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miércoles, 18 de julio de 2018

BRASSICA RAPA Y EL MITO DE LA FRUGALITAS ROMANA

Uno de los productos que se hallaban en la base de la alimentación romana eran los nabos. Esta hortaliza, la Brassica rapa, se conoce como nabo, naba, raba, colza o berza, y está emparentada con las mostazas y también con los rábanos, con los que a menudo se los confunde en los textos.

Eran económicos y nutritivos y según Plinio el Viejo, constituían el tercer producto en orden de importancia, justo detrás del trigo y las habas (Plin. NH XVIII,126). Eran de gran utilidad, pues se aguantaban bien hasta la cosecha siguiente y por tanto servían para mantener alejado el fantasma del hambre entre los campesinos y las clases más populares. Se cultivaban fácilmente, servían también para alimentar a los bueyes y se podían consumir no sólo las raíces sino también las hojas y hasta los brotes (Plin.NH XVIII,127).
Los nabos, nabas y rábanos son, pues, un producto emblemático propio de un pueblo que ensalzaba la agricultura como una de las más nobles actividades.

Los nabos son el símbolo de la frugalidad romana por excelencia. Representan los viejos tiempos en los que Roma no estaba corrompida por las costumbres decadentes de los pueblos orientalizantes, cuando los hombres eran duros y resistentes y se conformaban con los alimentos más básicos de su propio huerto. Esa imagen de frugalidad y perfección moral se fragua aproximadamente en el siglo II aC. Es este un momento fundamental: tras las conquistas del Mediterráneo oriental se inicia el esplendor de Roma, pero también el contacto con otras culturas promoviendo un proceso de asimilación y un cambio de paradigma. Roma ya no es un pueblo de pastores y agricultores, Roma es una potencia que ve cambiar su política exterior, que es testigo de intercambios comerciales y de influencias orientales de todo tipo, que asiste al enriquecimiento progresivo de las clases altas y que se va convirtiendo, paso a paso, en un imperio.

En este preciso momento se fragua el mito de la frugalidad ancestral de Roma. El lujo y el refinamiento que caracterizaba a los admirados griegos se implanta en Roma y aparece un movimiento tradicionalista que propugna la vuelta a los valores que se consideran auténticamente romanos: la vida del campo, la austeridad, la dedicación al estado y a la familia, la falta de corrupción en las costumbres, la vida sencilla, la dureza de carácter… Roma se forja un pasado ideal, austero y digno, para reivindicar su identidad cultural.

En este imaginario los productos más sencillos cobran un valor simbólico excepcional, como es el caso de los nabos.

trabajos agrícolas
Entre las leyendas, tenemos a Manio Curio Dentato, el perfecto ejemplo de vida incorruptible y de costumbres sobrias, héroe de los primeros tiempos de la República Romana. Tribuno de la plebe, cónsul en tres ocasiones, pretor y censor, M. Curio Dentato ha pasado a la historia por acabar con las guerras samnitas y expulsar al rey Pirro de Epiro allá por el siglo III aC. Al parecer, los samnitas le habían enviado unos emisarios cargados de oro para corromperlo, y lo hallaron en su huerto comiendo en un humilde plato de madera unos nabos que él mismo se había asado. El episodio aparece en Plinio: “nuestros anales nos dicen que cuando los embajadores de los extranjeros le trajeron el oro que él rechazó, se hallaba asando un nabo en el fuego (rapam torrentem in foco)” (Plin. XIX,87), y lo retoma Juvenal: “Por su mano, Curio en su pequeño hogar las hortalizas aderezaba, que cogido había él en su huerto” (Iuv. XIX,78).

Dentato rechazando regalos de los samnitas. Amigoni

Lo mismo podríamos decir del cónsul, general y dictador Lucio Quincio Cincinato (519 aC - 439 aC), el perfecto hombre de estado que se dedicaba a arar la tierra una vez terminado su mandato político. Pese a ser un patricio, se dedicaba a cultivar sus tierras personalmente y se incorporaba a sus obligaciones cívicas solo cuando era convocado por el Senado, volviendo al campo justo inmediatamente después. Ejemplo de honradez y virtud, de fortaleza de alma y equilibrio moral.  

