domingo, 26 de octubre de 2025

DIS MANIBUS. EPITAFIOS ROMANOS CON ASUNTO GASTRONÓMICO


Más del 70% de todas las inscripciones romanas que se conservan son lápidas funerarias. Gracias a ellas podemos asomarnos a la vida privada de los habitantes de Roma: magistrados, artesanos, sacerdotes, gladiadores, esclavos… Gente de todo tipo y condición que decidió dejar huella tras su paso en este mundo.


La mentalidad romana consideraba que los difuntos seguían de alguna manera vivos siempre que se los recordase. Así que se esforzaban bastante en descansar en una tumba bien indicada, facilitando su identificación a familiares, amigos y curiosos. Esos familiares cumplirían con todos los ritos propios del culto doméstico, al que se habían incorporado los difuntos como Manes o divinidades propias de la familia. Recibían ofrendas en fechas señaladas (las Parentalia, las Feralia, las Caristia, las fiestas de los Lares Tutelares…) y sus parientes iban al cementerio en los aniversarios del nacimiento (dies natalis) y muerte (dies mortis), donde celebraban un banquete fúnebre en el que compartían la comida con el propio difunto, siempre con la intención de recordarlo y considerarlo aún parte de la familia.


Además de descansar en una tumba bien indicada y confiar en la memoria de sus parientes más cercanos, se esforzaban mucho en redactar un epitafio que contribuyese a fijar la información del difunto a modo de microbiografía. 


En general, los epitafios cuentan con fórmulas funerarias y de consagración, y una serie de datos personales como el nombre y la edad del difunto al morir, el nombre de quién le ha dedicado la tumba y el parentesco que les une, y datos biográficos como la profesión o el cargo si es que se había dedicado a la política. Estos epitafios son verdaderas instantáneas de la vida cotidiana donde los difuntos nos cuentan en pocas palabras qué es lo que los definía mientras estaban entre los vivos, de ahí su extraordinario valor.


Con este artículo, pues, vamos a revivir la memoria de algunas personas cuya tumba o epitafio los relaciona con el tema que nos interesa: la alimentación.


Comenzamos nuestro homenaje con un clásico de las tumbas romanas: la de Eurysaces el panadero.


Marco Virgilio Eurysaces vivió en Roma a finales de la República. Podríamos decir que fue todo un emprendedor, que consiguió tal fortuna que pasó de ser esclavo a ser un pez gordo. Su tumba tiene un tamaño considerable, está construida con mármol travertino nada menos y se situaba cerca de una de las entradas a la ciudad, entre la vía Praenestina y la Labicana. Semejante tumba de carácter monumental muestra el oficio que enriqueció a su dueño: la panadería. Y lo muestra con todo lujo de detalle, porque toda la tumba es una referencia a la elaboración del pan. En las fachadas de los tres lados conservados se observan, por ejemplo, unos cilindros huecos que se interpretan como bocas de horno, o medidas del grano, o recipientes donde se mezclaba la masa del pan. Y en el friso de la parte superior vemos todas y cada una de las fases de creación del pan, con todo lujo de detalles: la molienda del grano, el tamizado de la harina, la fase de amasado, el horneado, el transporte de panes en cestas… Lo dicho, el proceso completo. Incluso hay una referencia en la lápida dedicada a su esposa, Atistia, quien compartía tumba con él y cuyos restos se encuentran en una urna con forma de cesta de pan, un ‘panario’, según reza la inscripción: 


Fuit Atistia uxor mihei femina opituma ueixsit quoius corporis reliquiæ quod superant sunt in hoc panario


No es la única inscripción. En la tumba monumental leemos el nombre del orgulloso protagonista:


est hoc monimentum Margei Vergilei Eurysacis pistoris redemptoris apparet 


Tumba de Eurysaces

Eurysaces y Atistia
Su nombre sin filiación alguna sigue la nomenclatura típica de los libertos, en la que destaca el cognomen de origen griego (Eurysacis) y el nomen de la familia del patrono al que había pertenecido (Vergilei). Su nombre, su oficio y lo monumental de la tumba hacen pensar que sería un nuevo rico, alguien orgulloso del dinero que había hecho en vida y que no tenía reparos en mostrarlo en una tumba que quizá no era elegante para la estética del momento pero que dejaba bien claro quién había sido en vida. Incluso incorporó un relieve de él mismo y su esposa Atistia, mirándose recatadamente el uno a la otra, él vestido con toga y ella envuelta en un manto y peinada a la moda. 


