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sábado, 1 de junio de 2024

PANIS, VINUM, OLEUM? KUANUM! MUCHO MÁS QUE LA TRÍADA MEDITERRÁNEA


Hacía bastante tiempo que echábamos de menos los talleres de Kuanum, especialistas en difusión del patrimonio histórico y gastronomía, y por fin en esta edición del festival romano Tarraco Viva hemos podido verlos. 


Este año más que un taller es una charla sobre la tríada mediterránea en el mundo antiguo, centrada en los alimentos principales, PANIS, VINUM, OLEUM, y puntualizando que ni eran los únicos, ni tampoco tan maravillosos, saludables y equilibrados como creemos. De hecho, los asociamos irremediablemente al modelo de dieta mediterránea, pero eso es un concepto creado durante el siglo XX.


Lo primero que nos cuentan es que si un romano o romana pudiera escoger, hubiera evitado esa famosa tríada mediterránea, demasiado conectada con los productos del territorio más próximo, demasiado vegetariana y pobre en grasas, porque el paladar romano es de naturaleza sofisticada, sibarita y dado a la abundancia y lo grasiento. Pero esa posibilidad de dieta extremadamente variada y cosmopolita, posible a través del comercio con todo el Mare Nostrum, solo estaba al alcance de unos pocos, por lo que la mayoría de la gente basaba su dieta en el grano, vino y aceite.



Una vez hecha la puntualización, nos centramos en los alimentos. 


PANIS. La dieta romana se basa en los cereales, las legumbres y los alimentos de origen vegetal. De todos los cereales, el más sagrado era el far (de donde viene la palabra ‘farina’ que derivará en ‘harina’), el primero que conocieron y el que se reservaba para las ofrendas a los dioses, aunque el que preferían para elaborar gachas y pan era el trigo. Pero no eran los únicos, también consumían cebada, espelta, avena o mijo, todos panificables, todos nutritivos. 




Otros elementos vegetales implicados en la elaboración de harinas, panes o gachas son menos conocidos actualmente. El fenogreco o alholva, por ejemplo, que procedía de Grecia y que tenía propiedades medicinales, además de usarse para ‘condimentar’ el vino. O las algarrobas, introducidas en Roma a través de fenicios y griegos, que tenían también uso medicinal y que han aparecido fosilizadas como testimonio de lo que había para comer en una casa de Pompeya aquel fatídico día en que el volcán decidió expresarse como tal.


También los lupini, es decir, altramuces y almortas, dos leguminosas muy comunes que ponen en duda lo saludable de la dieta mediterránea, porque una de ellas, el altramuz o chocho, es totalmente inofensiva, pero la otra, la almorta (o guija o chícharo o arveja), tiene un aminoácido neurotóxico que provoca latirismo si se consume con cierta asiduidad. El desconocimiento de esta circunstancia hace que la gente más pobre, la que no puede variar la dieta y solo tenía almorta en el plato, acabase padeciendo  espasmos, parálisis y otros trastornos neurológicos. Por cierto, con harina de almortas se hacen tradicionalmente las gachas manchegas.




Roma empleaba también los alimentos vegetales como condimentos. Utilizaba muchos más que nosotros, porque algunos se han dejado de usar con el paso del tiempo. Por ejemplo, el cilantro, una planta tan europea como el tomillo o el romero, pero que se abandonó a partir del siglo XV, cuando la Inquisición la consideró hierba de herejes (usada por hebreos) y se sustituyó por el perejil. Otras hierbas aromáticas usadas por Roma fueron la salvia, el hinojo, la menta, el laurel, el perifollo, el apio… Curiosamente una de las que más utilizaron fue la ruda, otra planta que, usada en grandes cantidades, resulta tóxica, provocando hemorragias uterinas y abortos, además de daños en el riñón y en el hígado. Pero su aroma intenso y su sabor amargo la hacían imprescindible en la condimentación de la mayoría de platos, junto a ingredientes dulces y salados. 




