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lunes, 1 de julio de 2024

OSTREA. LAS EXQUISITAS OSTRAS Y LOS BANQUETES ROMANOS



Las ostras (ostrea edulis) eran una delicia que arrasaba en las mesas romanas, donde compartían protagonismo con lirones, pavos reales o salmonetes enormes. Eran exquisitas, carísimas, a menudo difíciles de conseguir y siempre quedaban bien en una cena de categoría.


Sin embargo, en los primeros tiempos de Roma las ostras formaban parte de la dieta de pescadores y gente sin recursos, como si fueran un residuo de tiempos más antiguos, cuando todavía se obtenía el alimento a base de la recolección y la captura. Así, en el pasado solo las poblaciones cercanas a la costa consumían ostras y otros moluscos, que completaban una alimentación bastante precaria o marcada por la carestía. En Plauto leemos las palabras de un grupo de pescadores: 


En cuanto a nosotros, probablemente ya por nuestra indumentaria podéis más o menos haceros cuenta de cuántas sean nuestras riquezas: estos anzuelos y estas cañas son nuestro medio de vida y toda nuestra hacienda. Día tras día bajamos de la ciudad aquí a la playa a buscar nuestro sustento: esto es para nosotros el ejercicio físico y el deporte; vamos a la caza de erizos de mar, lapas, ostras, percebes, almejas, medusas, mejillones, plagusias estriadas; después nos dedicamos a la pesca con anzuelo y por las rocas. Nosotros buscamos en el mar nuestro sustento; si no tenemos suerte y no pescamos nada, con una buena ración de salitre y del todo purificados nos volvemos a casa a hurtadillas y nos vamos a la cama sin cenar.”

(Rudens 292-302).


Venta de moluscos. Villa romana di Bad Kreuznach 


Sin embargo, con el paso de los años el panorama cambiaría de forma radical. De ser un quitahambres, las ostras pasaron a ser las reinas de las mesas, el objeto del deseo de gourmets, esnobs y gente elegante. Formaban parte del grupo de alimentos que genéricamente se denominaban conchylia o maris poma, unas auténticas golosinas del mar, al que también pertenecían erizos, mejillones, almejas, dátiles de mar, berberechos y otros bivalvos deliciosos. La ostra era, de todos ellos, la más apreciada, la más deliciosa,  la más golosa: El premio de las mesas hace ya tiempo que se ha asignado a las ostras(Plinio XXXII,59).


Desde el siglo I aC ya existían criaderos de ostras (ostrearum vivaria), que producían ingresos muy rentables a sus propietarios. La tradición manda que el inventor fue Cayo Sergio Orata, conocido criador de doradas -de quien recibe el sobrenombre- que instaló el primer vivero de ostras en Bayas (Baiae), en la costa de Campania, y que es el mismo que diseñó el sistema de calefacción por hipocausto. Todo un emprendedor que se forró con sus inventos. Él mismo estableció que las mejores ostras eran las criadas en el lago Lucrino, junto a Bayas, que reunían las condiciones para ser las más deliciosas, pues las aguas del lago se mezclan con las del mar, proporcionando la salinidad, la temperatura y el fitoplancton necesarios para que las ostras tuvieran un sabor espectacular. Estas ostras procedían de los criaderos de Brundisium, y se transportaban hasta el lago Lucrino para el engorde, donde Orata había construido diques y malecones con el fin de calmar las aguas y crear compartimentos para la cría de diversas especies. Y sus ostras debían tener un sabor tan especial que era reconocible por los más entendidos.  


Asaroton con restos de ostras. Musei Vaticani. 


Las ostras del lago Lucrino eran las más famosas, sí, pero no las únicas. En Italia, competían con las de Circeis, las del lago Averno, las de Tarento y las de Bríndisi. Entre las extranjeras, las más renombradas eran las de Cízico, las de Britania, las del Helesponto, las de Éfeso, las del Médoc en la Galia, las hispánicas de la Turdetania o Ilici… Pero ninguna superó nunca  en fama a las del lago Lucrino, que para algo Sergio Orata era un emprendedor de primera que supo vender a la perfección el producto de sus viveros.


