Una de las maneras que tenían los poderosos de mostrar generosidad con el pueblo llano era el lanzamiento de regalos y alimentos en lugares abarrotados tales como teatros, circos y anfiteatros. Sí, sí, lanzamiento, literalmente.
La generosidad, o liberalitas, era una de esas virtudes públicas romanas nada desinteresadas que se daban por supuestas en todo emperador o miembro de la élite, quien debía velar siempre por el bienestar material de los ciudadanos. A cambio, recibía fidelidad por parte de todos sus beneficiarios. En época imperial, esta generosidad era ya un acto habitual para las clases privilegiadas y una obligación moral para todo aquel que se dedicase a la política, y existía un amplio abanico de posibilidades para patrocinar y favorecer a los ciudadanos, desde inaugurar un templo o un mercado hasta celebrar unos juegos que durasen varios días para entretenimiento del populacho. Dentro de todas estas posibilidades, quizá la más sorprendente por su ejecución sea la sparsio missilium o, lo que es lo mismo, el lanzamiento de regalos y alimentos desde las gradas de ciertos lugares públicos.
En efecto, en determinadas ocasiones importantes, los benefactores procedían a repartir regalos diversos a la población a través de este sistema. Los casos más sonados fueron la inauguración del Anfiteatro Flavio en el año 80, la del Foro y basílica de Trajano en 112, los juegos Palatinos que celebró Calígula en 41 y los que organizaban Nerón, Heliogábalo y Domiciano, las fiestas que celebraban las calendas de diciembre y las del Septimontium, los festejos del nombramiento a edil de Agripa en 33 aC y el cumpleaños del emperador Adriano en 119.
El sistema era muy curioso. Se trataba de lanzar pequeños objetos-regalo desde lo alto, que se repartían entre la población según los designios de la diosa Fortuna. El léxico empleado en los textos confirma este sistema. Se habla de sparsiones, es decir, rociadas o lanzamientos (de spargere) y de missilia, un neutro plural derivado de mittere (‘enviar’ o ‘lanzar’). Los lugares perfectos para llevar a cabo este reparto eran los teatros, anfiteatros y circos, pero los textos también nos hablan de lluvias de monedas desde lo alto de edificios como la basílica Julia, por ejemplo.
¿Qué se lanzaba al público congregado mediante este sistema? Pues, si tenemos que hacer caso de los textos, se lanzaba de todo (‘missilia omnium rerum’), sobre todo si el donante era alguien importante que perseguía el favor popular, como un emperador. Es fácil imaginar a las masas emocionadas por la posibilidad de recibir un regalo, da igual lo que sea, mientras sea gratis, de manos del mismísimo emperador. Regalos que, además, parece que caían del cielo, como si los enviasen los dioses. La mayoría de las veces eran chucherías o golosinas. Pero otras veces la cosa iba a más y podían llover monedas de oro o plata, vasijas, ropa, caballos, ganado, aves vivas, esclavos… Para facilitar las cosas, se podía recurrir al sistema de tirar bolas o fichas que después se podían canjear por el regalo en cuestión. Así lo leemos en Dión Casio cuando habla del emperador Tito: “Arrojaba al anfiteatro, desde lo alto, pequeñas bolas de madera con diversas inscripciones: unas con algún artículo de comida, otras de ropa, otras con una vasija de plata o a veces de oro, también caballos, animales de carga, ganado o esclavos. Quienes se hacían con una la llevaban a los encargados de la distribución de los regalos, de quienes recibían el artículo nombrado” (Dion Casio 66,25,5).
Seguramente se optaba por uno u otro sistema en función de los bienes que se iban a distribuir. Que pastelillos y dátiles, pues lanzamiento directo, que un manto o una casa, pues mejor una bola-regalo. Estas fichas o bolas eran objeto de intercambio o compra-venta entre los que las recibían y se podían heredar de padres a hijos, a la espera de ser cobradas algún día, cuando hiciera falta.