VINUM. En la antigua Roma el vino era un alimento omnipresente. Se comercializa por todo el Mediterráneo y se transportaba en ánforas no retornables. En su composición, entraban sustancias que buscaban darle mejor sabor y aroma, como el fenogreco, la miel, el agua de mar, la resina, el yeso, la pez. Existían los vinos puros (mera) o los vinos especiados (condita), generalmente con miel y condimentos diversos (hojas de nardo, cidro, canela, pétalos de flores, granadas…).

Existía todo un ritual a la hora de consumir el vino, y tenía un papel importante en las ofrendas diarias a los dioses.

De nuevo, descubrimos un peligro para la salud oculto en el vino, y no, no es la cantidad de alcohol que le acababan echando al hígado al cabo del día. Uno de los subproductos del vino era el arrope, es decir, el resultado de cocer el mosto y reducirlo a un tercio, dos tercios o la mitad de su volumen. Según la concentración, se podía llamar sapa, caroenum o defrutum, y se empleaba como ingrediente dulce en postres o salsas, como colorante o para elaborar conservas. Hasta aquí bien. El problema era que el mosto se cocía en grandes calderos que a menudo eran de plomo, lo que aumenta el dulzor del producto final. Y el plomo a la larga produce una intoxicación llamada saturnismo, con dolores de cabeza, trastornos gastrointestinales, anemia, hipertensión y hasta cosas peores.




OLEUM. El aceite tenía múltiples usos, tanto en cocina, como en la higiene personal, la iluminación o el uso ritual. Contamos con los tratados de los agrónomos de la época, como Columela, que explican detalladamente el proceso de producción, recogida, prensa, transporte y distribución desde los olivares -como los de la Bética- hasta la misma Roma. En el mundo romano no hay receta que no contenga el preciado oleum.

Pero nos hablan también de las olivas, tan populares en las mesas romanas como el aceite. Se debían consumir adobadas y en conserva, y existían diversos métodos: en salmuera y agua de mar, secas, en mosto cocido (que resultan bastante extrañas para nuestro paladar actual), en vinagre, en vinagre y mosto… y se condimentaban con hinojo, sal, aceite o lentisco.


Y las olivas son las protagonistas de la receta que nos preparan en el show cooking: una conserva de aceitunas verdes y negras, heredada del mundo griego-siciliano, llamada EPITYRUM y que se tomaba, según el significado literal, junto al queso.


Para elaborarla, necesitamos un mortero romano, plano y con arena gruesa y dura incrustada en la superficie interior, para un mejor trituración de los alimentos por frotación. Bueno, o el que tengas a mano. También necesitamos un buen repertorio de hierbas mediterráneas, que pueden ser frescas o secas. Y por último, aceitunas verdes o negras, aceite de oliva y vinagre.





Primero, machacaremos en el mortero las hierbas frescas (menta, hinojo, cilantro, tres hojitas de la tóxica ruda) y luego las secas (comino, semillas de hinojo, semillas de cilantro). Después, dedicamos un buen rato a deshuesar las olivas y añadimos la pulpa al mortero. Incorporamos después aceite y un pelín de vinagre. 


Lo degustamos servido sobre un pan blanco y sobre otro ‘recién sacado de las brasas de Pompeya’.



De postre, un mollem caseum, es decir, un queso tierno tipo requesón con fenogreco, endulzado con miel y defrutum.


Brindamos con vino mulsum, por supuesto, aunque no tan dulce como el auténtico romano porque no nos la jugamos con el plomo, y recordamos unas palabras que recoge Plinio el Viejo para resumir el secreto de la longevidad: intus mulso, foris oleo, o lo que es lo mismo, “el vino dentro, y el aceite fuera”, refiriéndose a la ingesta de vino dulce y al uso externo del aceite.




Vale!



lunes, 1 de agosto de 2022

COMER Y MORIR. GULA, VENENO, EMPACHO Y OTRAS TRAGEDIAS EN LA MESA



Los textos clásicos están llenos de anécdotas y noticias de personajes cuyas muertes están relacionadas directamente con la comida, tanto con la ingesta de alimento como con la manera de tomar ese alimento.

Eso sí, los textos clásicos deben leerse considerando que fueron escritos con diferentes intenciones, no solo informativas, y que nos muestran un panorama muy parcial de la sociedad romana (generalmente desde la óptica de la élite masculina).

