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lunes, 14 de marzo de 2022

CENANDO CON JULIO CÉSAR


Hace tiempo que me voy encontrando la famosa anécdota de Julio César cenando en casa de Valerio León, aquella en la que su anfitrión le sirve unos espárragos condimentados con mantequilla en lugar de aceite y provocan el rechazo de todos los invitados, menos César, claro, que se los zampó por educación.


Buscando más información al respecto me voy encontrando con variaciones de la misma anécdota, que van desde que César pronunció en ese mismo momento la famosa frase “De gustibus non est disputandum” hasta que el plato favorito de César eran los espárragos con mantequilla y limón, pasando por una reivindicación del origen de los ‘asparagi alla milanese’.


La cuestión es que dicha anécdota me despertó la curiosidad por saber qué hay de verdad en todo ello. Voy por partes.


La famosa escena procede de una de las ‘Vidas Paralelas’ de Plutarco, un autor griego que escribió diversas biografías destacando defectos y virtudes de personajes famosos griegos y romanos. Para cuando Plutarco escribió sobre César, este llevaba al menos cien años muerto, y formaba parte ya del universo mítico del mundo romano.


Bien, pues el texto es el siguiente, en su traducción de la editorial Gredos (Jorge Bergua Cavero, 2007):


Por lo que respecta a sus pocas exigencias en materia de dieta, se presenta como muestra la siguiente anécdota: cenando una vez en Milán en casa de Valerio León, su anfitrión hizo servir unos espárragos sobre los que se había vertido aceite perfumado en lugar de aceite de oliva; César se los comió sin rechistar y, como sus amigos dieran muestras de disgusto, se lo reprochó diciendo: “Bastaba con que no hubiérais comido lo que no os gusta, pero el que denuncia tal rusticidad se acredita él mismo de rústico” (Plut. 17,9).


¿Qué información nos aporta el texto? Bien, pues nos presenta una cena protagonizada por un plato considerado de poca categoría, indigno de un político de la talla de César. También nos dice de qué plato se trata: unos espárragos condimentados con un aceite perfumado que no gustaron a los amigos de César, que lo consideraron poco menos que una porquería porque no se trataba de aceite de oliva. Nos indica también el lugar donde transcurre todo: la ciudad de Milán, Mediolanum por aquellos entonces. Y finalmente nos dice que César se lo comió sin rechistar, afeando la conducta de sus compañeros invitados a la cena.

En ningún caso se menciona la mantequilla. ¿Pudo serlo? ¿Pudo ser otra cosa?


Voy a intentar interpretarlo pero mucho me temo que siempre nos vamos a quedar con la duda. Tengamos en cuenta diferentes cosas:


En primer lugar, la cena se desarrolla en la antigua Mediolanum, un territorio fundado por los celtas del norte de Italia y que en los tiempos de César se convirtió por su situación en la localidad principal de la Galia Cisalpina. Por entonces era un territorio de provincias, rústico y medio bárbaro. 

¿Podría ser mantequilla fundida? Este producto era conocido en Roma pero poco considerado, pues se identificaba con la dieta de los pueblos bárbaros, grandes consumidores de lácteos en general. Sin embargo, entre los habitantes de la Galia Cisalpina  -que por esas fechas recibieron la ciudadanía romana- quizá pudo tener mejor consideración. Además, es de imaginar que el pobre Valerio León serviría el plato lo mejor que pudo. Si decidió usar mantequilla fundida sería porque para él no tendría connotaciones negativas.


Mediolanum. Fuente: https://arte.sky.it 

En segundo lugar, debemos acudir al texto original, el texto griego que escribió Plutarco. Allí no se utiliza la palabra habitual para mencionar la mantequilla (βούτυρον), traducido al latín como butyrum o buturum, sino μύρον, que se puede traducir como “mirra”, “aceite perfumado” o “ungüento”. Plutarco, griego de pura cepa, no tiene por qué confundir las dos palabras: dice mirra, no mantequilla. La mirra es una sustancia resinosa parecida a un aceite, pero lo no es. Se trata de una gomorresina con varias aplicaciones en la antigüedad: perfumes, medicinas, cosméticos. Si les pusieron mirra es normal que rechazaran el plato: demasiadas connotaciones negativas. Para ellos eso era perfume, o cataplasma para enfermos, peor aún, era ungüento para cadáveres. 

