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sábado, 2 de marzo de 2024

LARIDUM CUM NAPIS (PANCETA CON NABOS)


Esta receta procede del tratado De observatione ciborum, escrito a principios del siglo VI por el médico griego Antimo. El tratado, dirigido a Teodorico, rey de los francos, es uno de los pocos testimonios sobre cuestiones dietéticas y gastronómicas de la época tardo imperial. 


No podemos decir que sea una receta propiamente dicha, sino unos apuntes sobre cómo cocinar uno de los alimentos más emblemáticos de toda la antigüedad romana:  los nabos. Pasemos al texto original:


“napi boni sunt. elixi in sale et oleo manducentur, sive cum carnibus vel larido cocti, ita ut acetum pro sapore in coctura mittatur” (De Obs.52)


La traducción sería algo así como:


Los nabos son buenos. Se comen hervidos con sal y aceite, o cocinados con carne o tocino, echando vinagre durante la cocción para dar sabor”.


La receta es de tradición clásica, pero apunta hacia lo que será una dieta medieval. Por una parte emplean los nabos, que ya se consumían desde los tiempos de la República y que hasta eran un ingrediente emblemático del mundo romano. Por otra parte, el autor los combina con carne o tocino, que va a ser la base de la alimentación medieval, basada en parte en la dietética más ‘bárbara’ (como diría un romano de pro). Antimo utiliza el término ‘larido’, que podemos traducir como beicon, tocino o panceta, y el mismo autor dice en otra parte que es ‘la delicia de los Francos’. Lo comían de todas las formas posibles, crudo, ahumado, cocido y hasta frito. El laridum y su manteca tanto servían de alimento como de medicamento, una panacea que curaba todos los males.

Pero además la receta implica cocinar los dos ingredientes utilizando vinagre (acetum), y eso va a ser algo distintivo de las cocinas medievales: el toque ácido que derivará con el tiempo en un sabor agridulce muy distintivo. 


Otro detalle curioso es que Antimo no pide condimentar con garum, sino con sal y aceite. Aunque en este momento todavía se empleaba la famosa salsa de pescado en las ciudades del Mediterráneo, lo cierto es que en el territorio de los Francos (Antimo vivió en Metz) no debía ser fácil conseguir un liquamen de calidad, porque en otra parte del opúsculo comenta “prohibimos condimentar cualquier cosa con garum” (nam liquamen ex omni parte prohibemus), lo cual es ya muy sintomático de los nuevos tiempos (De Obs.9).


Vayamos ya con la receta, facilísima de hacer, por cierto.


LARIDUM CUM NAPIS (PANCETA CON NABOS)



INGREDIENTES:


  • 4 nabos pequeños

  • 150 gr de beicon, panceta, tocino o similar

  • vinagre de vino

  • vino blanco

  • agua


PREPARACIÓN:


  1. Pelar los nabos y cortarlos a rodajas. Ponerlos en una cazuela a hervir con agua y sal.

  2. A media cocción (unos diez minutos), sacar los nabos y reservarlos.

  3. Cortar el beicon en daditos. 

  4. En una sartén, colocar el beicon. Cuando haya empezado a derretir la grasa, incorporar los nabos troceados. Poner un poco de vino blanco, agua y vinagre. Dejamos que se integre todo.  

  5. Servir.



Es una receta muy fácil de hacer y es bastante desconcertante. Quizá no estamos tan acostumbrados al vinagre como en la antigüedad, pero lo cierto es que no está mal de sabor. 


Prosit!


Fotos: @Abemvs_incena

sábado, 24 de junio de 2023

¿GRIEGOS Y ROMANOS COMÍAN BICHOS?


El consumo de insectos es un tema actual y muy controvertido. Nos lo venden como un recurso barato, sostenible y rico en nutrientes. En el mundo occidental, sin embargo, no son precisamente un bocado apetecible, puesto que está cargado de connotaciones negativas: se perciben como sucios, asquerosos, exentos del listado de animales comestibles…. en pocas palabras, son inmundos.