La inscripción nos  aclara cómo hizo fortuna, puesto que era panadero (pistoris), contratista (redemptoris) y funcionario público (apparet). Por tanto, Eurysaces no solo era panadero, era alguien que trabajaba para el Estado y proporcionaba los panes que se repartían en las distribuciones gratuitas para la plebe. Además, era proveedor oficial de algún senador, magistrado o sacerdote. Eurysaces es ejemplo de una nueva clase social emergente a finales de la República: la de los libertos enriquecidos que carecen de nobleza pero acumulan un gran patrimonio.


Maximino, el mercader de trigo


Maximinus, qui vixit annos XXIII, amicus omnium


Así de corta es esta inscripción, que carece de otras fórmulas. Procede de Roma y se encuentra en el Lapidario Cristiano de los Museos Vaticanos. 

Por el texto, sabemos que Maximino vivió 23 años y que era ‘amigo de todos’. Poca cosa. Pero en la parte inferior existe un grabado muy revelador: a un lado un modio lleno de grano; al otro el joven Maximino, vestido con túnica y sosteniendo en la mano la vara con la que controla que no haya ni más ni menos trigo del que debe. Así que Maximino era un mercader de grano, alguien con un papel importantísimo en la economía romana: dedicarse a la compra y venta de cebada, trigo, mijo o espelta, cereales para alimentar al pueblo de Roma. El grano se almacenaba en los grandes horrea, y de estos almacenes se distribuía al pueblo en los mercados a través del control de la Annona. En la imagen vemos un modio, que es tanto una medida de capacidad (equivalente a 8,75 litros) como el recipiente que la contiene: una especie de cubeta de tres patas que, en el epitafio de Maximino, está llena a rebosar, mostrando la generosidad de ese ‘amigo de todos’. 


Sentia Amarantis, la tabernera de Emerita Augusta


En el Museo Nacional de Arte Romano de Mérida se encuentra una lápida con un relieve de taberna y una inscripción. La escena muestra a una mujer con cabello recogido o corto, vestida con túnica larga y cinturón, que está llenando una jarra con el vino que sale de un tonel. Bajo el enorme tonel, la inscripción: 


“A Sentia Amarantis, de 45 años. Sentio Victor mandó hacer el monumento a su esposa queridísima, con quien vivió 17 años”.


Sent(iae) Amarantis / ann(orum) XLV Sent(ius) / Victor uxori / carissimae f(aciendum) c(uravit) cun cua vix(it) ann(os) XVII


Sentia Amarantis compartía la profesión de tabernera con su marido, Sentio Victor, quien le dedicó la lápida. Su trabajo consistía en despachar vino y posiblemente algunas tapas sencillas en una taberna vinaria, a juzgar por el enorme protagonismo que cobra el tonel en el relieve. No es la única referencia que tenemos de mujeres que se dedicasen a este oficio. 

Aunque en los textos las taberneras (coponae) o camareras (puellae) siempre tienen mala prensa, lo cierto es que no siempre se trataba de chicas desvergonzadas y casquivanas. A veces, como en el caso de Sentia Amarantis, solo eran personas decentes que querían ganarse la vida.


El suarius de Bononia


El único anónimo de este elenco corresponde a un suarius, un pastor de cerdos, siete en concreto, que se conserva en una estela del Museo Cívico Arqueológico de Bolonia (CIL XI, 6842). Nuestro suarius, que vivió a finales el siglo I o principios del siglo II en la romana Bononia, se dedicaba a la explotación de cerdos y muy posiblemente también a la elaboración de embutidos, pues esta estela se relaciona con otra en la que aparece representado un mortero doméstico con su pistillum, que son los útiles necesarios para elaborar embutidos (CIL XI, 6841). Ambas lápidas forman parte del mismo complejo funerario, y nos informan de la identidad del difunto a través de los relieves y de la inscripción funeraria, aunque hemos perdido el nombre del protagonista.