¿Era mirra entonces?


Ungüentario de vidrio. Museo Arqueológico de Milán (1)


En tercer y último lugar, hemos de pensar que en el mundo romano la mantequilla sí podía usarse -como la mirra- en la composición de pomadas, cosméticos y otros productos dirigidos a la higiene personal. Si les hubieran puesto mantequilla fundida y aromatizada (con mirra, azafrán, cardamomo, nardo, narciso, canela, incienso), bien podrían haberlo confundido con un producto de droguería y, por tanto, no comestible.


Esto no resuelve la cuestión de la palabra usada por Plutarco (μύρον), pero no olvidemos que Plutarco tampoco es testigo de los hechos, que sucedieron bastantes años antes. La percepción que tuvieron los compañeros de César fue la de hallarse frente a un aceite perfumado, y es Plutarco quien lo interpreta con la palabra que mejor  lo representa: mirra. Pero nada impide que fuese la famosa mantequilla, ya que compartían los mismos usos (excepto el culinario).


Conclusión: no podemos estar seguros de lo que sirvieron junto a los espárragos, pero tampoco tenemos argumentos para decir que ese aceite no era mantequilla fundida.



Julio César. Museo Arqueológico Nápoles


Lo que también nos dice la cita de Plutarco es que César era
poco exigente en lo culinario. Esta misma información también se repite en otras ocasiones a lo largo del texto, lo mismo que en la biografía redactada por Suetonio. Este último insiste en que era parco en el vino y nos cuenta otra anécdota relacionada con su comportamiento en la mesa: se sirvió el aceite rancio que le ofrecieron en una cena para no ofender al anfitrión. Y hasta repitió varias veces, dejando en evidencia al resto de comensales. (Suet.53). Y es que en la sociedad romana el comportamiento individual en aspectos tan cotidianos como las costumbres en la mesa adquiere un valor simbólico excepcional. La calidad moral de César queda reflejada en su comportamiento, respetuoso con todos los ciudadanos, como corresponde a alguien contrario a los privilegios defendidos por el Senado más conservador. Abundan los datos relativos a su respeto por todas las capas sociales. Por ejemplo, tras la victoria militar sobre Libia hizo grandes donativos a los soldados y regaló al pueblo varios banquetes y espectáculos. Los invitó a todos a la vez, utilizando para ello 22.000 mesas o divanes (Plut.55). También regaló al pueblo un combate de gladiadores y un banquete masivo en memoria de su hija, para lo cual no dudó en contratar el servicio de cátering que se ofrecía en el macellum (Suet.26). Y castigó con prisión a un panadero cuando se enteró de que servía panes de calidades diferentes a él mismo y al resto de convidados (Suet.48). Un hombre de su talla política era también extremadamente riguroso con las leyes suntuarias (Suet.43) y respetuoso con las normas no escritas del decoro social, que ponía en práctica evitando mezclar a los militares y extranjeros con los romanos de mayor rango social cuando debía celebrar convites en las provincias (Suet.48).


*****


Volvamos al tema original, la receta de espárragos con ese aceite perfumado. Ahora que ya sabemos que su aceptación por parte de César no era más que una maniobra en el juego de poderes, una se pregunta: ¿nos atrevemos a hacer una interpretación?


Bueno, pues para eso estamos.



Detalle de espárragos.
Templo de Isis



ASPARAGOS UNGUENTATOS

Para realizar la receta necesitamos espárragos verdes y el famoso aceite perfumado. Considerando la poca disponibilidad de la mirra en el mercado actual, me decido por la mantequilla y decido aromatizarla con azafrán, una sustancia que formaba parte de todo tipo de esencias y que a menudo se combina con la misma mirra. También nos valen algunas de las sustancias olorosas típicas de la perfumería antigua: cardamomo, mirto, nardo, incienso….