Últimamente he encontrado varios posts en internet explicando lo habitual que era consumir insectos en la antigüedad, y hasta he encontrado varios textos que insisten en lo mucho que les gustaban los bichos a los contemporáneos de Plinio, que se ponían tibios a base de larvas. Sin embargo, nuestra tradición culinaria rechaza estas proteínas, desmarcándose entonces de esa antigüedad presuntamente entomófaga.


¿Qué hay de verdad en todo esto? 


Veamos qué nos dicen las diferentes disciplinas y las fuentes clásicas sobre el consumo de insectos en épocas antiguas.


Entomólogos, paleontólogos y antropólogos están de acuerdo en que la entomofagia se practicaba de manera habitual durante el Paleolítico, cuando larvas, hormigas y otros bichos eran objeto de recolección estacional. Sin embargo, en pleno Neolítico, con la aparición de la agricultura y la ganadería, esta práctica iría desapareciendo. El consumo de animales domésticos y de cereales cosechados se impondrá, ya que son una fuente mucho más estable de alimento. Al parecer, es en este momento cuando el consumo de insectos empieza a cargarse de connotaciones negativas. ¿Por qué? Según la antropología, es porque los insectos hacen peligrar los cultivos, y eso los acabaría asociando con las plagas y la carestía. También porque se relacionan con la transmisión de enfermedades. Así que los insectos, al menos en el mundo occidental, no sólo dejaron de consumirse, sino que se fueron cargando de valores relativos a lo sucio, lo inmundo y lo insalubre. Vamos, que se convirtieron en un tabú culinario. Pero claro, esto tampoco pasaría de la noche a la mañana.


Espiga de cebada con saltamontes.
Moneda procedente de Metaponto.



Los textos clásicos recogen el testimonio del consumo de insectos entre los pueblos bárbaros de Asia y África. Heródoto, en pleno siglo V aC, habla de los budinos, miembros de una tribu situada en Escitia, que se distinguen por ser “los únicos en aquella tierra que comen sus piojos” (Historia IV,21,109). El mismo autor nos habla de los nasamones, un pueblo extendido por la región de Libia, quienes “en verano, dejan sus rebaños cerca del mar y suben a un lugar llamado Augila para recolectar dátiles (...). También cazan langostas: después de dejarlas secar al sol, las trituran y las espolvorean sobre la leche, bebiéndosela acto seguido” (Historias IV,172). Esta misma dieta de langostas la recoge también Diodoro Sículo, ya en el siglo I aC, para el pueblo de los etíopes, a quienes llama ‘acridófagos’. Según este autor, los etíopes aprovechan la multitud de langostas que los vientos arrastran en la estación primaveral y las cazan sofocándolas con humo al pasar por un barranco. La enorme cantidad de langostas cazadas es su único sustento, por lo que se ven obligados a utilizar la salmuera para conservarlas.  Los etíopes “ni crían rebaños ni viven cerca del mar ni obtienen ningún otro recurso”, por lo que su vida es muy corta (Biblioteca Histórica III,29). Plinio también recoge esta alimentación exclusiva a base de langostas, “ahumadas y en salazón” (VI,195) que mantenía con vida a los etíopes durante unos 40 años. Ambos autores  parecen identificar esta vida breve con la alimentación pobre y triste a base de lo único que hay: las langostas. Estos bichos generaban plagas que causaban estragos en las cosechas y eran aborrecidos por todos. Plinio comenta que en la India las hay de tres pies de largo, que proceden casi siempre de África y que un enjambre era interpretado como la ira de los dioses. Plinio sigue explicando que en toda Italia, y en Grecia, y en Siria, y en la Cirenaica se habían decretado leyes para su extinción. Y, en contraste, comenta que “En cambio entre los partos éstas son apreciadas en la alimentación” (XI,106), lo mismo que las cigarras (XI,92). 


