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viernes, 5 de junio de 2020

SALSUM SINE SALSO, RECETA DE FALSO PESCADO SALADO

salsum sine salso foto: @Abemvs_incena
Los trampantojos son una ilusión visual provocada por el aspecto externo de un plato, que quiere parecer una cosa pero que en realidad es otra. Griegos y romanos practicaron este arte de imitación, que demostraba inteligencia, creatividad y talento.

De entre todos los productos, el pescado era de los que más se prestaban a este engaño de los sentidos, aunque la mímesis culinaria se aplicaba también al vino, al aceite y a la carne de volátiles (ocas, tórtolas, palomos). Todos son falsos productos de alta calidad que se consiguen con otros, jugando siempre a lo que no es. Un auténtico alarde de genialidad y de conocimiento gastronómico.

Me voy a centrar en el recetario atribuido a Apicio, De re coquinaria, en el que aparecen tres recetas de salsum sine salso, es decir, tres recetas para imitar el pescado salado.
De las tres, escojo las dos más interesantes.
Vayamos con la primera.

Salsum sine salso (IX, X, 10)

texto original:
“iecur coques, teres, et mittes piper aut liquamen aut salem. addes oleum. iecur leporis aut haedi aut agni aut pulli, et, si volueris, in formella piscem formabis. oleum viridem supra adicies”

traducción:
cuece un hígado, tritúralo y alíñalo con pimienta, garum o sal. Añade aceite. Usa un hígado de liebre, de cabrito, de cordero o de pollo; si quieres, le puedes dar forma de pescado en un molde. Échale por encima aceite verde

INGREDIENTES
  • hígado de liebre, cabrito, cordero o pollo. En mi caso, es de conejo.
  • garum. (Mucho mejor que la sal, sobre todo en esta receta)
  • aceite de oliva
  • pimienta negra


PREPARACIÓN
Lo primero será cocer el hígado en agua. En pocos minutos estará cocido. Otra opción es hacerlo a la plancha, porque también quedará bien.

foto: @Abemvs_incena
Una vez cocinado, trocearlo y colocarlo en un mortero, donde lo iremos triturando. En el mortero, añadir pimienta, aceite y garum y moverlo hasta que ligue bastante.

foto: @Abemvs_incena

foto: @Abemvs_incena

Podemos utilizar colatura di alici italiana, salsa tailandesa Nam pla, salsa vietnamita Nuoc Nam, o cualquiera de las marcas de garum que afortunadamente nos proveen en la actualidad de esta maravilla culinaria (para esta receta he usado Escata). Hasta podemos usar unas anchoas de lata machacadas y mezcladas con su propio aceite. Prohibido sustituirlo con salsa de soja.
Obtendremos una pasta a la que podemos dar forma de pescado en un molde, como sugiere Apicio. (Este paso es voluntario, y queda supeditado a la posesión del molde por parte del coquus). Un poco de aceite verde por encima, un pelín más de pimienta et voilà!

salsum sine salso. foto: @Abemvs_incena

RESULTADO
Cuando se piensa en una receta como esta, que usa hígado para obtener sabor de pescado, no se albergan demasiadas esperanzas. Sin embargo, el resultado es más que bueno. Delicioso. ¿Sabe a pescado salado? Hombre, pues no. Tampoco tiene aspecto de pescado, por mucho que lo pongamos en el molde de pescado. Pero sí sabe a algo que no es.
El sabor a hígado queda bastante disimulado con el garum, que es lo que le da la ilusión de pescado. De hecho, sabe bastante a un aperitivo italiano llamado ‘crostini neri toscani’. Y no me extraña, porque la composición es casi idéntica: al margen de las pequeñas variaciones posibles, los crostini llevan hígado de pollo, anchoas, alcaparras y aceite de oliva. Y tengo que decir que este plato de Apicio me los recuerdan, y mucho.

Vayamos con la segunda receta.

Aliter vice salsi (IX, X, 11)

texto original:
“cuminum, piper, liquamen teres, et passum modice vel caroenum et nuces tritas plurimas misces et simul conteres et ‹in› salsare defundes. oleum modice superstillabis et inferes”

traducción:
otra forma de sustituir el pescado salado: pica en un mortero comino, pimienta, garum; añade un poco de vino de pasas o vino dulce cocido y muchas nueces picadas. Echa todo en una salsera. Rocía con aceite de oliva y sirve.”

INGREDIENTES:
  • nueces
  • comino
  • pimienta
  • garum
  • aceite de oliva
  • arrope, moscatel o cualquier vino dulce.


