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jueves, 9 de enero de 2020

UBI ALIUM IBI ROMA

El ajo (allium sativum) es una planta de bulbo muy consumida en la Antigüedad. A su facilidad de cultivo y de conservación se unen sus propiedades medicinales y su fama de súper alimento. Como veremos, sirve para curar casi todo, es muy versátil en la cocina y, conservado correctamente, aguanta semanas y hasta meses. Todo son bondades para este fantástico condimento de sabor fuerte y picante. ¿Todo? Bueno, quizá no. Vayamos por partes.

allium sativum Foto: https://commons.wikimedia.org/
Se cree que el ajo procede de Asia Occidental (quizá de Siria) o bien de Egipto, donde su uso está muy bien documentado, y de allí pasó a toda la cuenca del Mediterráneo, donde se cultiva y se consume desde hace más de siete mil años. En el país del Nilo, el ajo formaba parte de la dieta habitual del pueblo. Una cita del historiador griego Heródoto nos documenta su uso en pleno siglo V aC: “En la pirámide está notado con letras egipcias cuánto se gastó en rábanos, en cebollas y en ajos para el consumo de peones y oficiales; y me acuerdo muy bien que al leérmelo el intérprete me dijo que la cuenta ascendía a 4.600 talentos de plata” (Heród. II,125,6). Su uso cotidiano se deduce también de las palabras del pueblo hebreo durante su éxodo, mientras atravesaban el desierto del Sinaí: “Nos acordamos del pescado que comíamos en Egipto de balde, de los pepinos, los melones, los puerros, las cebollas y los ajos” (Números 11:5). A Plinio el Viejo le hacía mucha gracia que los egipcios invocasen al ajo y la cebolla entre sus juramentos y los elevasen a la categoría de dioses y, de hecho, no solo eran sagrados sino que formaban parte de varios rituales mágicos.  También en el país del Nilo los ajos se utilizaban por sus numerosas propiedades medicinales, como demuestra su aparición en diferentes fórmulas terapéuticas del famoso Papiro Ebers, verdadero compendio farmacológico de la antigüedad.

El pueblo griego, como el romano, fue un gran consumidor de esta hortaliza. Se han conservado diferentes tratados de agricultura y de medicina que hablan sobradamente de su cultivo y sus cualidades: Teofrasto, Hipócrates, Dioscórides, Galeno... Lo consideraban un producto fétido pero lo utilizaban como condimento y, sobre todo, como remedio para numerosos trastornos y dolencias.

El pueblo romano era aún más aficionado al ajo que el griego. A los tratados griegos hemos de añadir ahora los de los autores romanos: Columela y Paladio en lo referente a la agricultura y Plinio el Viejo, que nos explica sobradamente sus  propiedades medicinales. Por todos ellos sabemos cómo y cuándo sembrarlos (en invierno) y recogerlos, las numerosas variedades (agreste, colubrinum, praecox, ursinum…), los métodos de conservación (colgados cerca del hogar para que se ahumasen, guardados entre pajas, macerados en salmuera y vinagre), y sus propiedades, que son muchísimas: es laxante, es diurético, favorece la concepción y sirve como prueba de embarazo, cura enfermedades de la piel, elimina piojos y liendres, restituye el cabello perdido tras la tiña, antídoto contra parásitos y mordeduras de serpiente y musarañas, aclara la voz, calma la tos, provoca el menstruo… Vamos, que vale para todo.


ajos carbonizados. EXPO 2015 Milán.

El pueblo romano consumía ajos en abundancia, tal como reza el proverbio: ubi alium, ibi Roma (‘donde hay ajo está Roma’). Se consumían frescos o secos, tanto el bulbo como los brotes, y se preparaban de muchas formas: crudos, hervidos, formando parte de un guiso o una salsa, condimentando el pan, fritos, desecados… A menudo se acompañan de otros alimentos fuertes, tales como cebollas, puerros, mostaza, rábanos, cebolleta o chalotas, todos condimentos capaces de devorar las entrañas de los comensales, como diría cierto cocinero del Pseudolus de Plauto.

