Mostrando entradas con la etiqueta Apicio. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Apicio. Mostrar todas las entradas

sábado, 22 de febrero de 2025

OXYGALA. CUAJADAS Y YOGURES EN TIEMPOS ROMANOS


Griegos y romanos confeccionaban diferentes productos lácteos que nacieron como sistema de conservación de la leche. El principal fue el queso, uno de los alimentos protagonistas de la culinaria griega y romana. Pero no fue el único: yogures y cuajadas tenían también su rinconcito en la despensa antigua, sobre todo si te los recomendaba el médico. Veamos, pues, cuatro apuntes sobre la oxygala.



Para empezar, conviene recordar que nuestros ancestros desconocían términos como microorganismos, enzimas o lactobacilos, y que no eran capaces de clasificar con claridad los diferentes productos lácteos derivados de cierta coagulación o acidificación de la leche. Para ellos la leche era leche y el queso, queso, pero en el camino de uno a otro se obtenían -espontáneamente o no- otras soluciones que intentan explicar más o menos en sus tratados científicos. Porque sí, estos lácteos aparecen casi siempre en obras científicas como los tratados médicos o los manuales de agricultura y ganadería, donde tratan de comentar su naturaleza y sus efectos sobre la salud. Los autores ni siquiera se ponen de acuerdo en la terminología empleada, y se utilizan diversas palabras para referirse, en general, a los lácteos elaborados a partir de la leche agria o coagulada. Vamos a ello.


El agrónomo Lucio Moderato Columela (s. I dC) recogió en Los trabajos del campo una fórmula para hacer oxygala, una especie de cuajada que se aproxima bastante a un queso fresco tipo requesón. La palabra, oxygala, significa literalmente ‘leche ácida’ y se conseguía dejando reposar la leche bastantes días en un recipiente dotado de un agujero con tapón y retirando progresivamente el suero. Esta leche, que debe ser de oveja, se aromatiza los primeros días con un saquito de hierbas frescas (orégano, hierbabuena, cebolla, cilantro) y los días siguientes con tomillo y orégano secos, y se debe sacar el tapón para eliminar parcialmente el suero a lo largo de unos diez días, pasados los cuales se debe salar y cerrar herméticamente hasta que se vaya a usar (RR XII,8,1-2). Este sistema que, insisto, parece más queso que otra cosa, consiste en una fermentación natural por dejar la leche a temperatura ambiente, a merced de todos los microorganismos del universo, y consigue cuajar la caseína separándola del suero casi del todo. La leche de oveja, al tener un alto contenido en grasa,  es perfecta para esta operación porque también tiene más proteínas coagulables. Vamos, que rinde más. 


Esa misma palabra, oxygala, la emplea Plinio el Viejo en su libro XXVIII, dedicado a usos médicos de productos animales. Nos dice que es un subproducto obtenido al hacer mantequilla, y lo menciona dentro de los alimentos que consumen los bárbaros. A base de batir la leche y echarle agua para que se agríe, se consigue separar la parte coagulada de lo que es el suero. Esta parte ‘flotante’ se retira y se le añade sal (XXVIII,134). Se puede parecer a la cuajada-requesón de Columela, por su ausencia de suero y por contener sal. Una especie de queso fresco. 


De nuevo la palabra oxygala aparece en un manual del médico griego Galeno de Pérgamo (s. II dC) sobre las propiedades de los alimentos (De alimentorum facultatibus 689-693). Su explicación es larga y confusa, centrada sobre todo en consideraciones dietéticas. Para Galeno, la leche agria puede ser un proceso natural o puede confeccionarse coagulando la leche. En todo caso, considera que es un producto frío y rico en humores densos, motivo por el cual no se digiere fácilmente en estómagos de temperamento frío o equilibrado, pero es beneficioso para un sistema digestivo inflamado. Por otra parte, la leche agria induce al cuerpo a producir humores densos y por ello debe tomarse con moderación, pues a la larga provoca cálculos renales. Provoca también dolor de dientes, como otros alimentos ácidos o acerbos. Al margen de todas estas cuestiones dietéticas, Galeno recomienda tomarla bien fría, recubierta de nieve. La textura que debía tener esta leche ácida era bastante espesa, a juzgar por los comentarios del propio Galeno, y tuvo que parecerse a un yogur griego, más o menos.