Los pueblos bárbaros, culturalmente inferiores para griegos y posteriormente romanos, no comen pan - trigo - aceite, sino que se nutren con las proteínas disponibles en el entorno: las cigarras y las langostas. También en la Biblia se mencionan estos animales como sustento. En Levítico 11:22, junto a las instrucciones precisas sobre lo que se puede y no se puede comer, se mencionan como permitidas toda clase de langostas, grillos y saltamontes, que era justamente lo que se podía encontrar en el desierto. Y en el evangelio de Mateo 3:4, se menciona que San Juan Bautista vestía con ropa muy sencilla (“estaba vestido de pelo de camello”) y se alimentaba de langostas y miel silvestre, productos disponibles que resaltaban su fortaleza de espíritu.

Una dieta pobre y digna de pueblos bárbaros, descritos siempre con un toque bastante exótico y subjetivo.


Las siete plagas de Egipto: la plaga de langostas. Biblia de Nuremberg 
https://commons.wikimedia.org/


Pero los insectos, ¡oh, sorpresa!, también aparecen en los textos como alimento de los propios griegos. 


Ateneo de Náucratis, divagando sobre los aperitivos que se tomaban en tiempos antiguos, menciona una serie de productos como las olivas en salmuera (llamadas kolymbádes), los nabos en vinagre y mostaza, las alcaparras, los pescaditos en salazón y, justamente, las cigarras. Ateneo cita a varios autores del pasado, como Aristófanes (que vivió entre los siglos V y  IV aC) en su comedia Anágyros:

¡Por los dioses! Me apasiona comer cigarra y «kerkope» capturada con una caña fina” (IV,133BC). 

No está muy claro qué es “kerkope”, pero la crítica se decanta por la cigarra hembra o alguna otra especie de chicharra, que al parecer se capturaba con una caña impregnada de algo pringoso. Por cierto, Aristóteles también explicaba que las cigarras hembras son mejores que los machos porque van cargaditas de huevos blancos y, de hecho, explica que las cigarras son deliciosas sobre todo en su fase de larva-ninfa (Historia Animalium, 556b).

También Aristófanes las nombra como producto que se podía encontrar en los mercados

El mismo individuo vende tordos, peras, panales, aceitunas, calostro, corión, higos de golondrina, cigarras, carne de lechal” (IX,372C).

Y el comediógrafo Alexis (siglo IV aC) menciona a las cigarras dentro de un elenco de alimentos muy pobres

Las partes y el conjunto de nuestra subsistencia son: haba, altramuz, verdura, rábano, algarroba, arveja, bellota, nazareno, cigarra, garbanzo, pera silvestre, y el don divino, atención para conmigo de la Diosa Madre, el higo seco, invención de una higuera frigia” (Athen. II,55A).


Moneda de Ambrakia representando a Atenea y una cigarra.


En los textos griegos, las cigarras se muestran como un residuo de tiempos pasados y, en todo caso, un recurso pobre o un remedio al que recurrir si no hay nada mejor. Nada que ver con los productos emblema de su sistema alimentario, centrado en los cereales, en el vino y en el aceite. Es decir, que se pueda comer no quiere decir que sea el alimento principal, ni el más valorado, ni siquiera que sea representativo de su culinaria, como demuestra el abandono por parte de los comensales posteriores.


En los textos escritos por autores romanos, la presencia de bichos es aún menor. Sí aparecen a menudo formando parte de compuestos medicinales o afrodisíacos, herencia de tratados griegos como los de Dioscórides o Hipócrates. Por ejemplo, las cantáridas para terapia ginecológica, enfermedades de la piel y como purgante; las chinches de cama contra las fiebres cuartanas; o cierta cucaracha (blata de los molinos), majada con aceite que es mano de santo contra el dolor de oídos. Pero  lo que es considerar el insecto como alimento, aparece poquísimo, y siempre de manera anecdótica. Por ejemplo, Plinio el Viejo nombra las larvas de cierto escarabajo como una delicia propia de las mesas más refinadas:


Estos gusanos son objeto de la lujuria, y los más grandes -que se encuentran en los robles- son un alimento muy delicado; se llaman cosses, y hasta los crían con harina para que engorden más” (NH XVII,220)


Se han identificado estos ‘cosses’ o ‘cossus’ como la larva del ciervo volante, un coleóptero que vive en los troncos de los robles, aunque también podría ser un capricornio de las encinas o cierto escarabajo del género Prionus. En todo caso, parece una extravagancia puntual de sibaritas y epicúreos, más que una práctica común. Algo llamado a no tener éxito, viendo la falta de continuidad. Igual que cuando les dio por comer cigüeña o asno o sesos de avestruz. Aparecen registrados en los textos, pero no son representativos, precisamente, de la dieta habitual.

