Mostrando entradas con la etiqueta medicina. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta medicina. Mostrar todas las entradas

domingo, 23 de enero de 2022

A BALNEO, COMER TRAS VISITAR LAS TERMAS



Si hay un lugar que caracteriza al pueblo romano, un lugar donde se puede encontrar a pobres y ricos, amos y esclavos, hombres y mujeres, ese lugar son los baños. Bueno, con permiso del estadio, el anfiteatro y el teatro, que se llenaban en plena temporada de Ludi.

El éxito de los baños radicaba en que daban respuesta a muchas necesidades de la población: eran un lugar donde relajarse, donde mantener la salud del cuerpo y el espíritu, donde divertirse y, sobre todo, donde encontrarse con amigos y pasar la tarde.


Tanto si se trataba de termas más pequeñas en propiedades privadas (balneum), como de grandes instalaciones públicas (balnea, thermae), todo el mundo las frecuentaba desde el mediodía más o menos, tras las obligaciones de trabajo, y marcaban el momento de relax que daba paso al tiempo de ocio. Desde el siglo I aC, las termas públicas se convierten en un lugar imprescindible, e incluso aquellos ciudadanos privilegiados que tenían la suerte de disponer de un balneum privado, deciden pasar su tiempo en las grandes instalaciones que construirán Agripa, Nerón, Tito, Domiciano y otros principes o imperatores


Termas de Sant Boi de Llobregat. Foto: @Abemvs_incena

Y no es de extrañar, porque las termas son un hervidero diario de actividad y diversión. Desde que el sonido del discus indica que el agua ya está caliente y se puede entrar, una población de lo más variopinto invade las instalaciones. Tras pasar por los vestuarios o apodyterium, donde se dejaban los objetos personales, la gente se colocaba unas sandalias o zuecos para protegerse del calor que emanaba del suelo y evitar resbalar, y podía optar por dirigirse a la palestra para practicar ejercicio al aire libre -para lo cual vestía un sucinto subligaculum y una fascia pectoralis en caso de ser mujer-, o dirigirse al tepidarium y a las piscinas de agua fría (frigidarium) y caliente (caldarium), donde una temperatura altísima ayudaba a relajarse y a desintoxicar el organismo. Además de centrarse en la limpieza en profundidad de la piel a base de restregar con el estrígil, en las termas se podía optar por un buen tratamiento de belleza a base de masajes y aceites, por una depilación o por una aplicación integral de ungüentos carísimos, procedentes de Oriente, de Egipto, o de Judea. Pero además uno se podía divertir en la piscina (natatio), podía ir de tiendas, asistir a un recital de poesía o un concierto, leer en la biblioteca, pasear por sus jardines, encontrarse con amigos y hacer vida social ... y sí, también comer algo.


Mujeres practicando deporte en las termas.
Piazza Armerina.

Diferentes autores nos han dejado testimonio de que en las termas había puestos de comida rápida y tabernas que tenían una oferta muy sencilla. Por ejemplo, Marcial nos habla de alguien que en las termas “come lechuga, huevos, pez lagarto” (XII,19). Séneca, que vivía sobre uno de estos establecimientos en la ciudad de Baiae, nos menciona el ruido que producían los gritos de los vendedores ambulantes, entre ellos el salchichero, el pastelero y el vendedor de bebidas (Ep.VI,56,2). Y Juvenal nos habla de un tal Laterano, gobernador cargado de vicios y ejemplo a no seguir, quien “se encamina a las copichuelas aquellas de los baños” (Sat.VIII,168), sugiriendo que estos bares quizá no eran muy recomendables. Sin embargo, debemos recordar que estos textos fueron escritos por autores de la élite y que estos suelen mostrar un punto de vista muy parcial. 


Escena convivial. Museo del Bardo. Túnez

Otros testimonios nos revelan que además de tomar vino o de picotear algo en los puestos ambulantes, también era posible comer en un auténtico restaurante de cierto nivel. Un texto de Julio Pólux recogido en la enciclopedia bizantina conocida como Suda nos presenta un ejemplo de menú completo que se podía consumir allí, en las mismas termas. Julio Pólux nos presenta un fragmento en el que el protagonista se va a unos baños y de ahí directamente a comer. Como siempre en la obra de Pólux, el texto supone un elenco de frases útiles usadas en escenas cotidianas, en latín y en griego, pensadas para un uso pragmático de hablantes que no dominan las dos lenguas. Pues bien, el protagonista de Pólux se acicala y se perfuma tras el baño, siguiendo el ritual del convivium, aunque dentro del recinto de las termas. Después toma un sirviente y con él se dirige a lo que podemos considerar un restaurante:


