El consumo de insectos es un tema actual y muy controvertido. Nos lo venden como un recurso barato, sostenible y rico en nutrientes. En el mundo occidental, sin embargo, no son precisamente un bocado apetecible, puesto que está cargado de connotaciones negativas: se perciben como sucios, asquerosos, exentos del listado de animales comestibles…. en pocas palabras, son inmundos.
Últimamente he encontrado varios posts en internet explicando lo habitual que era consumir insectos en la antigüedad, y hasta he encontrado varios textos que insisten en lo mucho que les gustaban los bichos a los contemporáneos de Plinio, que se ponían tibios a base de larvas. Sin embargo, nuestra tradición culinaria rechaza estas proteínas, desmarcándose entonces de esa antigüedad presuntamente entomófaga.
¿Qué hay de verdad en todo esto?
Veamos qué nos dicen las diferentes disciplinas y las fuentes clásicas sobre el consumo de insectos en épocas antiguas.
Entomólogos, paleontólogos y antropólogos están de acuerdo en que la entomofagia se practicaba de manera habitual durante el Paleolítico, cuando larvas, hormigas y otros bichos eran objeto de recolección estacional. Sin embargo, en pleno Neolítico, con la aparición de la agricultura y la ganadería, esta práctica iría desapareciendo. El consumo de animales domésticos y de cereales cosechados se impondrá, ya que son una fuente mucho más estable de alimento. Al parecer, es en este momento cuando el consumo de insectos empieza a cargarse de connotaciones negativas. ¿Por qué? Según la antropología, es porque los insectos hacen peligrar los cultivos, y eso los acabaría asociando con las plagas y la carestía. También porque se relacionan con la transmisión de enfermedades. Así que los insectos, al menos en el mundo occidental, no sólo dejaron de consumirse, sino que se fueron cargando de valores relativos a lo sucio, lo inmundo y lo insalubre. Vamos, que se convirtieron en un tabú culinario. Pero claro, esto tampoco pasaría de la noche a la mañana.
Espiga de cebada con saltamontes. Moneda procedente de Metaponto. |
Los textos clásicos recogen el testimonio del consumo de insectos entre los pueblos bárbaros de Asia y África. Heródoto, en pleno siglo V aC, habla de los budinos, miembros de una tribu situada en Escitia, que se distinguen por ser “los únicos en aquella tierra que comen sus piojos” (Historia IV,21,109). El mismo autor nos habla de los nasamones, un pueblo extendido por la región de Libia, quienes “en verano, dejan sus rebaños cerca del mar y suben a un lugar llamado Augila para recolectar dátiles (...). También cazan langostas: después de dejarlas secar al sol, las trituran y las espolvorean sobre la leche, bebiéndosela acto seguido” (Historias IV,172). Esta misma dieta de langostas la recoge también Diodoro Sículo, ya en el siglo I aC, para el pueblo de los etíopes, a quienes llama ‘acridófagos’. Según este autor, los etíopes aprovechan la multitud de langostas que los vientos arrastran en la estación primaveral y las cazan sofocándolas con humo al pasar por un barranco. La enorme cantidad de langostas cazadas es su único sustento, por lo que se ven obligados a utilizar la salmuera para conservarlas. Los etíopes “ni crían rebaños ni viven cerca del mar ni obtienen ningún otro recurso”, por lo que su vida es muy corta (Biblioteca Histórica III,29). Plinio también recoge esta alimentación exclusiva a base de langostas, “ahumadas y en salazón” (VI,195) que mantenía con vida a los etíopes durante unos 40 años. Ambos autores parecen identificar esta vida breve con la alimentación pobre y triste a base de lo único que hay: las langostas. Estos bichos generaban plagas que causaban estragos en las cosechas y eran aborrecidos por todos. Plinio comenta que en la India las hay de tres pies de largo, que proceden casi siempre de África y que un enjambre era interpretado como la ira de los dioses. Plinio sigue explicando que en toda Italia, y en Grecia, y en Siria, y en la Cirenaica se habían decretado leyes para su extinción. Y, en contraste, comenta que “En cambio entre los partos éstas son apreciadas en la alimentación” (XI,106), lo mismo que las cigarras (XI,92).
Los pueblos bárbaros, culturalmente inferiores para griegos y posteriormente romanos, no comen pan - trigo - aceite, sino que se nutren con las proteínas disponibles en el entorno: las cigarras y las langostas. También en la Biblia se mencionan estos animales como sustento. En Levítico 11:22, junto a las instrucciones precisas sobre lo que se puede y no se puede comer, se mencionan como permitidas toda clase de langostas, grillos y saltamontes, que era justamente lo que se podía encontrar en el desierto. Y en el evangelio de Mateo 3:4, se menciona que San Juan Bautista vestía con ropa muy sencilla (“estaba vestido de pelo de camello”) y se alimentaba de langostas y miel silvestre, productos disponibles que resaltaban su fortaleza de espíritu.
Una dieta pobre y digna de pueblos bárbaros, descritos siempre con un toque bastante exótico y subjetivo.
Las siete plagas de Egipto: la plaga de langostas. Biblia de Nuremberg https://commons.wikimedia.org/ |
Pero los insectos, ¡oh, sorpresa!, también aparecen en los textos como alimento de los propios griegos.
