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lunes, 1 de julio de 2024

OSTREA. LAS EXQUISITAS OSTRAS Y LOS BANQUETES ROMANOS



Las ostras (ostrea edulis) eran una delicia que arrasaba en las mesas romanas, donde compartían protagonismo con lirones, pavos reales o salmonetes enormes. Eran exquisitas, carísimas, a menudo difíciles de conseguir y siempre quedaban bien en una cena de categoría.


Sin embargo, en los primeros tiempos de Roma las ostras formaban parte de la dieta de pescadores y gente sin recursos, como si fueran un residuo de tiempos más antiguos, cuando todavía se obtenía el alimento a base de la recolección y la captura. Así, en el pasado solo las poblaciones cercanas a la costa consumían ostras y otros moluscos, que completaban una alimentación bastante precaria o marcada por la carestía. En Plauto leemos las palabras de un grupo de pescadores: 


En cuanto a nosotros, probablemente ya por nuestra indumentaria podéis más o menos haceros cuenta de cuántas sean nuestras riquezas: estos anzuelos y estas cañas son nuestro medio de vida y toda nuestra hacienda. Día tras día bajamos de la ciudad aquí a la playa a buscar nuestro sustento: esto es para nosotros el ejercicio físico y el deporte; vamos a la caza de erizos de mar, lapas, ostras, percebes, almejas, medusas, mejillones, plagusias estriadas; después nos dedicamos a la pesca con anzuelo y por las rocas. Nosotros buscamos en el mar nuestro sustento; si no tenemos suerte y no pescamos nada, con una buena ración de salitre y del todo purificados nos volvemos a casa a hurtadillas y nos vamos a la cama sin cenar.”

(Rudens 292-302).


Venta de moluscos. Villa romana di Bad Kreuznach 


Sin embargo, con el paso de los años el panorama cambiaría de forma radical. De ser un quitahambres, las ostras pasaron a ser las reinas de las mesas, el objeto del deseo de gourmets, esnobs y gente elegante. Formaban parte del grupo de alimentos que genéricamente se denominaban conchylia o maris poma, unas auténticas golosinas del mar, al que también pertenecían erizos, mejillones, almejas, dátiles de mar, berberechos y otros bivalvos deliciosos. La ostra era, de todos ellos, la más apreciada, la más deliciosa,  la más golosa: El premio de las mesas hace ya tiempo que se ha asignado a las ostras(Plinio XXXII,59).


Desde el siglo I aC ya existían criaderos de ostras (ostrearum vivaria), que producían ingresos muy rentables a sus propietarios. La tradición manda que el inventor fue Cayo Sergio Orata, conocido criador de doradas -de quien recibe el sobrenombre- que instaló el primer vivero de ostras en Bayas (Baiae), en la costa de Campania, y que es el mismo que diseñó el sistema de calefacción por hipocausto. Todo un emprendedor que se forró con sus inventos. Él mismo estableció que las mejores ostras eran las criadas en el lago Lucrino, junto a Bayas, que reunían las condiciones para ser las más deliciosas, pues las aguas del lago se mezclan con las del mar, proporcionando la salinidad, la temperatura y el fitoplancton necesarios para que las ostras tuvieran un sabor espectacular. Estas ostras procedían de los criaderos de Brundisium, y se transportaban hasta el lago Lucrino para el engorde, donde Orata había construido diques y malecones con el fin de calmar las aguas y crear compartimentos para la cría de diversas especies. Y sus ostras debían tener un sabor tan especial que era reconocible por los más entendidos.  


Asaroton con restos de ostras. Musei Vaticani. 


Las ostras del lago Lucrino eran las más famosas, sí, pero no las únicas. En Italia, competían con las de Circeis, las del lago Averno, las de Tarento y las de Bríndisi. Entre las extranjeras, las más renombradas eran las de Cízico, las de Britania, las del Helesponto, las de Éfeso, las del Médoc en la Galia, las hispánicas de la Turdetania o Ilici… Pero ninguna superó nunca  en fama a las del lago Lucrino, que para algo Sergio Orata era un emprendedor de primera que supo vender a la perfección el producto de sus viveros.