Mezcla vino para nosotros: nos reclinaremos. Primero danos remolacha o calabaza. Agrega salsa de pescado a eso. Danos rábanos y un cuchillo: sirve un oxygarum con lechuga y pepino. Trae pies de cerdo, una morcilla y un útero de cerda. Todos comeremos pan blanco. Agrega aceite a la ensalada. Desescama las sardinas y déjalas sobre la mesa. Danos mostaza, paleta y jamón. ¿Ya está listo el pescado a la plancha?

Ahora, pues, unas lonchas de venado, jabalí, pollo y liebre. Da a todos una ración de col. Corta la carne hervida. Sirve el asado. Danos de beber (...)

Traed las tórtolas y el faisán, traed la ubre y comamos un poco. Vamos a comer, está bien. Danos el cochinillo asado. Eso está muy caliente. Mejor córtalo para nosotros. Trae miel en una jarra. Trae un ganso engordado y algunos encurtidos. Danos agua para nuestras manos. (...)

Ha sido una comida estupenda. Da a los camareros y sirvientes algo para comer y beber, y también al cocinero, porque nos ha servido bien (...)


Del texto de Pólux -insisto, es un manual que recurre a frases cotidianas- destaca el elenco de platos que bien podrían aparecer en el recetario de Apicio y la referencia a reclinarse en el triclinio. El texto muestra unos platos que se acercan más a un convite en casa de un patronus que a la clásica taberna que tenemos en mente.


Estos restaurantes más finos también se documentan en la arqueología. Un ejemplo lo vemos en la Casa de Julia Felix, en Pompeya, una villa enorme con una parte residencial y otra mucho mayor dedicada a apartamentos, baños públicos, tiendas y tabernas, todo en alquiler. La propietaria, heredera de la fortuna familiar, consiguió así convertirse en una auténtica y respetada mujer de negocios. Los baños públicos que alquila, “para gente selecta” según reza el letrero que lo anuncia, son de lujo y junto a ellos se encuentran dos comedores o thermopolia, uno de ellos incluso conectado con el balneum. Curiosamente, este comedor cuenta con un triclinio, por lo que se le presupone también cierta categoría. Bien podría tratarse de un restaurante donde se sirviesen los mismos platos que menciona Pólux. Y es que seguro que había termas y termas, y también restaurantes y restaurantes.


Thermopolio de la Casa de Iulia Felix en Pompeya.
Foto: https://pompeiiinpictures.com/

Pero las termas servían también como lugar de encuentro previo a una cena en casa de amigos. Leemos en Marcial a propósito de la invitación que hace a Julio Cerial: “Podrás estar al tanto de la hora octava; nos bañaremos juntos: ya sabes qué cerca están de mi casa los baños de Estéfano” (XI,52). Y si no se tiene invitación, también es el lugar donde dejarse ver y hacerse el encontradizo, adular hasta la saciedad y quizá conseguir que te inviten. Es el hábitat natural de gorrones profesionales, clientes sin mucha suerte, patricios empobrecidos o aspirantes a la jet set romana: No es posible deshacerse de Menógenes en las termas y en los alrededores de los baños, por más que emplee uno toda su maña”, nos cuenta Marcial (XII,82), a propósito de este parásito pegajoso, capaz de  humillarse recogiendo balones, dejarse ganar en el juego de pelota, amontonar las toallas sucias, escanciar él mismo el vino, secar el sudor de la frente de aquel a quien persigue hasta que este, extenuado,  le invite a cenar. 


Por supuesto, la relación entre las termas y la alimentación tiene mucho que ver con la salud y la higiene, es decir, con el concepto de dieta, entendido en sentido amplio. La dieta (δίαιτα) en la antigüedad implicaba un género de vida saludable y equilibrado basado en los pilares de la alimentación, los baños, el ejercicio, las purgas y el reposo. Los baños eran prescritos por los médicos en función de cada necesidad, y tras estos, para completar el tratamiento, se recomendaba tomar bebidas calientes como el apotermo. Así lo recomienda Hipócrates, quien da varias recetas para los males de las mujeres, con fórmulas del tipo “que se bañe con agua caliente y beba en ayunas apotermo” (Mul.1,44; Mul.2, 207 y 209). Conocemos esta receta porque también la recoge Apicio, aunque en su caso no parece una bebida, y sabemos por él que llevaba sémola de trigo, cocida con piñones y almendras, todo endulzado con uvas pasas o vino dulce (Ap. II, II,10). Un refrigerio reconstituyente, perfecto para quienes han pasado unos días debiluchos, que además es bastante digestivo.