Ateneo de Náucratis, divagando sobre los aperitivos que se tomaban en tiempos antiguos, menciona una serie de productos como las olivas en salmuera (llamadas kolymbádes), los nabos en vinagre y mostaza, las alcaparras, los pescaditos en salazón y, justamente, las cigarras. Ateneo cita a varios autores del pasado, como Aristófanes (que vivió entre los siglos V y IV aC) en su comedia Anágyros:
“¡Por los dioses! Me apasiona comer cigarra y «kerkope» capturada con una caña fina” (IV,133BC).
No está muy claro qué es “kerkope”, pero la crítica se decanta por la cigarra hembra o alguna otra especie de chicharra, que al parecer se capturaba con una caña impregnada de algo pringoso. Por cierto, Aristóteles también explicaba que las cigarras hembras son mejores que los machos porque van cargaditas de huevos blancos y, de hecho, explica que las cigarras son deliciosas sobre todo en su fase de larva-ninfa (Historia Animalium, 556b).
También Aristófanes las nombra como producto que se podía encontrar en los mercados:
“El mismo individuo vende tordos, peras, panales, aceitunas, calostro, corión, higos de golondrina, cigarras, carne de lechal” (IX,372C).
Y el comediógrafo Alexis (siglo IV aC) menciona a las cigarras dentro de un elenco de alimentos muy pobres:
“Las partes y el conjunto de nuestra subsistencia son: haba, altramuz, verdura, rábano, algarroba, arveja, bellota, nazareno, cigarra, garbanzo, pera silvestre, y el don divino, atención para conmigo de la Diosa Madre, el higo seco, invención de una higuera frigia” (Athen. II,55A).
Moneda de Ambrakia representando a Atenea y una cigarra. |
En los textos griegos, las cigarras se muestran como un residuo de tiempos pasados y, en todo caso, un recurso pobre o un remedio al que recurrir si no hay nada mejor. Nada que ver con los productos emblema de su sistema alimentario, centrado en los cereales, en el vino y en el aceite. Es decir, que se pueda comer no quiere decir que sea el alimento principal, ni el más valorado, ni siquiera que sea representativo de su culinaria, como demuestra el abandono por parte de los comensales posteriores.
En los textos escritos por autores romanos, la presencia de bichos es aún menor. Sí aparecen a menudo formando parte de compuestos medicinales o afrodisíacos, herencia de tratados griegos como los de Dioscórides o Hipócrates. Por ejemplo, las cantáridas para terapia ginecológica, enfermedades de la piel y como purgante; las chinches de cama contra las fiebres cuartanas; o cierta cucaracha (blata de los molinos), majada con aceite que es mano de santo contra el dolor de oídos. Pero lo que es considerar el insecto como alimento, aparece poquísimo, y siempre de manera anecdótica. Por ejemplo, Plinio el Viejo nombra las larvas de cierto escarabajo como una delicia propia de las mesas más refinadas:
“Estos gusanos son objeto de la lujuria, y los más grandes -que se encuentran en los robles- son un alimento muy delicado; se llaman cosses, y hasta los crían con harina para que engorden más” (NH XVII,220)
Se han identificado estos ‘cosses’ o ‘cossus’ como la larva del ciervo volante, un coleóptero que vive en los troncos de los robles, aunque también podría ser un capricornio de las encinas o cierto escarabajo del género Prionus. En todo caso, parece una extravagancia puntual de sibaritas y epicúreos, más que una práctica común. Algo llamado a no tener éxito, viendo la falta de continuidad. Igual que cuando les dio por comer cigüeña o asno o sesos de avestruz. Aparecen registrados en los textos, pero no son representativos, precisamente, de la dieta habitual.
Por cierto, también comía larvas -en este caso de picudo rojo- el rey de los indios, pero como postre: “un cierto gusano, después de frito, que se cría en la palmera datilífera” (Claudio Eliano XIV,13). Las larvas, a lo que se ve, son vistas como una golosina y no como un alimento de supervivencia. Si las cigarras y langostas parecen cosa de pobres, las larvas parecen algo decadente y exótico.
Así pues, parece que sí, que nuestros antepasados griegos y romanos documentan el consumo de insectos tanto en sus mesas como en la de los pueblos extranjeros. Sin embargo, los bichos nunca tuvieron un lugar de honor dentro del sistema de valores alimentario, y se muestran como algo bárbaro (sustento de pueblos extranjeros, alejados del civilizado modelo clásico); como algo exótico (sobre todo entre autores romanos) o como un producto de supervivencia (si no hay nada mejor). Los datos que proporcionan simplemente documentan un uso, que debe ser cogido con pinzas. Por encima de todo, el consumo de insectos aparece como algo anecdótico, algo de lo que no podemos hacer una norma.
Si usted duda a la hora de comerse la harina de grillos, no le va a servir de nada pensar que griegos y romanos ya lo hacían, porque no podemos apelar a la tradición en esto. De hecho, les va a recordar más a los pobres nasamones en el oasis de Audjila, entre palmeras datileras y haciendo juramentos con arena porque se les ha acabado el agua.
Aunque nosotros comemos bichos sin querer y hasta los toleramos en el colorante rojo (cochinilla), lo de hincarles el diente conscientemente, sabiendo que son bichos, es otra cosa.
Hasta aquí el repaso entomófago de la Antigüedad.
Foto de la portada: Detalle de langosta en un mural de caza en la cámara de la tumba de Horemhab, Antiguo Egipto. https://commons.wikimedia.org/
Fuente de las monedas: https://coinweek.com/hey-theres-a-bug-on-my-ancient-coin/