La carne de cerdo era la más consumida por el pueblo romano con diferencia. Como dice Plinio, tenía más de cincuenta sabores y alimentaba a patricios y plebeyos por igual. Por otra parte, en la culinaria romana triunfaban las salchichas, butifarras, morcones, morcillas, salchichones, longanizas y hasta una especie de mortadela que se hacía con mirto (el murtatum) y que procedía justamente de Bononia, la antigua Felsina etrusca. ¿Haría mortadelas primitivas nuestro suarius en su granja de cerdos? Lo cierto es que la producción y venta de farcimina permitieron a nuestro anónimo difunto obtener la libertad y ganarse muy bien la vida, tanto como para encargar el monumento funerario para sí mismo, para su esposa y para su patronus.


El charcutero Alexander


Alexander también se dedicaba al sector cárnico. Fue un vendedor de salchichas en el mercado que vivió tan solo 30 años. Una lápida de mármol redonda como si fuese una rodaja de mortadela gigante dice así:


Alexander, bu[t?]ularus de macello q vixit annis xxx anima bona omniorum amicus dormitio tua inter dicaeis 


Es decir: “Alejandro, bu[t?]ularus en el mercado, que vivió 30 años. Un alma bondadosa y amigo de todos. Que tu sueño sea entre los justos”.


La lápida, que se conserva actualmente en el Ashmolean Museum de Oxford, data del siglo III o IV aC, fue encontrada en una catacumba judía y, además, lleva inscrita una Menorah de siete brazos. Aparece además la palabra ‘dicaeis’, procedente del término griego ‘dikaioi’, que se usa para traducir el hebreo ‘tsadiqim’ (los justos). Así que sí, Alexander era un mercader judío.


Se ganaba la vida como botularius, es decir, como vendedor de salchichas, tenía un puesto en el mercado y le iba muy bien. No sería un simple vendedor ambulante como los botularii que menciona Séneca y que lo ponían enfermo con sus gritos en medio de la calle, sino un charcutero de los buenos que tendría un puesto en el mercado donde, imaginamos, vendería embutidos de calidad.

Está claro que los embutidos de Alexander no serían de cerdo, los más populares, ni de ninguna otra carne que no fuera kosher.

Alexander elaboraría lucanicae o isicia bubularum, es decir, de carne de ternera o de buey, como las que se documentan en el Edicto de Precios de Diocleciano, que, por cierto, no eran nada baratas: las salchichas ahumadas al estilo de Lucania costaban diez denarios la libra (327,45 gr), que es casi lo que costaba un garum de segunda o la libra de venado.

De hecho, existen dudas razonables sobre si lo que pone en la lápida es ‘butularius’ o ‘bubularius’, lo cual sugiere que podría ser un comerciante a gran escala de productos de vacuno, aunque su ubicación comercial en el macellum lo acerca más a un buen charcutero.


Aulo Umbricio Scauro, el hijo del fabricante de garum


“Para A. Umbricius Scaurus, hijo de Aulus, de la tribu Menenia, duunviro con poderes judiciales, los decuriones decretaron que esta tierra fuese cedida para su monumento, junto con 2000 sestercios para costear su funeral y una estatua ecuestre en el Foro. Scaurus, el padre, a su hijo”. 


a(ulo) umbricio a(uli) f(ilio) men (enia)/scauro/ii vir(o) i(ure) d(icundo)/ huic decuriones locum monum(enti)/et hs ∞∞ in funere et statuam equestr(em)/in foro ponendam censuerunt/scaurus pater filio



