Uno de los aspectos más característicos de las culturas de la Antigüedad, de las que somos orgullosos herederos, es el hecho de celebrar cualquier cosa mediante la comensalidad.
Cicerón explica, muy acertadamente, que los romanos llamaron “convivium” al hecho de comer juntos, donde lo más importante es conversar, disfrutar, compartir y estrechar lazos de amistad (De Senectute XIII, 45).
Hablar de las ocasiones para hacer un convivium o banquete puede ser bastante extenso, pues literalmente cualquier acontecimiento -público o privado- podía acabar en la celebración en torno a una mesa (más o menos como nosotros). Por eso mismo, en esta entrada me centraré en los convivia en el ámbito privado y dejaré para otro momento los epula, banquetes públicos que representan un compromiso con la ciudad y sus instituciones.
Pues bien, los motivos para las celebraciones en el ámbito privado eran muchísimos.
Por una parte tenemos los acontecimientos dentro de la vida familiar, que se conmemoraban con su ritual, su fiesta y su convite entre parientes y amigos. Estos acontecimientos eran de todo tipo, muy parecidos a los que celebramos hoy en día.
Por ejemplo, las bodas. El pueblo romano las festejaba con todo un ceremonial que culminaba en la mesa no una vez, sino dos (sin contar con la pedida de mano, que entonces serían tres). Una el mismo día de los esponsales, la cena nuptialis, pagada por la familia de la novia, que incluía tarta de bodas y a la que acudían parientes y amigos. La otra se llamaba repotia (de ahí ‘reboda’) y tenía lugar al día siguiente, cuando ya los novios se habían trasladado a su nuevo hogar, y era más íntima, solo para la familia. Por cierto, el pastel de bodas era una torta hecha a base de trigo, queso, mosto y anís, que se horneaba sobre hojas de laurel que se llamaba mustaceum y simbolizaba la fertilidad y la buena suerte.
© HBO Rome |
Un nacimiento era siempre motivo de fiesta. Tras la aceptación por parte del pater familias, había que esperar nueve días (si era niño) o bien ocho (si niña) para celebrar socialmente la entrada del nuevo miembro en la familia. Era el dies lustricus, momento en que el bebé dejaba de considerarse impuro, recibía un praenomen y un amuleto (una bulla si era niño, una lúnula si niña). La ceremonia incluía, como no podía ser de otra forma, una fiesta y un banquete.
Cuando uno de los miembros varones de la familia cumplía 17 años se celebraba su entrada oficial en la vida cívica mediante una ceremonia en la que abandonaba su bulla (sí, el amuleto que le entregaron en el párrafo anterior) y asumía su vestimenta de adulto, la toga viril. Se intentaba que este acontecimiento coincidiera con las Liberalia, es decir, el 17 de marzo, y era una buena ocasión para reunir a familiares y amigos.
Octavio portando la bulla. © HBO Rome |
Por supuesto, un cumpleaños también merecía una celebración. Se conserva el testimonio de Claudia Severa, la esposa del comandante Elio Broco, que invita a su amiga Sulpicia Lepidina, esposa también de un militar, para celebrar juntas el cumpleaños de la primera, que tiene lugar el 11 de septiembre: “En el tercer día antes de los Idus de septiembre, hermana mía, para el día de celebración de mi cumpleaños, te envío una cálida invitación para asegurarme de que vendrás con nosotros, y para hacerme más placentera esta jornada con tu presencia, si vienes”. (Tab. Vindol. II 291). Esto por poner solo un ejemplo.
Fuente:British Museum |
Por cierto, el natalicio del pater familias coincidía también con el del Genio, el dios tutelar y protector de toda la progenie. La fiesta se celebraba por todo lo alto e incluía sacrificios, incienso, flores, bailes y pasteles. Tibulo deja constancia del ritual a propósito del cumpleaños de Mesala: “Ven aquí y, con cien juegos y danzas, festeja en nuestra compañía al Genio, y vierte sobre las sienes el vino a raudales; que sus brillantes cabellos destilen gotas de perfume; su cabeza y cuello ciñan suaves guirnaldas. Ojalá vengas hoy mismo; ofrézcate yo honores de incienso y te obsequie con sabrosos pasteles de miel de Mopsopo” (Tibulo I,7,49-54).
Danza de los cuatro genios. Domus dei tappeti di pietra. Ravenna. |
Otros acontecimientos de la vida privada familiar no eran tan alegres. Un entierro, por ejemplo, propiciaba una cena funeralis para todos los allegados que habían seguido el cortejo fúnebre. Se desarrollaba en el mismo cementerio y se componía de huevos, habas, lentejas, sal y aves de corral, según marcaba la tradición. Nueve días después, familia y amigos se volvían a reunir. Realizaban entonces libaciones de leche y sangre para ayudar al alma del difunto, y celebraban otro banquete, la cena novendialis. Con esta comida -que incorporaba músicos, y hasta gladiadores si se lo podían permitir- concluía un período de luto que purificaba a la familia y la devolvía a su actividad habitual. También los aniversarios del difunto se celebraban en el cementerio junto a su tumba, demostrando que no lo habían olvidado y haciéndolo participar del banquete. Se le dejaba un espacio libre y se le ofrecían alimentos tradicionalmente asociados a la fertilidad y al misterio de la vida, como huevos y legumbres, además de libaciones de vino.