El sistema para criar ostras implicaba la recogida de las larvas y su traslado a los criaderos, donde engordaban considerablemente. Gracias a los textos y a la cultura material, podemos deducir el sistema seguido. Este consiste en unos palos o postes fijados al fondo, conectados por unas cuerdas de las que penden otras cuerdas o cestos de mimbre donde están fijadas las ostras. Un texto del poeta Ausonio menciona las ostras que “cuelgan flotando” en los postes de Bayas (quae Baianis pendent fluitantia palis, Epist.3). Y esta descripción concuerda con ciertos dibujos que se pueden ver en unas botellas de vidrio conocidas como “vasos puteolanos”, que funcionaban a modo de souvenirs. Estos curiosos recipientes con forma de redoma esférica muestran representaciones esquemáticas del puerto de Puteoli y del tramo de costa hasta Baiae, y se pueden reconocer -insisto, de manera esquemática- el templo de Serapis, las termas, el teatro, el puerto, y unos edificios porticados que corresponden a los viveros de ostras: un entramado de palos de los que cuelgan cestos y donde se lee claramente OSTRIARIA


Vaso puteolano de Populonia


A partir del invento de Cayo Sergio Orata, los criaderos se multiplicaron en lagos y propiedades privadas para satisfacer la alta demanda, convirtiéndose en uno de los productos más codiciados de las mesas romanas. 

En el caso de vivir en una ciudad costera, es decir, próxima a la fuente de producción, las ostras se podían conseguir frescas sin ningún problema. Por ejemplo, en mi ciudad, Barcino, situada en un ‘ostrifero ponto’, un mar profuso en ostras (Auson.Epist.23), donde se sabe que había algún sistema de cultivo y engorde de estos bivalvos. Serían un producto caro, de lujo, pero asequible.

Pero, claro, si alguien vivía en tierras del interior conseguir ostras frescas era algo más complejo, pues se enfrentaba al terrible problema del transporte y al dilema de si llegarían en buen estado. 

Conseguir ostras en puntos alejados varias jornadas de la costa era todo un desafío, y por ello era fácil que se desarrollasen métodos de conservación. Pero ¿cuáles? Algunas pistas las encontramos en el recetario del mítico Apicio, donde se explica una fórmula para conservarlas: lavarlas con vinagre o bien lavar con vinagre el recipiente que las va a contener (Libro I, 2). Sería una especie de escabeche ligero que ayudaría a mantenerlas durante algo más de tiempo. Posteriormente, esas ostras se cocinarían de diferentes maneras, como vemos en el mismo recetario -el único que tenemos, en realidad-. Por ejemplo, Apicio las incorpora en un guiso marinero llamado ‘Embractum Baianum’, donde también hay ortiga de mar, piñones y un montón de condimentos. También se tomaban guisadas con salsa de cominos, y hasta se podían hacer salchichas con ellas.

Las ostras cocinadas eran mucho más comunes que ahora, pues era una buena manera de evitar intoxicaciones y otros trastornos gastrointestinales, que la ciencia de la antigüedad atribuía al líquido interior de los moluscos: 


Las ostras, las almejas, los mejillones y los de ese tipo tienen una carne difícil de digerir, a causa del líquido salado de su interior. Debido a ello, si se comen crudos son laxantes del vientre (...) En cambio, los moluscos cocidos, siempre que se los cueza bien, tienen una disposición menos dañina, pues han sido sometidos a la acción del fuego. Por dicho motivo no son tan indigestos como los crudos, y tienen desecados los líquidos de su interior por cuya acción se afloja el vientre (Athen.III,92BC).


Homenaje a la ostra de Barcino. Restaurante Dos Pebrots.

Pero las ostras también se consumían frescas. En una cita de Plinio se menciona que se mantenían frías con nieve, mezclando así la cima de las montañas con lo profundo de los mares (XXXII,64) y juntando así dos productos de lujo en un solo plato, la nieve y las ostras. Esas ostras eran abiertas en la misma mesa con un cuchillo especial, se rociaban con garum y se degustaban con un buen vino de Falerno, a juzgar por la cantidad de veces que aparecen mencionados juntos en los textos. Hasta había un pan pensado expresamente para tomar con las ostras, un panis ostrearius