Ingredientes:


  • 100 gr de espárragos verdes

  • 20 gr. de mantequilla

  • 0,5 gr. de azafrán

  • sal


Preparación:


  • Cortar los espárragos y eliminar la parte más dura.
  • Ponerlos a hervir un minuto y medio. El mundo romano valoraba especialmente el alimento cocido, aunque ellos lo harían mucho más. Nosotros lo podemos adaptar a una cocción más al dente.
  • Sacarlos y ponerlos en un bol con hielo para cortar la cocción.
  • Preparar la salsa: dividir la mitad de la mantequilla. Poner una parte en un cuenco y fundirla con unas hebras de azafrán. Poner la otra parte en un bol y batirla hasta conseguir que esté muy blanda.
  • Añadir la mantequilla fundida a la otra mitad y remover hasta conseguir el punto de pomada. 
  • Disponer los espárragos en un plato y colocar la salsa por encima. Rociar pimienta y decorar con unas hebras de azafrán.


foto: @Abemvs_incena



Prosit!


(1): Autor:  G.dallorto - Own work, Attribution, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=19790312





jueves, 21 de enero de 2021

LACTUCA

Lechuga. Fuente: https://commons.wikimedia.org/


La lechuga (lactuca) es una planta herbácea que fue muy consumida en la antigüedad. Se cultivaba en todas las huertas y era bastante económica (cinco lechugas de la mejor calidad costaban solo cuatro denarios, según el Edicto de Precios Máximos de Diocleciano), lo cual la convertía en un alimento muy popular. 


Según Varrón, su nombre deriva de ‘lact’, es decir, “leche”, por la savia de apariencia lechosa que contiene su tallo (LL, V,104) y esta etimología también la recogen otros autores, como Isidoro de Sevilla, quien incluye otras opciones: “recibió este nombre porque destaca por la abundancia de leche (lac, lactis); o bien porque aumenta la leche de las mujeres que están amamantando” (XVII,10,11).


De la lechuga se conocían diversas variedades. De entre las cultivadas, Columela menciona cinco tipos: la que tiene la hoja oscura y purpúrea, la Ceciliana (verde y crespa), la de Capadocia (hoja pálida, peinada y espesa), la Gaditana (que es blanca) y la de Chipre (blanca que tira a roja con las hojas lisas y muy tiernas) (RR XI,3,26-27). Plinio amplía la clasificación: las purpúreas, las rizadas, las griegas, las blancas, las de Laconia, las llamadas ‘meconis’… (NH XIX,126). Y por supuesto se distinguían las lechugas cultivadas de las silvestres, que recibían nombres como ‘caprina, agrestis, montana, marina…’ según el lugar donde crecían (Plin.XIX, 138), y que Isidoro llama ‘serralia’. 


Vendedor verdura. Ostia Antica 

Esta verdura era muy popular en las mesas de los campesinos, por lo que no era un manjar destinado normalmente a las élites. Como los ajos, las cebollas y los puerros, las lechugas eran alimentos populares que no solían quedar bien en los banquetes elegantes. No es que no fueran apreciadas, es que eran demasiado comunes. Si encima se servían crudas, pues aún peor, ya que los alimentos crudos no son precisamente lo que más apreciaba el paladar romano.