Así, lo más fácil es encontrarnos con noticias de emperadores y políticos de alta alcurnia, aunque también  poetas, comediógrafos, filósofos y otros intelectuales cuyas muertes son narradas generalmente desde una visión moral, nada inocente. 



Teniendo esto en cuenta, veamos un repaso de personajes que murieron a causa de su (última) comida.


  1. MORIR POR DISPEPSIA (Indigestión)


Una de las principales causas de muerte es la indigestión con complicaciones, generalmente debida a la gula y la falta de contención. Los textos no son nada amables con quien no sabe medir las cantidades y se atiborra de alimentos sin freno. A menudo leemos sobre los síntomas que produce el comer mucho: el vientre hinchado, el rostro descolorido, el paso inseguro, las articulaciones entumecidas … y tanto los tratados médicos como los moralistas insisten en los problemas de salud que implican las comilonas. Algunos ejemplos concretos nos llegan desde el mundo griego: el filósofo Diógenes de Sínope, por ejemplo, murió de un ‘ataque estomacal’ tras haber devorado un pulpo crudo. Aunque Diógenes era uno de los principales representantes de la escuela cínica, parece que también era amante de la buena mesa y cometió el terrible error de comerse el pulpo sin cocinar, incumpliendo con las normas más fundamentales de la dietética de la época: la larga cocción que transforma la carne dura e indigesta del pulpo en comestible (Ath. VIII, 341E). Otro ejemplo es el caso del poeta griego Filóxeno de Citera, famoso autor de ditirambos conocido también por su glotonería. Este autor se zampó un pulpo que medía dos codos (casi un metro) y que había comprado en Siracusa. Tras cocinarlo y comérselo casi entero se puso bastante enfermo y el médico le aconsejó poner sus asuntos en orden, porque de esa noche no pasaba. El autor de ditirambos, consciente del fin, pidió entonces que le llevasen los restos del pulpo que no se había podido terminar (Ath. VIII, 341A-D).



No siempre es el pescado el protagonista de la gula. Leemos en la Historia Augusta que el emperador Antonino Pío murió tras cenar queso de los Alpes que comió ‘con gran ansiedad’ (edisset avidius). Esta comilona le provocó vómitos, fiebre y escalofríos y le causó la muerte tres días después (Capitol. Pius, XII).

La medicina antigua sabía que la comida en exceso, el consumo reiterado de alcohol o la obesidad eran causas de indigestión. Hoy se sabe también que esta se produce por otros motivos: gastritis, úlceras, obstrucción intestinal, diabetes, inflamación del páncreas, cáncer, consumir una dieta pobre en fibra, masticar poco o de forma incorrecta, comer con prisas, la vida sedentaria, la ansiedad y el estrés… Eso sin contar con salmonela, listeria y otras simpáticas bacterias que se alojan sin piedad en el tracto digestivo.


  1. MUERTE POR SÍNCOPE DE HIDROCUCIÓN (Corte de digestión)


Otra de las causas que se escapan de los textos es el síncope de hidrocución, desconocido en el mundo antiguo. Se trata de lo que tradicionalmente se ha llamado “corte de digestión”, debido a bañarse con la barriga muy llena, en pleno trabajo digestivo. Se consideraba una muerte repentina y se atribuía a la glotonería y a la falta de autocontrol. Leemos en Juvenal una crítica a este comportamiento decadente: “el castigo es inmediato cuando te despojas de tu ropa hinchado y paseas hasta los baños el pavo real sin digerir. De ahí las muertes repentinas” (Sat.I,140-146).


Esas muertes ‘repentinas’ en el baño debieron ser frecuentes, ya que la medicina de la Antigüedad consideraba que tomar un baño en realidad ayudaba a bajar las comidas: “Bañémonos en plena digestión e hinchados de tanto comer” leemos en Horacio, por poner un ejemplo (Ep.I,6, 62).