Lo complicado de las ostras frescas era, justamente, la necesidad de querer tomarlas estando en territorios alejados de la costa. Para ello debieron inventar algún sistema para garantizar su transporte, vivas, durante varios días. El transporte fluvial o marítimo se podía solventar con naves-vivero, pero el transporte por tierra era otra cosa. Ateneo narra una anécdota archiconocida según la cual el emperador Trajano, estando en Partia a una distancia de muchas jornadas del mar, se empeñó en comer ostras y Apicio le envió ostras frescas conservadas por medio de un ingenio propio (Athen.I,7D). Al margen de lo mítico de los personajes, la anécdota revela que era posible transportar ostras frescas, como demuestra también la profusa aparición de conchas en aceras y basureros, a menudo junto a restos de vajilla fina doméstica, en lugares tan alejados del mar como la actual Suiza o Alemania. Ostras que, además, suelen mostrar unos pequeños agujeros que la arqueología explica como un sistema para unir las dos valvas y evitar la pérdida de líquido interno. Un reciente estudio de arqueología experimental ha demostrado que el transporte en cestos de mimbre, siempre que se evite la pérdida de líquidos, permitía mantenerlas en buen estado hasta casi siete días. El experimento consistía en reproducir las condiciones de transporte que pudieron darse en época romana, empleando recipientes de materiales diversos y usando un vehículo todoterreno que circulaba por caminos que se aproximaban a las calzadas romanas, a una velocidad parecida a la que se desplazaba un carro, unos 7,5 km por hora. Como he dicho, el resultado reveló que la clave para el correcto transporte era mantenerlas cerradas, evitando movimientos y por tanto la pérdida de líquidos interna. (Castaños/Escribano:2010).

Por otra parte, los textos indican también que se mantenían envueltas en algas, un sistema perfecto para conservar el aroma, la temperatura y la humedad necesarias: habiendo visto en casa de un tal Nereo, un viejo, unas ostras envueltas en algas, las cogí (Athen. Deipn. 107B).


Ostra fosilizada procedente del yacimiento de Sotstinent Navarro
fuente: www.totbarcelona.cat


Una vez conseguidas -a precio de oro-, las ostras pasaban a la cocina donde serían cocinadas o preparadas para presentarlas crudas sobre una montaña de nieve. Se servían en los entrantes y siempre, siempre, aportaban categoría a la cena y por tanto al generoso anfitrión que había soltado la pasta. 


Los moralistas y poetas satíricos, aquellos que echaban de menos las viejas virtudes y valores romanos, las asociaron rápido con el lujo desmedido y la decadencia. El estoico Séneca, por ejemplo, renegaba de ellas porque no las consideraba un alimento, sino un vicio: “Desde entonces renuncié a las ostras y a las setas para el resto de mi vida; porque no son alimentos sino golosinas que incitan a comer a los ya saciados” (Epist.108,15), y las asocia a la corrupción del cuerpo y del espíritu: 

Esas ostras, carne muy insípida, saturada de fango, ¿consideras que no te producen una limosa pesadez? (...) Esos alimentos -debes saberlo- se pudren, no se digieren en el estómago” (Epist.95).


El poeta satírico Juvenal, cien años más tarde, tampoco se queda corto. Para empezar, se burla de los finolis que presumen de tener un paladar tan exquisito, que saben reconocer la procedencia de una ostra al primer bocado, indicando sin equivocarse si vienen del Lucrino, de Circeis o de la británica Rutupiae. Pero no se queda ahí, para él las ostras, al ser tan lujosas y decadentes, son una invitación a perder el control y acabar en comportamientos sexuales de lo más indecente. Son una invitación a la molicie, la enemiga de Roma, son lo peor de lo peor. Vean si no, este fragmento impagable:


Entre el coño (inguinis)  y la cabeza (capitis) cuál es la diferencia no lo sabe la mujer que, ya promediada la noche, muerde grandes ostras, cuando los perfumes espumean diluidos en puro vino de Falerno, cuando se bebe en vasos de concha, cuando el techo ya le da vueltas del mareo y la mesa se levanta hasta ella con velas dobles.”  (Sátira VI, 301-305)


Casa di Lucio Cecilio Giocondo MANN


Y lo cierto es que, ya desde los tiempos de la República, se había intentado controlar su consumo a base de leyes. En concreto, la Lex Aemilia sumptuaria, del año 115 aC, prohibía expresamente que en los banquetes se sirvieran lirones, aves exóticas y conchylia, que tanto abarca las ostras, como los erizos y moluscos similares. Pero la ley no funcionó, de hecho poco después Cayo Sergio Orata crearía el primer vivero en el Lago Lucrino. 


Roma se había ido enriqueciendo y se estaba sofisticando, perdiendo su esencia mítica de pueblo guerrero con un carácter fuerte. Roma se estaba transformando y su paladar, también. 


Prosit!



BIBLIOGRAFÍA:


Antonio García y Bellido: El vaso puteolano de Ampurias.

Lázaro Lagóstena Barrios: La ostricultura romana 

Jacopo De Grossi Mazzorin: Consumo e allevamento di ostriche e mitili in epoca classica e medievale

Pedro Castaños y Oskar Escribano: Transporte y consumo de ostras durante

la romanización en el norte de la Península Ibérica



sábado, 16 de diciembre de 2023

REGALOS DE SATURNALIA


Durante el mes de diciembre el pueblo romano celebraba las fiestas dedicadas al dios Saturno (las Saturnales), que quizá eran las fiestas más populares y seguramente las más divertidas.


