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viernes, 12 de septiembre de 2025

CONTROLAR EL DESPILFARRO. LEYES SUNTUARIAS EN LA ANTIGUA ROMA


Desde comienzos del siglo II aC hasta la época de Augusto, la República romana se empeñó en regular y sancionar el sumptus -el gasto descontrolado- a toda costa. Desde los primeros éxitos en la conquista del Mediterráneo oriental, Grecia incluída, la República romana se enriquece hasta el punto de provocarse un problema de identidad a sí misma. Ya no se reconoce en esos patricios extremadamente millonarios que se dedican a dilapidar su fortuna en lujos de todo tipo. ¿Dónde ha quedado la mítica frugalidad de Roma, de ese pueblo áspero que resiste la adversidad comiendo rábanos y cultivando la tierra con las propias manos? ¿Dónde el respeto a las virtudes antiguas? Por motivos morales, en los que es fácil identificar un ideal de vida con un ideal político, se impulsaron diferentes leyes que tenían como objeto prohibir o regular el lujo, especialmente el culinario. Aunque el verdadero motivo era el económico: se buscaba evitar el despilfarro y que las élites -con los senadores y cónsules a la cabeza- volviesen a actuar con responsabilidad de acuerdo al mos maiorum en lugar de dilapidar su patrimonio en convites y vicios personales. 


Dos autores son las principales fuentes de información, Aulo Gelio y Macrobio, que nos hablan desde el siglo II y el IV respectivamente. Ambos hacen un repaso a todas las leyes decretadas y comentan los motivos de su promulgación, que son los “daños inimaginables” que sufría la República “a causa del lujo de los banquetes”, hasta el punto de que “seducidos por la gula, la mayoría de los jóvenes de buenas familias vendían su pudor y su libertad, y la mayor parte de la plebe romana acudía al Comicio atiborrada de vino”, y más adelante leemos que “si las costumbres no hubieran sido tan depravadas y el tren de vida tan dispendioso, seguramente no habría habido necesidad de promulgar leyes”, ya que se hicieron para “corregir los vicios de toda la ciudad entera” (Macr.Satur.3,17).


Huelga decir que estas leyes, que intentaban forzar un giro hacia una intachable y austera moralidad, no tuvieron ningún éxito y estuvieron destinadas a no cumplirse y desaparecer casi desde su promulgación. 


¿De qué iban estas leyes?


Rome ©HBO


Según leemos en Macrobio, el primer intento de regular el lujo fue la orden de comer y cenar con la puerta abierta, para que así los ciudadanos, convertidos en testigos oculares, pudieran controlar si los que cenaban se entregaban a los excesos o no. Pronto, estos intentos de regulación se concretaron en un total de nueve leges sumptuariae, promulgadas entre 182 aC y 22 aC, aunque todas acabarán siendo actualizaciones o copias de las dos primeras. El elenco es sobradamente conocido:

  1. Lex Orchia (182 aC)

  2. Lex Fannia (161 aC)

  3. Lex Didia (143 aC)

  4. Lex Licinia (131 aC)

  5. Lex Aemilia (115 aC)

  6. Lex Cornelia (81 aC)

  7. Lex Antia (71 aC)

  8. Lex Iulia de Julio César (45 aC)

  9. Lex Iulia de Augusto (22 aC)

Y a estas cabría añadir otras disposiciones o edictos que decretarían puntualmente algunos  emperadores como Tiberio o Nerón.


Como he dicho, las dos primeras leyes van a marcar la norma. La Lex Orchia, la primera de ellas, se creó durante la censura de Catón el Viejo (año 182 aC) y se centraba en limitar el número de comensales en la mesa. A menos gente invitada, menos gasto. La Lex Fannia, en cambio, ya era más específica: además de limitar a tres los invitados (a cinco si es día de mercado), establecía un límite de gasto, que variaba en función de si eran fechas señaladas o días ordinarios. Este límite de gasto será algo que repetirán todas las demás leyes suntuarias, con pequeñas variaciones. En general, todas establecen una diferencia entre fechas señaladas, como pueden ser las fiestas religiosas (los Ludi Romani, los Ludi Plebei, las Saturnalia), otras fechas importantes aunque no tanto (las Calendas, los Idus, las Nundinae o días de mercado) y los días ordinarios. A partir de la Lex Licinia se establece también una cantidad propia para los días de celebración de bodas. 