El sistema para criar ostras implicaba la recogida de las larvas y su traslado a los criaderos, donde engordaban considerablemente. Gracias a los textos y a la cultura material, podemos deducir el sistema seguido. Este consiste en unos palos o postes fijados al fondo, conectados por unas cuerdas de las que penden otras cuerdas o cestos de mimbre donde están fijadas las ostras. Un texto del poeta Ausonio menciona las ostras que “cuelgan flotando” en los postes de Bayas (quae Baianis pendent fluitantia palis, Epist.3). Y esta descripción concuerda con ciertos dibujos que se pueden ver en unas botellas de vidrio conocidas como “vasos puteolanos”, que funcionaban a modo de souvenirs. Estos curiosos recipientes con forma de redoma esférica muestran representaciones esquemáticas del puerto de Puteoli y del tramo de costa hasta Baiae, y se pueden reconocer -insisto, de manera esquemática- el templo de Serapis, las termas, el teatro, el puerto, y unos edificios porticados que corresponden a los viveros de ostras: un entramado de palos de los que cuelgan cestos y donde se lee claramente OSTRIARIA


Vaso puteolano de Populonia


A partir del invento de Cayo Sergio Orata, los criaderos se multiplicaron en lagos y propiedades privadas para satisfacer la alta demanda, convirtiéndose en uno de los productos más codiciados de las mesas romanas. 

En el caso de vivir en una ciudad costera, es decir, próxima a la fuente de producción, las ostras se podían conseguir frescas sin ningún problema. Por ejemplo, en mi ciudad, Barcino, situada en un ‘ostrifero ponto’, un mar profuso en ostras (Auson.Epist.23), donde se sabe que había algún sistema de cultivo y engorde de estos bivalvos. Serían un producto caro, de lujo, pero asequible.

Pero, claro, si alguien vivía en tierras del interior conseguir ostras frescas era algo más complejo, pues se enfrentaba al terrible problema del transporte y al dilema de si llegarían en buen estado. 

Conseguir ostras en puntos alejados varias jornadas de la costa era todo un desafío, y por ello era fácil que se desarrollasen métodos de conservación. Pero ¿cuáles? Algunas pistas las encontramos en el recetario del mítico Apicio, donde se explica una fórmula para conservarlas: lavarlas con vinagre o bien lavar con vinagre el recipiente que las va a contener (Libro I, 2). Sería una especie de escabeche ligero que ayudaría a mantenerlas durante algo más de tiempo. Posteriormente, esas ostras se cocinarían de diferentes maneras, como vemos en el mismo recetario -el único que tenemos, en realidad-. Por ejemplo, Apicio las incorpora en un guiso marinero llamado ‘Embractum Baianum’, donde también hay ortiga de mar, piñones y un montón de condimentos. También se tomaban guisadas con salsa de cominos, y hasta se podían hacer salchichas con ellas.

Las ostras cocinadas eran mucho más comunes que ahora, pues era una buena manera de evitar intoxicaciones y otros trastornos gastrointestinales, que la ciencia de la antigüedad atribuía al líquido interior de los moluscos: 


Las ostras, las almejas, los mejillones y los de ese tipo tienen una carne difícil de digerir, a causa del líquido salado de su interior. Debido a ello, si se comen crudos son laxantes del vientre (...) En cambio, los moluscos cocidos, siempre que se los cueza bien, tienen una disposición menos dañina, pues han sido sometidos a la acción del fuego. Por dicho motivo no son tan indigestos como los crudos, y tienen desecados los líquidos de su interior por cuya acción se afloja el vientre (Athen.III,92BC).


Homenaje a la ostra de Barcino. Restaurante Dos Pebrots.

Pero las ostras también se consumían frescas. En una cita de Plinio se menciona que se mantenían frías con nieve, mezclando así la cima de las montañas con lo profundo de los mares (XXXII,64) y juntando así dos productos de lujo en un solo plato, la nieve y las ostras. Esas ostras eran abiertas en la misma mesa con un cuchillo especial, se rociaban con garum y se degustaban con un buen vino de Falerno, a juzgar por la cantidad de veces que aparecen mencionados juntos en los textos. Hasta había un pan pensado expresamente para tomar con las ostras, un panis ostrearius


Lo complicado de las ostras frescas era, justamente, la necesidad de querer tomarlas estando en territorios alejados de la costa. Para ello debieron inventar algún sistema para garantizar su transporte, vivas, durante varios días. El transporte fluvial o marítimo se podía solventar con naves-vivero, pero el transporte por tierra era otra cosa. Ateneo narra una anécdota archiconocida según la cual el emperador Trajano, estando en Partia a una distancia de muchas jornadas del mar, se empeñó en comer ostras y Apicio le envió ostras frescas conservadas por medio de un ingenio propio (Athen.I,7D). Al margen de lo mítico de los personajes, la anécdota revela que era posible transportar ostras frescas, como demuestra también la profusa aparición de conchas en aceras y basureros, a menudo junto a restos de vajilla fina doméstica, en lugares tan alejados del mar como la actual Suiza o Alemania. Ostras que, además, suelen mostrar unos pequeños agujeros que la arqueología explica como un sistema para unir las dos valvas y evitar la pérdida de líquido interno. Un reciente estudio de arqueología experimental ha demostrado que el transporte en cestos de mimbre, siempre que se evite la pérdida de líquidos, permitía mantenerlas en buen estado hasta casi siete días. El experimento consistía en reproducir las condiciones de transporte que pudieron darse en época romana, empleando recipientes de materiales diversos y usando un vehículo todoterreno que circulaba por caminos que se aproximaban a las calzadas romanas, a una velocidad parecida a la que se desplazaba un carro, unos 7,5 km por hora. Como he dicho, el resultado reveló que la clave para el correcto transporte era mantenerlas cerradas, evitando movimientos y por tanto la pérdida de líquidos interna. (Castaños/Escribano:2010).