Su origen es un poco incierto. Por una parte, podrían proceder de rituales ancestrales de origen itálico, pero por otra se parecen mucho pero mucho a las fiestas atenienses en honor a Cronos, el Saturno griego. Lo que sí es seguro es que el pueblo romano sabía que eran muy antiguas y creían que las había instituido el mismo Rómulo. Parece que -en origen- celebraban el fin de los trabajos del campo y funcionaban como ritual propiciatorio para el siguiente ciclo de actividad agrícola, que tendría lugar ya en la primavera. Pero eso es lo que dice la antropología porque para el pueblo romano más primitivo esos días servían para recordar el mítico gobierno de Saturno, en una época conocida como la Edad de Oro, cuando todo el mundo vivía en la abundancia sin tener preocupaciones, cuando todos eran felices y, encima, eran iguales ante la ley, sin diferencias entre libres o esclavos. Justamente por eso eran tan populares. Durante esos días se rompía el estricto equilibrio que mantenía la estructura social romana y se permitía el caos y el desorden. Esos días funcionaban como una válvula de escape en la que esclavos y señores eliminaban sus diferencias, los látigos permanecían guardados y se permitían licencias que durante el resto del año serían impensables. No solo. Se podía jugar y apostar, se abandonaba toda actividad seria -los juicios, la escuela, la actividad militar- y hasta se vestía de manera informal todo el tiempo.


Pues bien, dos son los elementos que definen estas fiestas, que tenían lugar entre el 17 y el 23 de diciembre: los convites y los regalos.


Ambos -convites y regalos- cumplen con una función fundamental en el mundo romano: mantener la cohesión y la estabilidad social, compensando los desequilibrios de un sistema en el que la riqueza está muy mal repartida. Es decir, los convivia no solo sirven para disfrutar de la compañía, conversar y estrechar lazos de amistad; y los regalos no son solo una manifestación de generosidad.  Pensemos por ejemplo en el caso de los patronos, que deben velar por el bienestar de sus clientes, ciudadanos libres que a veces eran más pobres que una rata. Hacer un convite o entregar un regalo era de todo menos inocente: contribuía a entablar unas relaciones y unas alianzas firmes entre los miembros de la comunidad. Quien recibía una invitación o un regalo se veía automáticamente incluido en el grupo, y debía aceptarlo y devolver la invitación -si ello era posible- y el regalo con otro de igual valor o incluso mayor. 

Lo genial de las Saturnales era que los regalos y donativos llegaban a todas las capas de la sociedad, ricos y pobres, libres y esclavos. Eran un pequeño paréntesis en el que el mundo se volvía del revés y los regalos contribuían a borrar las barreras sociales: por unos días, la Edad de Oro en la que gobernó Saturno volvía a la vida. 




Dicho esto, y por una vez dejando de lado los convites, ¿cuáles eran los regalos más habituales - también llamados xenia- que se hacía el pueblo romano en Saturnalia? 


Según los textos clásicos, que tocan bastante el tema porque para algo eran unas fiestas muy populares, los regalos preferidos  por el pueblo romano son:


A) Velas de cera y figuritas de arcilla. Son los más clásicos. Las velas de cera de abeja (cerei) o cirios aromáticos representaban la vuelta a la luz tras un período oscuro y tenebroso de caos primigenio. Era frecuente ver a la gente por la calle, portando velas o antorchas encendidas, en plena procesión hacia el banquete de turno, llevando guirnaldas de flores en la cabeza y cantando a grito pelado. Es más, esas velas que se habían encendido en honor a Saturno se utilizaban también para iluminar el banquete mismo. De esta forma se aporta luz al período más oscuro del año, el que coincide con el solsticio de invierno, y se anuncia el nacimiento del Sol Invictus, que traerá una nueva época de luz y prosperidad. Las velas eran un regalo económico pero con gran valor ritual.



También las figuritas de terracota o arcilla (sigilla o sigillaria) eran un regalo sencillo pero cargado de connotaciones religiosas. Estas estatuillas originalmente servían para sustituir a las víctimas en los sacrificios incruentos, pero con el tiempo dejaron de tener ese significado religioso y simplemente quedaron como recuerdo de la tradición. Durante cuatro días en el Campo de Marte se montaba un mercadillo donde se podían adquirir estas figuras que normalmente tenían forma humana y que se solían regalar a los niños. Inevitable pensar en las figuritas del Belén.