Cincinato abandona el arado para dictar leyes a Roma. Juan Antonio Ribera

Incluso el fundador de Roma, el mismísimo Rómulo, se alimentaba de nabos y rábanos. Y una vez convertido en dios, seguía alimentándose de ellos en el cielo, pues sus costumbres continuaban siendo parcas, austeras y moderadas, como corresponde a un romano auténtico. Así lo vemos en Marcial: “Estos rábanos (rapa) que se gozan con el frío invernal y que te doy a ti, en el cielo suele comerlos Rómulo” (Mart. XIII,16) y en Séneca quien, hablando de la divinización de Claudio, -que tenía fama de comilón- dice: “es de interés público que haya alguien que pueda ‘zamparse los nabos hirviendo’ en compañía de Rómulo” (Sen. Apol.9,5).



Esta imagen mitificada del perfecto romano de los primeros tiempos de Roma, concretada en el cultivo de los productos de la tierra (nabos, zanahorias, rábanos, cebollas, ajos, coles, habas, altramuces, cereales), que forman parte de su modo de vida y que le confieren carácter y resistencia moral, son una pura invención.
Desde el principio, la cultura romana había estado en contacto con otros pueblos, como los etruscos y los griegos, de los que habían adoptado sin ningún problema sus nuevos cultivos, sus técnicas de conservación de alimentos, sus nuevos productos (aceite, vino, garum) y sí, sus gustos refinados (triclinios, perfumes). En el siglo II aC, cuando se forja esta imagen mitificada del “romano perfecto”, la primitiva frugalidad era sólo una pose o una necesidad. No nos engañemos, es sólo una hortaliza, si se puede comer algo mejor, se come.

Dejando a un lado su dimensión mítica y volviendo al alimento, el nabo se puede cocinar de diferentes maneras. Lo más habitual es comerlo cocido. Apicio propone dos recetas. En la primera (III,13,1) indica que, tras cocerlos y escurrirlos, se deben volver a hervir en una salsa hecha con comino, ruda, benjuí de Partia, miel, vinagre, garum, defrutum y aceite. En la segunda (III,13,2) la propuesta es mucho más sencilla: “Hervirlos en agua y servir. Echar por encima unas gotas de aceite y, si se quiere, añadir vinagre”.
Se ponían en conserva y se tomaban como encurtidos. Varrón nos dice que “los nabos se conservan troceados en mostaza” (Rust.I,59,3); Paladio los prepara con “un aliño de mostaza mezclada con vinagre” (XIII,5) y Columela propone encurtirlos con una salsa de semillas de mostaza, agua nitrada y vinagre blanco y fuerte (XII,55). De esta manera se tomaban como aperitivos, como indica Ateneo (Deipn. IV,133C).

nabos a la mostaza Foto: @Abemvs Incena (Tarraco Viva 2017)
Se podían utilizar también como acompañamiento -Apicio presenta una receta de pato con nabos (VI,2,3)- o como base para mezclarlos con otros ingredientes, al modo de nuestro puré de patatas. Es el caso de la receta de escórpora con nabos de Apicio (Vin,7), donde los nabos se cuecen con agua, se escurren bien apretando con las manos, se pican en trozos muy pequeños y se mezclan con el pescado y las especias.
Ateneo narra una anécdota en la que a Nicomedes, rey de los bitinios, se le antojan unas sardinas frescas que no tenía. Su cocinero, inteligente y creativo como un poeta, consigue engañar sus sentidos con un nabo cocido: “Cogiendo un nabo tierno, lo cortó fino y largo, imitando el aspecto de la propia sardina, lo hirvió, lo roció con aceite poniéndole sal en consonancia, esparció por encima semillas de adormidera negra en número de cuarenta, y en plena Escitia satisfizo su deseo” (Aten.Deipn.I,7E). La versatilidad del alimento queda patente en esta anécdota, que salió perfectamente gracias al genio culinario de su anónimo cocinero, ya que “Nicomedes, al tiempo que masticaba el nabo, hacía a sus amigos el elogio de la sardina”.
Los nabos se podían tomar también asados. Recordemos la leyenda de Curio Dentato, que justo estaba asando nabos (rapam torrentem in foco) cuando vinieron inútilmente a corromperlo. Esta preparación también la menciona Ateneo: “Traigo esta naba aquí para asar” (Deipn. IX,369E).

Como alimento emblema de los primeros tiempos de Roma, atesora un buen número de virtudes, no solo morales, sino también medicinales. Por ejemplo, cura los sabañones, es diurético y auxilia contra los venenos mortíferos (Plin.NH XX,3 y Diosc.II,110); es adelgazante (Aten. Deipn. IX,369E) y hasta estimula los placeres afrodisíacos (Diosc.II,110). Lástima que todos los autores les vean una pega (a los nabos, las nabas y los rábanos): que son altamente flatulentos.