Por otra parte, parece que estos regalitos -o las fichas o bolas- se colocaban en unas hamacas suspendidas por unas cuerdas, y que, llegado el momento, se volcaban sobre el personal, que se volvía loco por rapiñar todo lo que se pudiese. El poeta Estacio la llama bellaria linea, algo así como ‘la cuerda de las golosinas’ y el poeta Marcial, linea dives, más o menos ‘la cuerda de la abundancia’, ambos a propósito de juegos celebrados en tiempos de Domiciano. Una de las pocas representaciones pictóricas de estas hamacas se puede ver en los frescos de la Casa de la Caza Antigua en Pompeya.
Bien, yendo al tema que nos ocupa en este blog, que es el de la manduca, digamos que los productos comestibles eran de los que sí caían directamente desde lo alto. La mayoría de las veces se trataba de pastelillos dulces o frutas variadas, que caían "de la cuerda" junto a flores, piñas, monedas ….
El poeta Estacio nos hace una descripción bastante exhaustiva de las bellaria (‘golosinas’) que podían caer del cielo en unos juegos ofrecidos con motivo de las calendas de diciembre (Silvas I,6). El elenco abarca frutas de importación por una parte y pasteles por otra, todos ellos relacionados con la prosperidad y la fertilidad, y regalos muy habituales durante Saturnalia y durante las calendas de enero. Estacio menciona los frutos que caen ‘de los fecundos nogales del Ponto y de las cimas de Idumea’, es decir, nueces y dátiles; de ‘los que hace brotar en sus ramas la piadosa Damasco’, localidad famosa por sus ciruelas; y de ‘los que madura la cálida Cauno’, o sea, higos. Nueces, dátiles, ciruelas e higos, posiblemente secos, posiblemente recubiertos de una capa de azafrán o de oro, que ‘se derramaban como una ofrenda de copiosa cosecha’. Casi nos parece ver el cuerno de la abundancia de la mano del generoso emperador.
Y por lo que respecta a los dulcia, se nombran varios tipos de pastelillos típicos de las localidades italianas: gaioli, especialidad del Lacio que quizá tenían forma humana, como los hombrecillos de jengibre navideños; lucuntuli, buñuelos fritos de origen etrusco que, según dice Ateneo, llevaban queso; massis Amerina, típicos de Umbria, muy tiernos y a base de fruta; mustaceos, panecillos de trigo y mosto, con especias y queso, típicos de las bodas romanas. La enumeración acaba con praegnantes caryotides, quizá una especie de dátiles que venían rellenos de monedas, como la representación de cierto bodegón procedente de la Casa de los Ciervos en Herculano.
bodegón con dátiles y moneda. Casa de los Ciervos. Herculano
Hay que tener en cuenta que higos y nueces tienen una carga simbólica importante por lo que respecta a la prosperidad y la fertilidad, y que su reparto cuenta con una larga tradición en el mundo romano. Es bastante habitual, por ejemplo, que se lancen nueces a los niños en las bodas o en algunos cumpleaños. Y también durante fiestas religiosas como las Floralia o las Cerealia, donde la sparsio no es solo de nueces, sino también de guisantes, altramuces, habas o garbanzos, legumbres de grano relacionadas, de nuevo, con la fertilidad. Eso sin contar que en el mundo del espectáculo no era ninguna novedad que se quisiera complacer al público mediante regalitos. Por ejemplo, los editores de los juegos en los anfiteatros solían regalar aspersiones con esencia de azafrán para refrescar el ambiente; y los dramaturgos griegos se congraciaban con el distinguido público a base de higos secos, golosinas o nueces que lanzaban desde las gradas.