PREPARACIÓN:
En el mortero, picaremos primero el comino y los granos de pimienta, después las nueces, y le añadiremos poco a poco el garum, el aceite y el vino dulce hasta encontrar la textura de pasta adecuada.

foto: @Abemvs_incena


RESULTADO:
Mucho menos delicioso que el anterior, todavía se parece menos al pescado salado que aquel. Las nueces, que son lo que da cuerpo al compuesto, tienen demasiado protagonismo, en sabor y en textura. Sin embargo, sí que pueden sorprender al comensal quien quedará confundido y no tendrá muy claro lo que está tomando.

Aliter vice salsi  Foto: @Abemvs_incena

Así que ya saben, si desean servir un aperitivo diferente y quedarse con todos, no duden en preparar salsum sine salso. Como diría Apicio, “ad mensam nemo agnoscet quid manducet”, en la mesa nadie sabrá lo que come.

Prosit!



martes, 28 de agosto de 2018

EL SALMONETE, REY DE LAS MESAS ROMANAS

 El salmonete de roca (mullus surmuletus), era uno de los pescados favoritos de griegos y romanos.


  Detalle de salmonete. Pompeya.
En el mundo griego estaba consagrado a Hécate “debido a la similitud de sus nombres”, puesto que el nombre de este pescado era ‘tríglê’ mientras que Hécate es la diosa “triforme”, “la ‘de tres caminos’ (triodîtis), y ‘de tres ojos’ (tríglênos)” por lo cual “es en los días treinta del mes (triakádes) cuando se ofrecen los banquetes en su honor” (Aten.Deipn.VII,325). Por otra parte, también sabemos que “en las fiestas de Ártemis se lleva en procesión un salmonete, porque se cree que persigue con celo las liebres marinas, que son mortíferas, y las devora” (Aten.Deipn.VII,325C), refiriéndose a que elimina al pez erizo o Diodon histrix, una especie llena de púas bastante venenosa para la especie humana. De hecho, el griego Eliano Claudio nos dice que es justamente por su capacidad para comerse a la liebre de mar que es venerado por los iniciados en Eleusis (De Nat.IX,51). Pero estos mismos iniciados en los misterios eleusinos -el culto iniciático a las diosas Deméter y Perséfone- se deben abstener de comer salmonete, pues no es un alimento puro (El.De Nat.IX,65). El mismo autor nos explica el por qué de su impureza: “De todos los animales marinos el salmonete es el más glotón y el más dispuesto, sin disputa alguna, a devorar cualquier cosa que se ponga a su alcance”. Y cuando dice cualquier cosa, es cualquier cosa: “puede alimentarse también de cadáveres de hombre o de pez”. Y por si fuera poco: “Experimenta especial placer en devorar alimentos inmundos y fétidos” (De Nat.II,41).
Hécate
Así que no era raro que fuera objeto de extrañas creencias: “Si se ahoga un salmonete vivo en vino y bebe éste un varón, no será capaz de mantener relaciones sexuales (...) Si, en cambio, es una mujer la que bebe de ese vino, no concibe, y del mismo modo tampoco una gallina” (Aten.Deipn.VII,325D).

El mundo romano heredó el gusto por este pescado, pero de una forma mucho más prosaica. Les encantaba su sabor a marisco (Plin.IX,65) y su color rojo que recordaba al calzado de los senadores, y cumplía con todos los requisitos para ser un pescado “épatant” en los convivia.

Para empezar, eran muy apreciados los ejemplares de gran tamaño, de dos libras como mínimo (546 gr.), ya que lo más habitual era encontrar piezas pequeñas: “los salmonetes tienen un aprecio y una abundancia tan grande como reducido es su tamaño; rara vez superan las dos libras de peso”, nos explica Plinio (IX,64). Pero, claro, una pieza pequeña no viste igual en la mesa, por lo que no merece la pena ni ponerlo, y hasta se devolvían al mar si eran pequeños, como parece sugerir Marcial (X,37).

Por otra parte, el salmonete no se criaba fácilmente en los estanques y se recomendaba hacerlo en el mar. Plinio nos dice que “solamente se crían en el océano Septentrional y en la parte limítrofe del occidente” (NH IX,30), es decir, el Mar del Norte y el Atlántico, donde se obtendrían los ejemplares de mayor tamaño.