Algunos autores las mencionan dentro de sus menús, como Marcial o Plinio el Joven. Pero son autores que defienden la austeridad, que adoptan la pose de quien no tiene recursos y que incluso están siendo irónicos. Son autores que pertenecen a la élite intelectual, y que valoran más los alimentos sencillos propios de su huerta que los más exquisitos manjares llegados de todos los puntos del imperio. Así, la lechuga aparece a menudo en el tópico literario de la invitación a cenar, tópico que ensalza la buena conversación y la amistad por encima del rango de los alimentos servidos. Por ello aparece en el menú de Plinio, junto a los huevos, las aceitunas, las remolachas, las calabazas y las cebollas, por oposición a las ostras, los erizos de mar y los vientres de cerda que ha preferido su amigo. Y Marcial las sirve junto a puerros, huevos, berzas, habas, malvas, cabrito, tocino… nada que ver con lenguas de flamenco o salmonetes gigantescos. Otros ‘personajes’ menos ‘intelectuales’ también servían lechugas en sus banquetes, pero con un resultado bastante diferente. Por ejemplo, el emperador Pértinax, quien, siendo aún ciudadano particular “solía ofrecer en sus convites medias lechugas y cardos” porque era una persona que “se comportaba con descortesía y rayano a la mezquindad” (HA, Pertinax 12). Imperdonable. Y, de hecho, el mismo Marcial que tanto alaba a las humildes lactucae acaba diciendo en otro epigrama: “Cuando tenga yo una lustrosa tórtola, lechuga, recibirás el adiós” (XIII,53), que viene a ser toda una declaración de principios. 


Escena de banquete Museo Arqueológico Nacional de Nápoles

La lechuga se apreciaba sobre todo por sus propiedades digestivas y laxantes, para lo cual era imprescindible tomarla cruda, en ensalada. Según la ciencia médica de la antigüedad, quitaba la pesadez de estómago y abría el apetito: “De entrada se te servirá lechuga, útil para mover el vientre”, leemos en Marcial (XI,52). Por eso al principio se servía al finalizar las comidas, justo para favorecer la digestión de estas. Aunque poco después se empezó a servir en los entrantes, quizá para facilitar digestiones anteriores, quizá para abrir el apetito y actuar preventivamente. “La lechuga que solía cerrar las cenas de nuestros abuelos, dime, ¿por qué nuestras comidas las abre ella?” se pregunta Marcial, perplejo ante cambios tan caprichosos (XIII,14).

Eso sí, para que hiciera su efecto debía condimentarse debidamente. Para ello se preparaban diversas salsas a base de vinagre y garum, que a su vez también contaban con propiedades digestivas. Apicio en su famoso recetario las explica con bastante más detalle de lo normal, como si fueran una fórmula magistral de boticario. Una de ellas es el oxygarum, de la que nos da dos recetas. En las dos aparecen una serie de especias (pimienta, séseli, cardamomo, comino, nardo, menta, perejil, alcaravea o ligústico) que se deben triturar y cubrir con miel, y en las dos se indica que en el momento de usarse como aliño se deben mezclar con garum y vinagre (Apic. I, XX,1,2). La otra fórmula es el oxyporium (Apic. I,XVIII), una salsa de vinagre que contiene también comino, jengibre, ruda, dátiles, pimienta y miel. Este aliño de ensaladas es ideal “para favorecer la digestión y combatir la hinchazón de estómago” (III, XVIII,3).

Pero también nos dice que simplemente se pueden aliñar con garum, con miel y vinagre o bien con embamma, un preparado a base de mosto y vinagre, en el que también  puede haber menta y mostaza (Apic. III, XVIII). 


Además, la lechuga era muy refrescante, sobre todo en verano, y el troncho (thyrsum) era famoso por quitar la sed, puesto que es una verdura muy rica en agua.  A propósito, Suetonio explica que el emperador Augusto prefería comer un troncho de lechuga en lugar de beber agua (Aug.77). El emperador adoraba las lechugas, sobre todo desde que le salvaron de una penosa enfermedad gracias a la dieta estricta a la que le sometió su médico, un griego llamado Musa, tal como explica Plinio (NH XIX,128).


Otra de las virtudes de la lactuca era su capacidad para inducir el sueño. Ateneo y Dioscórides aseguran sus propiedades somníferas y Plinio indica que es la lechuga blanca llamada ‘meconis’ (μηκωνις) la más abundante en savia soporífera, aunque reconoce que todas ayudan a dormir. Y hasta Galeno de Pérgamo reconoce en su ‘De alimentorum facultatibus’ que el único sistema que le ha funcionado para combatir el insomnio es tomar lechuga antes de ir a dormir.