Por cierto, también comía larvas -en este caso de picudo rojo- el rey de los indios, pero como postre: “un cierto gusano, después de frito, que se cría en la palmera datilífera” (Claudio Eliano XIV,13). Las larvas, a lo que se ve, son vistas como una golosina y no como un alimento de supervivencia. Si las cigarras y langostas parecen cosa de pobres, las larvas parecen algo decadente y exótico.



Así  pues, parece que sí, que nuestros antepasados griegos y romanos documentan el consumo de insectos tanto en sus mesas como en la de los pueblos extranjeros. Sin embargo, los bichos nunca tuvieron un lugar de honor dentro del sistema de valores alimentario, y se muestran como algo bárbaro (sustento de pueblos extranjeros, alejados del civilizado modelo clásico); como algo exótico (sobre todo entre autores romanos) o como un producto de supervivencia (si no hay nada mejor). Los datos que proporcionan simplemente documentan un uso, que debe ser cogido con pinzas. Por encima de todo, el consumo de insectos aparece como algo anecdótico, algo de lo que no podemos hacer una norma. 

Si usted duda a la hora de comerse la harina de grillos, no le va a servir de nada pensar que griegos y romanos ya lo hacían, porque no podemos apelar a la tradición en esto. De hecho, les va a recordar más a los pobres nasamones en el oasis de Audjila, entre palmeras datileras y haciendo juramentos con arena porque se les ha acabado el agua.

Aunque nosotros comemos bichos sin querer y hasta los toleramos en el colorante rojo (cochinilla), lo de hincarles el diente conscientemente, sabiendo que son bichos, es otra cosa. 


Hasta aquí el repaso entomófago de la Antigüedad.





Foto de la portada: Detalle de langosta en un mural de caza en la cámara de la tumba de Horemhab, Antiguo Egipto. https://commons.wikimedia.org/

Fuente de las monedas: https://coinweek.com/hey-theres-a-bug-on-my-ancient-coin/







sábado, 27 de agosto de 2022

MODELO IDEOLÓGICO Y COMPORTAMIENTO ALIMENTARIO



El mundo clásico otorga una atención extrema a los comportamientos alimentarios, tanto propios como ajenos. Aunque todas las culturas aportan una carga semántica al hecho alimentario, la cultura clásica exalta y prioriza esta dimensión simbólica: la alimentación se convierte en un lenguaje que identifica al individuo y lo define, que se carga de normas y de connotaciones morales. 


Veamos algunas de las claves en el comportamiento alimentario que revelan el modelo ideológico de griegos y romanos.


a. El valor de la convivialidad


El mundo clásico se define a sí mismo como representante de la civilización, por oposición al resto de culturas, que generalmente se consideran bárbaras. Esta ‘superioridad cultural’ tan etnocentrista se verá reflejada, entre otros factores, en el hecho alimentario. Así, el modelo de vida civilizada se expresa especialmente en el acto de comer juntos, que tiene en el banquete la máxima manifestación. Comer juntos es un hecho que trasciende la mera dimensión funcional de nutrición y que adquiere un valor comunicativo. La convivialidad, es decir,  el placer que sienten las personas cuando comparten  la comida, es el elemento principal que diferencia civilización de barbarie. Los pueblos bárbaros comen porque tienen hambre y por tanto solo satisfacen una necesidad del cuerpo. Los pueblos civilizados son capaces de transformar esta necesidad fisiológica en un momento de placer y sociabilidad, de comunicación entre sus componentes, de vida en común. No se limitan a nutrirse sino que desarrollan un auténtico comportamiento alimentario cargado de significados culturales. Estructuran los banquetes en dos partes (una de ellas destinada a compartir el alimento entre iguales, la otra destinada a exaltar la sacralidad del vino) y lo llenan de normas que abarcan todas las dimensiones posibles: cómo se debe mezclar el vino, cuándo se deben hacer las libaciones, cuándo comer sentados y cuándo recostados, qué alimentos son adecuados a cada situación, cómo evitar la embriaguez, cómo honrar a los dioses…. 