Por otra parte, los textos indican también que se mantenían envueltas en algas, un sistema perfecto para conservar el aroma, la temperatura y la humedad necesarias: habiendo visto en casa de un tal Nereo, un viejo, unas ostras envueltas en algas, las cogí (Athen. Deipn. 107B).


Ostra fosilizada procedente del yacimiento de Sotstinent Navarro
fuente: www.totbarcelona.cat


Una vez conseguidas -a precio de oro-, las ostras pasaban a la cocina donde serían cocinadas o preparadas para presentarlas crudas sobre una montaña de nieve. Se servían en los entrantes y siempre, siempre, aportaban categoría a la cena y por tanto al generoso anfitrión que había soltado la pasta. 


Los moralistas y poetas satíricos, aquellos que echaban de menos las viejas virtudes y valores romanos, las asociaron rápido con el lujo desmedido y la decadencia. El estoico Séneca, por ejemplo, renegaba de ellas porque no las consideraba un alimento, sino un vicio: “Desde entonces renuncié a las ostras y a las setas para el resto de mi vida; porque no son alimentos sino golosinas que incitan a comer a los ya saciados” (Epist.108,15), y las asocia a la corrupción del cuerpo y del espíritu: 

Esas ostras, carne muy insípida, saturada de fango, ¿consideras que no te producen una limosa pesadez? (...) Esos alimentos -debes saberlo- se pudren, no se digieren en el estómago” (Epist.95).


El poeta satírico Juvenal, cien años más tarde, tampoco se queda corto. Para empezar, se burla de los finolis que presumen de tener un paladar tan exquisito, que saben reconocer la procedencia de una ostra al primer bocado, indicando sin equivocarse si vienen del Lucrino, de Circeis o de la británica Rutupiae. Pero no se queda ahí, para él las ostras, al ser tan lujosas y decadentes, son una invitación a perder el control y acabar en comportamientos sexuales de lo más indecente. Son una invitación a la molicie, la enemiga de Roma, son lo peor de lo peor. Vean si no, este fragmento impagable:


Entre el coño (inguinis)  y la cabeza (capitis) cuál es la diferencia no lo sabe la mujer que, ya promediada la noche, muerde grandes ostras, cuando los perfumes espumean diluidos en puro vino de Falerno, cuando se bebe en vasos de concha, cuando el techo ya le da vueltas del mareo y la mesa se levanta hasta ella con velas dobles.”  (Sátira VI, 301-305)


Casa di Lucio Cecilio Giocondo MANN


Y lo cierto es que, ya desde los tiempos de la República, se había intentado controlar su consumo a base de leyes. En concreto, la Lex Aemilia sumptuaria, del año 115 aC, prohibía expresamente que en los banquetes se sirvieran lirones, aves exóticas y conchylia, que tanto abarca las ostras, como los erizos y moluscos similares. Pero la ley no funcionó, de hecho poco después Cayo Sergio Orata crearía el primer vivero en el Lago Lucrino. 


Roma se había ido enriqueciendo y se estaba sofisticando, perdiendo su esencia mítica de pueblo guerrero con un carácter fuerte. Roma se estaba transformando y su paladar, también. 


Prosit!



BIBLIOGRAFÍA:


Antonio García y Bellido: El vaso puteolano de Ampurias.

Lázaro Lagóstena Barrios: La ostricultura romana 

Jacopo De Grossi Mazzorin: Consumo e allevamento di ostriche e mitili in epoca classica e medievale

Pedro Castaños y Oskar Escribano: Transporte y consumo de ostras durante

la romanización en el norte de la Península Ibérica



domingo, 15 de octubre de 2023

TERRAE TUBERA, LAS TRUFAS EN EL MUNDO ROMANO


En las mesas romanas eran muy apreciadas las trufas, un hongo diferente a todos los demás, difícil de encontrar y con un precio prohibitivo en el mercado.


En los textos aparece con el nombre genérico de tuber y seguramente este término engloba diferentes tipos, desde la trufa de verano (tuber aestivum) hasta las trufas del desierto del género Terfezia o Tirmania.


