESAS ROMANAS


El producto principal que se extrae de las olivas es el aceite. Es un producto fundamental con múltiples usos: iluminación, cosméticos, rituales, ungüentos, alimentación. Sin embargo, en este texto no hablaré del aceite sino del humilde fruto de la diosa Atenea: la aceituna.

Olivas. Museo Arqueológico Nacional de Nápoles.
La oliva o aceituna fue un producto muy consumido en Roma, lo mismo que en toda la cuenca mediterránea. Es un producto emblemático que se halla presente en todas las mesas, tanto en la de los ricos como en la de los pobres. Las había de diferentes calidades y tipos. Bastantes autores romanos (Plinio el Viejo, Virgilio, Macrobio, Paladio, Varrón o Columela) nos informan de al menos veinte tipos diferentes de aceitunas, entre ellas la licinia, la contia, la sergia, la geórgica, la orquita, la pausia, la mirtea, la egipcia, la alejandrina… Y cada una era apta para un uso concreto. Por ejemplo, la salentina era ideal para las conservas, las de Colminio eran geniales para los perfumes y la sergia para hacer aceite.

En la mesa, las preferidas eran las de importación, es decir, las griegas (como las de Sicione, cerca de Corinto) o las de la Decápolis de Siria, en el límite de Siria con Judea: si hemos de creer a Plinio “aunque son pequeñas e incluso no más grandes que una alcaparra, son famosas por su carne” (NH XV,16). Entre las nacionales, las que tenían mejor fama y, suponemos, mejor sabor eran las del Piceno y las del Sidicino, en la región de Campania. Las olivas picenas las menciona Marcial en numerosas ocasiones formando parte de los banquetes, como explicaré más tarde. Eran tan exquisitas que se enviaban como regalo. “También llegó de parte de un cliente del Piceno un cestillo al que no le cabían unas sobrias olivas” leemos en Marcial (IV,46), a propósito de los regalos que el abogado Sabelo recibe de sus clientes en las Saturnalia.

Cantharos con ramas de olivo. Pompeya.
Las aceitunas no pueden comerse tal cual caen del árbol, sino que hay que adobarlas y ponerlas en conserva. Los textos de los agrónomos Catón y Columela mencionan diferentes recetas: la salmuera, el secado, sumergirlas en mosto cocido, o en vinagre, o en vinagre y mosto… a los que se le podía añadir lentisco, hinojo, sal, aceite… Las aceitunas en salmuera eran muy apreciadas. Los griegos las preparaban ya en el siglo IV aC y las llamaban kolymbàdes (‘nadadoras’), pues la salmuera se mezclaba con aceite, sal y agua marina. Ateneo las menciona como aperitivo ya desde tiempos de los antiguos y Columela las menciona flotando en una parte de salmuera y dos de vinagre. El séviro y tallista de mármol Habinas, en el Satiricón, explicando la cena fúnebre de la que viene, se escandaliza con el comportamiento descontrolado de la gente frente a una buena dosis de olivas en salmuera: “También pasaron una bandeja de aceitunas aliñadas: no faltaron personas tan groseras que se llevaron hasta tres puñados” (Petr.66).

Existen un buen número de ánforas procedentes de la Bética, la Narbonense o Creta, que llevan inscripciones relativas a su contenido, es decir, olivas en conserva, y que servían para comercializar este producto. En algunas leemos “olivae nigrae ex defruto” (‘olivas negras en vino cocido’), maceradas en defrutum o en sapa, gracias a sus cualidades conservantes. Otras especifican la maceración en vinagre, como las kolymbàdes de Creta que se vendían en ánforas de fondo plano.

La gente podía adquirir las olivas ya preparadas en el mercado o en los puestos de vendedores ambulantes. Se vendían en pequeñas cestas o bolsas de esparto y eran accesibles a todos los bolsillos. Según el Edicto de precios de Diocleciano, que data del año 301, por cuatro denarios se podía comprar un sextario de olivas negras (equivalente a 0,547 litros), cuarenta olivas kolymbàdes y solo veinte unidades de olivas de Tarso.