Mosaico Bizantino, Museo de Estambul.

Esta misma textura cremosa y de sabor ácido la menciona de pasada Plinio en un texto diferente, aunque sin denominarla oxygala. Comenta que los pueblos bárbaros espesan la leche “en un producto de una acidez agradable” (Plin. XI,239) que parece corresponderse con el kéfir o el yogur

Está claro que para Plinio el yogur, lo mismo que la mantequilla, era cosa de bárbaros, que es lo mismo que decir que el producto es de segunda regional, porque no son alimentos civilizados como el queso o el aceite. 

Concretando más, yogures y mantequillas eran cosa de Tracios, que vivían en una amplia región del sudeste de Europa que coincide con las actuales Bulgaria y parte de Grecia y Turquía. Sí, los que se disputan ser la patria inventora del yogur. Y ya en el siglo IV aC, el poeta Anaxándrides se burlaba de los tracios en su comedia Protesilao llamándolos ‘comemantecas’ (boutyrophagoi), detalle recogido por Ateneo (Deipn. 131B).


Oxygala con miel  @Abemvs_incena


Los textos dan información también sobre cómo obtener leche coagulada empleando calor para acelerar el ácido láctico. Galeno de Pérgamo explica que este sistema es perfecto para el calostro, es decir, la leche de animales que acaban de parir, que cuaja rápidamente si se calienta a temperatura muy alta durante un período corto de tiempo. El producto resultante debía tener una textura muy densa, leche pura en estado sólido, y mejoraba sensiblemente si se tomaba con miel, que lo hacía mucho más digestivo. Galeno nos dice que los antiguos poetas llamaban a esta cuajada pyriaston (‘budín de calostro’), pero que en Asia Menor -de donde él procede- la llaman pyriephthon (‘pastelito de calostro’) (Aliment.694)

Cabe decir que la leche de calostro tiene un gran contenido en grasa y una acidez muy elevada, lo que facilita que se coagule si se somete a ebullición. Lo mismo pasa con cualquier leche que haya empezado a acidificar por la acción de los lactobacilos: se vuelve inestable ante el calor, favoreciendo la coagulación.


Existe otro sistema para coagular la leche del que también dan cuenta los textos clásicos: añadiendo un elemento ácido y empleando calor para acelerar el proceso.  En efecto, incorporar a la leche un elemento con un ph ácido favorece una rápida separación del suero y la caseína. 

Para ello se puede emplear ácido láctico, cítrico o acético. Plinio menciona -sin saberlo- el uso del ácido láctico como un sistema más para hacer oxygala, diciendo que esta se obtiene añadiendo leche agria a la fresca para que se corte, y especificando además que es buenísima para el estómago (XXVIII,135). El resultado es lo que ahora se llama el ‘queso’ o ‘quesillo de leche agria’, un producto blando y ácido bastante fácil de hacer y conocido por ser un sistema eficiente para aprovechar la leche pasadilla. 

El otro ácido empleado es el acético, es decir, el vinagre. Galeno explica que se puede cuajar la leche calentándola y rociándola después con oxymel frío, que no es más que vinagre mezclado con miel. (Galen,694). Este mismo sistema lo encontramos en un texto posterior, conocido como Geopónica, que es una compilación de libros sobre agronomía y agricultura. Sin embargo, su autor ha empleado otra palabra: mélka. El procedimiento se explica con bastante detalle: hay que echar vinagre fuerte sobre un recipiente de barro nuevo y calentarlo en un brasero de carbón. Cuando el vinagre empieza a hervir, conviene quitarlo del fuego y añadir la leche (de oveja, en concreto). Solo queda dejar reposar la leche unas horas et voilà! (XVIII,21). 