Tumba 15 de la Isola Sacra (Ostia) con triclinio para banquetes fúnebres Fuente: ostia-antica.org |
Las reuniones entre familiares y amigos podían darse también por cualquier otro motivo que los uniese: una manumisión solemne, el aniversario de la caída de un rayo (no es broma), una redacción de un testamento o contrato, la vuelta de un amigo tras un largo viaje, iniciar un negocio, hacerle la pelota a un magistrado… o sin ningún motivo aparente, simplemente por pura amistad y ganas de conversación. Estas eran cenas entre iguales, distendidas, informales, sencillas, espontáneas y bastante habituales. Cualquier epigrama de Marcial deja constancia de ello: “Estela, Nepote, Canio, Cerial, Flaco, ¿venís? Mi sigma tiene siete plazas; somos seis, añade a Lupo” (X,48).
Otras veces las cenas eran meros compromisos sociales, expresión de las obligaciones entre patronos, clientes y libertos. Estos convivia eran una ocasión para expresar las jerarquías sociales, quién es quién, y servían igualmente para establecer alianzas, para pedir favores, para conseguir votos y hasta para conspirar.
Familiares y amigos se reunían también cuando el calendario marcaba alguna festividad religiosa (en total eran más de cuarenta), festividades que se celebraban en el ámbito público y en el privado. La verdad es que toda fiesta religiosa daba pie a un posible ágape con vecinos, familiares y/o amigos: las Vinalia, las Compitales, las Liberalia, las Ambarvalia…. El 15 de marzo, por ejemplo, tenía lugar la fiesta de Anna Perenna, siempre al aire libre, en la ribera del Tíber, en la zona de la antigua arboleda de la diosa. Era una auténtica romería que festejaba el año nuevo, y la gente improvisaba al abierto unos cenadores con cañas para comer, beber y divertirse. Otras fiestas muy populares eran las Saturnales, que en teoría duraban del 17 al 23 de diciembre, pero en la práctica abarcaban todo el mes. En palabras de Séneca: “Diciembre es el mes; más que nunca el sudor invade la ciudad. El derecho al libertinaje ha sido otorgado oficialmente. Con los inmensos preparativos todo se anima (...)” (Ad Luc.,18,1). Regalos, fiesta, distorsión del orden social, comilonas, todo eso marcaba los festejos dedicados a Saturno.
Pero otras tenían un carácter más lúgubre, como la Caristia, el 22 de febrero, tras varios días de honrar a los difuntos, o los tres días en que se abría el Mundus, ocasión perfecta para recordar a los parientes muertos, que salían del inframundo para ‘visitar’ a sus familiares vivos y por ello seguro les dejaban un espacio en las mesas de sus reuniones familiares.
Otro motivo para banquetear periódicamente era la pertenencia a un collegium, una entidad entre gremio y cofradía que velaba por los intereses de un colectivo. Era un espacio de socialización que compensaba las carencias a las que pudiera llegar el estado y tenían fines religiosos, culturales y profesionales. Las celebraciones de un collegium también servían para establecer lazos profundos entre todos sus miembros, quizá por eso el Estado las contemplaba con cierto recelo. Había collegia de artesanos y profesionales de todo tipo: médicos, cocineros, tintoreros, panaderos, zapateros, gladiadores, sacerdotes…. Los había para garantizar las honras fúnebres, para favorecer a los militares incapacitados o completar su pensión (como un seguro privado), para ayudar en caso de enfermedad o deudas, y en general para velar por los intereses de sus miembros asociados.
Los convivia que organizaba un collegium eran una cita importante para estrechar lazos y renovar alianzas entre sus miembros, que validaban así el compromiso con un grupo con el que tenían un vínculo muy sólido. Tito Livio narra una anécdota que revela la importancia de estas comidas en común: una prohibición que acabó en huelga:
“Los censores habían prohibido a los flautistas que celebrasen su banquete anual en el templo de Júpiter, privilegio del que gozaban desde la antigüedad. Tremendamente disgustados, se marcharon en bloque a Tívoli y no quedó ninguno en la ciudad para actuar en los ritos sacrificiales” (AUC IX,30,5). Esto es una huelga de flautistas etruscos en toda regla.
Lo mismo pasaba con otras asociaciones posibles: las cofradías religiosas de los templos, las fiestas propias de los barrios o de las curias… La pertenencia a un grupo que velaba por unos intereses comunes acababa en convite donde todos los miembros compartían la mesa.
© HBO Rome |
Sean felices!