Porque sí, el ajo, por muy saludable que fuese, era también muy indigesto y producía -y sigue produciendo- dispepsia en ciertos estómagos. Horacio compara el ajo con la cicuta (Ep.III,3)  y tan mal le ha sentado un plato excesivamente condimentado con ajo que llega a preguntarse: “¿Qué veneno es este que se ceba en mis entrañas? ¿Acaso se coció con estas hierbas, sin yo saberlo, la sangre de una víbora?” (Ep.III 5-8). Hay que aclarar, sin embargo, que Horacio ha sido víctima de una broma de su amigo Mecenas, quién sabe con qué intenciones. Y que es muy posible que ni Horacio ni el propio Mecenas consumieran ajo jamás, por lo indigesto y por lo pestilente.

Porque ese es el otro problema del ajo: provocaba halitosis en quien lo comía, por lo que la gente elegante tendía a evitarlo, sobre todo ante la perspectiva de eventos sociales o encuentros amorosos. Eso no quiere decir, sin embargo, que no les gustase el sabor acre del condimento, lo que no les gustaba era que el aliento apestase. Plinio explica que cuantos más dientes tenga el ajo, más áspero es su sabor y “por esto deja mal aliento” (NH XIX,111), aunque el olor desaparece si no se toman crudos, sino cocidos (nullum tamen coctis). El mismo Plinio nos indica otro remedio: tras comer ajos, se debe tomar una raíz de acelga asada sobre las brasas y odorem extingui, desaparece la fetidez (XIX,113). Y siempre está el remedio que también recoge Paladio (XII,6): sembrarlos y recogerlos cuando la Luna está bajo las tierras y “así carecerá de su mal olor”.


Caupona de Salvius. Pompeya.
El pueblo llano -y la gente sin complejos- consumía ajos sin tanto remilgo. Tenía fama de nutritivo y reponedor de fuerzas, por lo que era ideal para quienes hicieran grandes esfuerzos físicos. “Estás más harto de ajo y cebollas que los remeros romanos” reprocha el militar Antaménides al viejo Hannón (Plaut. Poen.1314). También es propio de campesinos: “¡Oh duras tripas de los segadores!” (Hor.Ep.III,4). Lo mismo que es propio de esclavos, pobladores de tabernas o soldados, que hasta lo dedicaban a Marte, dios de la guerra, potente y combativo como el mismo ajo.

Esta hortaliza es un símbolo de una cierta condición social. “Apestas a ajo” le reprocha Tranión a Grumión en la comedia de Plauto. Y el segundo,  que tiene muy asumido quién es, le responde con conciencia de clase: “No todos pueden oler a perfumes exóticos como tú, ni ponerse a la mesa tan finos como tú. Anda y quédate con tus tórtolas, tus pescados y tus aves, y déjame a mí aguantar mi destino con mis ajos” (Most.44-48).

Pero el ajo no solo era propio de las clases populares. Excepto si alguien quería proyectar una imagen de sofisticación y elegancia máximas, o tenía una cita amorosa, todo el mundo lo consumía. De hecho, era símbolo de unos valores íntegros y austeros y oler a ajos era señal de salud, de seriedad y hasta de respeto a la tradición. ¿Qué comían los antiguos, aquellos que construyeron la República y dieron gloria al pueblo de Roma? Pues eso, rábanos, nabos, cebollas, ajos…

Suetonio cuenta una anécdota sobre el emperador Vespasiano y sobre lo que simboliza el austero ajo en oposición al decadente perfume. Al parecer, cierto joven se presentó ante él para agradecerle la concesión de una prefectura. Eso sí, se presentó muy perfumado y emperifollado, como sin duda pensó que exigía la etiqueta. Sin embargo, al emperador le disgustó tanta finura, y ni corto ni perezoso le soltó: “Preferiría que olieses a ajos”.  Y no contento, “revocó el nombramiento” (Suet.Vesp.8).


Quizá por ser también tan malolientes los ajos se utilizaban en la antigüedad como amuleto contra el mal de ojo. Por ejemplo, Persio indica que para evitar los encantamientos de las sacerdotisas de Isis hay que comer ajo tres veces cada mañana (Sat.V,188). Y quizá también por ser tan pestilentes no tenía buena relación con los templos ni los cultos a los dioses. Por ejemplo, Ateneo nos cuenta que estaba prohibido entrar en el santuario de Deméter si se había tomado ajo (Deipn,X,422D) y otros autores mencionan este alimento como un tabú para los sacerdotes de Zeus Casio en Pelusio, los de Afrodita Líbica o los de la misma Isis.
Medicina, magia y religión van de la mano en el mundo antiguo.