Como representa tantas virtudes morales, es también un alimento adoptado por los filósofos -lo mismo que los altramuces-, que así pueden expresar su estilo de vida alejado de los excesos. Luciano de Samósata, el pensador satírico que vivió en el siglo II de nuestra era, critica a menudo a los filósofos de su época, a quienes considera unos charlatanes y unos hipócritas. En un epigrama leemos: “En el banquete vimos la gran sabiduría de Cínico el barbudo, el que va apoyado en el bastón. Primero se abstuvo de altramuces y de rábanos diciendo que la virtud no debe ser esclava del vientre” (Epig.48). Es decir, nos presenta lo que debía ser una dieta modelo a seguir por parte de aquellos que defienden la continencia. La crítica de Luciano no se hace esperar: “Mas cuando ante sus ojos vio un teta de lechona blanca como nieve con salsa amarga que borró de su mente tan sabios pensamientos, contra lo esperado la pidió y se la tragó de golpe y dijo que la teta en cuestión no transgredía la virtud”.

Nabos, nabas, rábanos. Alimento humilde elevado a símbolo del pueblo romano. Acompañamiento de platos, aperitivo, ofrenda a Rómulo. Los nabos representan un antídoto contra la corrupción moral y la molicie.

Prosit!

lunes, 8 de enero de 2018

ANFITRIONES TIRÁNICOS EN LAS MESAS ROMANAS: TANTO VALES, TANTO COMES


A partir de un cierto momento, que podemos situar según las fuentes hacia finales del siglo I dC, una moda cruel se impone entre la aristocracia: servir platos diferentes a los invitados en función de la importancia social o personal que tienen para el anfitrión. Este sistema de reparto de alimentos, junto al de la posición que se ocupa en el triclinio (que ya fue objeto de una entrada anterior en este mismo blog), es un sistema infalible para marcar las jerarquías en la mesa: se reproduce la escala social y se establece públicamente lo que cada cual vale a ojos del anfitrión quien, de esta manera, se convierte en un maestro de ceremonias que reparte la comida como un príncipe en busca de la admiración de sus súbditos.

Conocemos esta moda de menospreciar a los convidados a través de las fuentes escritas, especialmente los autores satíricos Juvenal y Marcial. Ambos tuvieron que soportar en algún momento de su vida este trato desigual: Juvenal sufrió el destierro y la pérdida de su patrimonio y Marcial cayó en desgracia cuando su protector, Séneca, tuvo que suicidarse.
Los dos autores nos nutren de numerosos ejemplos de maltrato al convidado que abarcan diferentes aspectos.

El primero de ellos es la calidad de la propia comida que se sirve. Marcial echa en cara a un tal Póntico: “¿por qué no me sirven la misma cena que a ti? Tú tomas ostras engordadas en el lago Lucrino, yo sorbo un mejillón habiéndome cortado la boca. Tú tienes hongos boletos, yo tomo hongos de los cerdos; tú te peleas con un rodaballo, en cambio yo, con un sargo. A ti te llena una dorada tórtola de enormes muslos; a mí me ponen una picaza muerta en su jaula” (Mart. III,60). Los ejemplos en este sentido son abundantes. Juvenal dedica toda una sátira a criticar la vergonzosa cena de un tal Virrón, quien humilla a sus invitados más humildes marcando una diferencia sensible entre ellos y él mismo y sus invitados más poderosos: “Mira qué cuerpo tiene la langosta que traen al amo, cómo realza la bandeja, y con qué guarnición de espárragos tan completa, y esa cola con la que desdeña a la concurrencia mientras se aproxima traída en alto  por  las manos del imponente camarero. A ti en cambio se te sirve en una escudilla minúscula un langostino encerrado dentro de medio huevo, una comida de ofrenda fúnebre” (Iuv. V,80-85).