Otra de las causas del corte de digestión se producía al beber agua muy fría, helada. Entre las clases acomodadas estaba de moda enfriar el agua con nieve, la cual se traía de las montañas y se guardaba en unos pozos que conseguían conservarla durante la estación cálida. Está claro que era una señal inequívoca de lujo y ostentación. No todo el mundo tenía la nieve a su alcance. Los médicos desaconsejaban tomar bebidas heladas, pero los elegantes, lejos de hacerles caso, echaban nieve a todo: al agua que bebían, a la que usaban para mezclar los vinos, a la comida… Por si fuera poco, en las mesas de postín se llevaba mucho el contraste entre alimentos bien calientes y bebidas bien frías. No eran raras las molestias abdominales, las diarreas, los dolores de cabeza, las náuseas, las irritaciones de garganta y cierto caos en el sistema circulatorio, en un intento por parte del organismo por equilibrar la temperatura corporal. Así murió el emperador Vespasiano: estando ya enfermo abusó del agua helada, lo que le supuso una descomposición de vientre de tal magnitud que murió a los pocos días (Suet. Vesp.24). 


  1. MUERTE POR ENVENENAMIENTO


El emponzoñamiento de bebidas y comidas está bastante documentado, sobre todo entre las clases altas. Era un sistema relativamente sencillo de usar, limpio y se podía hacer pasar por una muerte natural y ‘repentina’. Para tener éxito en su empeño, la persona que envenena escoge un alimento goloso y delicioso, que baje la guardia de quien se quiere envenenar. 


El emperador Cómodo, por ejemplo, escogió los dulces y sabrosos higos para quitarse de en medio al prefecto del Pretorio Motileno (Lampr. Comm. IX); Nerón eliminó a Británico -posible rival en el futuro- sirviéndole un cochinillo que lo mató en el acto y que Nerón justificó haciéndolo pasar por un ataque de epilepsia (Suet. Nero XXXIII); otro emperador, Vitelio, envenenó con sus propias manos un vaso de agua helada que ofreció a un camarada suyo (Suet. Vitel. XIV); y archifamosa es la muerte de Claudio al comer una seta envenenada (boletum medicatum) que le preparó su esposa Agripina, “sabedora de la enorme afición que sentía por este plato” (Suet. Claud. XLIV). Aunque en otras versiones el veneno se lo proporciona el médico, el catador de comida o la famosa envenenadora Locusta.

En la antigüedad era conocida la toxicidad de las setas, incluso de las comestibles, que se consideraban indigestas y flatulentas. El  médico Galeno explica en De alimentorum facultatibus que hay que tener cuidado especialmente con las amanitas, puesto que pueden causar la muerte. De hecho, se cree que el boletus ofrecido a Claudio fue una amanita, quizá una phalloides, o una muscaria, terroríficamente parecida a la variedad caesaria. O igual simplemente se aderezó con arsénico.



La muerte por ingesta de setas no debía de ser rara. Galeno cuenta también la anécdota de un individuo que comió una buena cantidad de boletos comestibles, pero que no habían sido cocinados de modo apropiado. Y es que, según el tipo de hongo, es necesaria una cocción prolongada para eliminar las toxinas, como pasa por ejemplo con las colmenillas. Galeno explica que al individuo en cuestión le provocaron pesadez, dolor de estómago y problemas para respirar. Y que consiguió salvarse gracias a una poción de vinagre, miel, hisopo y orégano, la cual fue preparada a toda prisa por el resto de comensales, y a la ingesta de bicarbonato de sodio. La mezcla le provocó el vómito y eso le salvó la vida.


No sabemos si fueron setas o no lo que se sirvió en el banquete multitudinario que ofreció el senador Lucius Nonius Asprenas, pero sí sabemos que de resultas murieron 130 comensales. El abogado Casio Severo lo acusó de envenenamiento masivo y se celebró un juicio. Se libró de la condena solo porque era amigo de Augusto.