Por lo que respecta estrictamente a la cocina, sabemos que el ajo formaba parte de algunas recetas emblemáticas, como el moretum, una sencilla salsa de queso, aceite y diversas hierbas aromáticas. Aparece en un poema del Appendix Vergiliana, atribuido a Virgilio. El texto explica cómo el campesino Símulo se prepara esta salsa de queso, excavando la tierra con sus propias manos y sacando cuatro ajos, hojas de apio, ruda y cilantro, y posteriormente lo mezcla todo en el mortero, con aceite y vinagre y un pan que también ha hecho él mismo.
Moretum a la manera de Virgilio. Foto: @Abemvs_incena
El ajo también forma parte de una receta llamada sala cattabia, que consiste en una especie de ensalada o plato frío que lleva queso, pan, vinagre, aceite y diferentes verduras y condimentos. Es un plato sencillo y cotidiano, que se sirve frío y que en algunos casos recuerda al gazpacho. La receta la recoge Apicio en su De Re Coquinaria, y es curioso porque este autor nombra al ajo en tan solo tres ocasiones (pensemos que el garum aparece en más de 350 recetas): en la mencionada sala cattabia (IV,I3), en la lista de especias indispensables para la casa (y es que efectivamente era indispensable) y en otra receta más, pero con intención terapéutica: una imitación de pescado salado que lleva comino, pimienta, un diente de ajo, garum y aceite incorporado poco a poco hasta que quede una salsa hilada. Como dice el autor, “este preparado compone el estómago alterado y favorece la digestión” (IX,X,12), aunque yo tengo mis dudas.

preparación del Moretum. Foto: @Abemvs_incena
Pese a las objeciones de los elegantes, el ajo seguiría formando parte indispensable de las cocinas mediterráneas, aportando su perfume y su sabor inconfundible. Sigue siendo un ingrediente popular, protagonista de algunos platos emblemáticos -las sopas de ajo, el alioli, el pesto, las migas, los escabeches, el ajoblanco, el ajoarriero, el pan tostado con ajo, etc, etc -, sigue siendo indigesto y sigue provocando halitosis. Y, por supuesto, sigue sin estar en lo más alto de los productos gourmet. En eso nada ha cambiado, seguimos siendo.... romanos.

Prosit!

viernes, 22 de noviembre de 2019

EPITYRUM DE CATÓN

epityrum nigrum foto:@Abemvs_incena

El epityrum es una pasta de aceitunas que, según Columela, “se usa comúnmente en las ciudades griegas” (Agr.XII,47) y que consumían los romanos desde al menos el siglo II aC. Se trata de una pasta elaborada con la carne de las aceitunas, bien machacada en el mortero, a la que se añaden un buen número de condimentos. La palabra deriva del griego ‘epityrós’, que significa más o menos ‘comido sobre el queso’ y que revela que debía ser un condimento para acompañar precisamente al queso.

Los autores romanos que nos han transmitido la receta son dos: Catón y Columela. Como la receta es de origen griego, seguiremos al autor más cercano en el tiempo a la época en que Roma se apodera del Mediterráneo en general y de Grecia en particular: Catón el Viejo, también conocido como Catón el Censor (siglo II aC).

Veamos la receta original:

Epityrum album nigrum variumque sic facito. Ex oleis albis nigris variisque nuculeos eicito. Sic condito. Concidito ipsas, addito oleum, acetum, coriandrum, comino, feniculum, rutam, mentam. in orculam condito, oleum supra siet. Ita utitor. (De Agricultura 119)

Que traducido sería:

“Receta para epityrum de aceitunas verdes, maduras y variadas. Retira los huesos de las aceitunas verdes, maduras y variadas, y adóbalas de la siguiente manera: corta la carne y agrega aceite, vinagre, cilantro, comino, hinojo, ruda y menta. Cubre con aceite en una cazuela de barro y sirve”.

Adaptación de la receta (véase el libro La cuina Romana per descobrir i practicar del grupo de arqueogastrónomos KuanUm!)

Ingredientes:
  • aceitunas negras y verdes
  • hojas de cilantro
  • hinojo
  • comino
  • hojas de ruda (muy pocas)
  • hojas de menta
  • aceite
  • vinagre

Preparación:

Extraer el hueso de las olivas y trocearlas con un cuchillo.
Machacar en un mortero la mezcla de hierbas frescas o secas y el comino.
Añadir la pulpa de las olivas al mortero (se pueden hacer dos, uno de olivas verdes y otro de olivas negras, o bien uno mezclado) y mezclar con aceite.
Añadir un chorrito de vinagre y servir.