Las lechugas también servían para calmar el deseo sexual. Por su naturaleza ‘fría’ eran consideradas un anafrodisíaco. Ateneo de Naucratis da una explicación: cuando Adonis fue perseguido por el jabalí, se escondió entre unas lechugas que los chipriotas llaman brénthis. Como el escondite no lo salvó de la muerte, la diosa Afrodita, rota de dolor, maldijo a las lechugas para siempre (Deip, II,69b-c). Desde entonces, “están sin fuerzas para los placeres amorosos quienes toman lechuga con frecuencia” (Deipn. II,69c). 


Venus llorando a Adonis (The Awekening of Adonis,
John William Waterhouse)

En efecto, según el médico Dioscórides, la infusión de semillas de lechuga “socorre a quienes tienen poluciones con frecuencia durante el sueño y refrena el apetito sexual” (MM II,136). Y el mismo Ateneo nos explica que existe una lechuga cultivada, “de hojas anchas, larga y sin tronco”, que es llamada por los pitagóricos “eunuco” y por las mujeres “astýtis”, y que “hace languidecer el deseo sexual”, aunque también puntualiza: “es la mejor para comer” (Deipn.II, 69e). Información que también corrobora Plinio (XIX,127).

Las poco lujuriosas lechugas también provocaban la menstruación y favorecían la subida de leche de las mujeres que estaban amamantando (recordemos la etimología de Isidoro), por lo que no las hacía aptas para una ‘noche de amor’, y de hecho Plutarco en sus ‘Charlas de sobremesa’ sentencia: “las mujeres no comen el cogollo de la lechuga” (Moralia IV,672c).


Pero la lista de virtudes terapéuticas de las lechugas no acaba aquí. Según Teofrasto y Dioscórides, elimina la hidropesía o retención de líquidos, sana las afecciones de la vista (cataratas, manchas de la córnea y úlceras de los ojos incluídas), cura las quemaduras y ejerce de antídoto contra las picaduras de alacrán y las mordeduras de tarántulas.


Como era de esperar, una verdura tan saludable y tan refrescante estaba muy bien valorada, y la consumía todo el mundo, aunque solo fuera para evitar empachos. Tan comunes eran, que hasta la gens Valeria recibía el apelativo de “Lactucinos”, recuerdo de un período anterior, mucho más austero y vegetariano (Plinio XIX,59).


Como eran tan apreciadas, se ponían también en conserva para disponer de ellas todo el año. Según Plinio, se conservaban en oxymeli, es decir, una mezcla de vinagre y miel (XIX,128), y Columela da toda una receta para encurtir los tronchos, para lo cual utiliza vinagre y salmuera (RR XII,9).


Además de comerlas crudas, en ensalada, se podían consumir cocinadas. Apicio propone una especie de puré de hojas de lechuga y cebolla (III, XV,3) y también una patina de tronchos de lechuga -hervidos con garum, caroeno, pimienta, aceite y agua-, los cuales se  mezclan con huevo y se hornean (IV,II,3).


Patina de lactucis según Apicio. Foto: @Abemvs_incena



Buen provecho!


lunes, 29 de julio de 2019

COMER FUERA EN LA ANTIGUA ROMA: TIPOS DE ESTABLECIMIENTOS

Tipos de vino y precios. Herculano
Comer fuera en las ciudades del territorio dominado por Roma es muy frecuente. Además de participar en la animada vida de las calles, con los negocios del foro, las obligaciones cívicas, las visitas al mercado, el trabajo lejos de casa, las visitas protocolarias o la asistencia a festivales religiosos, teatros y otros espectáculos, debemos tener en cuenta que muchas de las viviendas no tenían ni cocina ni comedor ni agua caliente, por lo que la compra de un alimento ya elaborado era muy, muy común. Las posibilidades para comer fuera de casa en una ciudad romana eran muchas y muy variadas, y permitían desde tomar un piscolabis antes de entrar al teatro hasta una cena completa con triclinio y todo. Vayamos por partes.