B) Nueces. Sí, sí, nueces. Quizá el regalo más barato. Las nueces se regalaban a los niños para que jugasen, al estilo de las canicas. Y a los adultos para que pudiesen apostar a los juegos de azar, que normalmente estaban prohibidos pero no en Saturnalia. Eso sí, no se debía apostar dinero sino nueces, porque de esta forma nadie salía ganando ni perdiendo y así podían participar todas las capas de la sociedad, ya fuesen ricos o pobres, señores o esclavos. En palabras de Luciano de Samósata: “Deben jugar con nueces; si alguien apuesta dinero, no debe ser invitado a comer al día siguiente” (Sat.). 



C) Indumentaria adecuada para los convivia de Saturnalia. Durante estos convites era imprescindible contar con el atuendo adecuado: la synthesis y el pilleus, ambos objeto de regalo entre amigos. La synthesis, también llamada vestis cenatoria, era una toga muy ligera de muselina blanca para estar bien cómodo en el triclinio. Normalmente era aceptable usarla en los comedores y ya está. Pero en Saturnalia, lo lógico era usarlo incluso para ir por la calle, de manera que nadie marcaba su rango social con la ropa (de hecho era de mal gusto ir con la toga elegante, con la stola o con la túnica larga). Nada, el espíritu festivo se apoderaba de todos y, lo mismo que ahora vas a casa de tu cuñado con un jersey espantoso de lana con renos que sólo te vas a poner ese día, ellos se vestían con la ropilla cómoda de los banquetes y así se presentaban a comer con sus amigos y familiares. Lo mismo pasa con el pilleus, un gorro de fieltro o tela basta que simbolizaba la manumisión de los esclavos y que contribuía a esta sensación global de igualación jerárquica. Entre amigos, era fácil regalarse estos gorros de Saturnalia, elaborados con trozos de mantos cosidos. La indumentaria para estas fiestas se completa con otro elemento interesante: las coronas de flores. Son bonitas, evitan la resaca y completan a la perfección el outfit de Saturnalia. Se acostumbraban a regalar en la parte final de las cenas y eran perfectas para los brindis, para seguir las normas que dictase el ‘rey de la fiesta’ (saturnalicius princeps), por absurdas que fueran y para asistir a la entrega de regalos.



D) Regalos jocosos y aleatorios. Dado el espíritu de caos y descontrol de las fiestas de Saturnalia, los regalos podían ser de todo tipo, incluídos todos aquellos que se pueden considerar bromas y que sirven para provocar sorpresa y desconcierto. Un ejemplo sería regalarle una antología de poesía contemporánea malísima a un autor de renombre como Catulo, sobre todo si se lo regala otro escritor y ambos comparten la misma opinión nefasta sobre esos mismos autores. Otras veces los regalos simplemente se repartían a suertes, a modo de lotería, y lo mismo te caía algo de mucho valor que un pongo, provocando las risas de todos. El emperador Augusto, por ejemplo, “unas veces repartía obsequios, tales como ropa, oro y plata; otras, monedas de todo cuño, incluso antiguas, de época de los reyes, y extranjeras; y en ocasiones, nada más que mantos de pelo de cabra, esponjas, atizadores, pinzas y otros objetos de este estilo” (Suet. Aug. 75). Eso sí, nunca sabías cuál te iba a tocar y ahí estaba la gracia. Dentro de esta categoría de regalos entre cutres y jocosos podemos incluir objetos como el mismo pilleus o las nueces ya mencionadas, pero también otros como un mondadientes, unas escobas, un peine o un orinal de barro.

La diversión comenzaba antes de la entrega del regalo, pues estos venían presentados con unos letreros o versitos escritos de forma enigmática para que los comensales los tuvieran que descifrar. De hecho, contamos con toda una colección de estas composiciones escrita por el poeta Marcial, llamados xenia y apophoreta (literalmente ‘regalos de hospitalidad’ o ‘para llevar’), que nos iluminan sobre la tipología de regalos, y que son un regalo en sí mismos.