Como anécdota comentaré que la Lex Cornelia, promovida por el dictador Cornelio Sila el año 81 aC, aplicó un extraño sistema para regular el gasto consistente en rebajar los precios de los productos. El resultado fue un alto consumo de productos de lujo, ahora al alcance de bolsillos más humildes que, por una vez, podían dar rienda suelta a la gula.


Alimentos de lujo. Casa del Fauno Museo Arqueológico Nápoles 

La Lex Fannia será la pionera también en las restricciones cualitativas del sumptus. Es decir, no solo indica qué cantidad se puede gastar en comida, adornos, telas, vajilla y cubertería, sino que también establece qué alimentos estaban permitidos y qué alimentos estaban estrictamente prohibidos.  Este aspecto, que se irá repitiendo en las sucesivas leyes suntuarias, es especialmente relevante para este artículo, así que lo dejo para después. 


Otro aspecto que tienen en común la mayoría de leges sumptuariae es intentar forzar el comportamiento de las élites, sobre todo si se trata de senadores o cónsules, ya que deben dar ejemplo a la ciudadanía. El primer intento lo vemos en la Lex Didia, que abría la posibilidad de sancionar a quienes asistían a una cena excesivamente costosa, además de sancionar a quienes la organizaban, por supuesto. Pero es la Lex Antia la que establecerá normas específicas para quien fuese magistrado o aspirase a serlo: que “no asistiese a banquete alguno, salvo en casa de determinadas personas” (Gelio Noctes Libro II, XXIV,13). Al afectar tan directamente a los políticos, todas las cenas oficiales que tuviesen lugar durante la vigencia de estas leyes debían respetarse escrupulosamente, ya que los infractores se jugaban su carrera. Los textos nos muestran numerosos ejemplos de cenas oficiales en las que se seguían las normas a rajatabla. Cicerón, por ejemplo, asistió a una de estas cenas invitado por su amigo Léntulo en la que solo se sirvieron setas, hortalizas y legumbres, lo cual le provocó una gastroenteritis importante, porque las acelgas y las malvas estaban tan bien condimentadas que se excedió con ellas (Fam VII,26,2).

Otro ejemplo es el comportamiento del emperador Tiberio, que para dar ejemplo servía  en sus cenas oficiales los restos de la comida anterior, alegando que estaba igual de bueno el medio jabalí sobrante que el entero (Suet. Tib. XXXIV,1).


Vajilla de lujo. Skyphos de los centauros.
Muestra Tesoros Eléctricos - Museo Arqueológico Nacional


Aunque, la verdad de la verdad, es que estas leyes se cumplían solo cuando no quedaba otro remedio. Cuando se sentían vigilados y forzados a cumplirla. Por ejemplo, leemos en Cicerón un comentario que revela que las leyes suntuarias solo se cumplían mientras César estaba en Roma: “está seguro de quedarse en Roma (...) no vaya a ser que en su ausencia se descuiden sus leyes, como se había descuidado la suntuaria” (Cic. Att. XIII,7), refiriéndose a la Lex Iulia del año 45 aC. Otros ejemplos muestran un exceso de celo mal recibido por los comensales. Cierta cena relatada por el poeta Levio consistió solo en fruta y legumbres porque a última hora se suprimió el cabrito que estaba previsto servir (Gelio Noctes II, 24,8). Y el poeta satírico Lucilio menciona una de estas leyes solo para decir: “Evitemos la ley de Licinio” (Gelio II, 24,10). El ejemplo definitivo de falta de interés por parte de la ciudadanía lo protagonizan tres personas, los únicos, según Ateneo, que cumplían con la vieja Lex Fannia. Estas tres personas eran Mucio Escévola, Elio Tuberón y Rutilio Rufo, y lo hacían solo por convicciones estoicas. Eso sí, haciendo trampa, porque conseguían comer platos deliciosos sin fundirse el patrimonio. ¿Cómo? Pues comprando aves y pescados a los productores locales, mucho más barato que en el mercado, que era donde imperaba el despilfarro y la ruina (Ath.6, 274C). Los tres estoicos simplemente encontraron otras vías de aprovisionamiento para no pasarse del gasto estipulado por la ley. Tal y como se deduce de la cita de Ateneo, ellos eran la excepción y la mayoría gastaba un dineral en el macellum, desatendiendo la Lex.