Los locales más frecuentes eran las tabernae y las popinae, que se corresponden a grosso modo con nuestros bares y casas de comidas respectivamente. Lo que entendemos por ‘bar’ o ‘tasca’ era la TABERNA VINARIA, es decir, un lugar especializado en la venta y consumo de vino. Solían tener un mostrador abierto hacia la calle con varios recipientes empotrados (dolia). Se desconoce el contenido de estos recipientes porque la arqueología ha recuperado pocos restos orgánicos (algunas nueces en Herculano y poco más), pero la porosidad del material hace imposible que fueran líquidos. Junto al mostrador, no faltaba un hornillo para mantener siempre el agua caliente (para mezclar con el vino, por ejemplo). Una cocina y un número variable de ánforas con vino completaba el ambiente de la taberna. Se han hallado todo tipo de objetos que facilitaban el servicio: copas y platos de cerámica, cuchillos, jarras, vasos de vidrio, embudos de bronce para traspasar el vino desde las ánforas hasta las jarras…

Gran taberna. Herculano. 

Por lo que respecta al vino, se servía de calidades y precios diferentes, desde la posca -vino avinagrado con agua- de dudosa calidad hasta los vinos de mayor renombre, como el Falerno. En Herculano hallamos una pintura de una taberna (Ad Cucumas) con la exhibición de calidades y precios, y en las paredes de la taberna de Hedoné en Pompeya leemos lo que la propia Hedoné proclama: assibus hic bibitur, dipundium si dederis meliora bibes, quattus si dederis vina Falerna bibes (CIL IV, 1679) (‘aquí se puede beber por un as, si pagas dos beberás un vino mejor, pero si das cuatro beberás Falerno’). Las referencias al vino se muestran en la mayoría de tabernas en forma de pinturas o mosaicos, que actúan como reclamo publicitario. Un ejemplo es el mosaico en blanco y negro que se halla en el suelo de uno de estos bares en Ostia Antica: hospes, inquii Fortunatus, vinum e cratera quod sitis bibe (CIL XIV,4756), que se ha interpretado más o menos como ‘El tabernero Fortunatus dice: si tienes sed bebe vino de la crátera’.
Junto al vino se podían servir garbanzos, rábanos, aceitunas, jamón, salazones y otras chucherías que despiertan la sed.  En las paredes de la pompeyana taberna de Aticto se puede leer Oliva condita XVII K. Novembres (‘olivas puestas en conserva el 16 de octubre’), sin duda para consumir con el vino (CIL IV,8489) y Horacio nos dice que “A un bebedor que esté mustio lo animarás con quisquillas asadas y con caracoles de África” (Serm. II,4), ideales para excitar la sed de los parroquianos que pueblan la taberna.
En función de su tamaño y categoría, las tabernas podían tener una o varias salas, o bien no tener ninguna y despachar el vino para llevar, no para consumir. Algunas de ellas también vendían platos preparados, generalmente para llevar, del tipo salchichas, pescadito frito, dulces