b. El valor de la ciudad


Para griegos y romanos el modelo de vida civilizada está íntimamente ligado a la noción de ciudad. Estas culturas no mostraron gran interés por la naturaleza en estado salvaje. En cambio, la ciudad supone una creación humana que les permite separarse de lo bárbaro, y por tanto, completamente adecuada para la civilización. Es en la ciudad donde se compran y venden los alimentos, es en la ciudad donde se consumen, y es en la ciudad donde se producen, ya que se destina una porción del campo -aquella que rodea a la ciudad- para los cultivos. Esa parte, que en el mundo romano se llama ager, es donde se practica la agricultura, otro invento humano. Esa parte es una naturaleza domesticada y por tanto civilizada. El resto de naturaleza no controlada y no explotada - el saltus - no interesa. 




c. Alimentos simbólicos



Los productos emblemáticos de la cultura griega y de la romana son el trigo, la viña y el olivo. No solo se consiguen mediante la agricultura que se practica en el ager, junto a la ciudad y para proveer a la ciudad, sino que sirven para construir tres alimentos que simbolizan por sí mismos la civilización: el pan, el vino y el aceite. Se obtienen cultivando la tierra, dominándola y aplicando las técnicas necesarias para obtener no solo el producto en bruto, sino el producto elaborado. Pan, vino y aceite son construcciones humanas, manipulaciones que se alejan de la propia naturaleza. La clave radica en la intervención activa a la hora de fabricar el alimento, en la construcción artificial. El ingenium desplaza a la natura. Esta será la base de toda la ciencia culinaria posterior, el embrión de la gastronomía.

A este modelo se opone el de los pueblos salvajes, bárbaros, que desconocen la agricultura e incluso el sedentarismo, y se basan en valores culturales y modos de producción diferentes. Explotaban terrenos incultos, se dedicaban a la caza y la recolección de frutos silvestres, criaban animales en los bosques y, sobre todo, no comían pan ni bebían vino: eran, por tanto, salvajes. Estos pueblos se definían por sus elecciones alimentarias: comían carne,  bebían leche y condimentaban con tocino y mantequilla. Todo de origen animal, todo de procedencia salvaje, de la caza, de los bosques. Su cerveza, además, es percibida como un vino corrupto que toman sin moderación, ya que desconocen los rituales del simposio y del consumo del vino. La cerveza no sirve para contactar con los dioses mediante la embriaguez, la cerveza es solo un líquido alcohólico.




d. El ritual del sacrificio


Si la carne es un alimento bárbaro, ¿significa eso que griegos y romanos nunca comían carne? Pues no. Simplemente encontraron un método para evitar el estigma de la barbarie: el ritual del sacrificio. Matar un animal (doméstico, por supuesto) para ofrecerlo a los dioses y posteriormente consumir su carne de manera colectiva es un acto de múltiples significados. Por una parte se establece una conexión entre religión y comida en común, puesto que desde el mismo momento del sacrificio dioses y humanos comparten alimento: a los dioses les corresponden huesos, vísceras y grasa, que ascienden en forma de humo, y a los humanos la carne, que se reparte entre unos comensales que comparten un vínculo social. Con la práctica del sacrificio, el consumo de carne se convierte en un acto cultural: expiación de una falta, ofrenda a los dioses y reparto de la carne entre los miembros del grupo.