Alimentos de lujo: perdices
Museo Arqueológico Nacional (Madrid)


Vayamos al punto de interés culinario. ¿Qué se podía servir en la mesa y qué no según estas leyes? Ya que se centran en controlar el despilfarro, es de esperar que lo prohibido sean justamente los productos más caros conseguidos en el mercado, que también son los más suculentos y los protagonistas del menú. La Lex Fannia prohíbe expresamente las aves cebadas y cocidas en su propio jugo. Plinio recoge este detalle, indicando que la moda de consumir aves bien gordas procedía de Delos, y añade que la ley Fannia solo permitía servir una única gallina y eso siempre que no estuviera cebada (X, 50 (71), 139). Además de ser una costumbre que venía de Grecia, con connotaciones de lujo y decadencia por igual, las aves cebadas resultaban carísimas porque estaban sometidas a una sobrealimentación permanente que encarecía muchísimo el precio. Tampoco estaban bien vistos los platos recargados de carne como el puerco troyano, llamado así por estar relleno de otros animales como si del mismísimo caballo de Troya se tratase. Macrobio menciona este plato en concreto como ejemplo vergonzoso para la nación, un plato que por sí solo ya justificaría la lex Fannia (Satur.3,13,13) y que seguro que se pasaba de los 100 ases permitidos. Prohibidos también los vinos de importación, es decir, los prestigiosos vinos griegos. Así que nada de vinos aromatizados de mil maneras -con salmuera, aceites, perfume, especias, resinas…-, nada de vino de Lesbos, de Quíos, de Tasos. Nada de vino dulce de Creta, nada de vino de Cos cargado de agua de mar. La ley Fannia establecía en cambio que se podía consumir el vino nacional sin restricción alguna, así que estaban permitidos el sorrentino, el cécubo, el másico, el albano o el falerno, que seguro eran más económicos y que por entonces empezaban a despuntar.

La ley, en cambio, permitía una cantidad ilimitada de trigo, verduras y legumbres, lo mismo que cierta cantidad de carne ahumada. Esos son los alimentos permitidos que veremos en TODAS las leyes suntuarias: la fruta, las verduras, las legumbres, las hortalizas, el pan y el vino nacional. Aparecen en leyes y decretos de todo tipo y llegan a ser el único ‘menú’ permitido en las tabernas en tiempos de Tiberio y de Nerón. Junto a estos productos baratos que produce cualquier huerta nacional, también vemos cierta permisividad con la carne ahumada o la salazón, necesarios como fuente de proteínas y no tan caros carísimos como los capones cebados.


alimentos permitidos por las leyes suntuarias


Siguiendo con la lista de restricciones, la Lex Aemilia promovida por el cónsul Marco Emilio Escauro en 115 aC eliminaba de los menús los lirones, los moluscos y las aves exóticas (Plinio VIII,57,223). 

Todos estos son productos que se criaban para su engorde y su venta en los mercados, lo cual reportaba grandes beneficios económicos. Los lirones se cebaban en recipientes cerrados (gliraria) para luego servirlos, rellenos y asados al horno, como aperitivo. Los moluscos (conchylia) tales como erizos, mejillones, almejas, dátiles de mar, berberechos y ostras, son productos marinos que se vendían en el mercado a un precio altísimo, a menudo criados en viveros para facilitar su engorde. Eran unos aperitivos deliciosos que no podían faltar en la mesa de los elegantes. Y las aves exóticas, “traídas de otra parte del orbe”, como los flamencos, las grullas, los pavos reales, los faisanes o las pintadas, se criaban en grandes aviarios (ornithon) y costaban un ojo de la cara.

