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martes, 28 de agosto de 2018

EL SALMONETE, REY DE LAS MESAS ROMANAS

 El salmonete de roca (mullus surmuletus), era uno de los pescados favoritos de griegos y romanos.


  Detalle de salmonete. Pompeya.
En el mundo griego estaba consagrado a Hécate “debido a la similitud de sus nombres”, puesto que el nombre de este pescado era ‘tríglê’ mientras que Hécate es la diosa “triforme”, “la ‘de tres caminos’ (triodîtis), y ‘de tres ojos’ (tríglênos)” por lo cual “es en los días treinta del mes (triakádes) cuando se ofrecen los banquetes en su honor” (Aten.Deipn.VII,325). Por otra parte, también sabemos que “en las fiestas de Ártemis se lleva en procesión un salmonete, porque se cree que persigue con celo las liebres marinas, que son mortíferas, y las devora” (Aten.Deipn.VII,325C), refiriéndose a que elimina al pez erizo o Diodon histrix, una especie llena de púas bastante venenosa para la especie humana. De hecho, el griego Eliano Claudio nos dice que es justamente por su capacidad para comerse a la liebre de mar que es venerado por los iniciados en Eleusis (De Nat.IX,51). Pero estos mismos iniciados en los misterios eleusinos -el culto iniciático a las diosas Deméter y Perséfone- se deben abstener de comer salmonete, pues no es un alimento puro (El.De Nat.IX,65). El mismo autor nos explica el por qué de su impureza: “De todos los animales marinos el salmonete es el más glotón y el más dispuesto, sin disputa alguna, a devorar cualquier cosa que se ponga a su alcance”. Y cuando dice cualquier cosa, es cualquier cosa: “puede alimentarse también de cadáveres de hombre o de pez”. Y por si fuera poco: “Experimenta especial placer en devorar alimentos inmundos y fétidos” (De Nat.II,41).
Hécate
Así que no era raro que fuera objeto de extrañas creencias: “Si se ahoga un salmonete vivo en vino y bebe éste un varón, no será capaz de mantener relaciones sexuales (...) Si, en cambio, es una mujer la que bebe de ese vino, no concibe, y del mismo modo tampoco una gallina” (Aten.Deipn.VII,325D).

El mundo romano heredó el gusto por este pescado, pero de una forma mucho más prosaica. Les encantaba su sabor a marisco (Plin.IX,65) y su color rojo que recordaba al calzado de los senadores, y cumplía con todos los requisitos para ser un pescado “épatant” en los convivia.

Para empezar, eran muy apreciados los ejemplares de gran tamaño, de dos libras como mínimo (546 gr.), ya que lo más habitual era encontrar piezas pequeñas: “los salmonetes tienen un aprecio y una abundancia tan grande como reducido es su tamaño; rara vez superan las dos libras de peso”, nos explica Plinio (IX,64). Pero, claro, una pieza pequeña no viste igual en la mesa, por lo que no merece la pena ni ponerlo, y hasta se devolvían al mar si eran pequeños, como parece sugerir Marcial (X,37).

Por otra parte, el salmonete no se criaba fácilmente en los estanques y se recomendaba hacerlo en el mar. Plinio nos dice que “solamente se crían en el océano Septentrional y en la parte limítrofe del occidente” (NH IX,30), es decir, el Mar del Norte y el Atlántico, donde se obtendrían los ejemplares de mayor tamaño.

Escena de pesca. Casa de Hippolytus. Complutum

Estas características justifican que no fuera un pescado ‘del montón’ y que se pagara cualquier precio por ellos, a veces
precios exorbitantes, como los 6.000 sestercios que había desembolsado Crispino por un salmonete -de seis libras!!- que se iba a comer él solo, y que provocó la indignación de Juvenal (Sat. IV,11). O los 8.000 sestercios que pagó el excónsul Asinio Céler (Plin.NH IX,67). Marcial recrimina a un tal Caliodoro: “Ayer vendiste un esclavo por mil doscientos sestercios para cenar bien” (X,31), que es el precio que le costó una pieza de cuatro libras, para lo cual fue capaz de malvender a un esclavo suyo. Por cierto, la cena no fue bien.