El padre de Aulus Umbricius Scaurus procedía de una gens que se instaló en Pompeya allá por el siglo I dC. Allí se convirtió en millonario, en un homo novus que hizo fortuna con una gran actividad comercial de fabricación y venta de garum, la famosa salsa de pescado que servía como condimento universal en los platos romanos. Perfeccionó su propia fórmula y se convirtió en el principal productor de esta salsa en la zona vesubiana. Hizo fortuna, se compró una de las mejores casas cerca del centro y la restauró a la moda incorporando unas termas, un jardín rodeado de un pórtico y un pavimento personalizado en el atrio que mostraba cuatro ánforas con el producto que lo había hecho millonario. Este homo novus no entró en política pero sí consiguió el acceso a un cargo para su hijo, el difunto Aulus, muy posiblemente favoreciendo a la ciudad con donaciones. Con esta práctica del evergetismo consiguió el favor de los poderosos, y abonó el terreno para la carrera política de su hijo, que fue duunviro con poderes judiciales. Según leemos en el epitafio, los miembros de la curia le cedieron el terreno para la sepultura, pagaron el funeral y erigieron una estatua ecuestre al hijo, posiblemente para honrar también al padre.  


El chef de la Gallia Narbonensis


En el Museo Narbo Via se encuentra una fantástica pieza dentro de la colección de la galería lapidaria: la tumba de Manius Egnatius Lugius, que reza así:


Vivit / M(anius) Egnatius / Lugius cocus / Antistia |(mulieris) l(iberta) Elpis / contuber(nalis) / p(edes) q(uoquoversus) XV  (CIL XII, 4468)



Y en medio de la inscripción, un enorme cuchillo que, a mi entender, es de cocina. Porque Manius Egnatius Lugius trabajaba de
cocinero (cocus), y encargó la estela funeraria conjunta para sí mismo y para su compañera de vida, la liberta Antistia Elpis. Por cierto, el recinto mortuorio tenía casi 20 m2. El cuchillo, trazado de forma bastante esquemática, se reconoce perfectamente y es el símbolo de su profesión. Es de hoja ancha y robusta, afilado en la punta y con pinta de cuchillo multiusos. ¿Se trata de un cocinero común y corriente? Seguramente, aunque prosperó lo suficiente para costearse la tumba y dejar su nombre para la posteridad. Ya decía Plinio que “los cocineros están al precio de tres caballos” y que conseguían hundir la fortuna de su amo (NH IX,67), porque lo que empezó siendo un oficio servil sin gracia ninguna con el tiempo fue considerado un arte




Primus, el comensal epicúreo


Hoc ego su(m) in tumulo Primus notissimus ille.

vixi Lucrinis, potabi saepe Falernum,

balnia vina Venus mecum senuere per annos.

  hec ego si potui, sit mihi terra lebis.

et tamen ad Manes foenix me serbat in ara

  qui mecum properat se reparare sibi.  (CIL XIV 914)


“Yo, el famoso Primus, yazgo en esta tumba. Me alimenté de lo que da el Lucrino, bebí Falerno, las termas, el vino y el amor me acompañaron hasta la vejez. Si pude hacer todo esto, que la tierra me sea leve. Pero junto a los Manes un fénix me espera en el altar, y está deseando renovarse conmigo.”


Aunque él se considera muy famoso, sabemos poco de Primus. Sabemos, eso sí, que le preocupaban poco las formalidades sintácticas, ortográficas y métricas, ya que el epitafio está lleno de vulgarismos y dísticos irregulares. Y sabemos también que se dedicó a vivir plenamente disfrutando de los placeres de la vida: los balnearios, el amor y la buena mesa. La fórmula que emplea es la típica de los textos para resumir una vida dedicada a la juerga: vinum, balneum, venus; lo mismo que prohibían los médicos para mantener la salud.

Primus es un epicúreo que se alimentó del producto del Lucrino, es decir, de ostras, y de vino de Falerno, por lo que se ha ganado un puesto de honor como ejemplo de comensal gourmet. El epitafio quizá iba acompañado de una representación del ave fénix, símbolo de resurrección en el mundo antiguo, especialmente en el paleocristiano. Primus es el hombre campechano y disfrutón cuyo epitafio es un auténtico ejemplo de carpe diem.