Otro caso de envenenamiento curioso es el de Lucio Vero, co-emperador junto a Marco Aurelio. Este Lucio Vero tenía bastante mala fama. Se dice de él que circulaba por Roma mezclado entre el populacho, que se rodeaba de actores y que hasta tenía una taberna montada en su casa, donde estaba siempre de fiesta con los amigos. Claro que esta información procede de la Historia Augusta, donde abunda más la ficción que la realidad, y donde los cronistas se esfuerzan mucho por ensuciar su nombre y por exculpar a Marco Aurelio. Está claro que le caía bastante mal a Marco Aurelio, que tenía que compartir gobierno con él. Sobre la muerte de Vero circulaban varias versiones: o bien lo había matado su suegra Faustina con unas ostras salpicadas con veneno, o bien lo había asesinado Marco Aurelio, quien le había ofrecido una tetilla de cerdo (o matriz, según versión) cortada con un cuchillo untado con veneno por uno de sus lados. Por lo que sea -igual porque desaprobaba su conducta licenciosa y le estorbaba en el gobierno-, se atribuyó a Marco Aurelio la autoría de la muerte, pero los autores de la Historia Augusta insisten en que es cosa del rumor popular (HA, Marc.15; Vero 10-11). 

Lo cierto es que Lucio Vero bien pudo morir a causa de la peste antonina, una epidemia de viruela que asoló el imperio romano en el último tercio del siglo II. 


Por cierto, el padre de Vero, Lucio Elio Vero, murió al tomar una bebida presuntamente curativa (Esp. Elio,4). Al parecer, era de salud frágil, pero también de costumbres extravagantes y llevaba una vida casquivana, hasta el punto de que Adriano se arrepintió de haberlo nombrado sucesor. Providencialmente, al tomar una bebida “con la que consideraba que se iba a curar”, murió de forma repentina. ¿Veneno escondido en una fórmula magistral?  



  1. MUERTE POR ATRAGANTAMIENTO


Aunque sin duda eran frecuentes, como sucede ahora, no hay mucha documentación acerca de las muertes por asfixia debido a un atragantamiento. Los textos nos hablan, eso sí, de algunas anécdotas cargadas de connotaciones.


Por ejemplo, Suetonio cuenta que Druso, el hijo del emperador Claudio, murió siendo todavía niño, ahogado por una pera que lanzaba al aire y recibía en la boca (Suet. Claud.27).  Este comportamiento inconsciente es propio de niños e irresponsables. Recordemos, además, que es hijo de Claudio, personaje que nunca tuvo muy buena prensa en su tiempo, ya que lo consideraban tonto, vulnerable y merecedor de desprecio.


Séneca nos explica otro ejemplo pintoresco. Al reflexionar sobre la voluntad del individuo para escapar de la esclavitud, pone como ejemplo un gladiador germano que, no teniendo ningún arma mejor a mano para suicidarse, decidió tragarse un xylospongium, es decir, una escobilla de váter: “Allí, el palo que, adherido a una esponja, se emplea para limpiar la impureza del cuerpo, lo embutió todo entero en la garganta, con lo que, obstruidas las fauces, se ahogó” (Epist. VIII,70). El filósofo alaba la voluntad de acabar con la propia vida antes que seguir siendo esclavo, aunque reconoce que fue un acto poco limpio, poco fino y poco decoroso.




  1. MUERTE POR CAUSA DESCONOCIDA


Plinio el Viejo, con su espíritu curioso y “casi” científico, nos hace un elenco de muertes inexplicables, repentinas. Curiosamente la mayoría tienen relación con la comida en algún aspecto: el cónsul Aulo Manlio Torcuato murió “mientras pedía un pastel en una cena; el médico Lucio Tucio Vala, mientras bebía vino con miel; Apio Saufeyo, al volver del baño después de haber bebido vino con miel y cuando estaba tomando un huevo; Publio Quincio Escápula, mientras cenaba en casa de Aquilio Galo; el escriba Décimo Saufeyo, mientras almorzaba en su casa” (NH VII,183). Pone como ejemplo de “serenidad ante la muerte” el caso del actor cómico Marco Ofilio Hílaro. El mismo día de su cumpleaños, celebraba un banquete para coronar una representación que había tenido un gran éxito. Avanzada la cena, pidió una taza de caldo y se dedicó a contemplar la máscara teatral que había usado ese mismo día, adornada con su propia corona convivialis. Así se quedó, muerto en plena contemplación. Nadie se dio cuenta hasta que alguien le dijo que se le estaba enfriando el caldo (NH VII,184-185).


Llama la atención que Plinio evite hacer juicios morales sobre estas muertes, describiéndolas sin más y movido por la curiosidad. 


Dejo para la imaginación de cada lector la probable causa de la muerte de cada uno.



Sean felices!