El resultado es una pasta de olivas adecuada para ‘dipear’. El sabor dependerá de los condimentos y las proporciones utilizadas, pero también del tipo de olivas y de la preparación o aliño que llevasen previamente. El epityrum album, de olivas verdes, combina perfectamente con jamón serrano. En cambio, el epityrum  nigrum casa muy bien con el queso.
La receta es fácil de hacer, aunque laboriosa, porque hay que deshuesar las aceitunas y machacar la pasta con mortero (el sabor cambia mucho si se hace con picadora).

epityrum album Foto:@Abemvs_incena

Salud!

viernes, 5 de julio de 2019

FARCIMINA Y OTRAS FARSAS EMBUTIDAS EN LA ANTIGUA ROMA

En la culinaria romana triunfaban toda suerte de salchichas, butifarras, morcones,  morcillas, salchichones, longanizas y otras composiciones a base de carne, grasa, especias y sal. Eran de muchos tipos según la composición y el tratamiento, lo mismo que nuestros embutidos actuales, y en los textos latinos aparecen nombrados de diferentes formas, aunque no es fácil establecer la correspondencia entre palabras y productos.
Tipos de farcimina. Grup de Reconstrucció Històrica de Badalona. Ludi Rubricati 2019. foto @abemvs_incena

En general, se denominaban farcimina toda suerte de embutidos, según leemos en San Isidoro: “Farcimen es la carne muy cortada y picada con que se embute -farcire- o se llena un intestino, después de haberla mezclado con otros condimentos” (Etim. XX,28), y formarían parte de las succidia, es decir, carnes curadas y saladas, generalmente de cerdo, que se destinan a una larga conservación. Como se imagina, son fruto de la necesidad de conservar la carne una vez hecha la matanza, que se hacía tradicionalmente en pleno invierno justamente para aprovechar los beneficios de las bajas temperaturas: a más frío menos crecimiento bacteriano. El poeta Marcial recoge este dato en un epigrama: “La morcilla -botulus- que te llega en pleno invierno, me había llegado antes de los siete días de Saturno” (XIV,72), relacionando la llegada de unas morcillas con las Saturnales, que se celebraban entre el 17 y el 23 de diciembre.

cabeza de cerdo, salchichas y brochetas.
pintura parietal de una cocina de Pompeya
La elaboración general de estos embutidos suele ser siempre la misma: la carne se trocea, se pica y se maja, mezclada con diferentes condimentos, para formar el relleno o farsa (insicium); se embute en una tripa natural y se cuelga y se deja ahumar, o bien se cuece en agua y posteriormente se asa.

Este sistema de conservación de la carne dentro de la misma tripa es muy antiguo, y parece que los romanos lo aprendieron de los griegos. Ya en la Odisea, Homero menciona un embutido asándose al fuego lentamente:
De la misma manera que un héroe a un gran fuego llameante dando vueltas a un vientre repleto de gordo y de grasa, ora a un lado, ora a otro, desea que se ase al momento, él también así se revolvía, pensando en qué forma le pondría las manos a los pretendientes impúdicos, solo él contra tantos”. (Odisea XX,25-30).
Y Ateneo de Náucratis nos menciona al inventor de las salchichas y embutidos, que es nada menos que Aftoneto, uno de los siete cocineros sabios míticos (Deipn. IX, 379E). Grecia es también la autora de los primeros recetarios de embutidos y carnes en conserva. Por otra parte, el procedimiento de ahumar las carnes para conservarlas es también utilizado por los griegos y por los egipcios.

Toda esta tradición fue aprendida por el pueblo romano, que la desarrolló sobradamente.

Sabemos la composición y elaboración de algunos embutidos gracias al recetario de Apicio, De re coquinaria. En su Libro II, Sarcoptes, traducido como “Los trinchantes” se mencionan 5 recetas diferentes.