Escena de pesca. Casa de Hippolytus. Complutum

Estas características justifican que no fuera un pescado ‘del montón’ y que se pagara cualquier precio por ellos, a veces
precios exorbitantes, como los 6.000 sestercios que había desembolsado Crispino por un salmonete -de seis libras!!- que se iba a comer él solo, y que provocó la indignación de Juvenal (Sat. IV,11). O los 8.000 sestercios que pagó el excónsul Asinio Céler (Plin.NH IX,67). Marcial recrimina a un tal Caliodoro: “Ayer vendiste un esclavo por mil doscientos sestercios para cenar bien” (X,31), que es el precio que le costó una pieza de cuatro libras, para lo cual fue capaz de malvender a un esclavo suyo. Por cierto, la cena no fue bien.

Y leemos en Séneca una anécdota que revela la dimensión simbólica de este pescado. Un salmonete enorme, de cuatro libras y media, fue capturado y regalado al mismísimo emperador Tiberio. Este decidió enviarlo al mercado para su venta sospechando que los principales gourmets de la época, en este caso Apicio y Octavio, pelearían por adquirirlo. No se equivocó: “hicieron sus ofertas, Octavio se impuso y consiguió notable gloria entre los suyos porque había comprado al precio de cinco mil sestercios el pez que el César había vendido y que ni siquiera Apicio había podido comprar” (Sen.Epist.XCV,42). Hay que tener en cuenta que la anécdota la explica el estoico Séneca, quien odiaba el lujo en las mesas por considerarlo un factor de corrupción moral. Aún así, vemos la consideración social que podía implicar desembolsar una cantidad vergonzosa de dinero para quitarle de las manos al mismísimo Apicio un salmonete que procedía de la mesa imperial. Más lujo imposible.

Casa de los Castos Amantes. Pompeya. Detalle.
Como era de esperar, en las mesas este pescado tan ‘trendy’ no debía servirse de cualquier manera. Lo ideal era servirlo entero, en una hermosa bandeja. Y aunque Horacio explica que es una tontería hacer elogio de un pescado enorme que luego va a ir repartido en trocitos: “Alabas, insensato, un salmonete de tres libras de peso, que has de partir a razón de un trozo por barba” (Serm.II,2), la cuestión es que es un gran golpe de efecto servir el pescado entero para levantar la admiración de los comensales. Posteriormente, los esclavos ya trocearán con maestría la pieza para repartirla entre los invitados.
Y no vale cualquier bandeja. Tiene que ser algo especial, como la vajilla chrysendeta que menciona Marcial, que tiene incrustaciones de oro (II,43), o la de plata (halieuticum argentum) que se sugiere en la Historia Augusta (“un plato de pescado de plata de veinte libras”, Claud.17).

Está claro que semejante ingrediente solo se lo podían permitir los ricos. Los textos nos mencionan al salmonete siempre acompañado de otras viandas lujosas como las tetas de cerda, las ostras, los hongos boletos, la carne de jabalí y de liebre, un pichón pringoso de salsa, varios tordos… Un servicio que no está al alcance de cualquier bolsillo.

Por otra parte, parece que era bastante frecuente presentarlos en la mesa no solo para comerlos, sino previamente para verlos morir en plena agonía.
El motivo era doble: por una parte los comensales podían comprobar la frescura del producto (“No puedo creer más que a mis propios ojos; que lo traigan aquí, que muera a mi vista” nos dice Séneca, Cuest.Nat.III,18). Por otra, asistían al espectáculo de ver todos los cambios de color que sufría el animal en el momento de su muerte. Así lo leemos en Plinio: “Los próceres del buen comer cuentan que el salmonete al morir se vuelve de muchos y variados tonos, quedándose pálido por una serie de cambios en sus escamas rojas, sobre todo si se ve dentro de un recipiente de vidrio” (Plin. NH IX,66).

Y así lo critica Séneca, sin cortarse en los detalles: “Después de prolongado y pomposo elogio, se le saca de aquel transparente vivero, y entonces algún inteligente conocedor señala las observaciones. Mira cómo se cubre de brillante púrpura, más viva que el mejor carmín; contempla esas venas que corren a lo largo de sus costados; observa ese vientre que parece ensangrentado y ese azulado reflejo que brilló como un relámpago: ya se pone rígido y palidece; todos sus colores se confunden en uno” (Sen.Cuest.Nat.III,18).
Mosaico de los peces de La Pineda. Museo Arqueológico de Tarragona. 
Una vez en las cocinas, el salmonete se preparaba de diferentes maneras.
Apicio lo menciona en siete recetas, con sus correspondientes salsas. Se preparaba frito, asado o hervido y las salsas podían llevar entre sus ingredientes vino de pasas, garum, miel, dátiles o mostaza. Ateneo de Náucratis menciona la técnica de asarlos entre carbones o fritos en sartén, pero especifica que resultan pesados, indigestos y causantes de estreñimiento (Deipn.VIII,355E).
Además, del salmonete se apreciaba especialmente su hígado, con el que se confeccionaba un allec o salsa de pescado delicioso para acompañar cualquier plato. Se atribuye a Apicio la innovación de ahogar a los salmonetes nada menos que en garum sociorum con el fin de extraerles este órgano, lo cual hacía que la experiencia fuera aún más lujosa, si cabe: “Marco Apicio, nacido para cualquier hallazgo en el refinamiento, consideró que lo mejor era matarlos en el garo “de los aliados” -pues hasta tal cosa consiguió un sobrenombre- y elaborar un alece del hígado de estos peces” (Plin. NH IX,66).