También se podían adquirir en las popinae, establecimientos de comida ya preparada, donde posiblemente las pondrían en conserva los propios taberneros para consumirlas en el mismo local. Oliva condita XVII K. Novembres leemos en las paredes de la pompeyana taberna de Aticto: ‘olivas puestas en conserva el 16 de octubre’ (CIL IV,8489).

Recogida de aceitunas. Museo del Bardo, Túnez
Además de las propias olivas en salmuera, estas se podían comer en forma de una pasta llamada epityrum que, según Columela, “se usa comúnmente en las ciudades griegas” (Agr.XII,47). Consiste en extraer el hueso de las aceitunas, machacarlas en el mortero y mezclarlas con diferentes especias, como cilantro, comino, hinojo, ruda, menta, vinagre y bastante aceite. La pasta resultante es deliciosa. Otra opción era la samsa o sirapa, que se hacía con aceitunas negras muy maduras a las que se añadía sal molida, semilla de hinojo, anís de Egipto, comino, fenogreco y una buena cantidad de aceite para que la pasta resultante no se resecase. Según Columela (Agr.XII,49), esta pasta no duraba más de dos meses sin que se alterase su sabor.

Como he dicho más arriba, las olivas forman parte de las mesas de ricos y pobres. Tanto aparecen en los aperitivos de un banquete fastuoso, como el de Trimalción: “En la bandeja de los entremeses había un asno en bronce de Corinto con alforjas, las cuales, de un lado, iban llenas de aceitunas blancas, y del otro, de aceitunas negras” (Petr.31), como forman parte de la dieta sencilla y medio vegetariana de quien ama la frugalidad: “A mí me sustentan las olivas, a mí las achicorias y las ligeras malvas” (Hor.Carm,I,31).

Se pueden servir junto a otros alimentos a lo largo de una cena, pero lo más frecuente es que aparezcan en los aperitivos (gustatio) o al final de la comida, justo cuando la bebida toma protagonismo. Marcial en un epigrama comenta que las olivas -en su caso siempre picenas- abren y cierran los banquetes (XIII,36) y Horacio, haciendo alabanza de la vida sobria y sencilla, se alegra de que en las cenas no haya desaparecido la buena costumbre de los ancestros de iniciar y acabar la comida con este alimento: “Y aún no se ha perdido toda señal de pobreza en los regios banquetes, pues hay hoy en día un lugar para los humildes huevos y las negras olivas” (Sat.II,2).

Como aperitivo aparecen en un convite preparado por Marcial a sus amigos: lechuga, ajete, conserva de atún, huevos, queso del Velabro “y olivas que han sentido los fríos del Piceno” (XI,52). Y aparecen a menudo al final de la comida, a la hora de la bebida y la diversión, junto a alcaparras, jamón (Plaut. Curc, 90) u otros alimentos estimulantes de la sed: “si por casualidad Baco te abre el apetito que acostumbra, vendrán en tu ayuda unas buenas aceitunas, recién cogidas de los olivos del Piceno, y garbanzos hirviendo, y altramuces tibios” (Mart.V,78). También aparecen en la comissatio de un banquete imperial, en este caso hablando del emperador Claudio: “si se dormía después de la comida, cosa que le ocurría a menudo, disparábanle huesos de aceitunas” (Suet.Claud.VIII).
Pájaros picoteando un cesto de olivas. Museo Arqueológico de Susa (Túnez)
El humilde fruto de Minerva es también protagonista de las sobrias cenas de los filósofos: “El festín consistirá en higos secos, orujo de aceitunas y queso. Pues esas cosas acostumbran a ofertar los pitagóricos” (Ateneo,Deipn. IV,161D). Lo mismo que forma parte de festines modestos, como la cena que improvisan los esclavos en el Estico de Plauto: “Yo veo que este convite es, dentro de nuestros medios, bien apañado; tenemos nueces, habas, higos, aceitunas, pastas, altramuces, restos de galletitas” (Stich.690). La austeridad de las aceitunas las hace protagonistas de la cena de avaros y gente miserable: el millonario Escévola hacía bastar diez olivas para dos comidas (Mart.I,103) y un tal Avidieno, tacaño conocido por todos bajo el sobrenombre de “perro” por lo miserable de su vida, solo comía “olivas de cinco años y bayas de cornejo silvestre”, lo cual es bastante imperdonable, pues entre vida sórdida y vida frugal debe haber una distancia (Hor.Serm.II,2).