Las humillaciones no se limitan a las preparaciones, sino que abarcan también a los condimentos: “El amo rocía su pescado con aceite del Venafro. Por el contrario, la col descolorida que te traen a ti, desgraciado, olerá a candil” (Iuv. V,86-88), dejando claro que al pobre cliente se le ha dado un aceite de segunda regional, más apto para la iluminación que para el consumo. El maltrato se extiende también al pan: “un pan que apenas se puede partir, unos trozos ya enmohecidos de harina apretada que dan trabajo a las muelas y no permiten ni un mordisco. Pero el tierno y blanco como la nieve y elaborado con blanda harina candeal se reserva para el amo” (Iuv. V,68-71). Y pobre de ti si intentas coger pan del cesto equivocado, porque un esclavo te llamará la atención: “¿Quieres tú, comensal descarado, atiborrarte del cesto habitual y reconocer el color del pan que te corresponde?” (Iuv. V,74-75).  En esta misma cita se hace patente otro de los factores que sirven para marcar la desigualdad entre los comensales: la humillación llevada a cabo por los esclavos del servicio de mesa que, como “objeto de lujo” que son, tienen venia por parte del anfitrión para llamar la atención y mirar por encima del hombro al convidado pobretón. De hecho, el trato mortificador por parte de los esclavos es una de las mejores formas para humillar a un cliente, dejándole claro que se le invita solo por obligación: “Un esclavo comprado por tantos miles no sabe hacer la mezcla a los desharrapados; mas su hermosura, su juventud, se merecen que mire por encima del hombro. ¿Cuándo se acerca a ti el getulo? Aunque lo ruegues, ¿cuándo se presenta para suministrarte agua caliente o fría? (Iuv. V,60-64).


Por supuesto, la discriminación abarca también a las bebidas. De nuevo se queja Marcial de la calidad del vino y ya de paso también de la vajilla: “Nosotros bebemos en copas de cristal; tú, Pontico, en murrinas. ¿Por qué? Para que una copa transparente no deje ver dos vinos distintos” (Mart. IV,85). Y lo mismo podemos decir del agua: “Si el estómago del amo siente ardores a causa del vino y la comida, se le pide agua hervida más fría que las nieves géticas”, nos dice Juvenal, pero puntualizando que “El agua que bebéis vosotros es diferente” (Iuv. V,49-52).


Se podría pensar que los testimonios de Marcial y de Juvenal están salpicados de cierto rencor, debido a su situación clientelar. Sin embargo, otros autores más pudientes confirman en sus textos esta práctica tan mezquina por parte de la nobleza, dejando claro no solo que no se trata de una queja clasista por parte de los autores satíricos, sino también que buena parte de la aristocracia rechazaba esta moda. Plinio el Joven, abogado, escritor, científico y patricio como el que más, nos relata una cena en casa de alguien que considera despreciable, en la que se hacen tres tipos de distinciones: los más poderosos, los más humildes y los libertos, y condena claramente esta moda reciente, “esta nueva combinación de extravagancia y avaricia”:

“disponía copiosos manjares para él y para unos pocos y despreciables y escasos para los demás. Había distribuido también el vino en recipientes pequeños distinguiendo tres tipos, no para que hubiera posibilidad de escoger, sino para que no hubiera medio de rechazar: uno para él y para mí, otro para sus amigos menos íntimos -pues clasifica a sus amigos en diferentes grados- y otro para sus libertos y los míos. Lo advirtió el que estaba recostado junto a mí y me preguntó si lo aprobaba. Le dije que no; repuso: “-Entonces, ¿qué criterio sigues tú? -Brindo a todos lo mismo; pues invito a una comida, no a una afrenta, y trato de igual a igual en cualquier aspecto a quienes he igualado en mesa y triclinio. -¿También a los libertos? -También; pues entonces los considero comensales, no libertos” (Plin.Ep.2,6).

Si el objetivo final de esta moda era incomodar a clientes y libertos hay que decir que se conseguía. Marcial nos dice: “Me invitas por cien cuadrantes y tú cenas a base de bien. ¿Me invitas, Sexto, a cenar o a sentir envidia?” (IV,68). Es decir, Marcial echa en cara que se le invite por cien cuadrantes, o lo que es lo mismo, el valor de la sportula en sus tiempos. Por lo tanto, el patronus estaría pagando una cena por valor exacto a lo que se estipula por convención social. Juvenal ni siquiera sugiere que pueda ser por tacañería, sino simplemente por mala intención: “Quizá pienses que Virrón está mirando por la economía. Hace esto para que sufras” (Iuv.V,156-157). Y condena tanto al anfitrión tiránico como al comensal pobretón y conformista, que aguanta lo que sea con tal de sentarse a la mesa de un patricio: “si puedes aguantarlo todo es que debes. Un buen día ofrecerás tu cabeza pelada al cero para que te den golpes en ella, y no temerás sufrir duros latigazos, digno como eres de un banquete así y de un amigo tal” (Iuv. V,170-174).