E) Productos gourmet y gadgets de cocina para foodies. Pues sí, las Saturnales eran una ocasión para regalar todo tipo de cosas relacionadas con la gastronomía, lo mismo que hacemos ahora. Enviar un surtido de productos (quizá dentro de una cesta) a casa de amigos, de clientes o de personas a las que le debes un favor era bastante frecuente. Los textos están llenos de referencias a regalos que les llegan a los abogados por parte de sus clientes, del tipo un cestillo de olivas del Piceno, unas longanizas, pimienta, incienso, unas copas de los alfares de Sagunto, una servilleta con adorno de púrpura, unos higos de Siria … Otras opciones igual de válidas son los dátiles, los pasteles, las salchichas de Lucania, un jamón, un tarro de garum de primera, una corona de tordos, unas ciruelas de Damasco, un Falerno, unas ostras o unas tetas de cerda. Y entre los gadgets de cocina, se mencionan a menudo en los textos las copas finas de cristal, de múrrina o pedrería, la vajilla de terracota, las bandejas para platos especiales -como las setas-, los cántaros, los coladores de nieve para servir el vino bien frío y sus garrafas para el agua de nieve, las cucharas de plata, las cucharas para los caracoles, los manteles o las servilletas.



F) Literatura. Un buen libro en estuche de púrpura, en papiro nuevo y adornado con cilindros siempre es una buena opción. Los autores clásicos nunca fallan, pero hay que asegurarse de que no sean tragedias ni epopeyas demasiado sesudas. Mucho mejor la poesía ligera, el epigrama, una comedia de Menandro o la poesía amorosa. Si quien regala a su vez es escritor, puede marcarse un detalle dedicando el libro a su mecenas. 



Hasta aquí la selección de regalos habituales para Saturnalia. Preparen sus dísticos para entregarlos, su pilleum y sus nueces. Vayan afinando la voz para gritar el clásico “Io, Saturnalia!” ante el templo de Saturno. Prepárense para el mejor día del año, escondan el látigo y, por una vez, sirvan la mesa a sus esclavos. 


Fuera las preocupaciones. Carpe diem!



viernes, 17 de noviembre de 2023

VOCATIO AD CENAM: CONVIVIUM EN CASA DEL POETA MARCIAL



El poeta satírico Marcial, que vivió en la Roma del siglo I dC, nos ha dejado entre sus epigramas algunos textos que son una auténtica joya para los aficionados a la reconstrucción de la gastronomía histórica.

Aparte de los valores literarios, los poemas de Marcial conectan con una tradición de poesía de ocasión, de anécdota, que recoge pensamientos breves de temáticas muy diferentes, por lo que se han convertido en testimonio de la sociedad de su época.


Algunos de esos epigramas son auténticas invitaciones a cenar (vocatio ad cenam), tópico bien conocido en la poesía griega y latina, y resultan ser un retrato bastante fiel de una auténtica cena romana.


Marcial nos presenta tres de esas cenas completas, que son invitaciones a sus amigos, y en las tres se especifican los platos del menú y las diversiones de la sobremesa. Son textos fantásticos. De los tres, voy a escoger el menú que Marcial ofrece a su amigo Toranio y que se recoge en el epigrama 78 del libro V.


LA INVITACIÓN


Como suele ser habitual en el tópico de la vocatio ad cenam, el texto comienza con una invitación, en este caso a un amigo del poeta:


Toranio, si estás penoso por cenar tristemente en tu casa, puedes pasar hambre conmigo.”


Como se ve por el tono, ni Marcial ni su amigo son millonarios precisamente.  De hecho, nuestro poeta se vio obligado a ser cliente de diferentes patronos para ganarse la vida, y necesitó arrimarse a la élite para sobrevivir como escritor. 

Así que deducimos que la cena estará compuesta de platos de pobre, o eso nos quiere dar a entender el autor. No se menciona el nombre de muchos invitados. Aparte de Toranio, que aparece en otros poemas del autor y era su amigo, se nos nombra a Claudia, y se dice que estará situada junto a su amigo en el triclinio. Por alusión, se imagina que hay otras mujeres invitadas y Marcial pregunta cuál de ellas debe estar a su lado. 

Digamos que es una cena para amigos, en la que hay también mujeres, y que se va a llevar a cabo en el comedor de Marcial, dotado de triclinio. Cuenta con todos los elementos propios de un convivium, es decir, una cena entre amigos donde lo más importante es conversar, disfrutar, compartir y estrechar lazos de amistad.

Definitivamente, los platos fastuosos no serán protagonistas de esa cena. 



EL MENÚ


Marcial especifica completamente el menú que va a ofrecer, estructurado en entrantes, platos fuertes, postres y petit fours salados.  Se trata de platos sencillos, con alimentos cargados de connotaciones culturales. Es una cena que persigue deliberadamente la apariencia de pobreza, pero que en realidad está reivindicando unos valores morales importantes. 


Veamos los entrantes

 

Si sueles tomar aperitivo, no te faltarán humildes lechugas de Capadocia, y puerros de fuerte olor, y un buen taco de atún, disimulado entre huevos partidos”.