Recogida de aceitunas. Ánfora ática.
Catón recomienda el uso de las aceitunas para alimentar a los esclavos, para lo cual indica que se deben utilizar las olivas que caen a tierra del árbol (oleae caducae), que se conservaban en grandes cantidades, o las olivas estacionales (oleas tempestivas), que dan poco aceite, pero nunca olivas de primera calidad. Con estas olivas adobadas, que Catón recomienda estirar bien para que duren más, los esclavos obtenían su companaje o pulmentarium (Cato RR,58).

Recogida de aceitunas. Museo Arqueológico de Córdoba.
Para acabar, las olivas podían servir como ofrenda a los dioses, pues no solo eran un producto emblemático de la civilización griega y romana, sino que son un alimento creado por Atenea / Minerva como regalo para la humanidad. Eso explica que griegos y romanos utilizaran las hojas del olivo para coronar a sus héroes victoriosos y sus campeones olímpicos. Las propias aceitunas, recién recogidas, eran una ofrenda común para dioses y difuntos, que se depositaba en los altares y las tumbas. También el aceite obtenido con la primicia de la cosecha de aceitunas, que era de excelente calidad, se utilizaba para las ofrendas y las unciones sagradas. Y Ateneo menciona este fruto en la cena pública que los atenienses ofrecen en el pritaneo -sede del poder ejecutivo y de los magistrados- en honor a los Dióscuros. Allí colocan sobre las mesas “Un queso y un physte (un tipo de pan de cebada), aceitunas maduradas en el árbol y puerros, en recuerdo de su antiguo género de vida” (Deipn.IV,137E).

La Farga de Arion (Ulldecona, Tarragona).  Plantado en el siglo IV es el olivo más antiguo de la península.

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miércoles, 7 de noviembre de 2018

UN PLATO CON MEMBRILLOS: VITULINAM CUM PORRIS ET CYDONEIS

Mala cydonia. Casa de Livia. Museo Nazionale Romano.
El membrillo es un fruto de color amarillo, de aroma muy intenso y de sabor muy áspero, que se cultiva en la cuenca mediterránea desde tiempos remotos.

Procede de la región del Cáucaso, el norte de Persia y el Asia Menor y desde allí su cultivo se extendió a Grecia e Italia. Una de las variedades más preciadas eran los que procedían de Cydon, en la isla de Creta, conocidos como mala cydonia, de donde derivan los nombres ‘codony’ en catalán, ‘mele cotogne’ en italiano o ‘codoñato’, ‘codoñera’ o ‘coduñer’ de algunas zonas del área lingüística del castellano. Por lo que respecta al término ‘membrillo’, el filólogo Joan Corominas en su Diccionario crítico etimológico de la lengua castellana lo remonta al griego  μελίμηλον, que significaría “manzana de miel”, y esta misma forma habría derivado en el ‘marmelo’ portugués y gallego.

Entre los griegos, el membrillo era una fruta consagrada a Afrodita y se consideraba un símbolo de pasión amorosa y de fecundidad. De hecho, es posible que fuera un membrillo y no una manzana el premio que Paris concedió a Afrodita tras el interrogatorio al que lo sometieron las tres diosas para ver quién era la más guapa.

Venus. Pompeya

Al ser un símbolo de
amor y fecundidad, tenía un papel destacado en las bodas griegas -y también en las romanas- ya que los recién casados debían compartir uno en el banquete nupcial, lo cual traería suerte y prosperidad a la pareja. El poeta Estesícoro (600 aC) canta las bodas de Menelao y la hermosa Elena con los siguientes versos:

Muchos, muchos membrillos al rey le arrojaban al carro
y muchos manojos de mirto
y coronas de rosa
y tupidas guirnaldas de violeta” (187 10D)

Equiparando así los membrillos a los mirtos y las rosas, todos símbolos eróticos.