El botánico Teofrasto, que vivió en los siglos III - IV aC, definía las tubera como una planta que no tiene “raíz, ni tallo, ni ramas principales, ni ramas secundarias, ni hojas, ni flor, ni fruto, ni tampoco corteza o corazón, fibras o venas” (Historia de las plantas, I, 1, 11). Para el médico y farmacólogo Dioscórides las trufas son “una raíz” (II, 145) y Plinio el Viejo las define como una “callosidad de la tierra” (terrae callum), por encontrarse enterradas y por ausencia de protuberancias o aberturas en el lugar donde se forman (NH XI,33).


A la ciencia antigua le llamaba mucho la atención que fuesen plantas que crecían de manera espontánea y sin necesidad de semillas. Por ello existían teorías acerca de su generación. Ateneo, citando a Teofrasto, asegura que las trufas “brotan cuando tienen lugar lluvias otoñales y truenos violentos, y sobre todo cuando hay truenos, de manera que esta parece ser la causa principal (de su aparición)” (Athen. 62B). Plutarco explica el origen de esta opinión común: “Había, en efecto, quienes decían que la tierra, utilizando al aire como una cuña, se abre con el trueno; luego, los que van a buscar trufas las descubren por las grietas, y que de esto había surgido en la gente la creencia de que los truenos producen la trufa” (Moralia 664B). Aunque Plutarco considera que las trufas no nacen directamente de los truenos, sino de la acción conjunta del agua que los acompaña y la tierra fértil.


Estas trufas, que se criaban en lugares frescos y arenosos, eran de diferentes tipos. Teofrasto distingue entre la criadilla de tierra y la trufa de verano (I, 6,5); Plinio menciona unas tubera arenosas y enemigas de los dientes, y diferencia entre las negras (quizá la melanosporum) y las rojas (tuber rufum), aunque indica que todas son blancas por dentro (XIX, 34). Según él, las más apreciadas son las africanas, seguramente la trufa de verano (tuber aestivum), procedente de la Cirenaica y llamada mísy, que ya era muy buscada por su aroma y sabor exquisitos. 


trufa de verano
Fuente: Rippitippi / Wikimedia Commons 


También eran famosas las de Grecia (en las cercanías de Elis), las de Asia (Lámpsaco y el Alopeconeso tracio) y hasta las que se criaban en Nueva Cartago, en Hispania, como la que casi le rompe la dentadura al legado Larcio Licinio porque al morderla resultó que tenía incrustado en su interior nada menos que un denario (Plinio XIX, 35).


Por cierto, para localizar esta planta tan exquisita los griegos se fijaban en la presencia de una hierba llamada hydnóphyllon (literalmente, planta de trufa), que crecía justo encima y por tanto servía como pista infalible para detectarlas (Athen. 62D).


Todas las tubera eran alimentos delicados que se podían permitir los paladares y bolsillos más exigentes. Juvenal las presenta en un menú donde también hay hígado de ganso, un capón de tamaño XXL y un jabalí a la altura de la hazaña de Meleagro, alimentos todos que encontraríamos solo en las mesas de los ricos (V, 116-117). Por el poeta Marcial sabemos que se podían regalar a los amigos en las fiestas de Saturnalia (XIII, 50). Y saber limpiarlas y prepararlas correctamente es un arte que debía aprenderse y se transmitía incluso de padres a hijos, aunque esto solo pasaba en familias que se lo podían permitir (Iuv. Sat. XIV, 6-8).


La forma de preparar las trufas era muy diversa. Se podían comer crudas o cocidas, tal como nos indican los autores antiguos. El médico Galeno nos dice que son una raíz o bulbo con poca sustancia y sabor escaso, y que por ello los cocineros la usan como condimento. Apicio les dedica varias recetas y todo un capítulo del libro VII, el dedicado al cocinero suntuoso. Las prepara asadas en forma de brocheta, previamente hervidas con agua. De esta forma se tostaban por fuera y se cocinaban por dentro -por acción del pincho-; posteriormente se embadurnaban con alguna salsa, generalmente a base de garum, vino, pimienta o miel. En la imagen, muestro el resultado que ha hecho de esta receta el autor del blog Cocina Romana (Римската кухня), escrito en búlgaro:


Tvbera. Fuente: http://drago-roma.blogspot.de/2016/09/blog-post_11.html

El mismo Apicio también presenta una fórmula para conservarlas. Para ello es muy importante que estén bien secas, alejadas de la humedad. Apicio coloca las trufas, que aún no han sido ni lavadas con agua, en un recipiente alternando capas de trufa -bien separadas- y de serrín seco. Después se debe cerrar el recipiente enyesando la tapa y se debe mantener en lugar fresco y seco (Ap.I,XII,10). Quién sabe si se podrían encontrar así, bien envasadas y a salvo de la humedad, en los mercados gourmet de la antigüedad, como el famoso Forum Cuppedinis, junto a otras finuras de precio exorbitante como la pimienta, el láser, el garum sociorum, los perfumes o el incienso.