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Eurysaces, Maximino, Sentia…. no son los únicos cuya tumba hace referencia a una vida dedicada a la comida de un modo u otro. Podríamos hacer una lista larguísima y no acabaríamos: Felicissima, vendedora de aceite; Pollecla, que vendía cebada en la Vía Nova, cerca de las Termas de Caracalla; Tiberius Iulius Vitalis, carnicero, cuya esposa le dedica una estela donde se le ve manejando su cuchillo junto a una exhibición de sus mejores cortes de carne; Primitivo, Adotato y Restituto, también carniceros; Pompeiano Silvino, que regentaba una taberna vinaria en Augusta Vindelicorum, en la lejana provincia de la Raetia; Mercurio, que era panadero; Leopardo, que vendía pasteles; Ursa, vendedora de fruta; Pomponio Félix y Quinto, ambos lecheros; Julio Mario Silvano, que fue pescadero; Aulio Maximo y Aulia Hilaritas, que vendían conservas; Eros, un cocinero previsor que se fabricó tres lápidas, una para cada etapa de su vida: esclavo en las cocinas de un tal Posidipo, administrador y finalmente liberto… Tantos y tantos a los que hoy, con este artículo, les devolvemos a la vida.  A todos ellos, que la tierra os sea leve.



Imágenes

Portada: epitafio del cocinero Eros, CIL VI 9261. Museo Nacional Romano – Termas de Diocleciano en Roma

Fuentes: wikipedia.org, ancientrome.ru, comune.roma.it, planetahumanes.wordpress.com, cultura.gob.es, informa.comune.bologna.it, images.ashmolean.org, marcusofcapua.wordpress.com, odysseum.eduscol.education.fr





viernes, 12 de septiembre de 2025

CONTROLAR EL DESPILFARRO. LEYES SUNTUARIAS EN LA ANTIGUA ROMA


Desde comienzos del siglo II aC hasta la época de Augusto, la República romana se empeñó en regular y sancionar el sumptus -el gasto descontrolado- a toda costa. Desde los primeros éxitos en la conquista del Mediterráneo oriental, Grecia incluída, la República romana se enriquece hasta el punto de provocarse un problema de identidad a sí misma. Ya no se reconoce en esos patricios extremadamente millonarios que se dedican a dilapidar su fortuna en lujos de todo tipo. ¿Dónde ha quedado la mítica frugalidad de Roma, de ese pueblo áspero que resiste la adversidad comiendo rábanos y cultivando la tierra con las propias manos? ¿Dónde el respeto a las virtudes antiguas? Por motivos morales, en los que es fácil identificar un ideal de vida con un ideal político, se impulsaron diferentes leyes que tenían como objeto prohibir o regular el lujo, especialmente el culinario. Aunque el verdadero motivo era el económico: se buscaba evitar el despilfarro y que las élites -con los senadores y cónsules a la cabeza- volviesen a actuar con responsabilidad de acuerdo al mos maiorum en lugar de dilapidar su patrimonio en convites y vicios personales. 


Dos autores son las principales fuentes de información, Aulo Gelio y Macrobio, que nos hablan desde el siglo II y el IV respectivamente. Ambos hacen un repaso a todas las leyes decretadas y comentan los motivos de su promulgación, que son los “daños inimaginables” que sufría la República “a causa del lujo de los banquetes”, hasta el punto de que “seducidos por la gula, la mayoría de los jóvenes de buenas familias vendían su pudor y su libertad, y la mayor parte de la plebe romana acudía al Comicio atiborrada de vino”, y más adelante leemos que “si las costumbres no hubieran sido tan depravadas y el tren de vida tan dispendioso, seguramente no habría habido necesidad de promulgar leyes”, ya que se hicieron para “corregir los vicios de toda la ciudad entera” (Macr.Satur.3,17).


Huelga decir que estas leyes, que intentaban forzar un giro hacia una intachable y austera moralidad, no tuvieron ningún éxito y estuvieron destinadas a no cumplirse y desaparecer casi desde su promulgación. 


¿De qué iban estas leyes?