La primera (II, III,2) sería una receta de morcillas (botellum). En ella hay que mezclar seis yemas de huevo cocido, piñones cortados, cebolla troceada, puerro picado, pimienta molida y algo llamado ‘salsa cruda’ (ius crudum). Los expertos de historia de la alimentación, como Almudena Villegas, consideran que esta ‘salsa cruda’ corresponde a la sangre a medio cuajar, fundamental en la elaboración de las morcillas y butifarras negras. Una vez mezclado todo, hay que rellenar varias tripas y cocerlas con garum y vino.
La palabra utilizada, botellum, es el diminutivo de botulus. Ambas aparecen en diferentes textos y se traducen generalmente por ‘morcilla’, aunque hay que decir que en Aulio Gelio se identifica con el más genérico farcimen. (Gelio XVI, 7,11). ‘Botellum’ es también el étimo del que procede la palabra “botillo”, conocido embutido de la comarca de El Bierzo.

Confección de farcimina. Grup de reconstrucció històrica de Badalona. Magna Celebratio 2019. foto @abemvs_incena
La segunda receta que menciona Apicio (II, IV) es la de las famosas salchichas de Lucania (Lucanicae). El mismo autor nos indica que la receta es similar a la anterior y para hacerla se deben picar una buena cantidad de especias para formar el aliño: pimienta, ajedrea, comino, ruda, perejil, bayas de laurel y cualquier otra especia que se tenga, también garum. La carne se debe picar muy bien y mezclarla con este aliño. Una vez bien picada se amasa y se mezcla con mucha grasa -manteca de cerdo, pinguedine- y piñones. Después se echa en una tripa larga y muy fina y, a diferencia del botellum, la lucanica se cuelga y se ahúma.
Estas salchichas tenían denominación de origen, procedían de la región de Lucania, en el sur de Italia, región que formaba parte de la Magna Grecia, y, al parecer, fueron los militares los que las dieron a conocer en Roma, según las palabras del escritor y militar Marco Terencio Varrón: “A la tripa rellena procedente del intestino grueso, le dan la denominación de Lucanica, porque los soldados tuvieron conocimiento de ella por los lucanos” (De lingua latina V, 22,111). El poeta Marcial las menciona en sus epigramas: “Vengo como hija lucánica de una cerda del Piceno” (XIII, 35), y parece que eran un regalo habitual en las fiestas Saturnales: “Regalos a Sabelo por las Saturnales: una longaniza con tripa falisca” (Mart. IV,46,8). Por cierto, la tripa falisca (venter faliscus) era otro embutido con denominación de origen. Procedía de la zona de Falerium, un territorio situado en tierras etruscas y se hacía con intestinos gruesos. Sería un equivalente a los morcones, obispillos, ‘bisbes’ o ‘bulls’.
Volviendo a la lucanica, esta palabra ha evolucionado en las distintas lenguas europeas, siendo el étimo del que deriva la ‘longaniza’ del castellano, las ‘llonganissa’ y ‘llangonissa’ del catalán, las ‘lukainka’ y ‘lukaika’ del euskera, la ‘luganega’ del italiano o la ‘linguiça’ del portugués. Así de famosas fueron las salchichas de la Lucania!

Las tres recetas siguientes que da Apicio (II, V, 1-3) corresponden a un apartado general de salchichas o farcimina (la traducción por ‘chorizos’ que se encuentra en algunas versiones del libro de Apicio no me parece adecuada, puesto que nuestra asociación del chorizo con el pimentón es inevitable).
En la primera, la farsa se compone de sesos, huevos, piñones, pimienta, garum y laser. En la segunda, de espelta cocida molida con la carne picada y mezclada con pimienta, garum y piñones. En la tercera, de nuevo espelta cocida (con garum y puerros), manteca de cerdo, carne picada, huevos, pimienta, ligústico, piñones y garum. En los tres casos se hierve la tripa rellena con agua y posteriormente se asa, o se sirve cocida. También se puede servir asada y acompañada de mostaza. En todos los casos se utilizan piñones, que no solo dan textura sino que también absorben aromas y sabores. Actualmente algunos embutidos, como el ‘blanquet’ de la Comunidad Valenciana, siguen llevando piñones, además de una composición bastante parecida a las de Apicio, la verdad. En otros casos, observamos que el aglutinante preferido en la actualidad es el arroz.
'Botulus'. Grup de reconstrucció històrica de Badalona. Magna Celebratio 2019. foto:@abemvs_incena
En los textos latinos encontramos otros nombres para referirse a butifarras, salchichas y otros embutidos. Siguiendo la clasificación que hace Varrón (De lingua latina V, 22,111), basada fundamentalmente en el tipo de tripa utilizado, existen el fundolus, embutido en el intestino ciego; el farticulum, que utiliza intestinos más delgados; hila o hilla, si es una tripa muy fina; longavo, si es muy largo; apexabo, que tenía en un extremo algo que sobresalía, como el apex de los sacerdotes; y el murtatum, que llevaba en el relleno una gran cantidad de mirto.