También el griego Plutarco (s.I dC) en sus Cuestiones Romanas recoge una normativa establecida por el legislador Solón (s.VI aC) según la cual las novias entraban en la habitación nupcial tras morder un trozo de membrillo, lo cual perfumaba sus besos:

“(...) que la novia entrara en la habitación nupcial tras morder un fruto de membrillo para que el primer saludo no fuera desagradable ni ingrato” (Cuestiones romanas III,65)

Casa de Livia Museo Nazionale Romano

Ya como ingrediente, el membrillo era consumido cocido con miel, formando la carne de membrillo o mala mustea, o bien formando parte de salsas para acompañar pescados o carnes. Crudo no lo consumían, puesto que es muy áspero de sabor y muy astringente.

Vamos a rehacer una receta que se encuentra en De Re Coquinaria, el recetario de Apicio. Lleva por nombre  VITULINAM CUM PORRIS ET CYDONEIS (Apicio VIII, V, 2).

La receta tal cual aparece en el libro es muy muy simple, una mera enumeración de ingredientes. Copio tal cual:

Vitulinam sive bubulam cum porris ‹vel› cydoneis vel cepis vel colocasiis
liquamen, piper, laser et olei modicum

Lo que traducido es:

Ternera o buey con puerros, con membrillo, con cebolla o con colocasia
Garum, pimienta, laser y un poco de aceite


Como no hay grandes explicaciones, hemos de entenderla según la lógica. Viendo que el paladar romano prefiere lo cocido antes que lo asado, y viendo su gusto por las salsas, voy a interpretar la receta a modo de estofado:

ESTOFADO DE TERNERA CON MEMBRILLOS Y PUERROS

Ingredientes:

- medio kilo de ternera
- un membrillo
- dos puerros
- garum
- pimienta
- asafétida
- aceite
- vino dulce o defrutum
- caldo

La asafétida se corresponde con el antiguo laser o jugo de silfio, una planta ya extinta en época romana y sustituida por la asafétida. Si uno no dispone de este condimento -que se puede encontrar en algunas tiendas de productos indios- lo puede sustituir por una mezcla de ajo y cebolla en polvo.

El garum era un producto imposible hasta que recientemente se ha puesto de moda. Se puede optar por alguna de las opciones que nos ofrece el mercado, como Flor de garum o Letern, el ‘umami de mar’ que vende Ricard Camarena. O se puede comprar una salsa de pescado oriental de las que siempre ha habido y que no deja de ser eso, salsa de pescado o garum. No son difíciles de encontrar y el resultado es bastante digno. En el peor de los casos, se puede hacer un falso garum machacando unas anchoas en conserva con su propio aceite de oliva. Pero no se debe usar salsa de soja ni pasta de olivas, que no tienen nada que ver.

Elaboración

Cortamos la carne de ternera a daditos. La doramos un poco en una cazuela con aceite de oliva y la reservamos.

Cortamos a daditos el membrillo, pelado y descorazonado. Cortamos a rodajas los puerros. En la cazuela, echaremos el membrillo y los puerros junto con la asafétida. Echaremos un poco de vino dulce (esto es cosecha propia, no lo pone la receta apiciana) y cuando haya evaporado echaremos bastante garum. Añadiremos la carne que habíamos reservado y un poco de caldo (o agua). Sazonamos con pimienta y lo dejamos a fuego lento hasta que todo esté bien tierno.

El resultado es muy curioso. El sabor ácido del membrillo casa muy bien con la carne y sorprendentemente también con el puerro, con el que se complementa a la perfección. Un plato que sirve para ilustrar el paladar de los platos romanos, muy fácil y bastante bueno.

vitulinam cum cydoneis et porris. Foto: @Abemvs Incena

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domingo, 28 de octubre de 2018

OFRENDAS A LOS MANES


Los Manes son las almas de los familiares difuntos de los antiguos romanos, las cuales pasaban a formar parte del culto doméstico de la familia a la que habían pertenecido. Para tenerlos contentos -y así conseguir que fuesen favorables- había que honrarlos de la forma adecuada, ya que de lo contrario podían provocar toda suerte de pesadillas, enfermedades y desgracias, y podían transformarse en Lemures o en Larvae, atormentando a los vivos en sus breves pero frecuentes visitas al mundo terrenal, del que nunca se despegaban del todo.

Para tener a los difuntos tranquilos hay que cumplir con unos rituales, establecidos desde tiempos inmemoriales. Desde la preparación del cadáver y el velatorio en casa con la presencia de amigos y familiares, hasta el entierro en el cementerio, pasando por la procesión hasta la tumba entre músicos y plañideras, todo debía hacerse según el ritual establecido, lo cual ayudaba al difunto a adaptarse a su nueva existencia ultraterrena.