Inscripción Caupona de Fortunato Ostia Antica (CIL XIV 4756 )
La POPINA es nuestro mesón, casa de comidas o bar de menú. Modestas y sin pretensiones, servían platos preparados con el acompañamiento mínimo de vino, el que se necesita para comer. Como es de esperar, la calidad de los locales y de las comidas que se ofrecían en ellos podía variar muchísimo de unas a otras. Los autores clásicos normalmente nos las presentan como tenebrosas, grasientas y llenas de maleantes. Claro que los autores clásicos nos proyectan sus intereses y su necesidad de marcar la propia clase social. Nos faltaría la opinión de los clientes más modestos para equilibrar. Seguramente eran locales populares, sin pretensiones, donde fundamentalmente se iba a comer con amigos o familia o bien porque se estaba de paso.
Comer en la popina: Garbanzos, oreja de cerdo, ajos tiernos
 y rábano. foto: @abemvs_incena
Los platos que se podían degustar en las popinae respondían a la necesidad de comer algo caliente y bien preparado, alejado de las pocas viandas frías que sí se tenían en casa (pan, queso, fruta y pare usted de contar). Sabemos por los textos que allí se podía consumir vientre de cerda, como nos indica Juvenal al hablar de un esclavo que trabaja sin ganas porque rememora “a qué sabe el vientre de cerda (vulva) tomado en una taberna sofocante (popinae)” (Sat. XI,82); o las salchichas humeantes (fumantia … tomacla), pregonadas a gritos por el cocinero (Mart. I,41); o los puerros partidos y los morros de cordero cocidos que menciona Juvenal (Iuv. III,293); o toda suerte de legumbres y verduras, que se podían vender incluso durante las prohibiciones de toda comida cocinada en las popinae. Sabemos por Plauto que en estos establecimientos era fácil encontrar pasteles dulces y salados, empanadas, focaccias o como uno las quiera llamar, calentitas e ideales para consumir por ahí. Algo bastante parecido a una pizza: “Ah, otra cosa, por poco se me olvida: vosotros, los que venís acompañando a vuestros amos, mientras que dura la representación, dad el asalto a las tabernas (in popinam) ahora que se os brinda la ocasión, mientras que están calentitas las focaccias (scriblitae), ¡a por ellas!” (Plauto, Poen.41-43). Algunos aperitivos fríos también se servían en las popinae, como los universales huevos, los higadillos o las cebollas, que se mostraban al público sumergidos en recipientes de vidrio llenos de agua para distorsionar su tamaño y resultar más apetecibles e irresistibles, como nos indican los textos (Macr. Sat. VII,14,1) y la pintura anunciando las ‘especialidades’ de un establecimiento en Ostia Antica.
Fresco con detalle de legumbres, verduras y huevos. Ostia Antica
A menudo a las tabernae y las popinae se las denomina de forma genérica como  THERMOPOLIUM. Este término se refiere a locales donde se vendía agua caliente esterilizada (hervida) necesaria para diferentes usos alimentarios, especialmente para mezclar con vino. Pero esta palabra de origen griego en realidad aparece utilizada solamente por Plauto en el siglo II aC (Trin. 1013). Si fue un término popular, posteriormente cayó en desuso. Por tanto, aunque entre historiadores es muy común denominar ‘termopolio’ a los locales donde se podía comer y beber (y resulta muy práctico para no tener que especificar tanto), debemos ser conscientes de que entre los propios romanos la palabra apenas se usaba.

Todos estos locales se hallaban en lugares estratégicos, allí donde se concentraba la mayor cantidad de gente: calles comerciales o cercanías de teatros, termas, mercados, foros y puertas de la ciudad. También junto a la casa de los gladiadores, cerca de los lupanares y en general cerca de cualquier lugar donde se tratasen asuntos comerciales.

Caupona de Salvius. Pompeya
Otros nombres denominaban a la taberna y a la popina. El GURGUSTIUM era un tipo de bar muy pequeño y sin sitio para sentarse, un auténtico tugurio no demasiado limpio pero, eso sí, económico. La GANEA o GANEUM tenía peor reputación: un antro oscuro y siniestro donde se juntaba gente de la peor condición. Era visitado frecuentemente por la policía y parece que se habilitaba también como burdel. Por OENOPOLIUM se entiende también un lugar de venta de vinos, sinónimo de ‘taberna’, pero es un helenismo que solo se ha documentado en las obras de Plauto, como ‘thermopolium’. La CAUPONA es un equivalente a la ‘popina’, pero con la posibilidad de alojarse en ella, haciendo de hostal. Es el establecimiento típico que se encuentra en las provincias, a lo largo de las carreteras, donde los viajeros pueden alojarse y comer en sus viajes, es una especie de parador, venta o posada. Otras palabras se refieren a este mismo uso, es decir, el de lugar donde alojarse con posibilidad de comer en él: el HOSPITIUM, donde la clientela tenía derecho a una habitación (cella) individual equipada con un lecho, un candelabro y un orinal. Los viajeros podían consumir las especialidades culinarias del local en cuestión o buscarse la vida por su cuenta. Este término acabó sustituyendo a ‘caupona’. Si los viajeros se desplazaban en carro y necesitaban un alojamiento con cuadra para caballos existían los STABULA. Y si los viajeros preferían la oferta de los edificios del Estado en lugar de los de titularidad privada, podían optar por las MANSIONES, moteles de carretera bastante grandes y equipados de tiendas, o las STATIONES y MUTATIONES, estaciones de servicio para cambiar los caballos y repostar durante el viaje. En todos ellos se podía comer como en una caupona, con mayor o menor fortuna.