Sea como fuere, esta “nueva combinación de extravagancia y avaricia” como diría Plinio no era una costumbre totalmente generalizada ni tampoco aceptada por toda la aristocracia. El emperador Adriano controlaba personalmente la calidad de los platos que se servían a todos sus comensales, y para eso hacía que le llevasen muestras de lo que había en otras mesas, por si acaso en las cocinas habían preparado las viandas de manera diferente: “cuando ofrecía banquetes en múltiples triclinios, ordenaba que sirvieran manjares de otras mesas, incluso de las más alejadas” (Spart.Hadr.XVII,4-5).

Claro que Adriano es uno de los “cinco emperadores buenos”, impulsor de políticas culturales, reformador de la administración, pacificador de las fronteras, viajero, filósofo y militar competente, y por tanto no se espera menos de él. Nada que ver con el comportamiento disoluto y corrupto de Heliogábalo, que se corresponde, cómo no, con el trato a los comensales:

“Al segundo plato, ofrecía a sus parásitos comida, unas veces en cera, otras en madera, otras en marfil, en alguna ocasión en barro y algunas veces incluso en mármol o piedra, con el fin de que pudieran contemplar, en distinta materia, todos los alimentos que él comía, aunque solamente bebían en cada uno de los servicios y se lavaban las manos, como si hubieran comido” (Lampr.Elagab.25,9).

Obsérvese la maldad de presentar los alimentos en efigie, dejando a todos con los dientes largos. Por si a alguien le cabía alguna duda de su posición dentro del grupo. Qué poco elegante por su parte.


En conclusión, el reparto desigual de la comida en las cenas romanas era una forma más -no la única, no siempre- de marcar las diferencias sociales, de dejar claro a cada uno qué posición ocupa en el mundo y especialmente en el círculo de quien le ha convidado. Recordando la célebre expresión de Brillat-Savarin: “dime qué comes y te diré quién eres”, en estas cenas casi podemos decir lo contrario: “dime quién eres y te diré qué comes”.


jueves, 27 de abril de 2017

COCINANDO PARA ADRIANO: EL TETRAFÁRMACO


Busto de Adriano. Musei Capitolini. Roma
Hace ya tiempo que sentía curiosidad por este misterioso plato, de nombre sugerente y receta desconocida: el tetrafármaco.
Cuando se busca información de una receta romana, se recurre a las fuentes, casi siempre Apicio, aunque también Arquestrato, Columela, Varrón, o incluso las pistas que se deducen de los menús que mencionan en sus libros Juvenal, Marcial o Petronio. Con la información que se posee sobre el paladar romano, los ingredientes y los métodos de cocción se pueden intentar reproducir las recetas, aunque ya se sabe que las dificultades temporales y materiales son bastante severas. Pero al menos se intenta.
No es el caso del tetrafármaco.
Este plato está sujeto a la imaginación y la interpretación de quien quiera adaptarlo, porque de él conocemos bien poco: los ingredientes -con reservas- y su inventor -con reservas también-. Poco más.


Vayamos por partes.