En este proceso de honras fúnebres, la alimentación y la comensalidad cumplen un papel muy importante. Vayamos por partes.

Cortejo fúnebre

El banquete fúnebre: silicernium y cena novendialis

Cuando alguien moría, tanto la casa como la familia se consideraban impuros. Comenzaban entonces unos rituales que duraban nueve días y que tenían una finalidad expiatoria. La primera purificación tiene lugar con un banquete tras el funeral, llamado silicernium. La familia sacrificaba previamente una cerda a Ceres, y después, posiblemente en el mismo cementerio, compartían una comida que se componía, según la tradición, de huevos, apio, legumbres, habas, lentejas, sal y aves de corral.

Restos de las ofrendas (pollo, conejo y cordero) hallados recientemente en la Tumba del Atleta (Roma)
Nueve días después, la familia y los amigos se volvían a reunir. Realizaban libaciones de leche y sangre, que ayudaban a divinizar el alma del difunto, y realizaban un banquete fúnebre, llamado cena novendialis. Según la categoría social y económica del difunto esta celebración podía incorporar gladiadores, músicos u otra suerte de festejos. La cuestión es que con este banquete concluye el período de luto, la familia queda purificada y ya puede incorporarse de nuevo a su actividad habitual.

En el Satiricón de Petronio se explica una de estas cenas novendialis:

Bueno, pero ¿qué es lo que habéis cenado? (...) Empezamos por un cerdo coronado con salchichas; a su alrededor había morcillas y además butifarras, y también mollejas muy bien preparadas; todavía había alrededor acelgas y pan casero, de harina integral (...). El plato siguiente fue una tarta fría cubierta de exquisita miel caliente de España (...). A su alrededor había garbanzos y altramuces, nueces a discreción y una manzana por persona (...) Como plato fuerte tuvimos un trozo de oso (...) Por último, tuvimos queso tierno, mistela, un caracol por persona y uno trozos de tripas, y unos higadillos al plato, y huevos con caperuza y nabos, y mostaza (...) También pasaron una bandeja con aceitunas aliñadas (...) En cuanto al jamón, se lo perdonamos” (Sat. 66).

Los aniversarios del difunto

Tanto el día del nacimiento (dies natalis) como el de la muerte (dies mortis) se celebraban periódicamente por parte de la familia, en una celebración privada que generalmente tenía lugar en el propio cementerio, al lado de la tumba del difunto.
Esta excusa para visitar el sepulcro también servía para alimentar al difunto, quien se creía que pasaba hambre y sed, y de esta forma se reconfortaba su espíritu. Pero sobre todo servía para mantener el recuerdo del difunto entre los vivos y seguir considerándolo parte de la familia, pues se compartía la comida con él.

Necropolis de Portus, Isola Sacra, Ostia
Así pues, la familia en las fechas señaladas se desplazaba a la necrópolis y realizaba in situ un banquete familiar, incorporando a los difuntos en los ritos de comensalidad. Las tumbas podían tener mesas y bancos, y hasta triclinios, para poder compartir una comida en común. Algunas tumbas incluyen verdaderos comedores decorados con pinturas y mosaicos. Otras incorporan cocinas y pozos. La familia debía sentirse cómoda, así que podía llevar sillas y otros muebles que le ayudasen a celebrar su banquete como si estuviera en casa. Al difunto se le reservaba un espacio vacío y literalmente compartían la comida con él. Se le podían hacer ofrendas de determinados alimentos, como huevos, lentejas o habas, alimentos asociados a la fertilidad y al misterio de la vida y la resurrección. También pan, frutas o pasteles. Y vino, mucho vino, sustituto de la sangre. Y, en el caso de sacrificar un carnero o una cerda, la propia sangre, porque es la bebida favorita de los muertos.

Estas ofrendas podían llegar al difunto a través de tubos de libación, es decir, tubos de arcilla que comunicaban con las cenizas del cadáver y a través de los cuales se podían verter líquidos procedentes de las libaciones, así como flores.