Las lechugas de Capadocia, que califica de ‘humildes’ (uiles Cappadocae), eran una de las muchas variedades que se cultivaban de esta verdura, presente en todas las huertas y mercados, donde se podían adquirir a precios muy bajos. Es un alimento popular y muy común, tanto, que evitaban ponerlo en una cena de postín. Algo así pasaba con los puerros ‘de fuerte olor’ (grauesque porri), una verdura que se asocia con el plebeyo, como las cebollas o los ajos. Lechugas y puerros eran consumidos por todo el mundo, pobres y ricos, y por eso mismo, por ser demasiado comunes, no parecen lo más adecuado para un convite. Pero Marcial no cuenta con tantos recursos como le gustaría, así que lechugas y puerros será lo que pondrá en su mesa. 




Los entrantes se completan con un taco de atún, que no debía ser muy grande porque lo disimula entre huevos duros (diuisis cybium latebit ouis). Se trata de un trozo de atún, caballa o bonito en salazón, un producto que se podía adquirir en el mercado a un precio bastante más bajo que el pescado fresco. Y lo combina con huevos partidos, es decir, huevos duros, otro producto popular y muy, muy común. Ninguno de estos aperitivos necesita, además, de una gran preparación. Ni hornos, ni sartenes, ni gran cantidad de servidores en la cocina ni en el comedor. Perfecto si vives, como le pasó a Marcial, en el tercer piso de una ínsula en el Quirinal.


Vamos ahora con los platos principales o prima mensa:


“Se servirá en un plato negro, que tendrás que sostenerlo abrasándote los dedos, una pequeña col verde, que ha abandonado hace un momento el fresco huerto, y un botillo sobre blancas puches, y unas habas blanquecinas con panceta”.


De nuevo elaboraciones sencillas, con productos impregnados de una gran tradición cultural. Coles y habas cuentan con muy buena prensa dentro del sistema de valores alimentario. Ambas se relacionan con la mítica frugalidad del pueblo romano, con el alimento cultivado en el huerto propio -como las lechugas y los puerros-, con el sustento autóctono alejado de finuras orientales, con una dieta áspera y básica. Son alimentos que reivindican una manera de vivir auténticamente romana. Eso mismo sucede también con las gachas o pultes, alimento por excelencia de las clases populares que representan la comida sencilla y perfecta de los primeros tiempos de Roma. Servir la anticuada puls en pleno siglo I era toda una declaración de principios.

La carne está presente en los platos fuertes, pero no se trata de lenguas de flamenco a la brasa, ni de un jabalí de Lucania cazado con un suave viento del sur, ni de ninguna otra carne sofisticada. No, Marcial no se lo puede permitir y servirá un botellus, es decir, una morcilla, botillo o butifarra, adecuada para acompañar las gachas, y un poco de tocino, perfecto para las habas secas. Ambas son carnes de cerdo curadas y saladas, alimentos de despensa bastante ordinarios, que no necesitan de demasiado cocinado y que se pueden elaborar incluso en una culina de lo más básico. 


Por cierto, Marcial presta atención a los detalles cromáticos: esa pequeña col verde recién cogida del huerto (coliculus uirens) se sirve sobre un plato negro (nigra patella), destacando el contraste. Lo mismo pasa con las otras dos elaboraciones: la oscura morcilla, hecha con sangre, contrasta con las gachas blancas (et pultem niueam premens botellus) y las habas pálidas con la rosada panceta (et pallens faba cum rubente lardo). El contraste de color destaca desde el punto de vista literario (una antítesis que emplea tres veces, en estructuras paralelas), pero también responde a una presentación real y cuidada de los platos.

Y es que Marcial podría no ser rico, pero sí tenía sentido de la estética. Formaba parte de la élite intelectual, se movía por banquetes de todo tipo y sabía diferenciar un emplatado hortera de uno refinado. Marcial no ofrece una cena pobre, sino una cena con apariencia de pobre.



Pasemos a los postres o secunda mensa:


Si quieres regalarte con los postres, se te presentarán uvas pasas , y peras que llevan el nombre de los sirios, y castañas asadas a fuego lento que produjo la docta Nápoles: el vino tú lo harás bueno, bebiéndolo.


Postres nada complicados: uvas pasas, peras de Siria (parece que eran una variedad de color oscuro) y castañas asadas, al estilo de Nápoles, que se podían adquirir en la calle, como ahora. La fruta era muy apreciada entre las mesas romanas, y la tomaban en el postre, como se sigue haciendo ahora. Normalmente se consumían frescas -si era temporada- o en conserva: secas o sumergidas en sapa o en miel. La conservación permite comer uvas pasas y hasta peras en conserva buena parte del año, pero las castañas asadas (y la presencia del botellus, que se hacía tras la matanza) nos ayudan a fechar esta cena en otoño-invierno.