Interpretación de apotermo. Foto: @Abemvs_incena

El mismo recetario de Apicio también nombra otras tres recetas que se recomiendan expresamente para tomar después de las termas (a balneo). Son recetas conocidas por sus propiedades laxantes o purgantes, es decir, que formaban parte de la terapéutica del momento. La primera de ellas son unas albóndigas en una salsa a base de almidón y especias (Ap. II, II,7). El almidón  (amulum o amylum) se podía conseguir con el agua de cocer arroz o espelta y actuaba como espesante, además de favorecer una microbiota intestinal sana. La siguiente son unas sepias cocidas (Ap. IX, IV,3), en cuya salsa hay pimienta, laser, garum, piñones y huevos. En la medicina de la Antigüedad, los caldos a base de sepias y otros moluscos eran conocidos por sus propiedades laxantes, un verdadero remedio para recomponer un vientre enfermo si hemos de hacer caso a Celso o a Hipócrates. La tercera y última de las recetas que nos presenta Apicio a balneo es un plato de erizo salado (Ap. IX, VIII,5), el cual se debe mezclar convenientemente con garum para parecer fresco. Otro alimento que la medicina del momento considera purgante: los caldos hechos a base de erizo, que mueven el vientre y evitan el estreñimiento.


Ya sea por salud o diversión, ya sea para quedar con amigos justo antes de cenar, los baños termales se convierten en un elemento fundamental para el bienestar del pueblo romano. El placer, acompañado de una buena comida y regado con un buen vino, es doblemente placer.


Prosit!

Alma Tadema. La costumbre favorita (1909)




Imagen de cabecera: Bene Lava, 'Que tengas un buen baño'. Termas de Timgad, Argelia.




BIBLIOGRAFÍA EXTRA:


Guidi, Federica: Vacanze romane. Tempo libero e vita quotidiana nell’antica Roma.- Mondadori, 2015


Lejavitzer, Amalia: “Dieta saludable, alimentos puros y purificación en el mundo grecolatino”, en Nova Tellvs, 33/2, 2016

jueves, 21 de enero de 2021

LACTUCA

Lechuga. Fuente: https://commons.wikimedia.org/


La lechuga (lactuca) es una planta herbácea que fue muy consumida en la antigüedad. Se cultivaba en todas las huertas y era bastante económica (cinco lechugas de la mejor calidad costaban solo cuatro denarios, según el Edicto de Precios Máximos de Diocleciano), lo cual la convertía en un alimento muy popular. 


Según Varrón, su nombre deriva de ‘lact’, es decir, “leche”, por la savia de apariencia lechosa que contiene su tallo (LL, V,104) y esta etimología también la recogen otros autores, como Isidoro de Sevilla, quien incluye otras opciones: “recibió este nombre porque destaca por la abundancia de leche (lac, lactis); o bien porque aumenta la leche de las mujeres que están amamantando” (XVII,10,11).


De la lechuga se conocían diversas variedades. De entre las cultivadas, Columela menciona cinco tipos: la que tiene la hoja oscura y purpúrea, la Ceciliana (verde y crespa), la de Capadocia (hoja pálida, peinada y espesa), la Gaditana (que es blanca) y la de Chipre (blanca que tira a roja con las hojas lisas y muy tiernas) (RR XI,3,26-27). Plinio amplía la clasificación: las purpúreas, las rizadas, las griegas, las blancas, las de Laconia, las llamadas ‘meconis’… (NH XIX,126). Y por supuesto se distinguían las lechugas cultivadas de las silvestres, que recibían nombres como ‘caprina, agrestis, montana, marina…’ según el lugar donde crecían (Plin.XIX, 138), y que Isidoro llama ‘serralia’. 


Vendedor verdura. Ostia Antica 

Esta verdura era muy popular en las mesas de los campesinos, por lo que no era un manjar destinado normalmente a las élites. Como los ajos, las cebollas y los puerros, las lechugas eran alimentos populares que no solían quedar bien en los banquetes elegantes. No es que no fueran apreciadas, es que eran demasiado comunes. Si encima se servían crudas, pues aún peor, ya que los alimentos crudos no son precisamente lo que más apreciaba el paladar romano.


