A partir de un cierto momento, que podemos situar según las fuentes hacia finales del siglo I dC, una moda cruel se impone entre la aristocracia: servir platos diferentes a los invitados en función de la importancia social o personal que tienen para el anfitrión. Este sistema de reparto de alimentos, junto al de la posición que se ocupa en el triclinio (que ya fue objeto de una entrada anterior en este mismo blog), es un sistema infalible para marcar las jerarquías en la mesa: se reproduce la escala social y se establece públicamente lo que cada cual vale a ojos del anfitrión quien, de esta manera, se convierte en un maestro de ceremonias que reparte la comida como un príncipe en busca de la admiración de sus súbditos.
Conocemos esta moda de menospreciar a los convidados a través de las fuentes escritas, especialmente los autores satíricos Juvenal y Marcial. Ambos tuvieron que soportar en algún momento de su vida este trato desigual: Juvenal sufrió el destierro y la pérdida de su patrimonio y Marcial cayó en desgracia cuando su protector, Séneca, tuvo que suicidarse.
Los dos autores nos nutren de numerosos ejemplos de maltrato al convidado que abarcan diferentes aspectos.
El primero de ellos es la calidad de la propia comida que se sirve. Marcial echa en cara a un tal Póntico: “¿por qué no me sirven la misma cena que a ti? Tú tomas ostras engordadas en el lago Lucrino, yo sorbo un mejillón habiéndome cortado la boca. Tú tienes hongos boletos, yo tomo hongos de los cerdos; tú te peleas con un rodaballo, en cambio yo, con un sargo. A ti te llena una dorada tórtola de enormes muslos; a mí me ponen una picaza muerta en su jaula” (Mart. III,60). Los ejemplos en este sentido son abundantes. Juvenal dedica toda una sátira a criticar la vergonzosa cena de un tal Virrón, quien humilla a sus invitados más humildes marcando una diferencia sensible entre ellos y él mismo y sus invitados más poderosos: “Mira qué cuerpo tiene la langosta que traen al amo, cómo realza la bandeja, y con qué guarnición de espárragos tan completa, y esa cola con la que desdeña a la concurrencia mientras se aproxima traída en alto por las manos del imponente camarero. A ti en cambio se te sirve en una escudilla minúscula un langostino encerrado dentro de medio huevo, una comida de ofrenda fúnebre” (Iuv. V,80-85).
Las humillaciones no se limitan a las preparaciones, sino que abarcan también a los condimentos: “El amo rocía su pescado con aceite del Venafro. Por el contrario, la col descolorida que te traen a ti, desgraciado, olerá a candil” (Iuv. V,86-88), dejando claro que al pobre cliente se le ha dado un aceite de segunda regional, más apto para la iluminación que para el consumo. El maltrato se extiende también al pan: “un pan que apenas se puede partir, unos trozos ya enmohecidos de harina apretada que dan trabajo a las muelas y no permiten ni un mordisco. Pero el tierno y blanco como la nieve y elaborado con blanda harina candeal se reserva para el amo” (Iuv. V,68-71). Y pobre de ti si intentas coger pan del cesto equivocado, porque un esclavo te llamará la atención: “¿Quieres tú, comensal descarado, atiborrarte del cesto habitual y reconocer el color del pan que te corresponde?” (Iuv. V,74-75). En esta misma cita se hace patente otro de los factores que sirven para marcar la desigualdad entre los comensales: la humillación llevada a cabo por los esclavos del servicio de mesa que, como “objeto de lujo” que son, tienen venia por parte del anfitrión para llamar la atención y mirar por encima del hombro al convidado pobretón. De hecho, el trato mortificador por parte de los esclavos es una de las mejores formas para humillar a un cliente, dejándole claro que se le invita solo por obligación: “Un esclavo comprado por tantos miles no sabe hacer la mezcla a los desharrapados; mas su hermosura, su juventud, se merecen que mire por encima del hombro. ¿Cuándo se acerca a ti el getulo? Aunque lo ruegues, ¿cuándo se presenta para suministrarte agua caliente o fría? (Iuv. V,60-64).
Por supuesto, la discriminación abarca también a las bebidas. De nuevo se queja Marcial de la calidad del vino y ya de paso también de la vajilla: “Nosotros bebemos en copas de cristal; tú, Pontico, en murrinas. ¿Por qué? Para que una copa transparente no deje ver dos vinos distintos” (Mart. IV,85). Y lo mismo podemos decir del agua: “Si el estómago del amo siente ardores a causa del vino y la comida, se le pide agua hervida más fría que las nieves géticas”, nos dice Juvenal, pero puntualizando que “El agua que bebéis vosotros es diferente” (Iuv. V,49-52).