Y leemos en Séneca una anécdota que revela la dimensión simbólica de este pescado. Un salmonete enorme, de cuatro libras y media, fue capturado y regalado al mismísimo emperador Tiberio. Este decidió enviarlo al mercado para su venta sospechando que los principales gourmets de la época, en este caso Apicio y Octavio, pelearían por adquirirlo. No se equivocó: “hicieron sus ofertas, Octavio se impuso y consiguió notable gloria entre los suyos porque había comprado al precio de cinco mil sestercios el pez que el César había vendido y que ni siquiera Apicio había podido comprar” (Sen.Epist.XCV,42). Hay que tener en cuenta que la anécdota la explica el estoico Séneca, quien odiaba el lujo en las mesas por considerarlo un factor de corrupción moral. Aún así, vemos la consideración social que podía implicar desembolsar una cantidad vergonzosa de dinero para quitarle de las manos al mismísimo Apicio un salmonete que procedía de la mesa imperial. Más lujo imposible.

Casa de los Castos Amantes. Pompeya. Detalle.
Como era de esperar, en las mesas este pescado tan ‘trendy’ no debía servirse de cualquier manera. Lo ideal era servirlo entero, en una hermosa bandeja. Y aunque Horacio explica que es una tontería hacer elogio de un pescado enorme que luego va a ir repartido en trocitos: “Alabas, insensato, un salmonete de tres libras de peso, que has de partir a razón de un trozo por barba” (Serm.II,2), la cuestión es que es un gran golpe de efecto servir el pescado entero para levantar la admiración de los comensales. Posteriormente, los esclavos ya trocearán con maestría la pieza para repartirla entre los invitados.
Y no vale cualquier bandeja. Tiene que ser algo especial, como la vajilla chrysendeta que menciona Marcial, que tiene incrustaciones de oro (II,43), o la de plata (halieuticum argentum) que se sugiere en la Historia Augusta (“un plato de pescado de plata de veinte libras”, Claud.17).

Está claro que semejante ingrediente solo se lo podían permitir los ricos. Los textos nos mencionan al salmonete siempre acompañado de otras viandas lujosas como las tetas de cerda, las ostras, los hongos boletos, la carne de jabalí y de liebre, un pichón pringoso de salsa, varios tordos… Un servicio que no está al alcance de cualquier bolsillo.

Por otra parte, parece que era bastante frecuente presentarlos en la mesa no solo para comerlos, sino previamente para verlos morir en plena agonía.
El motivo era doble: por una parte los comensales podían comprobar la frescura del producto (“No puedo creer más que a mis propios ojos; que lo traigan aquí, que muera a mi vista” nos dice Séneca, Cuest.Nat.III,18). Por otra, asistían al espectáculo de ver todos los cambios de color que sufría el animal en el momento de su muerte. Así lo leemos en Plinio: “Los próceres del buen comer cuentan que el salmonete al morir se vuelve de muchos y variados tonos, quedándose pálido por una serie de cambios en sus escamas rojas, sobre todo si se ve dentro de un recipiente de vidrio” (Plin. NH IX,66).

Y así lo critica Séneca, sin cortarse en los detalles: “Después de prolongado y pomposo elogio, se le saca de aquel transparente vivero, y entonces algún inteligente conocedor señala las observaciones. Mira cómo se cubre de brillante púrpura, más viva que el mejor carmín; contempla esas venas que corren a lo largo de sus costados; observa ese vientre que parece ensangrentado y ese azulado reflejo que brilló como un relámpago: ya se pone rígido y palidece; todos sus colores se confunden en uno” (Sen.Cuest.Nat.III,18).
Mosaico de los peces de La Pineda. Museo Arqueológico de Tarragona. 
Una vez en las cocinas, el salmonete se preparaba de diferentes maneras.
Apicio lo menciona en siete recetas, con sus correspondientes salsas. Se preparaba frito, asado o hervido y las salsas podían llevar entre sus ingredientes vino de pasas, garum, miel, dátiles o mostaza. Ateneo de Náucratis menciona la técnica de asarlos entre carbones o fritos en sartén, pero especifica que resultan pesados, indigestos y causantes de estreñimiento (Deipn.VIII,355E).
Además, del salmonete se apreciaba especialmente su hígado, con el que se confeccionaba un allec o salsa de pescado delicioso para acompañar cualquier plato. Se atribuye a Apicio la innovación de ahogar a los salmonetes nada menos que en garum sociorum con el fin de extraerles este órgano, lo cual hacía que la experiencia fuera aún más lujosa, si cabe: “Marco Apicio, nacido para cualquier hallazgo en el refinamiento, consideró que lo mejor era matarlos en el garo “de los aliados” -pues hasta tal cosa consiguió un sobrenombre- y elaborar un alece del hígado de estos peces” (Plin. NH IX,66).

En las mesas romanas nada es inocente y todo se mueve en la dimensión simbólica. Este producto, fresco, de alta mar, de moda y de enorme tamaño, permite a quien lo sirve dejar muy claro su poder adquisitivo y su grado de elegancia.

Bon appetit!