El tetrafármaco (“tetrafarmacum”) aparece mencionado tres veces en la Historia Augusta, que es una colección de biografías de emperadores romanos escrita en fecha bastante tardía (¿quizá el siglo IV?) y cuyo contenido es bastante sospechoso, pues parece que hay mucho de invención y subjetividad por parte de sus autores (o autor, como dicen algunas teorías).
Las tres menciones se refieren a una biografía de Adriano (76 - 138), escrita por Mario Máximo, pero que no se ha conservado. Bien, pues en la Historia Augusta se nos dice que el plato en cuestión fue inventado por Lucio Elio Vero (101 - 138), un noble de costumbres refinadas y de vida relajada, lujuriosa y bastante frívola. Elio Vero había sido adoptado por Adriano y nombrado su sucesor al trono, quizá por sus contactos políticos, ya que carecía de experiencia militar. La cuestión es que Elio Vero, en un arrebato de creatividad culinaria a lo Apicio, inventó el tetrafármaco, plato que le encantaba al emperador Adriano, según la Historia Augusta: “El único alimento que comió con gusto, entre todos, fue el tetrafármaco, un combinado de faisán, tetina de cerda, jamón y pasteles” (inter cibos unice amavit tetrafarmacum, quod erat de fasiano, sumine, perna et crustulo) (Historia Augusta, Adriano XXI, 4).
El plato es en realidad un pastel de carne de caza. Al emperador Adriano le encantaba cazar, ya desde su juventud en Itálica. Por aquel entonces, la caza entre los romanos de bien no tenía demasiada buena fama, y parecía una actividad más propia del pueblo griego que del pueblo romano, dedicado en exclusiva a su ager civilizado. Pero eso no era problema para Adriano, siempre seguidor de las costumbres helenísticas. Tras él, los nobles adoptarán las costumbres cinegéticas hasta el punto de que en la dinastía antonina la caza será parte fundamental de la vida en una villa rústica.
El tetrafármaco aparece mencionado una tercera vez en la vida del emperador Alejandro Severo (208 - 235), el último de la dinastía severa y también el último emperador civil de Roma, ya que tras su muerte se iniciaría una larga lista de gobernantes militares, muchos de ellos de origen bárbaro y bastante mala prensa. Quizá por ello el autor (o autores) de la Historia Augusta le atribuye el gusto por el tetrafármaco, para parecerse a Adriano, que es uno de esos emperadores que la historia aprueba con nota. Así pues, Alejandro Severo “tomó frecuentemente el tetrafármaco que utilizó Adriano” (Historia Augusta, 30,6), pero no se nos ofrece mucha más información.


Por otra parte, el nombre “tetrafármaco” es una especie de broma. Con ese nombre se conocía un compuesto farmacéutico griego (tetrapharmakon) formado de cuatro elementos: cera, resina de pino, brea y grasa animal, tipo tocino de cerdo. Sería algo así como una “medicina cuádruple”, un emplasto milagroso contra el pus. El nombre fue adoptado por los filósofos epicúreos para describir un remedio que actuase contra los miedos que atenazan al ser humano, es decir, como una receta para conseguir la felicidad mediante los placeres de la vida. El emperador Adriano, cultivado en la filosofía epicúrea, llamaba así a este pastel de caza, pues es también un remedio para curar el alma, eso sí, a través del estómago.


Como se ve, reconstruir un tetrafármaco es labor de pura imaginación. Sabemos, eso sí, que llevaba faisán, tetilla de cerda, jamón y pasteles (fasiano, sumine, perna et crustulo), aunque la Historia Augusta da una versión alternativa con cinco ingredientes, que es la creación personal de Elio Vero, y se llamaba “pentafármaco”: “un combinado de tetina de cerda, faisán, pavo, jamón adobado y jabalí” (Elio 5,4). No quedaremos con la anterior, porque el pentafármaco carece de toda poesía epicúrea.


Reconstruir la receta


Partimos de los ingredientes, complicadísimos de conseguir. El faisán procede de Asia y fue incorporado al mundo griego por los mismísimos argonautas, que lo trajeron de la Cólquide (Phasis). Desde el siglo II aC fueron imprescindibles en las mesas romanas. Las tetillas de cerda son una auténtica delicatessen romana, sobre todo las de cerdas preñadas, bien repletas de leche. El jamón es un alimento de categoría presente en todas las despensas, guisos y fases del banquete, con el mismo éxito que hoy en día. Junto a estos tres, el crustulum, es decir, la galleta o masa crujiente que se forma a partir de la mezcla de cereal y agua (puls). Si esta se deja tostar, formando una especie de costra, se llamaba así, crustulum.
Traducción de todo esto: como se trata de un pastel de carne, usaremos diversas masas (brisa, hojaldre, pasta brick) y sustituiré las carnes complicadas por otras equivalentes: codorniz, ciervo (carne de caza), manitas de cerdo (gelatinosas como las tetillas) y lacón (como jamón adobado). Al fin y al cabo no existe receta y a mí nadie me quita que esto es una empanada de carne.