Se podría pensar que los testimonios de Marcial y de Juvenal están salpicados de cierto rencor, debido a su situación clientelar. Sin embargo, otros autores más pudientes confirman en sus textos esta práctica tan mezquina por parte de la nobleza, dejando claro no solo que no se trata de una queja clasista por parte de los autores satíricos, sino también que buena parte de la aristocracia rechazaba esta moda. Plinio el Joven, abogado, escritor, científico y patricio como el que más, nos relata una cena en casa de alguien que considera despreciable, en la que se hacen tres tipos de distinciones: los más poderosos, los más humildes y los libertos, y condena claramente esta moda reciente, “esta nueva combinación de extravagancia y avaricia”:
“disponía copiosos manjares para él y para unos pocos y despreciables y escasos para los demás. Había distribuido también el vino en recipientes pequeños distinguiendo tres tipos, no para que hubiera posibilidad de escoger, sino para que no hubiera medio de rechazar: uno para él y para mí, otro para sus amigos menos íntimos -pues clasifica a sus amigos en diferentes grados- y otro para sus libertos y los míos. Lo advirtió el que estaba recostado junto a mí y me preguntó si lo aprobaba. Le dije que no; repuso: “-Entonces, ¿qué criterio sigues tú? -Brindo a todos lo mismo; pues invito a una comida, no a una afrenta, y trato de igual a igual en cualquier aspecto a quienes he igualado en mesa y triclinio. -¿También a los libertos? -También; pues entonces los considero comensales, no libertos” (Plin.Ep.2,6).
Si el objetivo final de esta moda era incomodar a clientes y libertos hay que decir que se conseguía. Marcial nos dice: “Me invitas por cien cuadrantes y tú cenas a base de bien. ¿Me invitas, Sexto, a cenar o a sentir envidia?” (IV,68). Es decir, Marcial echa en cara que se le invite por cien cuadrantes, o lo que es lo mismo, el valor de la sportula en sus tiempos. Por lo tanto, el patronus estaría pagando una cena por valor exacto a lo que se estipula por convención social. Juvenal ni siquiera sugiere que pueda ser por tacañería, sino simplemente por mala intención: “Quizá pienses que Virrón está mirando por la economía. Hace esto para que sufras” (Iuv.V,156-157). Y condena tanto al anfitrión tiránico como al comensal pobretón y conformista, que aguanta lo que sea con tal de sentarse a la mesa de un patricio: “si puedes aguantarlo todo es que debes. Un buen día ofrecerás tu cabeza pelada al cero para que te den golpes en ella, y no temerás sufrir duros latigazos, digno como eres de un banquete así y de un amigo tal” (Iuv. V,170-174).
Sea como fuere, esta “nueva combinación de extravagancia y avaricia” como diría Plinio no era una costumbre totalmente generalizada ni tampoco aceptada por toda la aristocracia. El emperador Adriano controlaba personalmente la calidad de los platos que se servían a todos sus comensales, y para eso hacía que le llevasen muestras de lo que había en otras mesas, por si acaso en las cocinas habían preparado las viandas de manera diferente: “cuando ofrecía banquetes en múltiples triclinios, ordenaba que sirvieran manjares de otras mesas, incluso de las más alejadas” (Spart.Hadr.XVII,4-5).
Claro que Adriano es uno de los “cinco emperadores buenos”, impulsor de políticas culturales, reformador de la administración, pacificador de las fronteras, viajero, filósofo y militar competente, y por tanto no se espera menos de él. Nada que ver con el comportamiento disoluto y corrupto de Heliogábalo, que se corresponde, cómo no, con el trato a los comensales:
“Al segundo plato, ofrecía a sus parásitos comida, unas veces en cera, otras en madera, otras en marfil, en alguna ocasión en barro y algunas veces incluso en mármol o piedra, con el fin de que pudieran contemplar, en distinta materia, todos los alimentos que él comía, aunque solamente bebían en cada uno de los servicios y se lavaban las manos, como si hubieran comido” (Lampr.Elagab.25,9).
Obsérvese la maldad de presentar los alimentos en efigie, dejando a todos con los dientes largos. Por si a alguien le cabía alguna duda de su posición dentro del grupo. Qué poco elegante por su parte.
En conclusión, el reparto desigual de la comida en las cenas romanas era una forma más -no la única, no siempre- de marcar las diferencias sociales, de dejar claro a cada uno qué posición ocupa en el mundo y especialmente en el círculo de quien le ha convidado. Recordando la célebre expresión de Brillat-Savarin: “dime qué comes y te diré quién eres”, en estas cenas casi podemos decir lo contrario: “dime quién eres y te diré qué comes”.
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