Glirarium, contenedor para criar lirones
Museo Arqueológico de Chiusi

Aquí se da la paradoja de que los propietarios de estos criaderos tan lucrativos eran a menudo senadores o magistrados compañeros de banco de los efusivos defensores de estas leyes. 

De hecho, a esos miembros de la élite propietarios de viveros de peces y criaderos de ostras y caracoles no les interesaba en absoluto que se cumpliesen las leyes suntuarias porque entonces sus negocios no serían rentables. Estos caballeros, magistrados y senadores siguen los pasos de los primeros emprendedores y hacen su fortuna con el engorde de gansos, la cría de pavos reales o el coto de caza de jabalíes. Me atrevería a decir que este es el motivo principal por el que las leyes suntuarias no tuvieron ningún éxito y se incumplían continuamente. 

Incluso poniendo vigilancia en el macellum para requisar los productos prohibidos, incluso enviando lictores y soldados a las casas para retirarlos de despensas y de mesas en caso de que hubieran podido escapar a la vigilancia de los guardias, como hacía César, incluso así el pueblo de Roma iba a seguir comprando artículos de lujo en el mercado, llegados de las explotaciones locales de los ricos o del comercio de ultramar. El papel de las élites en la explotación y comercio de productos de lujo va a ser fundamental en el fracaso de las leyes suntuarias.

A eso hay que sumar otros factores, como el gusto general por la ostentación, la dificultad de controlar si las leyes se llevan a cabo o no y los aspectos morales. Los productos de lujo representaban la extravagancia y la decadencia para la moral tradicional, pero lo cierto es que también estaban cargados de connotaciones mucho más positivas para los nuevos tiempos: representaban la elegancia, el refinamiento y la distinción. 


Los esfuerzos por regular el sumptus, por evitar el gasto excesivo en sedas, en púrpura de Tiro, en joyas, en perlas, en copas de plata o en salmonetes de dos libras de peso, los esfuerzos por mantener las virtudes romanas a fuerza de regular el comportamiento fueron un fracaso total.


Carpe diem!

Museo de Zeugma (Turquía)


Imagen de portada: Banquete lujoso bajo la pérgola. Mosaico del Nilo. Palestrina




lunes, 1 de julio de 2024

OSTREA. LAS EXQUISITAS OSTRAS Y LOS BANQUETES ROMANOS



Las ostras (ostrea edulis) eran una delicia que arrasaba en las mesas romanas, donde compartían protagonismo con lirones, pavos reales o salmonetes enormes. Eran exquisitas, carísimas, a menudo difíciles de conseguir y siempre quedaban bien en una cena de categoría.


Sin embargo, en los primeros tiempos de Roma las ostras formaban parte de la dieta de pescadores y gente sin recursos, como si fueran un residuo de tiempos más antiguos, cuando todavía se obtenía el alimento a base de la recolección y la captura. Así, en el pasado solo las poblaciones cercanas a la costa consumían ostras y otros moluscos, que completaban una alimentación bastante precaria o marcada por la carestía. En Plauto leemos las palabras de un grupo de pescadores: 


En cuanto a nosotros, probablemente ya por nuestra indumentaria podéis más o menos haceros cuenta de cuántas sean nuestras riquezas: estos anzuelos y estas cañas son nuestro medio de vida y toda nuestra hacienda. Día tras día bajamos de la ciudad aquí a la playa a buscar nuestro sustento: esto es para nosotros el ejercicio físico y el deporte; vamos a la caza de erizos de mar, lapas, ostras, percebes, almejas, medusas, mejillones, plagusias estriadas; después nos dedicamos a la pesca con anzuelo y por las rocas. Nosotros buscamos en el mar nuestro sustento; si no tenemos suerte y no pescamos nada, con una buena ración de salitre y del todo purificados nos volvemos a casa a hurtadillas y nos vamos a la cama sin cenar.”