Rome ©HBO


Según leemos en Macrobio, el primer intento de regular el lujo fue la orden de comer y cenar con la puerta abierta, para que así los ciudadanos, convertidos en testigos oculares, pudieran controlar si los que cenaban se entregaban a los excesos o no. Pronto, estos intentos de regulación se concretaron en un total de nueve leges sumptuariae, promulgadas entre 182 aC y 22 aC, aunque todas acabarán siendo actualizaciones o copias de las dos primeras. El elenco es sobradamente conocido:

  1. Lex Orchia (182 aC)

  2. Lex Fannia (161 aC)

  3. Lex Didia (143 aC)

  4. Lex Licinia (131 aC)

  5. Lex Aemilia (115 aC)

  6. Lex Cornelia (81 aC)

  7. Lex Antia (71 aC)

  8. Lex Iulia de Julio César (45 aC)

  9. Lex Iulia de Augusto (22 aC)

Y a estas cabría añadir otras disposiciones o edictos que decretarían puntualmente algunos  emperadores como Tiberio o Nerón.


Como he dicho, las dos primeras leyes van a marcar la norma. La Lex Orchia, la primera de ellas, se creó durante la censura de Catón el Viejo (año 182 aC) y se centraba en limitar el número de comensales en la mesa. A menos gente invitada, menos gasto. La Lex Fannia, en cambio, ya era más específica: además de limitar a tres los invitados (a cinco si es día de mercado), establecía un límite de gasto, que variaba en función de si eran fechas señaladas o días ordinarios. Este límite de gasto será algo que repetirán todas las demás leyes suntuarias, con pequeñas variaciones. En general, todas establecen una diferencia entre fechas señaladas, como pueden ser las fiestas religiosas (los Ludi Romani, los Ludi Plebei, las Saturnalia), otras fechas importantes aunque no tanto (las Calendas, los Idus, las Nundinae o días de mercado) y los días ordinarios. A partir de la Lex Licinia se establece también una cantidad propia para los días de celebración de bodas. 

Como anécdota comentaré que la Lex Cornelia, promovida por el dictador Cornelio Sila el año 81 aC, aplicó un extraño sistema para regular el gasto consistente en rebajar los precios de los productos. El resultado fue un alto consumo de productos de lujo, ahora al alcance de bolsillos más humildes que, por una vez, podían dar rienda suelta a la gula.


Alimentos de lujo. Casa del Fauno Museo Arqueológico Nápoles 

La Lex Fannia será la pionera también en las restricciones cualitativas del sumptus. Es decir, no solo indica qué cantidad se puede gastar en comida, adornos, telas, vajilla y cubertería, sino que también establece qué alimentos estaban permitidos y qué alimentos estaban estrictamente prohibidos.  Este aspecto, que se irá repitiendo en las sucesivas leyes suntuarias, es especialmente relevante para este artículo, así que lo dejo para después. 


Otro aspecto que tienen en común la mayoría de leges sumptuariae es intentar forzar el comportamiento de las élites, sobre todo si se trata de senadores o cónsules, ya que deben dar ejemplo a la ciudadanía. El primer intento lo vemos en la Lex Didia, que abría la posibilidad de sancionar a quienes asistían a una cena excesivamente costosa, además de sancionar a quienes la organizaban, por supuesto. Pero es la Lex Antia la que establecerá normas específicas para quien fuese magistrado o aspirase a serlo: que “no asistiese a banquete alguno, salvo en casa de determinadas personas” (Gelio Noctes Libro II, XXIV,13). Al afectar tan directamente a los políticos, todas las cenas oficiales que tuviesen lugar durante la vigencia de estas leyes debían respetarse escrupulosamente, ya que los infractores se jugaban su carrera. Los textos nos muestran numerosos ejemplos de cenas oficiales en las que se seguían las normas a rajatabla. Cicerón, por ejemplo, asistió a una de estas cenas invitado por su amigo Léntulo en la que solo se sirvieron setas, hortalizas y legumbres, lo cual le provocó una gastroenteritis importante, porque las acelgas y las malvas estaban tan bien condimentadas que se excedió con ellas (Fam VII,26,2).