¿Era lo mismo la mélka que la oxygala? Parece que sí, que es cuestión solo de terminología. El médico bizantino Antimo (s. VI) nos dice que los términos son equivalentes y que ‘oxygala’ es la nomenclatura empleada entre los griegos, mientras que ‘melca’ es la preferida entre los romanos (oxygala vero graece quod latine vocant melca), especificando que se refiere a una leche agria (<id est lac> quod acetaverit) óptima para la gente sana, porque no coagula en el vientre (De Observ.78).



Además de la coagulación láctica, espontánea o con adición de algún ácido, que es la que hemos visto hasta ahora, existía otro sistema: la coagulación enzimática. Esta consiste en la adición de cuajo animal o vegetal, el cual contiene enzimas que transforman las proteínas lácteas, lo cual provoca modificaciones importantes en la caseína. Se obtiene así una pasta -la leche coagulada- que acabará convirtiéndose en queso con la maduración. En los textos se menciona en concreto el uso del látex de la higuera como sistema para coagular una leche previamente calentada. Aparece, por ejemplo, en la Geopónica (XVIII,12), donde se explica la utilidad de remover la leche de oveja con unas ramitas de higuera, lo cual produce una oxygala que se puede mantener tierna sumergida en aceite o envuelta en hojas de terebinto (XVIII,12). O en el tratado del médico Dioscórides. Y también en Plinio el Viejo, pero bajo otro nombre: schíston. Plinio explica que se obtiene hirviendo leche de cabra en una vasija de terracota nueva, y  que se mezcla con ramas frescas de higo y tantos vasos de vino meloso como heminas de leche haya. Una vez frío, se separa el suero de la caseína sin problema. Según Plinio, el término schíston pertenece a la medicina, ya que explica que los médicos lo emplean para englobar a toda suerte de lácteos (XXVIII,126).


Melcae al estilo de Apicio Imagen: @Abemvs_incena

Por último, unos apuntes culinarios para consumir estas cuajadas y requesones. Los textos griegos abundan en referencias sobre un tándem ganador: la ‘rubia miel’ junto con la leche cuajada, que es realmente como se sigue consumiendo. Además del sabor, que combina muy bien, la miel ayudaría a hacer el lácteo más digestivo, o eso se deduce de las recomendaciones de los médicos. Antimo por su parte nos dice que se puede tomar o bien con miel (de nuevo), o bien con aceite de olivas verdes (Anth.78). No olvidemos la recomendación de Galeno sobre tomarlo bien frío, cubierto de nieve. Y Apicio, el gourmet por excelencia de la antigua Roma, nos da una fórmula para la melca: tomarla con pimienta y garum, o bien con sal, aceite y cilantro (VII,XI,9).


Prosit!




Imagen del inicio: Fresco de la Casa de Pinarius Cerialis, MANN.





domingo, 15 de octubre de 2023

TERRAE TUBERA, LAS TRUFAS EN EL MUNDO ROMANO


En las mesas romanas eran muy apreciadas las trufas, un hongo diferente a todos los demás, difícil de encontrar y con un precio prohibitivo en el mercado.


En los textos aparece con el nombre genérico de tuber y seguramente este término engloba diferentes tipos, desde la trufa de verano (tuber aestivum) hasta las trufas del desierto del género Terfezia o Tirmania.


El botánico Teofrasto, que vivió en los siglos III - IV aC, definía las tubera como una planta que no tiene “raíz, ni tallo, ni ramas principales, ni ramas secundarias, ni hojas, ni flor, ni fruto, ni tampoco corteza o corazón, fibras o venas” (Historia de las plantas, I, 1, 11). Para el médico y farmacólogo Dioscórides las trufas son “una raíz” (II, 145) y Plinio el Viejo las define como una “callosidad de la tierra” (terrae callum), por encontrarse enterradas y por ausencia de protuberancias o aberturas en el lugar donde se forman (NH XI,33).