Algunos autores las mencionan dentro de sus menús, como Marcial o Plinio el Joven. Pero son autores que defienden la austeridad, que adoptan la pose de quien no tiene recursos y que incluso están siendo irónicos. Son autores que pertenecen a la élite intelectual, y que valoran más los alimentos sencillos propios de su huerta que los más exquisitos manjares llegados de todos los puntos del imperio. Así, la lechuga aparece a menudo en el tópico literario de la invitación a cenar, tópico que ensalza la buena conversación y la amistad por encima del rango de los alimentos servidos. Por ello aparece en el menú de Plinio, junto a los huevos, las aceitunas, las remolachas, las calabazas y las cebollas, por oposición a las ostras, los erizos de mar y los vientres de cerda que ha preferido su amigo. Y Marcial las sirve junto a puerros, huevos, berzas, habas, malvas, cabrito, tocino… nada que ver con lenguas de flamenco o salmonetes gigantescos. Otros ‘personajes’ menos ‘intelectuales’ también servían lechugas en sus banquetes, pero con un resultado bastante diferente. Por ejemplo, el emperador Pértinax, quien, siendo aún ciudadano particular “solía ofrecer en sus convites medias lechugas y cardos” porque era una persona que “se comportaba con descortesía y rayano a la mezquindad” (HA, Pertinax 12). Imperdonable. Y, de hecho, el mismo Marcial que tanto alaba a las humildes lactucae acaba diciendo en otro epigrama: “Cuando tenga yo una lustrosa tórtola, lechuga, recibirás el adiós” (XIII,53), que viene a ser toda una declaración de principios. 


Escena de banquete Museo Arqueológico Nacional de Nápoles

La lechuga se apreciaba sobre todo por sus propiedades digestivas y laxantes, para lo cual era imprescindible tomarla cruda, en ensalada. Según la ciencia médica de la antigüedad, quitaba la pesadez de estómago y abría el apetito: “De entrada se te servirá lechuga, útil para mover el vientre”, leemos en Marcial (XI,52). Por eso al principio se servía al finalizar las comidas, justo para favorecer la digestión de estas. Aunque poco después se empezó a servir en los entrantes, quizá para facilitar digestiones anteriores, quizá para abrir el apetito y actuar preventivamente. “La lechuga que solía cerrar las cenas de nuestros abuelos, dime, ¿por qué nuestras comidas las abre ella?” se pregunta Marcial, perplejo ante cambios tan caprichosos (XIII,14).

Eso sí, para que hiciera su efecto debía condimentarse debidamente. Para ello se preparaban diversas salsas a base de vinagre y garum, que a su vez también contaban con propiedades digestivas. Apicio en su famoso recetario las explica con bastante más detalle de lo normal, como si fueran una fórmula magistral de boticario. Una de ellas es el oxygarum, de la que nos da dos recetas. En las dos aparecen una serie de especias (pimienta, séseli, cardamomo, comino, nardo, menta, perejil, alcaravea o ligústico) que se deben triturar y cubrir con miel, y en las dos se indica que en el momento de usarse como aliño se deben mezclar con garum y vinagre (Apic. I, XX,1,2). La otra fórmula es el oxyporium (Apic. I,XVIII), una salsa de vinagre que contiene también comino, jengibre, ruda, dátiles, pimienta y miel. Este aliño de ensaladas es ideal “para favorecer la digestión y combatir la hinchazón de estómago” (III, XVIII,3).

Pero también nos dice que simplemente se pueden aliñar con garum, con miel y vinagre o bien con embamma, un preparado a base de mosto y vinagre, en el que también  puede haber menta y mostaza (Apic. III, XVIII). 


Además, la lechuga era muy refrescante, sobre todo en verano, y el troncho (thyrsum) era famoso por quitar la sed, puesto que es una verdura muy rica en agua.  A propósito, Suetonio explica que el emperador Augusto prefería comer un troncho de lechuga en lugar de beber agua (Aug.77). El emperador adoraba las lechugas, sobre todo desde que le salvaron de una penosa enfermedad gracias a la dieta estricta a la que le sometió su médico, un griego llamado Musa, tal como explica Plinio (NH XIX,128).


Otra de las virtudes de la lactuca era su capacidad para inducir el sueño. Ateneo y Dioscórides aseguran sus propiedades somníferas y Plinio indica que es la lechuga blanca llamada ‘meconis’ (μηκωνις) la más abundante en savia soporífera, aunque reconoce que todas ayudan a dormir. Y hasta Galeno de Pérgamo reconoce en su ‘De alimentorum facultatibus’ que el único sistema que le ha funcionado para combatir el insomnio es tomar lechuga antes de ir a dormir.