(Rudens 292-302).


Venta de moluscos. Villa romana di Bad Kreuznach 


Sin embargo, con el paso de los años el panorama cambiaría de forma radical. De ser un quitahambres, las ostras pasaron a ser las reinas de las mesas, el objeto del deseo de gourmets, esnobs y gente elegante. Formaban parte del grupo de alimentos que genéricamente se denominaban conchylia o maris poma, unas auténticas golosinas del mar, al que también pertenecían erizos, mejillones, almejas, dátiles de mar, berberechos y otros bivalvos deliciosos. La ostra era, de todos ellos, la más apreciada, la más deliciosa,  la más golosa: El premio de las mesas hace ya tiempo que se ha asignado a las ostras(Plinio XXXII,59).


Desde el siglo I aC ya existían criaderos de ostras (ostrearum vivaria), que producían ingresos muy rentables a sus propietarios. La tradición manda que el inventor fue Cayo Sergio Orata, conocido criador de doradas -de quien recibe el sobrenombre- que instaló el primer vivero de ostras en Bayas (Baiae), en la costa de Campania, y que es el mismo que diseñó el sistema de calefacción por hipocausto. Todo un emprendedor que se forró con sus inventos. Él mismo estableció que las mejores ostras eran las criadas en el lago Lucrino, junto a Bayas, que reunían las condiciones para ser las más deliciosas, pues las aguas del lago se mezclan con las del mar, proporcionando la salinidad, la temperatura y el fitoplancton necesarios para que las ostras tuvieran un sabor espectacular. Estas ostras procedían de los criaderos de Brundisium, y se transportaban hasta el lago Lucrino para el engorde, donde Orata había construido diques y malecones con el fin de calmar las aguas y crear compartimentos para la cría de diversas especies. Y sus ostras debían tener un sabor tan especial que era reconocible por los más entendidos.  


Asaroton con restos de ostras. Musei Vaticani. 


Las ostras del lago Lucrino eran las más famosas, sí, pero no las únicas. En Italia, competían con las de Circeis, las del lago Averno, las de Tarento y las de Bríndisi. Entre las extranjeras, las más renombradas eran las de Cízico, las de Britania, las del Helesponto, las de Éfeso, las del Médoc en la Galia, las hispánicas de la Turdetania o Ilici… Pero ninguna superó nunca  en fama a las del lago Lucrino, que para algo Sergio Orata era un emprendedor de primera que supo vender a la perfección el producto de sus viveros.


El sistema para criar ostras implicaba la recogida de las larvas y su traslado a los criaderos, donde engordaban considerablemente. Gracias a los textos y a la cultura material, podemos deducir el sistema seguido. Este consiste en unos palos o postes fijados al fondo, conectados por unas cuerdas de las que penden otras cuerdas o cestos de mimbre donde están fijadas las ostras. Un texto del poeta Ausonio menciona las ostras que “cuelgan flotando” en los postes de Bayas (quae Baianis pendent fluitantia palis, Epist.3). Y esta descripción concuerda con ciertos dibujos que se pueden ver en unas botellas de vidrio conocidas como “vasos puteolanos”, que funcionaban a modo de souvenirs. Estos curiosos recipientes con forma de redoma esférica muestran representaciones esquemáticas del puerto de Puteoli y del tramo de costa hasta Baiae, y se pueden reconocer -insisto, de manera esquemática- el templo de Serapis, las termas, el teatro, el puerto, y unos edificios porticados que corresponden a los viveros de ostras: un entramado de palos de los que cuelgan cestos y donde se lee claramente OSTRIARIA


Vaso puteolano de Populonia


A partir del invento de Cayo Sergio Orata, los criaderos se multiplicaron en lagos y propiedades privadas para satisfacer la alta demanda, convirtiéndose en uno de los productos más codiciados de las mesas romanas. 