Prosit!


Imagen de la portada: tubera. Tacuinum Sanitatis (S. XIV) / Wikimedia Commons

miércoles, 26 de julio de 2023

MACELLUM, VICUS TUSCUS, SUBURA Y OTRAS ZONAS PARA COMPRAR Y SALIR EN LA ANTIGUA ROMA



Hagamos un recorrido por los barrios comerciales de la antigua Roma, esos lugares habituales adonde acudirían sus habitantes en busca de las mejores sedas, las joyas para sus amantes, los libros de moda, los perfumes de amomo, el garum de Hispania o una lámpara de bronce nueva. ¿A dónde acudirían todos a la hora de ir de compras? ¿Dónde estarían todos los bares de moda, las tabernas con triclinio incluído, las cauponae donde probar un pincho de lirón? Como ocurre actualmente en cualquier gran ciudad -y Roma lo era- las zonas comerciales se concentraban en determinadas calles o barrios del centro, donde abundaban artesanos, tiendas especializadas, mercados, talleres, prostíbulos, peluquerías, tabernas de mala muerte y restaurantes finos. Ir de compras y comer fuera era tan habitual como lo es ahora, y frecuentar los barrios de moda, también.



Desde los tiempos de la República el barrio comercial principal era el VELABRO. Bullicioso y ruidoso como pocos, era un área donde abundaban los comercios dedicados a la alimentación. Se situaba en un valle entre el monte Palatino y la colina Capitolina, allí donde antiguamente se hallaba la higuera Ruminalis nada menos. El Velabro conectaba el Foro Romano con el Foro Boario, un mercado de ganado que quizás fue el más antiguo de Roma. Muy cerca se hallaba también el Foro Holitorio, dedicado a la venta de productos de la huerta: frutas, verduras y hortalizas. Tanto el uno como el otro proveían a la ingente población de la urbe de los alimentos necesarios para su subsistencia. Las verduras y hortalizas procedían de la extensa red de huertos y fincas agrícolas situadas en los suburbios -el ager- o también del excedente de pequeños productores. La carne era transportada viva para garantizar su buen estado. Según el tamaño de las piezas, llegaban en jaulas o por su propio pie, y se sacrificaban en los mataderos situados en las afueras, aunque cerca del mercado del ganado. En el caso de Roma, por ejemplo, el matadero se hallaba cerca de Porta Capena, lo suficientemente cerca de las carnicerías próximas al foro Boario, lo suficientemente lejos como para no molestar con olores y residuos. 


@HBO Rome. Escena de mercado

Pero todo el barrio del Velabro era una especie de centro comercial al aire libre. Era el lugar más concurrido de la ciudad, y allí se podía encontrar de todo. Los textos abundan de referencias. Plauto menciona a los vendedores de aceite (Capt. 489) y a los panaderos, los carniceros, los adivinos y a los que retocan las mercancías (Curc. 484). Y Marcial -dos siglos después- menciona el famosísimo queso ahumado especialidad de la zona: “solo el que ha absorbido el humo del Velabro tiene sabor” (Mart. XIII,32). Si alguien necesitaba puerros, lechugas, coles, huevos, ajos, panceta, salchichas, habas, queso … ese lugar era el mercado de abastos del Velabro.


Venta de verdura. Ostia Antica.


Allí se localizaba también la calle comercial por excelencia: el VICUS TUSCUS, famosa por su trajín de gentes y la variedad de su oferta. Esta calle, llamada así (Vicus Tuscus o barrio Toscano) posiblemente por los artesanos que se instalaron allí en tiempos de la construcción del templo de Júpiter Óptimo Máximo (finales del siglo VI aC), desembocaba en el Foro, circulaba junto al Templo de Cástor y era zona de paso obligado en las procesiones hacia el Circo Máximo durante los Ludi Romani, por lo que estaba siempre muy concurrida y bullía de vida. De nuevo los textos dan pistas de su actividad. Horacio menciona “el pescadero, el frutero, el que caza las aves, el perfumista y toda la turbia impía del barrio Toscano, los bufones con el chacinero (...)” (Sat. II 3, 226-228). Marcial menciona esta calle como ideal para comprar sedas y perfumes ‘a las amigas’ (Mart. XI,27). Allí se vendía también el incienso imprescindible en las ofrendas a los dioses y en los ritos fúnebres y, de hecho, la calle se llegó a llamar vicus Turarius por la gran cantidad de comerciantes de incienso (turarii) instalados allí. Perfume, ungüentos, sedas, joyas, incienso, pero también figuras de marfil, orfebrería, piezas de cerámica, telas teñidas de púrpura, estatuillas de bronce para usar como exvotos, los mismos incensarios para los templos… objetos de lujo que se podían adquirir en esta famosa calle llena de artesanos. También se situaban en el vicus Tuscus las tiendas de los libreros, concretamente cerca de la estatua del dios estrusco Vortumno (Hor. Ep.I,20), donde sin duda se vendían también rollos de papiro, y   el instrumental necesario para escribir. Aunque no era el único foco, pues las librerías también se concentraban cerca del Foro, en el Argileto (actual vía Cavour),  junto al templo de Jano.