Otro ejemplo es el comportamiento del emperador Tiberio, que para dar ejemplo servía  en sus cenas oficiales los restos de la comida anterior, alegando que estaba igual de bueno el medio jabalí sobrante que el entero (Suet. Tib. XXXIV,1).


Vajilla de lujo. Skyphos de los centauros.
Muestra Tesoros Eléctricos - Museo Arqueológico Nacional


Aunque, la verdad de la verdad, es que estas leyes se cumplían solo cuando no quedaba otro remedio. Cuando se sentían vigilados y forzados a cumplirla. Por ejemplo, leemos en Cicerón un comentario que revela que las leyes suntuarias solo se cumplían mientras César estaba en Roma: “está seguro de quedarse en Roma (...) no vaya a ser que en su ausencia se descuiden sus leyes, como se había descuidado la suntuaria” (Cic. Att. XIII,7), refiriéndose a la Lex Iulia del año 45 aC. Otros ejemplos muestran un exceso de celo mal recibido por los comensales. Cierta cena relatada por el poeta Levio consistió solo en fruta y legumbres porque a última hora se suprimió el cabrito que estaba previsto servir (Gelio Noctes II, 24,8). Y el poeta satírico Lucilio menciona una de estas leyes solo para decir: “Evitemos la ley de Licinio” (Gelio II, 24,10). El ejemplo definitivo de falta de interés por parte de la ciudadanía lo protagonizan tres personas, los únicos, según Ateneo, que cumplían con la vieja Lex Fannia. Estas tres personas eran Mucio Escévola, Elio Tuberón y Rutilio Rufo, y lo hacían solo por convicciones estoicas. Eso sí, haciendo trampa, porque conseguían comer platos deliciosos sin fundirse el patrimonio. ¿Cómo? Pues comprando aves y pescados a los productores locales, mucho más barato que en el mercado, que era donde imperaba el despilfarro y la ruina (Ath.6, 274C). Los tres estoicos simplemente encontraron otras vías de aprovisionamiento para no pasarse del gasto estipulado por la ley. Tal y como se deduce de la cita de Ateneo, ellos eran la excepción y la mayoría gastaba un dineral en el macellum, desatendiendo la Lex.


Alimentos de lujo: perdices
Museo Arqueológico Nacional (Madrid)


Vayamos al punto de interés culinario. ¿Qué se podía servir en la mesa y qué no según estas leyes? Ya que se centran en controlar el despilfarro, es de esperar que lo prohibido sean justamente los productos más caros conseguidos en el mercado, que también son los más suculentos y los protagonistas del menú. La Lex Fannia prohíbe expresamente las aves cebadas y cocidas en su propio jugo. Plinio recoge este detalle, indicando que la moda de consumir aves bien gordas procedía de Delos, y añade que la ley Fannia solo permitía servir una única gallina y eso siempre que no estuviera cebada (X, 50 (71), 139). Además de ser una costumbre que venía de Grecia, con connotaciones de lujo y decadencia por igual, las aves cebadas resultaban carísimas porque estaban sometidas a una sobrealimentación permanente que encarecía muchísimo el precio. Tampoco estaban bien vistos los platos recargados de carne como el puerco troyano, llamado así por estar relleno de otros animales como si del mismísimo caballo de Troya se tratase. Macrobio menciona este plato en concreto como ejemplo vergonzoso para la nación, un plato que por sí solo ya justificaría la lex Fannia (Satur.3,13,13) y que seguro que se pasaba de los 100 ases permitidos. Prohibidos también los vinos de importación, es decir, los prestigiosos vinos griegos. Así que nada de vinos aromatizados de mil maneras -con salmuera, aceites, perfume, especias, resinas…-, nada de vino de Lesbos, de Quíos, de Tasos. Nada de vino dulce de Creta, nada de vino de Cos cargado de agua de mar. La ley Fannia establecía en cambio que se podía consumir el vino nacional sin restricción alguna, así que estaban permitidos el sorrentino, el cécubo, el másico, el albano o el falerno, que seguro eran más económicos y que por entonces empezaban a despuntar.

