Escena de banquete. Villa del Casale. Sicilia. |
En la Roma clásica, si alguien disponía de una buena posición social, con bastante dinero y un círculo social considerable, era bastante fácil que fuera un romano entrado en carnes. La moda de servir cuantos más platos mejor, la necesidad de proyección social a través de los convites y el deseo de presumir de un cocinero-artista que sorprenda a los comensales con las creaciones más imposibles, favorecía el sobrepeso. Sin duda. Ahora bien, la obesidad nunca fue vista con buenos ojos en Roma, pues se relacionaba directamente con la falta de control, con la glotonería y con la debilidad del espíritu. Tanto los textos clásicos como la iconografía insisten en identificar la obesidad con la decadencia y la molicie. Por ejemplo, leemos en Persio: “Pides fuerza para los músculos y para la vejez un cuerpo que no te falle. Bien, así sea. Pero grandes fuentes y conservas de carne en manteca han impedido a los dioses otorgarte esto y entorpecen a Júpiter” (sat.II,41-43). Horacio habla del “hombre cebado y descolorido a fuerza de vicios” (Serm. II,2) y Catón el Censor, aún en tiempos de la República, llegó a excluir del censo a un caballero por gordo, puesto que la obesidad le impedía cumplir con sus obligaciones militares. «¿Cómo podría ser útil a la patria un cuerpo así, cuyo espacio entre el cuello y las ingles está todo ocupado por el vientre?» parece que fueron las palabras exactas que le dirigió (Plut.Cat.ma.9).
La obesidad se identifica con un determinado estilo de vida, y se considera el resultado del comportamiento descontrolado de quien la padece. Es decir, para la mentalidad romana el obeso es responsable de su obesidad: estás gordo porque no sabes parar de comer. Algunos, conocedores de su poco autocontrol, recurrían a terceros. Es el caso del político, militar y conocido gourmet Lucio Licinio Lúculo, que tenía a un esclavo habilitado para retirarle la mano de la comida cuando empezaba a pasarse con los tordos y las tetas de cerda (Plinio NH XXVIII,14,56). Lo que sea con tal de no ponerse como un tonel.
Magistrado obeso. Museo del Louvre (1) |
La obesidad se identifica también con los personajes decadentes, con esclavos gorrones, parásitos y perdularios de todo tipo. Y por supuesto con los malos gobernantes, con los tiranos y reyes, quienes se caracterizan por llevar una vida dominada por los excesos. Es el caso de los persas y los tiranos helenísticos, de los “malos” emperadores o de los etruscos, de quienes se decía que vivían con tanto lujo que celebraban dos banquetes al día y por eso se representaban en sus tumbas bien orondos celebrando su banquete eterno. Era su forma de dejar claro a los demás la opulencia y el buen vivir de los aristocráticos difuntos. Para la mentalidad romana, todos estos pueblos se habían echado a perder dejándose llevar por el placer de los sentidos.
Sarcófago etrusco del obeso. Museo Arqueológico de Florencia |
La obesidad es también un tema estrella en los tratados médicos. Ya en la época imperial se considera una enfermedad por sí misma y requerirá de los tratamientos habituales a base de dieta, ayuno, ejercicio, purgas, masajes e hidroterapia. La implicación del paciente a la hora de bajar de peso es fundamental, considerándose el hecho de mantenerse delgado como una norma higiénica más. Hay que decir que en esta época se desconocía completamente que la obesidad es un trastorno complejo en el que los factores endógenos (genéticos, hormonales, psicosomáticos, neurológicos) tienen tanto peso como los exógenos (sobrealimentación, sedentarismo). De manera que parece que medicina y mentalidad romana van de la mano.