A la ciencia antigua le llamaba mucho la atención que fuesen plantas que crecían de manera espontánea y sin necesidad de semillas. Por ello existían teorías acerca de su generación. Ateneo, citando a Teofrasto, asegura que las trufas “brotan cuando tienen lugar lluvias otoñales y truenos violentos, y sobre todo cuando hay truenos, de manera que esta parece ser la causa principal (de su aparición)” (Athen. 62B). Plutarco explica el origen de esta opinión común: “Había, en efecto, quienes decían que la tierra, utilizando al aire como una cuña, se abre con el trueno; luego, los que van a buscar trufas las descubren por las grietas, y que de esto había surgido en la gente la creencia de que los truenos producen la trufa” (Moralia 664B). Aunque Plutarco considera que las trufas no nacen directamente de los truenos, sino de la acción conjunta del agua que los acompaña y la tierra fértil.


Estas trufas, que se criaban en lugares frescos y arenosos, eran de diferentes tipos. Teofrasto distingue entre la criadilla de tierra y la trufa de verano (I, 6,5); Plinio menciona unas tubera arenosas y enemigas de los dientes, y diferencia entre las negras (quizá la melanosporum) y las rojas (tuber rufum), aunque indica que todas son blancas por dentro (XIX, 34). Según él, las más apreciadas son las africanas, seguramente la trufa de verano (tuber aestivum), procedente de la Cirenaica y llamada mísy, que ya era muy buscada por su aroma y sabor exquisitos. 


trufa de verano
Fuente: Rippitippi / Wikimedia Commons 


También eran famosas las de Grecia (en las cercanías de Elis), las de Asia (Lámpsaco y el Alopeconeso tracio) y hasta las que se criaban en Nueva Cartago, en Hispania, como la que casi le rompe la dentadura al legado Larcio Licinio porque al morderla resultó que tenía incrustado en su interior nada menos que un denario (Plinio XIX, 35).


Por cierto, para localizar esta planta tan exquisita los griegos se fijaban en la presencia de una hierba llamada hydnóphyllon (literalmente, planta de trufa), que crecía justo encima y por tanto servía como pista infalible para detectarlas (Athen. 62D).


Todas las tubera eran alimentos delicados que se podían permitir los paladares y bolsillos más exigentes. Juvenal las presenta en un menú donde también hay hígado de ganso, un capón de tamaño XXL y un jabalí a la altura de la hazaña de Meleagro, alimentos todos que encontraríamos solo en las mesas de los ricos (V, 116-117). Por el poeta Marcial sabemos que se podían regalar a los amigos en las fiestas de Saturnalia (XIII, 50). Y saber limpiarlas y prepararlas correctamente es un arte que debía aprenderse y se transmitía incluso de padres a hijos, aunque esto solo pasaba en familias que se lo podían permitir (Iuv. Sat. XIV, 6-8).


La forma de preparar las trufas era muy diversa. Se podían comer crudas o cocidas, tal como nos indican los autores antiguos. El médico Galeno nos dice que son una raíz o bulbo con poca sustancia y sabor escaso, y que por ello los cocineros la usan como condimento. Apicio les dedica varias recetas y todo un capítulo del libro VII, el dedicado al cocinero suntuoso. Las prepara asadas en forma de brocheta, previamente hervidas con agua. De esta forma se tostaban por fuera y se cocinaban por dentro -por acción del pincho-; posteriormente se embadurnaban con alguna salsa, generalmente a base de garum, vino, pimienta o miel. En la imagen, muestro el resultado que ha hecho de esta receta el autor del blog Cocina Romana (Римската кухня), escrito en búlgaro:


Tvbera. Fuente: http://drago-roma.blogspot.de/2016/09/blog-post_11.html

El mismo Apicio también presenta una fórmula para conservarlas. Para ello es muy importante que estén bien secas, alejadas de la humedad. Apicio coloca las trufas, que aún no han sido ni lavadas con agua, en un recipiente alternando capas de trufa -bien separadas- y de serrín seco. Después se debe cerrar el recipiente enyesando la tapa y se debe mantener en lugar fresco y seco (Ap.I,XII,10). Quién sabe si se podrían encontrar así, bien envasadas y a salvo de la humedad, en los mercados gourmet de la antigüedad, como el famoso Forum Cuppedinis, junto a otras finuras de precio exorbitante como la pimienta, el láser, el garum sociorum, los perfumes o el incienso.