Las lechugas también servían para calmar el deseo sexual. Por su naturaleza ‘fría’ eran consideradas un anafrodisíaco. Ateneo de Naucratis da una explicación: cuando Adonis fue perseguido por el jabalí, se escondió entre unas lechugas que los chipriotas llaman brénthis. Como el escondite no lo salvó de la muerte, la diosa Afrodita, rota de dolor, maldijo a las lechugas para siempre (Deip, II,69b-c). Desde entonces, “están sin fuerzas para los placeres amorosos quienes toman lechuga con frecuencia” (Deipn. II,69c). 


Venus llorando a Adonis (The Awekening of Adonis,
John William Waterhouse)

En efecto, según el médico Dioscórides, la infusión de semillas de lechuga “socorre a quienes tienen poluciones con frecuencia durante el sueño y refrena el apetito sexual” (MM II,136). Y el mismo Ateneo nos explica que existe una lechuga cultivada, “de hojas anchas, larga y sin tronco”, que es llamada por los pitagóricos “eunuco” y por las mujeres “astýtis”, y que “hace languidecer el deseo sexual”, aunque también puntualiza: “es la mejor para comer” (Deipn.II, 69e). Información que también corrobora Plinio (XIX,127).

Las poco lujuriosas lechugas también provocaban la menstruación y favorecían la subida de leche de las mujeres que estaban amamantando (recordemos la etimología de Isidoro), por lo que no las hacía aptas para una ‘noche de amor’, y de hecho Plutarco en sus ‘Charlas de sobremesa’ sentencia: “las mujeres no comen el cogollo de la lechuga” (Moralia IV,672c).


Pero la lista de virtudes terapéuticas de las lechugas no acaba aquí. Según Teofrasto y Dioscórides, elimina la hidropesía o retención de líquidos, sana las afecciones de la vista (cataratas, manchas de la córnea y úlceras de los ojos incluídas), cura las quemaduras y ejerce de antídoto contra las picaduras de alacrán y las mordeduras de tarántulas.


Como era de esperar, una verdura tan saludable y tan refrescante estaba muy bien valorada, y la consumía todo el mundo, aunque solo fuera para evitar empachos. Tan comunes eran, que hasta la gens Valeria recibía el apelativo de “Lactucinos”, recuerdo de un período anterior, mucho más austero y vegetariano (Plinio XIX,59).


Como eran tan apreciadas, se ponían también en conserva para disponer de ellas todo el año. Según Plinio, se conservaban en oxymeli, es decir, una mezcla de vinagre y miel (XIX,128), y Columela da toda una receta para encurtir los tronchos, para lo cual utiliza vinagre y salmuera (RR XII,9).


Además de comerlas crudas, en ensalada, se podían consumir cocinadas. Apicio propone una especie de puré de hojas de lechuga y cebolla (III, XV,3) y también una patina de tronchos de lechuga -hervidos con garum, caroeno, pimienta, aceite y agua-, los cuales se  mezclan con huevo y se hornean (IV,II,3).


Patina de lactucis según Apicio. Foto: @Abemvs_incena



Buen provecho!


lunes, 21 de septiembre de 2020

USOS CULINARIOS DEL DEFRUTUM

 

Uno de los productos emblema de la gastronomía romana es el mosto cocido, que podríamos traducir como ‘arrope’. Mediante la acción del fuego directo, se conseguía una reducción de la cantidad del agua del mosto y en consecuencia un aumento de su cantidad de azúcares.  Cociendo el mosto se obtenía, pues, una especie de jarabe o sirope muy dulce que tenía numerosos usos en cocina, como explicaré después.