Pompeya. Termopolio Regio V
Volviendo a la urbe, debemos hablar de aquellos locales que se consideraban elegantes, que también los había. Frecuentados por la buena sociedad -o quien aspiraba a ello-, permitían disfrutar de una cena en un local moderno y de lujo, diferenciándose de la gente humilde y eliminando las connotaciones negativas que tenían los locales populares a ojos de quien se considera élite -o aspira a serlo-. Marcial utiliza el término CENATIO para referirse a uno de ellos, llamado ‘Mica aurea’, un cenador construido por Domiciano en el monte Celio, con todas las comodidades y unas vistas geniales sobre Roma, que incluían el Mausoleo de Augusto (Mart. II,59). Otras opciones permitían comer de forma elegante aunque sin tanto lujo. En Pompeya se puede apreciar un triclinio en el espacio dedicado al ‘bar-restaurante’ de la casa de Iulia Felix. Se cree que en la Casa de los Castos Amantes, también en Pompeya, se podía pagar para celebrar una cena en el amplio comedor decorado con escenas de banquete. Si uno tenía una celebración importante, pero carecía de espacio (para cocinar y para comer) y de personal de servicio adecuados, podía solucionarse el problema de forma bastante digna. Estos locales de moda se anunciaban pomposamente para atraer a los clientes: “aquí se alquila alojamiento, con triclinio de tres lechos y todas las comodidades” leemos en una inscripción (CIL IV,807) (‘hospitium hic locatur, triclinium cum tribus lectis et commodis omnibus’). Como se ve, uno de los aspectos principales para demostrar lo refinado del restaurante, alejado del mundo bárbaro y populachero de las tabernas ordinarias, es la posibilidad de comer reclinado en un triclinio.
Termopolio de la Casa de Iulia Felix en Pompeya: triclinio, mesas y asientos.
fuente: http://www.pompeiiinpictures.com
El panorama para comer fuera se completa con los puestos ambulantes. En general, a los vendedores ambulantes de comida caliente se les denomina LIXAE. Aquí entran los isiciarii (vendedores de albóndigas), los crustularii (de pasteles y bollos dulces, con miel y queso fresco), los botularii (de salchichas) y tantos otros que proveían a la gente de bebidas, pescadito frito, bocadillos, altramuces, dátiles, garbanzos en remojo (cicer madidum) o asados (cicer tepidum), castañas asadas, higos secos, semillas de calabaza, aceitunas… Séneca nos los presenta pregonando su mercancía a grito pelado en los alrededores de las termas (Ep.VI,56,2), contribuyendo al ruido ambiental que ya producían los jugadores de pelota, los atletas, la gente que se zambulle en las piscinas, la que habla en voz alta, los gritos derivados de la depilación… alboroto que, sin embargo, no lo saca de su concentración para el estudio.
Estos vendedores se hallaban en teatros, anfiteatros, baños públicos, estadios..., y se instalaban bajo los pórticos de las plazas o bajo las arcadas de las galerías. A veces estaban cubiertos con toldos que los protegían de la lluvia y del sol (en cuyo caso se llamaban TENTORIA), y otras simplemente constaban de unos tableros formando un banco (TABERNACULA). Para ejercer se necesitaba una licencia que otorgaban los ediles (permissu aedilium) y se ejercía sobre ellos bastante control con el fin de evitar problemas de ebriedad y desorden, sobre todo en las termas.

Buen provecho!