Además de pasteles dulces y frutas, también se lanzaban aves vivas, lo cual está documentado en festejos ofrecidos por los emperadores Calígula, Nerón y Domiciano. Y no cualquier tipo de aves, sino aves exóticas, raras y, sobre todo, valiosas. De nuevo volvemos al poeta Estacio: “Entre tanto, caen de lo alto, en medio de un repentino revoloteo, bandadas innúmeras de las aves que el sagrado Nilo y el Fasis furioso y las númidas tierras acogen bajo el soplo del húmido Austro” (Silvas I,6, 74-77). Es decir, que se lanzaron para la plebe flamencos, faisanes y pintadas. Y unos versos antes el mismo poeta hace mención también de las grullas, de las que dice que “caerán pronto para servir de presas fugitivas”. Son aves que no se podía permitir cualquiera. Así que es normal que la gente se volviese loca intentando atraparlas, que se diesen de tortas para capturarlas y que las escondiesen rápido entre los pliegues de la toga, para que ni se escapasen ni se las robase otro desalmado.
La verdad es que es fácil imaginar la expectación que despertaba entre el público de todo tipo y condición la posibilidad de llevarse a casa cualquier cosa, especialmente si era de valor. De hecho, la caza y captura de obsequios o alimentos formaba parte también del espectáculo.
Pero no todo eran pastelitos golosos o dátiles recubiertos de oro, no todo eran tordos o perdices. Se entregaban también fichas (nomismata) que daban derecho a copas de vino, a cinco copas en concreto. Si hacemos caso al poeta Marcial, lo normal es que se repartiese a cada persona dos bonos de este tipo (‘bis quina nomismata’), que seguramente irían con la entrada, pero la Fortuna también se encargaba de repartir otros, que acababan siendo objeto de la rapiña general: “Habiéndose dado a cada caballero diez bonos de vino, ¿por qué, Sextiliano, tú solo te bebes veinte?” (Mart. I,11,1).
Y podían llover del cielo también las tesserae frumentariae, es decir, bonos de trigo. Una tessera era más o menos una ficha de hueso, madera, marfil o metal, con forma cuadrangular, que daba derecho a un beneficio. Es equivalente en significado a nomismata, aunque esta última palabra representa unas fichas que podrían tener más bien forma de moneda.
Las tesserae llevaban algún tipo de símbolo o inscripción reconocible que servía para reclamar un premio. Por ejemplo, servían como entrada gratuita para el espectáculo de las fieras o para el teatro. En el caso de las tesserae frumentariae se trataba de un bono que daba derecho a una cantidad de trigo fuera de los repartos habituales que correspondían a la cura annonae. La posesión de una tessera frumentaria daba derecho, pues, a un extra de trigo público, y podía ser cobrada incluso por esclavos o extranjeros, que no eran ciudadanos y por tanto no tenían derecho a la ración mensual. Era la diosa Fortuna la responsable de regalar estos bonos que, seguramente, se repartían solo en momentos puntuales en los que había excedentes de cereal.
Por cierto, las tesserae -no sabemos de qué tipo- aparecen en los juegos ofrecidos por Domiciano para compensar a los sectores más privilegiados, que también querían su parte del premio. Leemos en Suetonio: “al día siguiente hizo lanzar a los espectadores regalos de todo tipo, y, como la mayor parte habían caído en las gradas destinadas al pueblo, prometió cincuenta bonos (quinquagenas tesseras) a cada uno de los sectores reservados al orden senatorial y ecuestre” (Suet.Domit.4). Porque no es justo imaginarse exclusivamente al populacho más pobretón peleando por llevarse a casa, gratis, cualquier cosa. No. El comportamiento desatado no afecta solo a las masas sino a todas las capas de la sociedad. Los beneficiarios de la generosidad imperial eran todos y si no les llegaban los premios porque la cuerda de la abundancia cae siempre por el mismo lado hay que quejarse. Por supuesto.
El resultado final de todo este espectáculo era la adoración ciega al beneficiario, generalmente el emperador, que proveía de bienes y regalos a su pueblo. La figura del donante se eleva hasta la categoría de los dioses, pues, como ellos, posee el cuerno de la abundancia y reparte prosperidad.
Para saber más: Isabelle Simon: “Un aspect des largesses impériales: les sparsiones de missilia à Rome (Ier siècle avant J.C - IIIè siècle après J.C)”.- Revue Historique 2008/4 (núm.648), pág. 763-788