Vinalia. Escena de pisado de uva. Mérida


Las fuentes escritas -básicamente la obra de los agrónomos romanos Catón, Columela, Paladio, Varrón, y la de Plinio el Viejo- nos explican el proceso de elaboración de este producto espeso, consistente y oscuro, que recibía diversos nombres según la reducción a la que había sido sometido.  Así, en función de si se reducía a un tercio, dos tercios o la mitad de su volumen, se le denominaba sapa, caroenum (o careno) o defrutum (con las variantes defretum y defritum).  Plinio nos informa, además, de que estos mostos concentrados entre los griegos se llaman ‘hepsema’ (ἕψημα,) -palabra que ya aparece en los tratados de Hipócrates- o ‘siraeum’, que se corresponde con σίραιον, es decir, ‘jugo reducido’. A estos nombres deberíamos añadir el de κάροινον, que se producía en Meonia y que derivó en el latino ‘caroenum’


El mosto cocido romano se puede comparar bastante a algunos productos actuales, como el pekmez turco, la saba de la Emilia-Romagna (básica en la confección del famoso vinagre balsámico), la sapa de Cerdeña (que mantiene hasta el nombre) o el arrope o mostillo, con su consistencia espesa y sus frutas confitadas. Como se observa, es un producto elaborado para convertirse en un edulcorante. En palabras de Plinio, “es obra del ingenio, no de la naturaleza”, refiriéndose al proceso de elaboración, y añade también que estos mostos cocidos “se inventaron para adulterar la miel”, esto es, para endulzar (NH XIV,80).


LA ELABORACIÓN DEL ARROPE


El proceso de fabricación del mosto cocido se explica en diferentes autores. Una vez recogida la uva -deben ser uvas muy maduras, de viñedos muy viejos, preferentemente de la variedad aminnea-, se procederá a extraer el mosto para cocerlo, operación que, según cuentan los autores, debería hacerse en una noche de luna nueva. El mosto se cocía en unos grandes calderos (vasa defrutaria) untados de aceite en su interior para evitar que el mosto se quemase durante la operación. El material de estos calderos enormes suele ser el cobre o el plomo. Columela y Plinio se decantan por el plomo, puesto las calderas de cobre “dan cardenillo durante la cochura y echan a perder el gusto del arrope” (Colum. RR XII,20), refiriéndose a esa capita verdosa que cubre los objetos de cobre cuando se oxidan. En cambio, el plomo no solo no interfiere en el sabor del mosto, sino que incluso lo aumenta. Para Catón, en cambio, es indiferente el material. En ambos casos (plomo y cobre) existen riesgos para la salud, cosa que sabían ya los autores de la antigüedad, aunque no por eso dejaron de usarlos. Les pasaba como a nosotros con el plástico, sabemos lo malo que es para el medio ambiente y para la salud humana, pero ahí sigue.

Una vez dentro del caldero, comenzaba una cocción que debía ser a fuego muy lento, y removiéndose constantemente, operación que ayudaba a depurar el mosto de las heces. Una vez limpio, se podían echar en la cocción membrillos y/o nueces para evitar que el mosto se pegase y para mejorar el sabor. Se podía entonces subir el fuego echando más leña, especialmente de higuera. Nueve días después, ya estaba listo y se almacenaba en la cella defrutaria.  


Elaboración de defrutum a pequeña escala. Tarraco Viva 2019

USOS CULINARIOS


Como he explicado antes, el mosto cocido -ya sea defrutum, sapa o caroenum- era una especie de sirope muy dulce parecido al almíbar que lo hacía apto para postres (como la miel) o para bebidas golosas. Varrón nos explica que las matronas romanas de la antigüedad bebían sapa o defrutum (VitaPopRom 39,1), quizá mezclado con agua, en plan refresco. 


El arrope era un imprescindible de las despensas romanas. De hecho, tanto el defrutum como el caroenum se mencionan en la lista de indispensables para la casa del ilustre Vinidario, ya que servían para preparar condimentos de todo tipo. Y de hecho, en el mismo recetario de Apicio tanto defrutum (defritum) como caroenum (careno) forman parte de la elaboración de las salsas de numerosos platos, sobre todo de carnes y pescados. En todas ellas, aportan el sabor dulce a platos que también van condimentados con pimienta, vinagre, garum y bastantes especias, formando parte de esos sabores con contraste dulce-salado tan del gusto del paladar romano. La otra función que tiene el defrutum en estas elaboraciones es dar color (abundan las frases como “añadir defrito para que coja color”). En el recetario de Apicio estos mostos concentrados se usan para recetas de carne de caza (jabalí, ciervo, liebre); volátiles (pollo, grulla, pato, flamenco); asados, carnes guisadas y albóndigas; el imprescindible cochinillo; otras carnes como el cabrito y el cordero; pescados asados, fritos y hervidos (congrio, pelamys, morena, escórpora, perca); langostas, calamares y erizos; para los platos cuajados con huevo a base de pescado y verduras (patinae); para guisos a base de guisantes, habas, garbanzos, cebada; para aliñar algunas verduras (malvas, coles, acanto, bulbos); para la salsa alejandrina de pescados y calabazas;  para dulces como la salsa Ypotrimma o el apothermum; o para aliñar setas diversas y trufas.