Obeso. Museo del Louvre (2) |
¿Qué problemas de salud conllevaba la obesidad? Lo más evidente eran los empachos e indigestiones colaterales, puesto que lo más fácil era ser gordo por incontinencia en la mesa. Para Séneca la culpa de (casi) todos los males es comer mucho: “la multitud de platos de comida ha provocado múltiples enfermedades” (Ep. XV,95,18). Y la culpa es, cómo no, de los cocineros: “No debes sorprenderte de que las enfermedades sean innumerables: haz el recuento de los cocineros” (Ep. XV,95,23). Tras esto nos pinta un retrato espeluznante del paciente, pálido, con temblor de músculos, con paso inseguro, el vientre hinchado, el rostro descolorido y las articulaciones entumecidas. Lo que viene siendo el cuadro completo de la obesidad: problemas respiratorios, colesterol, hipertensión, gota, artrosis, diabetes… El médico griego Hipócrates ya había observado que “los que son excesivamente gordos por naturaleza están más expuestos que los delgados a una muerte repentina” (Aforismos,44). Hay que decir que a veces la muerte súbita se manifestaba si uno se bañaba tras una buena comilona, desconociendo las consecuencias del síndrome de hidrocución. Juvenal relata la escena: “el castigo es inmediato cuando te despojas de tu ropa hinchado y paseas hasta los baños el pavo real sin digerir. De ahí las muertes repentinas, viejos que no alcanzan a otorgar testamento, y el nuevo chismorreo que recorre alegremente todas las comidas” (Sat.I,140-146).
También se consideraba la obesidad nociva para la reproducción, y afectaba tanto a hombres como a mujeres. De nuevo Hipócrates: “Si una mujer está más gorda de lo normal, no se queda embarazada” (Sobre las mujeres estériles, 17). Tanto hombres como mujeres obesos tendían a la esterilidad y, en caso de concebir, el embarazo y el parto eran más complicados.
Bien, y ¿qué remedios existían? Lo mejor era seguir una dieta saludable para evitar que el cuerpo se desequilibrase y enfermase. Esta dieta no solo incluía alimentos adecuados, sino también ejercicio, purgas, baños, ayuno y reposo. Por lo que respecta a los alimentos, lo mejor era la frugalidad: “Ciertamente es muy útil la moderación en las comidas” (Plinio NH XXVIII,14,56). El médico Galeno de Pérgamo, en su obra De Attenuante Victus Ratione (‘Sobre la dieta adelgazante’) ya indica que los vegetales, como las verduras, las plantas amargas y las frutas sirven para bajar de peso. También indica que hay que evitar cereales y legumbres y en cambio consumir pescado de roca y pajaritos de montaña, tipo estorninos o tordos.
Hipócrates nos explica en Sobre la dieta que para adelgazar convienen los baños calientes en ayunas, puesto que “todos los sudores, al salir, adelgazan y resecan, al abandonar la humedad el cuerpo” (Sobre la dieta,57). También convienen los paseos matutinos, la lucha en la palestra, el coito, una comida única, el agua caliente como bebida, vomitar, purgarse con eléboro… Lo dicho: comida ligera, baños, purgas y ejercicio.
Gladiadores. Galleria Borghese, Roma |
Los gladiadores y los deportistas (los que practicaban lucha, pancracio o pugilato) también estaban sobrealimentados para conseguir una buena capa de masa muscular. En su caso las cantidades eran bastante considerables, pero no siempre eran alimentos refinados como los de los banquetes. La dieta de los deportistas solía consistir en carne y pan como para parar un tren. Recordemos la anécdota del mítico Milón de Crotona, campeón olímpico que “acostumbraba a comer veinte minas de carne y otras tantas de pan (13 kg), y a beber tres congios de vino (10 litros)” (Ateneo, Deip.X,412E). El caso de los gladiadores es distinto. Aunque Galeno recomienda que coman carne, la mayoría de las veces se les daba una mezcla de gachas de cebada y alubias o habas, muy a su pesar. Este exceso de carbohidratos sirve para desarrollar la masa muscular, requisito necesario para sobrevivir en la arena. Gladiadores y atletas contaban con la supervisión de un médico que les vigilaba la dieta y la salud en general, pero siempre pensando que la prioridad era ganar competiciones. Atletas y gladiadores estaban entrados en carnes. Sin embargo, esa era su obligación. En senadores, matronas, magistrados, banqueros, abogados y demás gente de bien era imperdonable.
Por si acaso pónganse a dieta.
Luchadores griegos. |
Bibliografía extra: Le malattie nell’arte antica (Mirko Dražen Grmek, Danielle Gourevitch). Firenze, Giunti Editoriale, 2000.
Fuente de las imágenes (1) y (2): Le malattie nell’arte antica (Mirko Dražen Grmek, Danielle Gourevitch). Firenze, Giunti Editoriale, 2000.