Adaptación (e invención) de la receta


En una cazuela grande marcaremos la carne de ciervo y de codorniz, troceada minutatim para que se selle y la reservaremos aparte.
En la misma cazuela, pondremos a rehogar en aceite una ramita de apio, un puerro pequeño, media chirivía, una cebolla pequeña y una zanahoria.
Cuando este sofrito esté dorado, añadiremos la carne de ciervo y codorniz que teníamos apartada, el vino tinto, un caldo hecho previamente con los huesos de las manitas de cerdo, el falso garum (a base de anchoas en salazón), un manojo de hierbas secas (laurel, orégano, tomillo, romero, hinojo), dos cucharadas de miel de tomillo, semillas de cilantro y piñones. Posteriormente añadiremos la carne de las manitas de cerdo y el lacón. Lo dejamos un buen rato, y ya estará hecho el relleno.
Foto: @Abemvs_incena
Tras esto, imaginación para rellenar la masa. Nosotros hemos hecho diferentes propuestas: las mini pizzas y los vol au vent hechos con hojaldre, las empanadillas y mini quiches con pasta brisa y los rollitos con pasta brick. Lo importante es la esencia de la receta: un plato que amalgama ingredientes de manera que ninguno cobra protagonismo, sino la suma de todos. Un plato con el aporte de grasas digno de un banquete imperial. Un plato que se puede comer fácilmente en el triclinio. Un plato que está a la altura de la cultura griega y de la filosofía epicúrea. Un plato para sentirse bien, como el mismísimo Adriano.
Foto: @Abemvs_incena
Prosit!

domingo, 16 de agosto de 2015

LAMPREAS Y MORENAS

Mosaico de los peces. Toledo. S. III-V 
La sociedad romana marcaba las diferencias sociales de forma ostentosa y visible. Una buena casa, una clientela elevada, un gran número de esclavos, poseer tierras, ostentar un cargo importante… todo servía para deslumbrar e impactar al resto de ciudadanos. Uno de los indicadores de riqueza y refinamiento era aquello que se ofrecía en la mesa a los invitados. Todos los alimentos nutren, pero no todos son adecuados para la exhibición de riqueza y lujo. En este sentido, solo aquellos platos que revelan la condición social del anfitrión son aceptados como válidos para un banquete romano. El pescado es uno de esos alimentos válidos como indicador del nivel social. El pescado es difícil de conseguir: hay que ir a buscarlo al mar, pese a las tormentas y naufragios, hay que lograr un buen número de ejemplares para proveer un banquete, hay que intentar que se mantenga fresco… De manera que el pescado se convierte, solamente por su dificultad de acceso, en un alimento de ricos.

Escena de pesca. Casa de Hippolytus. Complutum
Además, el pescado digno de los banquetes de los ricos es siempre pescado de mar, porque el de río es más fácil de conseguir  y por tanto apto para el pueblo; es pescado fresco, puesto que para los bolsillos populares está el pescado salado; es pescado difícil de conseguir por algún motivo: lejanía de las costas, dificultad de pesca… esto le da un plus de categoría; para acabar, sólo los mejores ejemplares, los más grandes, los más hermosos, eran aptos para las cenas de postín. Los elegantes idearon un sistema para compensar las dificultades de adquisición: los viveros domésticos.
Vivero de peces romano. Nettuno.
La arqueología ha documentado muy bien estos estanques, que se construían cerca de las villas costeras y se comunicaban incluso directamente con el mar. Algunos famosos viveros fueron los de Lúculo o el emperador Heliogábalo, aunque se atribuye a Licinio Murena la invención de los viveros de peces. Los primeros pescados en ser criados fueron las morenas y las doradas, aunque no fueron los únicos: salmonete, rodaballo, mújol y otros pescados de categoría se criaban para el placer de los gourmets del momento.