Champiñones al caroenum. Un plato de Apicio.
foto: @Abemvs_incena


El mosto reducido tenía un papel protagonista en la elaboración de conservas, sobre todo de aceitunas y frutas.  La aceitunas conservadas en defrutum no solo aparecen documentadas por diferentes autores (con fórmulas diversas que empiezan con una salmuera y terminan por introducirlas en un recipiente con vino cocido con o sin vinagre y algún aderezo totalmente opcional, tipo ajedrea, orégano o menta), sino que se han documentado a partir de ánforas procedentes de la Bética, la Narbonense o Creta, con inscripciones relativas a su contenido, esto es, olivas en conserva (ánforas Haltern 70). En algunas de ellas se puede leer ‘olivae nigrae ex defruto’. Gracias a las propiedades conservantes del mosto cocido, muy rico en azúcares, las olivas se convirtieron en protagonistas de las rutas comerciales, como el aceite, el vino o el garum.


Ánfora Haltern 70,
contenedor de 'olivae nigrae ex defruto'.
Museo Arqueológico Municipal de Jerez. 


El arrope se utilizaba también para las conservas de frutas enteras, de modo que se pudiera disponer de ellas todo el año. No se trataba solo de una golosina dulce, ya que algunas de estas frutas conservadas en sapa o defrutum también eran consideradas medicinales. Tal es el caso de la conserva de uvas, que fortalecía los estómagos débiles, o la de durazno, calificada desde siempre de tónico cardíaco. 

Además de las uvas (sobre todo las variedades aminnea y apicia) y los melocotones del tipo duracina, se ponían en conserva con arrope las serbas, las peras de todas las variedades, los membrillos, los nísperos, las ciruelas silvestres, las frutas del cornejo (sustitutas de las aceitunas) y las moras. Antecedentes todos de las confituras y mermeladas,  y de postres de toda la vida como las peras y los melocotones al vino.


Peras. Museo de El Djem

El mosto cocido tenía una utilidad importantísima a la hora de arreglar vinos de calidad dudosa. Esto sucedía con vinos flojos, con pocos azúcares y tendencia a avinagrarse pronto, o muy desequilibrados y ácidos, o demasiado secos. En estos casos se procedía a reducir una parte del mosto mediante cocción, o se añadía sapa o defrutum al mosto antes de elaborar el vino. Así, aumentaban los azúcares (y el alcohol), lo cual ayudaba a la estabilización del vino y a que se conservase por más tiempo. Los autores insisten en este remedio -a menudo combinado con el uso de yeso o sal- para corregir los vinos mediocres: Para Columela, se debe aplicar “cuando el mosto no fuere de buena calidad por defecto del país, o por ser de viñas nuevas” (RR XII,19); para Catón, en el caso de querer “hacer ligero y suave un vino que sea áspero” (Agr. 109), o “para que [el vino] tenga buen olor” (Agr. 113); y Paladio lo recomienda para “el mosto que resulta flojo por la afluencia de lluvias”, cosa que se podía “comprobar por su sabor” (Agr. XI,14). Estos remedios no siempre daban buenos resultados, pero al menos disfrazaban el sabor. 

Por otra parte, Catón también propone una fórmula para producir un vino que consumirán los esclavos durante el invierno, fórmula a base de mosto, vinagre fuerte, arrope, agua dulce y agua de mar añeja. Un vino que dura solo hasta el solsticio antes de avinagrarse del todo (Agr.104).


Vendimia con sátiros y ménades. París. Cabinet des Médailles


En otros casos el defrutum se añadía al mosto de buena calidad con la finalidad de crear vinos dulces y generosos, vinos al estilo griego. Los vinos griegos (Tasos, Lesbos, Quíos…) contaban con una gran consideración en las mesas romanas, eran un auténtico producto de lujo. Estos vinos griegos eran muy dulces y calóricos, y se consideraban medicinales: eran digestivos, reconstituyentes y laxantes. En su composición, los griegos ya añadían defrutum al mosto, lo mismo que agua de mar, sal y otros elementos para estabilizarlos (cal, yeso, polvo de mármol, arcilla, pez, resina), así que era más o menos lícito aplicar la ‘fórmula’ para fabricar (ahora diríamos falsificar) vinos al estilo griego. Catón da una receta para hacer vino griego “en terreno que diste mucho del mar” (Agr.105), usando salmuera y perfumando el mosto -previamente cocido- con junco y caña aromáticos, y da otra usando agua de mar vieja disuelta en el mosto (Agr.24). Columela da una fórmula similar usando sal tostada y molida al mosto, indicando que se puede echar un sextario de arrope o dos, si hay sospechas de que vaya a durar poco (RR XII,37). Y en la Geopónica aparece una receta para fabricar vino de Tasos (VIII,23) y otra para el vino de Cos (VIII,24), ambas usando agua de mar y arrope. 