En las mesas romanas nada es inocente y todo se mueve en la dimensión simbólica. Este producto, fresco, de alta mar, de moda y de enorme tamaño, permite a quien lo sirve dejar muy claro su poder adquisitivo y su grado de elegancia.

Bon appetit!

jueves, 23 de febrero de 2017

EL PRECIO DE LOS ALIMENTOS EN LA ANTIGUA ROMA: ...Y LO CARO


Tras haber comentado los productos y precios más económicos, toca ahora hablar de los más caros, carísimos.
Por una parte tenemos las frutas, verdaderas golosinas que sólo se comían frescas si eran “de temporada”, y que se usaban a menudo para endulzar vinos y platos y se solían poner en conserva. Encontramos al precio de 4 den. la decena de melocotones, de albaricoques, de manzanas Matianas o de  membrillos; a precios similares, y siempre caras, están las granadas, las cerezas, las ciruelas, los dátiles, los higos… Por 4 denarios te daban 8 dátiles Nicolaos, mientras que por ese mismo precio te daban cuatro sandías!
Vayamos a la proteína animal. El pescado de mar es un producto de lujo: está a 24 denarios la libra (recordemos al profesor de historia y sus 50 denarios mensuales!) Estos pescados procedían en su mayoría de los viveros que poseían las mejores familias de Roma, que hacían negocio con la venta.
Cuanto más grande era la pieza y más difícil de encontrar, más valiosa se volvía, por lo que ni siquiera al precio que marca el Edicto se podrían encontrar los ejemplares más preciados, como el salmonete de ¡cuatro libras y media! que nombra Séneca (Epis. XCV), o el rodaballo que nombra Juvenal, tan grande que no había fuente que permitiera servirlo (Sát. IV). Cien ostras cuestan 100 denarios (en un banquete se podían servir muchas muchas muchas ostras) y cien erizos cuestan 50. La salsa hecha a base de pescado, el garum o liquamen, cuesta 16 denarios el sextario si es de primera calidad, y 12 el de segunda. Lo dicho: productos de lujo.
La carne tampoco sale nada barata. En el Edicto se nombran algunas exquisiteces como las vulvas de cerda -a 24 den. la libra- o las ubres de cerda -a 20 den.-, mencionadas a menudo en el recetario de Apicio; pero también el hígado engordado con higos -16 den. la libra-, los jamones menápicos (procedentes de la Galia) o cerritanos (de Hispania) -20 den. la libra- o el tocino (laridum) a 16 den. la libra, mismo precio que el jabalí y los lechones o tostones, carnes muy apreciadas. Aparecen también los famosos lirones, cebados en gliraria para el consumo, a 40 den. la decena; los conejos -que proceden de Hispania y fueron aclimatados en Córcega- al precio de 40 den. la unidad, y las liebres, nada menos que a 150 denarios la unidad. Cualquiera de estas carnes se puede acompañar con unas trufas, que están también por las nubes: una libra cuesta 16 denarios. Se mencionan también los caracoles, a 4 den. veinte de ellos, si son de los gordos, aparentemente más económicos pero ¿cuántos se servirían en un banquete?