Tienda de telas. Museo degli Uffizi 


El vicus Tuscus también se había hecho famoso por la prostitución. Plauto comenta: “En la calle Toscana están los que hacen comercio de sí mismos” (Curc. 482). Y Catulo menciona un enorme prostíbulo-taberna con capacidad para “cien o doscientos cretinos”, situado en “la novena columna a partir del templo de los hermanos del píleo”, es decir, en el número nueve a partir del templo de Cástor y Pólux, que lindaba al oeste con el vicus Tuscus. Catulo se lamenta de que allí se encuentra trabajando una joven amante suya, por lo que amenaza con pintar toda la fachada con obscenidades y menciona la hipocresía de los clientes, hombres de bien en apariencia a los que califica de ser “unos donnadie y unos puteros de esquina” (Carm.37). 


El vicus Tuscus conectaba, como hemos dicho, el Velabro con el FORO, que es otra zona comercial de interés. Las tiendas del Foro tienen su propia historia. Desde siempre, el Foro había sido un lugar de encuentro, de gestión, de negocios, de asuntos legales, de vida política y religiosa, y por tanto también de actividad comercial. Antiguamente había en el lado sur una hilera de tiendas -conocidas como tabernae veteres- alquiladas a los carniceros por parte del estado. Eran tan antiguas como los primeros artesanos etruscos instalados en el vicus Tuscus. La muerte de la mítica Virginia a manos de su padre para liberarla del malvado decenviro Apio Claudio es justamente con un cuchillo de carnicero cuya tienda se ubicaba en esta zona del foro (Livio III,48). Más tarde, hacia finales del siglo III aC, estos comercios de carnicería fueron desplazados hacia el lado opuesto, donde se construyeron nuevas tiendas -las tabernae novae- mientras que las antiguas se dedicaron a los prestamistas y banqueros. Posteriormente, tanto las novae como las veterae pasaron a ser todas tabernae argentariae, mucho más acordes con la actividad que tenía lugar en el foro, y los carniceros y otros comerciantes de alimentos fueron trasladados más al norte, cerca del Argileto. Además de banqueros y cambistas, en la zona del foro y a lo largo de la vía Sacra se mantuvieron algunos negocios de lujo que, por cierto, estaban controlados por las familias implicadas en las construcciones de basílicas y horrea colindantes: la gens Aemilia, la gens Iulia y la gens Domitia. Es fácil imaginar también a alguna que otra ‘ramera libertina’ rondando por estas mismas basílicas a maridos ricos y hombres de negocios, como indica Plauto (Plaut, Curc. 474). Oro, plata, piedras preciosas, perlas, púrpura, telas delicadas, joyas, perfumes y otros negocios de carácter suntuario se hallaban en la vía Sacra, como si fuera la Quinta Avenida neoyorkina o la via Montenapoleone de Milán, y el prestigio de esta calle atrajo a muchos más comerciantes que se establecieron en sus alrededores, como el vicus Tuscus o el vecino vicus Iugarius.


Cambistas y banqueros. Actividad económica en el Foro.

¿Y qué pasó con los carniceros y otros tenderos que fueron desplazados hacia el norte, cerca del Argileto? Pues que allí acabarían agrupándose en lo que sería el MACELLUM, el mercado cubierto de abastos, otro lugar básico para hacer las compras. No hubo un único macellum. En época republicana estaba muy cerca del foro y de la vía Sacra, en pleno centro (más o menos entre el Argiletum y las Carinae), y ya funcionaba en la segunda mitad del siglo III aC.  Allí se juntaban varios mini mercados colindantes dedicados a diferentes especialidades, con nombres como ‘forum piscarium’, ‘forum cuppedinis’ o ‘forum coquinum’, nombres que señalan los productos disponibles y que posteriormente servirán para designar al mercado tanto como la palabra genérica, ‘macellum’.