Uno de los pescados que reúne todos los requisitos para una cena de postín es justamente la morena, por cuya pasión piscicultora se le atribuyó el sobrenombre de “Murena” a Lucio Licinio, legatus en la tercera guerra mitridática. Leemos en Macrobio: “los Licinios, a los que se les apodó murenas, puesto que es más que evidente que se deleitaron muy efusivamente con este pescado” (Sat. 15,1). Aunque el invento del criadero de morenas le corresponde realmente a Gayo Lucilio Hirrio, tribuno en el 53 aC, quien prácticamente se arruinó con dicho vivero, pues las ganancias con la venta de pescado no compensaban los gastos de mantenimiento. Leemos en Plinio: “Concibió antes que otros un vivero concretamente para las morenas Gayo Hirrio, el cual aportó la cantidad de seis mil morenas para las cenas triunfales del dictador César” (NH IX 55, 81); quizá le hubiera ido mejor si le hubiese cobrado las seis mil morenas a César, en lugar de regalarlas, puesto que Plinio especifica que las entregó “en concepto de préstamo, pues, en realidad, no quería permutarlas por dinero ni por otra mercancía”.
Detalle de morena. Mosaico de los peces. Casa del Fauno. Nápoles.
Cuando las fuentes escritas nos hablan de morenas en realidad nos están hablando de dos especies: las morenas y las lampreas. Y no excluyamos las anguilas y los congrios, animales todos con forma de serpiente y de difícil captura. Aparecen mencionados bajo el nombre murenae pero, insisto, no está muy claro cuándo es uno y cuándo es otro. 
muraena helena
La morena es un pescado feroz, carnívoro, que habita en los arrecifes y rocas, con una mordedura que se infecta fácilmente. La ferocidad de las morenas se hace patente en una anécdota que se repite en diferentes fuentes: al parecer el emperador César Augusto se alojaba en la villa de un tal Vedio Polión, un liberto enriquecido que desde dicha anécdota es ejemplo de sadismo, el cual, viendo que un esclavo le había roto una copa, decidió castigarlo echándolo al estanque de morenas-lampreas para que éstas lo devoraran. El esclavo suplicó al emperador, ejemplo máximo de clemencia, que lo ayudase a morir de otra manera y el magnánimo César lo salvó de la muerte, destrozando de paso toda la cristalería de Polión. (Seneca, De Clem. I,18,2; Seneca, De ira III,40,2; Plinio NH IX, 23, 39). Está claro que lo que revela la anécdota es el comportamiento ejemplar del César, frente a la crueldad extrema del liberto, pero nos explica también la consideración de pescado exclusivo y de lujo de las murenae. Cómo serán de sofisticadas que Plinio nos dice: “Cree el vulgo que se deslizan a tierra seca y quedan preñadas al copular con serpientes” (NH IX, 23, 39), basándose en la creencia popular de que todas las morenas son de sexo femenino y que deben copular con serpientes para reproducirse, cosa que aprovechan los pescadores atrayéndolas con un silbido. En la misma cita Plinio nos explica también que “probando vinagre se vuelven aún más rabiosas”.
morena. British Museum.
Los romanos elegantes que se gastaban un dineral en mantener un estanque de morenas o lampreas a veces llegaban a tomarles cariño. Es famoso el orador Lucio Licinio Craso, que vivió entre 140 y 91 aC y fue  maestro de Cicerón, quien “profundamente entristecido por la muerte de una morena en el estanque de su casa, le guardó luto como a una hija” (Macr. Sat. III, 15, 4). O el orador Quinto Hortensio Hórtalo, rival de Cicerón, quien también lloró cuando murió una morena domesticada que criaba en un estanque de su villa de Bauli, actual Bacoli, en la Campania, muy cerca de Bayas (Varrón, Rust. III, 17, 5). Y mi favorita, Antonia la Menor, hija de Marco Antonio y Octavia, la mujer de Druso, quien “le puso unos pendientes a una morena a la que tenía cariño. Por la fama de esta morena hubo algunos que quisieron conocer Bauli” (Plinio, NH IX 55, 81). Sin comentarios.
Domus del mito. Sant’Angelo in Vado
La morena servía para marcar las diferencias sociales entre los comensales de un banquete. Juvenal en su sátira V nos presenta una escena en la que la morena se sirve solo a los invitados de más categoría: “A Virrón se le sirve una morena, la más grande que ha llegado de los estrechos de Sicilia” (Sat. V 99), puesto que tal como dice Macrobio “las morenas de los estanques de nuestra ciudad procedían del estrecho de Sicilia, que separa Regio de Mesina” (Satur. III 15, 7); mientras que, en la misma cena, a los invitados menos glamourosos se les sirve “un pez del Tíber (…) cebado en los remolinos de la cloaca y acostumbrado a plantarse por las alcantarillas en medio de la Subura” (Sat. V 108).


Casa de los Ciervos. Herculano.


Museo del Bardo. Túnez.
Si tenemos como referencia el recetario de Apicio, vemos que la morena se comía asada o cocida, pero siempre siempre acompañada de una salsa. Apicio menciona siete preparaciones en total, pero lo único que explica del plato es justamente la salsa. Todas estas salsas debieron ser fuertes y todas se componen de al menos un elemento endulzante (miel, vino con miel, dátiles…), además de vinagre, garum y especias varias. Apicio distingue las salsas para la morena asada y para la morena cocida pero parece que la diferencia principal no está en los ingredientes sino en que las salsas para la morena asada son todas en caliente y necesitan cocción, mientras que las de la morena cocida son, casi todas, frías.



Pescado para ocasiones especiales, y no apto para todos los bolsillos precisamente, las murenae son un ejemplo de que somos lo que comemos.