 


Por cierto, aquí se nos informa que la bebida principal de la cena es el vino, otro producto emblemático de las civilizaciones antiguas. El servido por Marcial es un vino de calidad media-baja, barato y peleón. Nada de vinos envejecidos diez años, nada de vinos de la Campania, nada de Falernos o Cécubos. El vino de esta cena quizá es un vino joven, sin denominación de origen alguna, pero que cumple con su función.


SOBREMESA Y DIVERSIONES


La comissatio era la segunda parte de las cenas: la dedicada a beber, a reírse, a picotear algo para seguir bebiendo, a las diversiones, a los chistes, a la conversación… Era tan importante como la propia cena. Tanto la cena como las diversiones dejaban una imagen muy clara del estatus económico de anfitrión, de su parcela de poder en la sociedad y de sus valores morales, que se reflejan siempre en el comportamiento en la mesa. Por eso mismo Marcial pone mucho cuidado en las diversiones, evitando espectáculos chabacanos o tediosos: 


“Y el dueño de la casa no leerá un grueso volumen, ni las mozas de la licenciosa Cádiz harán vibrar en un prurito sin fin sus lascivas caderas con un temblor estudiado, sino que, algo que no es ni pesado ni sin gracia, sonará la flauta del joven Condilo”.



Como vemos, su propuesta se expresa de dos maneras: indicando lo que no se van a encontrar en su casa y explicando lo que sí, en clara oposición. Para empezar, ya avisa que no habrá que aguantar lecturas pesadas o recitales tediosos. No era tan extraño que durante las cenas los anfitriones regalasen el oído de sus comensales con lecturas de Homero o con versos de su cosecha propia, provocando ovaciones falsas y aplausos de compromiso.

Por otra parte, Marcial evita la moda de las bailarinas de Cádiz (puellae gaditanae), conocidas por sus movimientos sensuales y sus canciones licenciosas, que garantizaban una fiesta subidita de tono, y que él considera una vulgaridad (‘sin gracia’). Al contrario, en su cena sonará la flauta del joven Condilo, un músico al que se menciona por su nombre y que es suficiente aderezo para lo que de verdad importa: la conversación, la complicidad entre amigos, la risa sincera. Esa es la auténtica diversión, la razón de ser del convivium


¿Qué van a tomar mientras Condilo toca la flauta y ellos ríen tan a gusto? Pues pequeños petit fours salados regados con más vino de mesa:


“Después de esto, si por casualidad Baco te abre el apetito que acostumbra, vendrán en tu ayuda unas buenas aceitunas, recién cogidas de los olivos del Piceno, y garbanzos hirviendo, y altramuces tibios”.



Es decir, aceitunas del Piceno, las más famosas de entre las nacionales, el humilde fruto de Atenea; y dos platillos de legumbres: los garbanzos hirviendo (feruens cicer) y los altramuces tibios (tepens lupinos). Los garbanzos son otro de esos alimentos omnipresentes, por lo abundantes y por lo baratos. Se compraban ya hervidos, fritos, tostados… bien condimentados con especias para estimular la sed. Y qué decir de los altramuces, alimento de pobres por antonomasia. Marcial escoge estos alimentos expresamente, para aumentar la imagen de sobriedad  y de frugalidad que mantiene todo el texto.



Porque sí, Marcial es frugal, y sobrio, y comedido, y pobre, pero también es todo un tópico, una pose, una imagen que pretende dejar mal a quien no tiene modales aunque tenga dinero, una imagen que lo sitúa en la élite intelectual. Como Séneca, Horacio o Juvenal, nuestro poeta se comporta como un moralista que actúa como crítico de una sociedad decadente que le divierte y le crea rechazo al mismo tiempo. Su cena es de buen tono y de buen gusto, es respetuosa con las tradiciones romanas más auténticas y con los ideales de mesura y templanza, es divertida y sincera. Su cena no es pobre, su cena solo tiene la apariencia de pobre.


Por cierto, los platos son bastante fáciles de reproducir. La información que nos proporciona Marcial supone un auténtico lujo: conocer de primera mano la composición de un menú real completo. ¿Nos atrevemos a cocinar?

 

Prosit!







Edición utilizada: Epigramas de Marcial. Institución «Fernando el Católico» (CSIC), Excma. Diputación de Zaragoza. Zaragoza, 2004. Traducción de José Guillén.

fotos de las imágenes: @Abemvs_incena