En el año 179 aC el censor Fulvius Nobilior construyó un edificio destinado a ser el nuevo mercado republicano, con la voluntad de concentrar todos estos comercios dentro de un recinto cerrado. Se hallaba un poco más al noroeste, tras la Basílica Fulvia-Aemilia, pero seguía siendo muy céntrico. Varrón da noticia de ello: “Después que todo esto que correspondía a la alimentación fue reunido en un único lugar y edificado un lugar para ello, este se denominó Macellum «Mercado» (LL V,147)”. 


Fachada del Macellum inaugurado por Nerón en 59 dC

El edificio del macellum tiene unas características que lo distinguen. Inspirado por el ágora griega, el macellum cuenta con un patio central abierto rodeado de tiendas (tabernae) que se abren a este patio. En el centro, una estructura circular elevada conocida como tholos servía para las ventas por subasta, por ejemplo de pescado, aunque también puede que tuviera una función religiosa, administrativa o simplemente decorativa. El macellum podía tener pórticos, fachada y hasta varias plantas, y debía estar dotado de almacenes, oficinas, fuentes, desagües, una estancia para la mensa ponderaria (donde guardar básculas, pesos y medidas oficiales) y hasta un reloj de sol (horologium) para informar a la gentil clientela de la hora del cierre.

En este macellum se podía comprar de todo en materia de alimentación, sobre todo productos de cierta categoría que no se pudiesen adquirir en otros pequeños mercados localizados aquí y allá donde abastecerse de lo necesario para el día a día. De hecho, a menudo al macellum se le denomina Forum Cuppedinis (cupidinis, cupedinarium), refiriéndose con ello a las exquisiteces y productos gourmet que allí se podían adquirir. Antes de ser absorbido por el edificio del año 179 aC el forum cuppedinis se hallaba al norte del Comitium, en la calle de los Cornejales -entre la vía Sacra y el Argileto- y ya entonces era conocido por ser un mercado de productos de lujo, que más o menos es lo que significa ‘cuppedium’ (Varro LL V,146). Mantuvo la denominación en el nuevo macellum del 179 aC para referirse a los comercios de productos exquisitos, aunque por metonimia también denomina al mercado entero. 


Carnicería. Museo della Civiltà Romana


¿Qué finuras se podrían comprar allí a un precio caro carísimo? Pues por ejemplo especias exóticas, condimentos varios y hierbas raras -pimienta, malobatron, amomo, jengibre, nardo, cardamomo-, defrutum de primera calidad, miel de romero; el famoso garum sociorum que se vendía en tarritos, como si fuera perfume; conservas de todo tipo; frutas frescas de temporada (melocotones, dátiles Nicolaos, cerezas, manzanas Matianas); salazones (salsamenta) de atún, bonito, caballa, erizo de mar; trufas; hígado engordado con higos…

Las carnicerías del macellum ofrecían aves de corral, lechones, caza menor (perdices, tordos, liebres), tetillas de cerda, salchichas, jamones… además de lirones, caracoles y otros animalillos criados en viveros para disfrute del paladar patricio. 

El pescado fresco era uno de los súper ventas del mercado, que también se denominaba Forum Piscarium o Piscatorium justo por eso. Esta denominación era la que tenía el primer mercado de pescado, situado al norte del Foro, y mantuvo el nombre después de su traslado al nuevo edificio del año 179 aC. El pescado fresco procedía en buena parte de los viveros de peces propiedad de aristócratas que los criaban con fines lucrativos en sus villae maritimae de la Campania. Según cuenta Varrón, hay dos tipos de viveros, los de agua dulce “para la plebe” y los de agua salada, carísimos de mantener y por tanto indicados solo para los patricios de paladar delicado y monedero espléndido. En estos viveros de agua salada se criaban ostras, morenas, mújoles, salmonetes, lubinas, rodaballos… un auténtico lujo. Tampoco era barato el producto fresco conseguido del mar, ya fuera atún, pulpo, langostino, sardina o morralla. 

En tiempos de la República también se usó la denominación Forum Coquinum para referirse al mercado. Quizá sería la parte del mismo donde se podían adquirir alimentos ya cocinados y también contratar cocineros para un evento especial, igual que se hacía en Grecia. En tiempos de Plauto las comidas cotidianas las preparaba cualquier persona de casa -esclavos o matronas-, más o menos apañada en la cocina. Pero cuando había un acontecimiento importante o masivo -una boda, por ejemplo- se contrataba en el mercado por un módico precio a cocineros con todos sus utensilios y personal de cocina necesarios. Hasta las bailarinas y los flautistas se podían contratar. Los más buscados eran los que procedían de Sicilia y de Asia Menor, fruto de las conquistas romanas, famosos por sus grandes conocimientos gastronómicos. En las comedias de Plauto y Terencio abundan las referencias a los cocineros que se ofrecen en el mercado, y Suetonio cuenta que Julio César encargó a unos profesionales del mercado los platos del banquete público en memoria de su hija, más o menos como un servicio de catering moderno (Suet. Caes.26,2).