El sacrificio se reserva para momentos especiales de la comunidad, y por eso también el consumo de carne debe ser un acontecimiento excepcional, reservado para las fiestas religiosas y los banquetes. Por eso mismo, cuando el consumo de carne en Roma empieza a ser desmesurado, cuando se empieza a potenciar su valor festivo pero no religioso, cuando se desvincula del sacrificio, es cuando aparecerán las críticas de los moralistas, la idealización del pasado y las leyes suntuarias. Convertir en ordinario un hecho extraordinario será una transgresión de las normas cívicas que modificarán el significado cultural de la carne en el contexto romano.




e. Mesura y equilibrio


Uno de los valores supremos de las culturas griega y romana es el de la templanza, la gravitas: el hecho de encontrar un equilibrio justo entre placer y voracidad, entre el ofrecimiento generoso y la ostentación. Los pueblos bárbaros no tienen contención, comen hasta saciarse y beben hasta caer redondos. No conocen las normas a la hora de comer y beber. El modelo ideológico clásico, en cambio, se esfuerza por determinar toda una serie de normas que estipularán qué es correcto y qué no. Y lo correcto vendrá marcado siempre por la mesura, el equilibrio y el autocontrol. De esta manera, se juzgará a los comensales y  a los anfitriones en función de su comportamiento en la mesa, que reflejará sus valores morales. Nadie está libre de esta valoración: los nuevos ricos suelen ser demasiado fastuosos, los malos emperadores comen de forma excesiva, los tacaños se pasan de moderados o comen solos, los filósofos deben alimentarse de gachas, las mujeres disolutas no tienen contención con el vino, los obesos no saben parar de comer…. Mientras que la élite intelectual y los personajes dignos de admiración social se reconocen por disfrutar con alimentos sencillos y producidos en sus tierras,  evitando dilapidar una fortuna en productos lujosos y ofreciendo buena compañía y grata conversación. Son, en pocas palabras, ejemplo de frugalidad.




f. Arte culinaria


El predominio del ingenium sobre la natura marca toda la ciencia culinaria clásica, verdadero embrión de la Gastronomía entendida como concepto actual. No solo pan, vino y aceite son creaciones civilizadas construidas a conciencia. Muchos otros productos parten de la misma base: mejorar lo natural. Pensemos en las conservas de pescado, como el famoso garum, o el foie, conseguido a base de engordar un hígado de ganso a base de higos. Construir platos es un rito de transformación, es algo mágico: es un procedimiento de conversión del estado natural de los alimentos en creaciones culturales. Ateneo de Náucratis lo expresa perfectamente: “entre el cocinero y el poeta no hay diferencia, el arte de uno y otro se basa en la inteligencia” (Ath.I,7F). Estas transformaciones suponen el disfrute en la mesa por dos motivos: el placer sensorial que se percibe en el paladar y el placer intelectual, de reconocimiento de la creación cultural. 

Otro aspecto fundamental es la técnica principal para cocinar: la de cocer los alimentos. Esta preferencia se fundamenta en razones ideológicas: se opone al asado, que es una técnica que se considera más antigua y más primitiva, usada principalmente para las carnes que se reparten tras el ritual del sacrificio. Cocer o hervir el alimento permite una culinaria más refinada: rehidrata el producto que estaba en salazón, reblandece los alimentos para hacerlos más amables al paladar -y las dentaduras estropeadas-, facilita su conservación y ayuda a convertir el plato en algo irreconocible, con ayuda de dos inventos protagonistas en la construcción del sabor: las salsas y el uso de los condimentos. 

Finalmente, el arte culinaria del mundo clásico se caracteriza por su teatralidad, por su puesta en escena, por la presentación, por el juego, por el arte de la imitación. Se trata de un efecto sorpresa buscado expresamente por el anfitrión y por el cocinero para impresionar a sus comensales. ¿Puede haber algo más civilizado que engañar a los sentidos, que deleitarse con un emplatado espectacular, un trampantojo (el famoso plato de pescado salado sin pescado), o un golpe de efecto como los tordos que salen volando cuando abren el vientre de un jabalí en el banquete de Trimalción? 



Comer es siempre un hecho cultural, complejo, comunicativo, ideológico y social. 






Para saber mucho más:


  • Flandrin, Jean-Louis; Montanari, Massimo (eds.) (2004): Historia de la alimentación. Gijón, Trea.

  • Montanari, Massimo (1993): El hambre y la abundancia. Barcelona, Crítica.