Prosit!


Imagen de la portada: tubera. Tacuinum Sanitatis (S. XIV) / Wikimedia Commons

domingo, 17 de septiembre de 2023

IUS IN ELIXAM OMNEM (SALSA PARA LA CARNE HERVIDA)


Receta romana elaborada para La taberna de Cástor y Pólux

La receta pertenece al recetario de Apicio  (VII, VI, 1). Está dentro del libro dedicado al ‘Cocinero suntuoso’ y dentro de un capítulo todo él dedicado a la carne hervida y guisada.


Como siempre, el texto no indica ni cantidades ni medidas ni tiempos ni procesos, se trata de una lista de ingredientes: “Pimienta, ligústico, orégano, ruda, laserpicio, cebolla seca, vino, careno, miel, vinagre y un poco de aceite” con muy pocas pistas: “Una vez cocida la carne con agua, secarla con un paño, y cubrirla con esta salsa.“

La protagonista de la receta es, pues, la salsa, cuya elaboración implica sabor, color y toda la ciencia y el buen hacer del personal de cocina. 


Los ingredientes son muy comunes en tiempos de Apicio pero ahora no tanto. Es difícil encontrar el ligústico, levístico o apio de monte; lo mismo que la ruda y no digamos el laserpicio. Este último se extinguió ya en el siglo I y los mismos romanos lo sustituyeron por la asafétida, de la familia del hinojo y de sabor fuerte. La cuestión es que estos ingredientes se distinguen por un sabor muy marcado, lo mismo que la pimienta, la cebolla seca y el orégano. Estos se tienen que combinar con los ingredientes líquidos, bastante dulces (miel y vino reducido -caroeno-) y ácidos (vinagre). El resultado, una mezcla de sabores entre ácido, dulce y picantón bastante equilibrada. Desde luego le dan todo el sabor a lo que sería una carne hervida.





Elaboración de la salsa: 

  • moler pimienta negra y mezclarla con el orégano seco, el laserpicio y la cebolla seca. Si no tenemos laserpicio, cosa bastante fácil, podemos recurrir a una mezcla de ajo escalivado o ajo seco mezclados con cebolla o hinojo secos. 
  • en una sartén, calentar aceite, vinagre blanco, un chorrito de careno (puede usarse cualquier vino dulce) y un poco de vino blanco. Incorporar la pimienta y el resto de condimentos secos.
  • cuando se haya evaporado el vino y se haya ligado la salsa, retirar del fuego y añadir dos cucharadas de miel. Dejar enfriar.
  • aparte, hacer una picada con las hojas de levístico y de ruda. Hay que usar la ruda con mucha moderación, porque tiene un sabor amargo muy fuerte y porque puede ser tóxica. Con dos hojitas basta. Si no hemos conseguido ligústico (apio de monte), podemos hacer trampa usando hojitas de perejil y de apio.
  • cuando se ha enfriado un poco la salsa, ponemos la picada de ligústico y ruda. Ya la tenemos.


La carne:


Las opciones son muchas porque el mismo título de la receta indica ‘para todo tipo de carnes’. Eso sí, para ser rigurosos debemos hervirla con agua (hemos añadido sal) y luego secarla con un trapo. Nos hemos decantado por el pollo, ya que la carne de aves era un auténtico lujo entre los romanos, sobre todo desde los tiempos de Augusto. Además, el pollo tiene un sabor bastante suave que se combina muy bien con la salsa. La otra opción es una careta o morro de cerdo, una pieza de casquería que triunfaba en los triclinios. La carne queda jugosa y tierna, y combina bien con la salsa pero no tan bien como el pollo.