Bailarinas y músicos para amenizar los banquetes.

Subiendo un poco más llegaríamos al barrio de SUBURA, donde reinaba el ambiente más bohemio ya a finales de la República. Atravesado por la calle del Argiletum, que lo conectaba con el foro, el barrio de Subura era el más romano de Roma. Subura era el barrio de salir. Entre insulae abarrotadas de gente y rincones de fama discutible, se hallaban baños, tabernas, tiendas y todo tipo de diversiones callejeras. Si querías divertirte de verdad, debías ir a Subura, el barrio con más ambiente y bullicio de toda Roma. Y el más criticado por los censores, por supuesto.

¿Qué encontramos allí? Para empezar, mercados callejeros con especialidades refinadas, como nos indica el poeta Marcial: “Roncas aves de corral y huevos de sus madres, higos de Quíos tostados por un moderado calor y una ruda cría de la quejumbrosa cabra y olivas ya desiguales por los fríos y hortalizas blancas por las gélidas escarchas” (VII,31). Unos mercadillos bien abastecidos de productos de calidad. Pero no solo. Subura era el lugar ideal para comer y cenar fuera. Además de puestos de comida callejera para picotear al mediodía, provistos de pastelitos de queso, salchichas, pescadito frito o garbanzos torrados, había una amplia oferta de tabernas, bares y restaurantes de todo tipo y reputación. Una cita de Juvenal da a entender que en ese barrio había una escuela de hostelería a cargo de un tal Trífero quien enseñaba, por ejemplo, el arte de trinchar la carne. Juvenal, que no se puede permitir esas finuras, menciona algunas especialidades que él no va a comer: “unas buenas tetillas de marrana, la liebre, el jabalí, el antílope, los faisanes y un enorme flamenco, la cabra getula, en fin, esa comida superrefinada, que resuena a madera de olmo por toda la Subura” (Sat. XI,136-141). Aunque el autor esté exagerando en su sátira, entendemos que en el barrio se disfrutaba del buen comer.


Publicidad de una taberna lusoria (casino) con fascinus propiciatorios y un cubilete de dados.
Museo Archeologico Nazionale Napoli


Pero no todo era ambiente de hedonismo y lujo. Los tugurios de mala muerte también abundaban, y por allí se colaba Nerón de incógnito cometiendo fechorías, destrozando las tiendas a su vuelta y asaltando a los “transeúntes que regresaban de cenar” (Suet. Nero 26). Esos transeúntes eran gente de todo tipo, igual un estibador del puerto que un senador con su esposa, porque Subura es el típico caso de barrio popular, pero invadido por las clases pudientes. ¿Quién puede resistirse a una oferta amplísima de diversiones en un ambiente pintoresco? Pues los moralistas, está claro. 

De hecho, las fuentes escritas mencionan algunos personajes de la élite que rondaban por allí o incluso vivían en el barrio, como Plinio el Joven, Juvenal, el cónsul Lucio Arruncio Estela o Julio César, que vivió en una casa modesta de la Subura antes de trasladarse a la vía Sacra.

En el barrio abarrotado y maloliente de Subura, había comercios de todo tipo: ferreterías, zapaterías, carpinterías, telas diversas y lana, barberos, pregoneros, médicos, cómicos… Había peluquerías y salones de belleza: “Aunque estés en tu casa y te acicales en plena Subura, y te hagan las melenas, Gala, que te faltan” (Mart. IX,37). Aunque, no nos engañemos, el barrio era famoso por los prostíbulos y por todo tipo de perdularios y ‘profesionales’ indecorosos: sicarios, verdugos, especuladores, adivinos… El ambiente bohemio es lo que tiene.


Escena de taberna. Pompeya.


Y hasta aquí nuestro recorrido por las tiendas y comercios de la antigua Roma. Sean felices!




Imagen de portada: Venta ambulante en el foro. Casa de Julia Felix (Pompeya)


BIBLIOGRAFÍA EXTRA:


Pérez González, Jordi: “Arquitectura comercial de la ciudad de Roma. Una aproximación a la definición de las avenidas de carácter suntuario: de la vía Sacra a la Quinta Avenida”; European Journal of Roman Architecture, 1, 2017, pp. 143-175 (http://ceipac.ub.edu/biblio/Data/A/0969.pdf)


Lozano, Sandra et alii: Civilizaciones antiguas. La Génesis de la gastronomía. elBullifundation, 2023.


Torrecilla Aznar, Ana: “Aproximación al estudio de los macella romanos en Hispania”; Caesaraugusta, 78, 2007, pp. 455-480 (https://acortar.link/Aczpra)