Tumba con tubo de libación.
Fuente: agrega.juntadeandalucia.es
Una de estas libaciones en honor del fallecido la podemos ver en el Satiricón:
se nos obligó a verter sobre los pobres huesos del difunto la mitad de la bebida” (Petr. 65).

También Eneas sobre la tumba de su padre Anquises:
libando según el rito dos copas de vino puro las vertió en tierra, dos de leche nueva, dos de sangre consagrada, y esparce flores purpúreas” (Virgilio, Aen.V, 77 ss.)

Las festividades de difuntos

Las festividades que el mundo romano dedicaba a los difuntos eran muy numerosas. Entre ellas destacan las Parentalia, entre el 13 y el 21 de febrero, dedicadas a los difuntos de la familia. En esos días no se podían celebrar matrimonios y no brillaba el fuego en los altares. Los ocho primeros días se dedicaban al culto privado y el último, el día 21, era una fiesta pública que recibía el nombre de Feralia. Esos días se depositan en las tumbas ofrendas que consisten en sal, pan, vino, miel, leche y flores. Los difuntos, que vagan entre los vivos, disfrutan y agradecen todas las ofrendas: “Ahora andan vagando las almas sutiles y los cuerpos enterrados en los sepulcros; ahora se nutren las sombras del alimento servido” (Ovid. Fast. 2, 566-567). También se llevaban ofrendas el día siguiente, el 22 de febrero, festividad de Caristia, en la que los miembros de la familia, tras honrar a sus difuntos, agradecían el hecho de seguir vivos.

Tumba romana

También destacan las Lemuria, los días 9, 11 y 13 de mayo, que buscaban conjurar a los Lemures, las almas de los muertos que pretenden atormentar a la familia. Para ello el pater familias debía cumplir un ritual a medianoche que incluía arrojar a la espalda nueve habas negras, golpear un objeto de bronce y pronunciar unas fórmulas que alejaban los posibles espíritus que vagasen por la casa. Las habas se relacionan con el inframundo, y a menudo se arrojaban también como ofrenda sobre las tumbas, como hemos visto.

Para acabar, había otras festividades en honor de las almas de los difuntos: las Violaria (22 de marzo), en las que se les llevaban violetas; las Rosalia (23 de mayo), en las que se ofrendaban rosas; y la de los Lares Tutelares (1 de mayo), en honor a los antepasados, en las que se tomaba un pan dulce con huevo, símbolo de resurrección.

Las ofrendas a los Manes

En general, los difuntos preferían alimentos sencillos. Leemos en Ovidio:
También las tumbas tienen su honor. Aplacad las almas de los padres y llevad pequeños regalos a las piras extintas. Los manes reclaman cosas pequeñas (...). Basta con una teja adornada con coronas colgantes, unas avenas esparcidas, una pequeña cantidad de sal, y trigo ablandado en vino y violetas sueltas. Pon estas cosas en un tiesto y déjalas en medio del camino. No es que se prohíba cosas más importantes, sino que las sombras se dejan aplacar con estas; añade plegarias y las palabras oportunas en los fuegos que se ponen” (Ovid. Fast. 2, 533-543).

Ya hemos visto que se prefiere el pan, la sal, la leche, la miel... alimentos muy básicos y no perecederos. También otros bastante simbólicos como los huevos o las legumbres, relacionados con el mundo mortuorio, la fertilidad y la resurrección. También la sangre y su sustituto, el vino, bebida favorita de los difuntos.

Pero a los manes les gustaban también las ofrendas florales, símbolo de renovación y felicidad. Les gustaban especialmente las flores naturales, por lo que era habitual que se criaran entre los sepulcros. Así lo comprobamos en los textos:
¿No nacerán ahora de aquellos manes, no nacerán del túmulo y de las cenizas afortunadas, violetas?” (Pers. 1,38-39).

A los manes se les ofrecían en forma de coronas o ramos violetas, rosas, mirtos o lirios.

Nos despedimos con el texto de un epitafio conservado en los Museos Vaticanos:

Caminante, los huesos enterrados de este hombre te ruegan que no mees en esta tumba. Y, si eres una persona agradable, prepara una copa, bebe tú, y dame a mí también de beber (CLE 838)

Escena de banquete. Relieve funerario. Landesmuseum, Bonn

Feliz Día de Difuntos!