En general, los vinos en los que se empleaba la mezcla con arrope acababan siendo indigestos y peleones. Plinio, por ejemplo, explica que el vino de Éfeso “no es saludable, porque se aromatiza con agua de mar y con défruto” (NH XIV,75) y el médico Dioscórides explica que los vinos con mezcla de arrope “cargan la cabeza e inflaman, causan embriaguez, son flatulentos, difíciles de evaporarse, sientan mal al estómago” (MM V,6,5). Los autores romanos son conscientes de que lo mejor para hacer un buen vino, es no adulterarlo (‘saluberrimum cui nihil in musta additum est’, “el vino más saludable es aquel al que no se le añade nada”, nos dice Plinio XXIII,24), y solo hacerlo en caso de necesidad. Pero hay que tener cuidado con no pasarse: “se ha de evitar que se conozca que el gusto del vino proviene del aliño, pues esto aleja al comprador”, recomienda Columela (RR XII,20).


El defrutum también se usaba para crear ‘vinos de hierbas’, machacando los tallos, raíces, hojas o bayas de algunas plantas, que se acababan macerando en vino o en mosto. Leemos en Plinio el Viejo: “De entre lo que se cría en la huerta, se hace vino de la raíz del espárrago, la ajedrea, el orégano, la semilla del apio, el abrótano, la menta silvestre, la ruda, la nébeda mayor, el serpol y el marrubio blanco: se ponen dos puñados por un cado de mosto, un sextario de sapa y una hemina de agua de mar” (NH XIV,105). Los ‘vinos de hierbas’ se utilizaban como remedio medicinal, y pretendían aprovechar las propiedades beneficiosas que se le atribuían a las plantas. Por ejemplo, la raíz de espárrago en decocción con vino se creía óptima para favorecer un embarazo, pero también contra las mordeduras de tarántulas; el serpol, una variante del tomillo, ayudaba a provocar la menstruación y calmaba los retortijones de tripa; las hojas y flores de orégano, bebidas con vino, curaban las mordeduras de fieras venenosas; y el marrubio blanco se usaba para provocar los menstruos. Lo mismo pasaba con otras hierbas, como la genciana (servía como abortivo), el cálamo aromático (diurético), el helenio (contra las dolencias del estómago y las mordeduras de fieras), el apio caballar (diurético) y tantas otras plantas cuyas virtudes relatan los tratados científicos de Teofrasto, Hipócrates, Dioscórides, Galeno o Plinio.


arrope

Por último, cabe destacar que el defrutum o arrope era tan apreciado que hasta servía para intercambiar regalos en las Saturnalia. “Una garrafa siria de vino tinto cocido” es uno de los presentes que recibe el pintoresco abogado Sabelo (‘nigri Syra defruti lagona’, Mart. IV,46), y el poeta Marcial también recibe, de parte de su amigo Umbro, “una frasca de negro arrope de Laletania” (‘Laletanae nigra lagona sapae’, Mart. VII,53). No se considera un regalo de lujo, como sí podría ser un perfume o una anforita del mejor garum sociorum. Más bien era ideal para un regalo sin demasiado compromiso, ya que era un producto habitual, muy utilizado y práctico. Y no nos engañemos, ¿a quién no le gusta que le regalen dulces?


Prosit!


BIBLIOGRAFÍA EXTRA:


AGUILERA, Antonio: “Defrutum, sapa y caroenum. Tres nombres y un producto: arrope”. (2004), en AA. VV., Culip VIII i les àmfores Haltern 70. Monografies del Casc 5. Museu d'Arqueologia de Catalunya. Centre d'Arqueologia Subaquàtica de Catalunya, Girona, pp. 120-132


BRUN, Jean Pierre: Los usos antiguos de los productos de la viña y el olivo y sus implicaciones arqueológicas (2015). Anales De Prehistoria Y Arqueología, pp.19-35 [https://revistas.um.es/apa/article/view/229931]