Sin duda las carnes más caras, sin embargo, son las de aves en general, sean o no de corral. Las aves eran, estas sí que sí, un auténtico producto de lujo. Se las comían todas: pollos, tórtolas, gorriones, palomas, gansos, tordos…. Se criaban en la ciudad, en grandes aviarios (ornithon) y poco importaba que fueran medio sagradas, como el pavo real, consagrado a Juno, o las ocas, que alertaron a los romanos del asedio de los galos, allá por el año 390 aC.
Desde la época de Augusto, las aves en general son ingrediente muy preciado de las mesas, sobre todo de las de los ricos. Los precios van desde los 16 denarios que costaban una tórtola cebada o diez gorriones, a los 300 denarios que valía el pavo real macho. En medio están los 20 den. que costaban un francolín, dos palomas salvajes, diez codornices o diez estorninos; los 30 que costaba una perdiz; los 40 de diez perdices griegas, diez becafigos o dos patos; los 60 den. que costaban dos pollos o diez tordos y los extracaros: los 250 denarios que costaba un faisán cebado, los 200 que costaba una oca cebada o los ya mencionados 300 denarios del pavo real.
Cuando un personaje influyente decidía servir determinado animal como plato fuerte de su cena, automáticamente éste se ponía de moda y su precio se elevaba. Es lo que sucedió por ejemplo con el pavo real: parece que el orador y augur Quinto Hortensio (114-50 aC) fue el primero en servir pavo real en el banquete para festejar su ingreso en el sacerdocio (Varrón Rust. III,6,6), y desde entonces se convirtió en un imprescindible. Si el volátil era de importación, como el propio pavo real, que procedía de Asia, su valor también aumentaba: es el caso del faisán, que habían traído de Phasis (la Cólquide) los mismísimos argonautas: “Fui transportado por primera vez en la nave Argos: antes yo no conocía nada más que el Fasis” (Marcial XIII,72). El faisán gustaba mucho por su carne grasa y parece que se incluía en las cenas de las Saturnalia (Estacio, Silv. I,67). Otras aves, como las de corral, criadas desde siempre para el consumo, se cebaban convenientemente con harina empapada en leche, que engorda bastante más. Si se trataba de palomas y pichones, se alimentaban con harina de habas tostadas y farro, bien amasadas con aceite. Para acabar, parece que el consumo de aves venía reforzado por ser éstas un remedio medicinal: la sangre de palomo se recomendaba para la epilepsia (Scrib.16), el pollo se consideraba un antídoto para el veneno de serpiente (Celso 5,27), y lo mismo pasaba con las ocas, que eran cicatrizantes (Scrib.185) o los tordos, como los que recomendaba el médico a Pompeyo porque estaba un poco debilucho (Plutarco Vitae p. Pompeyo,2).

Pasemos al tema de los vinos. Los más caros son los que presentan denominación de origen: el Falerno, el Piceno, el Tiburtino, el Sabino, el Aminiano, el Setino y el de Sorrento están todos marcados al precio de 30 denarios el sextario. Pero también las reducciones de vino y los vinos especiados eran caros, y además eran imprescindibles para crear salsas dignas de un banquete de primera. Así, la reducción de vino a la mitad de su volumen, o defrutum, cuesta 20 den. el sextario; el vino con especias, 24; y el vino a la miel dorada del Ática, también 24.
Para acabar, pasemos a los ingredientes que sirven para aliñar, cocinar o dar sabor a las salsas. El aceite de oliva, el de primera calidad, cuesta 40 den. el sextario, lo mismo que la miel de la mejor. Ambos son imprescindibles en cocina: el primero para cocinar y aliñar en crudo, pero el segundo para elaborar salsas condimentadas, conservar las frutas o endulzar los vinos. Del liquamen ya hemos hablado (16 den. el sextario) y si se quiere utilizar una sal ya especiada, cuesta 8 denarios el sextario. Para dar sabor final a todos los platos, ese sabor a suma de sabores propio de los platos más ostentosos de la cocina romana, son imprescindibles, no solo las hierbas aromáticas, sino también las especias: el Edicto menciona algunas como el jengibre (a 400 den. la libra), el perejil (a 120), la pimienta (a 800 den,) o el azafrán (a 2000 den. si es arábico, o 1000 si es de Cilicia). Considerando que cualquier plato de Apicio tiene -por lo general- pimienta, miel, garum, reducción de vino y aceite, más otros que pueden variar según la composición (cilantro, ajedrea, séseli, menta, perejil, ruda, orégano…) y a menudo frutos secos (dátiles, piñones, pasas, nueces…), sólo la confección de la salsa cuesta tanto o más que el ingrediente principal, si éste es carne o pescado.

Viendo estos precios me imagino al profesor de historia (el de los 50 denarios al mes) comiendo gachas con verduras o legumbres, tomando vino peleón en la taberna y algún guiso -excepcional- de algo humeante y caliente en la propia taberna, da igual si cerdo o ternera, acompañado de algo de pan. Me imagino también a los numerosos clientes deseando que su patronus se dignara invitarlos a una cena, para poder comer esos faisanes, esos pavos y esas tetas de cerda que, seguro, colmaban su imaginación.