En el caso de vivir en una ciudad costera, es decir, próxima a la fuente de producción, las ostras se podían conseguir frescas sin ningún problema. Por ejemplo, en mi ciudad, Barcino, situada en un ‘ostrifero ponto’, un mar profuso en ostras (Auson.Epist.23), donde se sabe que había algún sistema de cultivo y engorde de estos bivalvos. Serían un producto caro, de lujo, pero asequible.

Pero, claro, si alguien vivía en tierras del interior conseguir ostras frescas era algo más complejo, pues se enfrentaba al terrible problema del transporte y al dilema de si llegarían en buen estado. 

Conseguir ostras en puntos alejados varias jornadas de la costa era todo un desafío, y por ello era fácil que se desarrollasen métodos de conservación. Pero ¿cuáles? Algunas pistas las encontramos en el recetario del mítico Apicio, donde se explica una fórmula para conservarlas: lavarlas con vinagre o bien lavar con vinagre el recipiente que las va a contener (Libro I, 2). Sería una especie de escabeche ligero que ayudaría a mantenerlas durante algo más de tiempo. Posteriormente, esas ostras se cocinarían de diferentes maneras, como vemos en el mismo recetario -el único que tenemos, en realidad-. Por ejemplo, Apicio las incorpora en un guiso marinero llamado ‘Embractum Baianum’, donde también hay ortiga de mar, piñones y un montón de condimentos. También se tomaban guisadas con salsa de cominos, y hasta se podían hacer salchichas con ellas.

Las ostras cocinadas eran mucho más comunes que ahora, pues era una buena manera de evitar intoxicaciones y otros trastornos gastrointestinales, que la ciencia de la antigüedad atribuía al líquido interior de los moluscos: 


Las ostras, las almejas, los mejillones y los de ese tipo tienen una carne difícil de digerir, a causa del líquido salado de su interior. Debido a ello, si se comen crudos son laxantes del vientre (...) En cambio, los moluscos cocidos, siempre que se los cueza bien, tienen una disposición menos dañina, pues han sido sometidos a la acción del fuego. Por dicho motivo no son tan indigestos como los crudos, y tienen desecados los líquidos de su interior por cuya acción se afloja el vientre (Athen.III,92BC).


Homenaje a la ostra de Barcino. Restaurante Dos Pebrots.

Pero las ostras también se consumían frescas. En una cita de Plinio se menciona que se mantenían frías con nieve, mezclando así la cima de las montañas con lo profundo de los mares (XXXII,64) y juntando así dos productos de lujo en un solo plato, la nieve y las ostras. Esas ostras eran abiertas en la misma mesa con un cuchillo especial, se rociaban con garum y se degustaban con un buen vino de Falerno, a juzgar por la cantidad de veces que aparecen mencionados juntos en los textos. Hasta había un pan pensado expresamente para tomar con las ostras, un panis ostrearius


Lo complicado de las ostras frescas era, justamente, la necesidad de querer tomarlas estando en territorios alejados de la costa. Para ello debieron inventar algún sistema para garantizar su transporte, vivas, durante varios días. El transporte fluvial o marítimo se podía solventar con naves-vivero, pero el transporte por tierra era otra cosa. Ateneo narra una anécdota archiconocida según la cual el emperador Trajano, estando en Partia a una distancia de muchas jornadas del mar, se empeñó en comer ostras y Apicio le envió ostras frescas conservadas por medio de un ingenio propio (Athen.I,7D). Al margen de lo mítico de los personajes, la anécdota revela que era posible transportar ostras frescas, como demuestra también la profusa aparición de conchas en aceras y basureros, a menudo junto a restos de vajilla fina doméstica, en lugares tan alejados del mar como la actual Suiza o Alemania. Ostras que, además, suelen mostrar unos pequeños agujeros que la arqueología explica como un sistema para unir las dos valvas y evitar la pérdida de líquido interno. Un reciente estudio de arqueología experimental ha demostrado que el transporte en cestos de mimbre, siempre que se evite la pérdida de líquidos, permitía mantenerlas en buen estado hasta casi siete días. El experimento consistía en reproducir las condiciones de transporte que pudieron darse en época romana, empleando recipientes de materiales diversos y usando un vehículo todoterreno que circulaba por caminos que se aproximaban a las calzadas romanas, a una velocidad parecida a la que se desplazaba un carro, unos 7,5 km por hora. Como he dicho, el resultado reveló que la clave para el correcto transporte era mantenerlas cerradas, evitando movimientos y por tanto la pérdida de líquidos interna. (Castaños/Escribano:2010).