Tal como indica la receta, la salsa la hemos servido sobre la carne. En el caso del morro de cerdo, la hemos troceado para ser tomada con las manos en el triclinio. El pollo, al ser muslitos, también se puede comer con las manos, como debe ser. Creo, además, que está bastante bien si se toma a temperatura ambiente o tibio, incluso frío si ha sobrado carne del banquete anterior.


Una receta fácil de hacer y una manera sencilla de saborear la historia.




Prosit!

Fotos: @Abemvs_incena


sábado, 15 de abril de 2023

PISUM INDICUM



Es una elaboración propuesta en el recetario de Apicio (Libro V, III,3), en el capítulo dedicado a legumbres y gachas. Es un plato fácil de realizar y nada novedoso para nuestros paladares, pues actualmente tenemos bastantes recetas similares, en las que solo cambian algunos condimentos y aderezos.


El texto de Apicio lleva el bonito nombre de ‘Guisantes Indios’:


Cuece los guisantes. Cuando hayan espumado, corta puerro y cilantro verde; pon a hervir en una cacerola. Coge sepias pequeñas y ponlas a cocer tal como vienen con su tinta. Añade aceite, garum y vino, un manojo de puerros y uno de cilantro. Déjalo cocer. Una vez hecho, machaca pimienta, ligústico, orégano, un poco de alcaravea, añade el jugo del propio guisado y lígalo con vino y vino de pasas. Corta las sepias en trozos pequeños y échalas con los guisantes. Espolvorea pimienta y sírvelo”.


Para reconstruirla, nos podemos encontrar con algunas dificultades. Los guisantes, por ejemplo, eran una legumbre muy consumida en Roma, pero raramente los tenían frescos. En cambio, era muy habitual que los conservaran secos. Sin embargo, nosotros podemos optar por el producto de temporada (quién se resiste a esos guisantitos lágrima de primavera), por unos tirabeques o por unos guisantes congelados, que harán las veces del producto de despensa a lo romano. Otra dificultad son las especias: conseguir ligústico (apio de monte) y alacaravea. Si no se encuentran, se puede recurrir a sus sustitutos: para el ligústico podemos emplear unas hojas de perejil y apio y para la alcaravea una mezcla de semilla de cilantro, comino, semillas de hinojo y anís. Otro problema puede ser el garum. Si no se tiene un buen garum de pescado azul, una colatura o una salsa oriental de pescado, se puede recurrir a una lata de anchoas en aceite de oliva, machacando las anchoas y aprovechando el aceite.


Por otra parte, aunque la receta implica el uso de sepia con su tinta, se puede hacer usando calamar, una mezcla de ambos (sepia y calamar), con o sin tinta.




PISUM INDICUM (GUISANTES CON SEPIA O CALAMAR)


Ingredientes:


  • 250 gr de guisantes
  • 2 puerros
  • 250 gr de sepia (o de calamar)
  • 1 manojo de cilantro fresco
  • aceite de oliva
  • 1 vasito de vino blanco
  • 2 cucharadas soperas de garum
  • medio vasito de vino dulce
  • agua
  • pimienta negra
  • orégano seco
  • ligústico (o unas hojitas de perejil y apio)
  • alcaravea (o la mezcla de especias: semilla de cilantro, comino, anís, hinojo)


Preparación:


Cocer los guisantes y reservar.


Cortamos la parte blanca de los puerros en tiras y los pochamos en una sartén con aceite de oliva, a fuego medio. 

Incorporamos la mezcla de especias que habremos picado aparte, en un mortero: las hojas de apio, el orégano seco, la pimienta, la alcaravea (o su sustituto). 


Dejamos unos minutos para que se incorporen todos los sabores.


Subimos el fuego e incorporamos las sepias y/o calamares (troceados o no, al gusto).


Echaremos un vasito de vino blanco, el manojo de cilantro, el garum, el vino dulce y un poco de agua. Dejaremos que cueza unos 25 minutos.


Ponemos los guisantes y dejamos que se integre todo el guiso.


Servimos rociando un poco de pimienta negra recién molida. 


Fácil y rico!




fotos de las recetas: @Abemus_incena