La ley, en cambio, permitía una cantidad ilimitada de trigo, verduras y legumbres, lo mismo que cierta cantidad de carne ahumada. Esos son los alimentos permitidos que veremos en TODAS las leyes suntuarias: la fruta, las verduras, las legumbres, las hortalizas, el pan y el vino nacional. Aparecen en leyes y decretos de todo tipo y llegan a ser el único ‘menú’ permitido en las tabernas en tiempos de Tiberio y de Nerón. Junto a estos productos baratos que produce cualquier huerta nacional, también vemos cierta permisividad con la carne ahumada o la salazón, necesarios como fuente de proteínas y no tan caros carísimos como los capones cebados.


alimentos permitidos por las leyes suntuarias


Siguiendo con la lista de restricciones, la Lex Aemilia promovida por el cónsul Marco Emilio Escauro en 115 aC eliminaba de los menús los lirones, los moluscos y las aves exóticas (Plinio VIII,57,223). 

Todos estos son productos que se criaban para su engorde y su venta en los mercados, lo cual reportaba grandes beneficios económicos. Los lirones se cebaban en recipientes cerrados (gliraria) para luego servirlos, rellenos y asados al horno, como aperitivo. Los moluscos (conchylia) tales como erizos, mejillones, almejas, dátiles de mar, berberechos y ostras, son productos marinos que se vendían en el mercado a un precio altísimo, a menudo criados en viveros para facilitar su engorde. Eran unos aperitivos deliciosos que no podían faltar en la mesa de los elegantes. Y las aves exóticas, “traídas de otra parte del orbe”, como los flamencos, las grullas, los pavos reales, los faisanes o las pintadas, se criaban en grandes aviarios (ornithon) y costaban un ojo de la cara.

Glirarium, contenedor para criar lirones
Museo Arqueológico de Chiusi

Aquí se da la paradoja de que los propietarios de estos criaderos tan lucrativos eran a menudo senadores o magistrados compañeros de banco de los efusivos defensores de estas leyes. 

De hecho, a esos miembros de la élite propietarios de viveros de peces y criaderos de ostras y caracoles no les interesaba en absoluto que se cumpliesen las leyes suntuarias porque entonces sus negocios no serían rentables. Estos caballeros, magistrados y senadores siguen los pasos de los primeros emprendedores y hacen su fortuna con el engorde de gansos, la cría de pavos reales o el coto de caza de jabalíes. Me atrevería a decir que este es el motivo principal por el que las leyes suntuarias no tuvieron ningún éxito y se incumplían continuamente. 

Incluso poniendo vigilancia en el macellum para requisar los productos prohibidos, incluso enviando lictores y soldados a las casas para retirarlos de despensas y de mesas en caso de que hubieran podido escapar a la vigilancia de los guardias, como hacía César, incluso así el pueblo de Roma iba a seguir comprando artículos de lujo en el mercado, llegados de las explotaciones locales de los ricos o del comercio de ultramar. El papel de las élites en la explotación y comercio de productos de lujo va a ser fundamental en el fracaso de las leyes suntuarias.

A eso hay que sumar otros factores, como el gusto general por la ostentación, la dificultad de controlar si las leyes se llevan a cabo o no y los aspectos morales. Los productos de lujo representaban la extravagancia y la decadencia para la moral tradicional, pero lo cierto es que también estaban cargados de connotaciones mucho más positivas para los nuevos tiempos: representaban la elegancia, el refinamiento y la distinción. 


Los esfuerzos por regular el sumptus, por evitar el gasto excesivo en sedas, en púrpura de Tiro, en joyas, en perlas, en copas de plata o en salmonetes de dos libras de peso, los esfuerzos por mantener las virtudes romanas a fuerza de regular el comportamiento fueron un fracaso total.


Carpe diem!

Museo de Zeugma (Turquía)


Imagen de portada: Banquete lujoso bajo la pérgola. Mosaico del Nilo. Palestrina