Por otra parte, los textos indican también que se mantenían envueltas en algas, un sistema perfecto para conservar el aroma, la temperatura y la humedad necesarias: habiendo visto en casa de un tal Nereo, un viejo, unas ostras envueltas en algas, las cogí (Athen. Deipn. 107B).


Ostra fosilizada procedente del yacimiento de Sotstinent Navarro
fuente: www.totbarcelona.cat


Una vez conseguidas -a precio de oro-, las ostras pasaban a la cocina donde serían cocinadas o preparadas para presentarlas crudas sobre una montaña de nieve. Se servían en los entrantes y siempre, siempre, aportaban categoría a la cena y por tanto al generoso anfitrión que había soltado la pasta. 


Los moralistas y poetas satíricos, aquellos que echaban de menos las viejas virtudes y valores romanos, las asociaron rápido con el lujo desmedido y la decadencia. El estoico Séneca, por ejemplo, renegaba de ellas porque no las consideraba un alimento, sino un vicio: “Desde entonces renuncié a las ostras y a las setas para el resto de mi vida; porque no son alimentos sino golosinas que incitan a comer a los ya saciados” (Epist.108,15), y las asocia a la corrupción del cuerpo y del espíritu: 

Esas ostras, carne muy insípida, saturada de fango, ¿consideras que no te producen una limosa pesadez? (...) Esos alimentos -debes saberlo- se pudren, no se digieren en el estómago” (Epist.95).


El poeta satírico Juvenal, cien años más tarde, tampoco se queda corto. Para empezar, se burla de los finolis que presumen de tener un paladar tan exquisito, que saben reconocer la procedencia de una ostra al primer bocado, indicando sin equivocarse si vienen del Lucrino, de Circeis o de la británica Rutupiae. Pero no se queda ahí, para él las ostras, al ser tan lujosas y decadentes, son una invitación a perder el control y acabar en comportamientos sexuales de lo más indecente. Son una invitación a la molicie, la enemiga de Roma, son lo peor de lo peor. Vean si no, este fragmento impagable:


Entre el coño (inguinis)  y la cabeza (capitis) cuál es la diferencia no lo sabe la mujer que, ya promediada la noche, muerde grandes ostras, cuando los perfumes espumean diluidos en puro vino de Falerno, cuando se bebe en vasos de concha, cuando el techo ya le da vueltas del mareo y la mesa se levanta hasta ella con velas dobles.”  (Sátira VI, 301-305)


Casa di Lucio Cecilio Giocondo MANN


Y lo cierto es que, ya desde los tiempos de la República, se había intentado controlar su consumo a base de leyes. En concreto, la Lex Aemilia sumptuaria, del año 115 aC, prohibía expresamente que en los banquetes se sirvieran lirones, aves exóticas y conchylia, que tanto abarca las ostras, como los erizos y moluscos similares. Pero la ley no funcionó, de hecho poco después Cayo Sergio Orata crearía el primer vivero en el Lago Lucrino. 


Roma se había ido enriqueciendo y se estaba sofisticando, perdiendo su esencia mítica de pueblo guerrero con un carácter fuerte. Roma se estaba transformando y su paladar, también. 


Prosit!



BIBLIOGRAFÍA:


Antonio García y Bellido: El vaso puteolano de Ampurias.

Lázaro Lagóstena Barrios: La ostricultura romana 

Jacopo De Grossi Mazzorin: Consumo e allevamento di ostriche e mitili in epoca classica e medievale

Pedro Castaños y Oskar Escribano: Transporte y consumo de ostras durante

la romanización en el norte de la Península Ibérica