Pero en los textos latinos también encontramos el tuccetum, un tipo de embutido que quizá provenga de la Galia Cisalpina. Bastante grasiento es como nos lo presenta Horacio, quien echa en cara a quien quiere mantenerse saludable que no sea capaz de eliminar de su dieta los platazos enormes y las salchichas pringosas (tuccetaque crassa) (Hor. Serm.II,4,60-62). Y Apuleyo nos habla de la sirvienta Fotis, que preparaba para sus amos un manjar que olía de manera deliciosa (tuccetum sapidissimum) (Apul. Met.II,7).

Otro término habitual en los textos es tomaculum. Trimalción sirve estas salchichas en los aperitivos de su famosa cena, sobre una parrilla de plata que los esclavos traen directamente al triclinio: “Había también salchichas calientes (tomacula ferventia) sobre una parrilla de plata” (Petron. XXXI,11). También en el Satiricón aparece el término sangunculum, sin duda para representar algún tipo de morcilla o butifarra elaborada con sangre. Aparecen en la cena descrita por Abinnas para servir de acompañamiento a un cerdo, que es el plato principal (Petron. LXVI,2).

Relieve funerario del carnicero Tiberius
 Julius Vitalis. Villa Albani, Roma.
Las salchichas, butifarras y longanizas en general eran un producto de cierta categoría, aunque no de lujo. Una elaboración a base de carne, especias y grasa no tenía por qué ser un producto barato. El Edicto de Precios de Diocleciano del año 301 dC nos marca el precio de cuatro de ellas: salchichas de cerdo y de carne de vacuno (quizá salchichas frescas debido al nombre, isicia, referente al relleno de carne picada) y salchichas de Lucania ahumadas, también de cerdo y también de carne de vacuno. Las de cerdo eran más caras con diferencia: las salchichas normales costaban 2 denarios la onza (27,28 gr.), mientras que las de buey o ternera 10 denarios la libra (327,45 gr.). Las de Lucania eran bastante más caras: las de cerdo costaban 16 denarios la libra, mientras que la libra de las de carne de vacuno costaba 10 denarios. Para hacernos una idea, las más caras salen al mismo precio que medio litro de liquamen, que el hígado alimentado con higos, que una tórtola de crianza o que una libra de jabalí.

Por eso no nos sorprende verlas en el banquete de Trimalción, por ejemplo. O en la comida que la joven esposa prepara para su marido, “una comida digna de los sacerdotes salios”, en la que no falta un guisado de carne fresca junto a su embutido (pulmenta recentia tuccetis temperat) (Apul. Met.IX,22). A veces se presentan como aperitivos, junto a huevos, aceitunas, pescado en salazón y otros quitahambres, regados con el inevitable mulsum: “Y no es posible que pongas alguna esperanza en los aperitivos: los he eliminado por completo, pues antes solía quedarme sin apetito con tus aceitunas y tus longanizas (oleis et lucanicis tuis)”, se queja Cicerón, (Ad Fam. 190,8). Marcial las sirve a sus amigos junto a una col verde y una blanca polenta (V,78). Y ya hemos visto que no es extraño regalar estos productos cárnicos con motivo de las Saturnalia, como reclama Estacio a su amigo Plocio Gripo, que ha sido tan tacaño que no le ha regalado “ni salchicha de Lucania , ni tripas rellenas al gusto falisco” (Silv.IV,9,35).

Pero, como he dicho, tampoco eran un objeto de lujo. De hecho, son un alimento idóneo para ser consumido por todas las clases sociales. Se vendían en las tabernas, en las termas y en los puestos ambulantes, según leemos en los textos latinos. Horacio explica que son un buen estímulo para los borrachos, cuyo estómago “exige que lo reanimen más y más con jamón (perna) y salchichas (hillis)” (Hor.Serm. II,4).  Marcial habla del “cocinero que pregona ronco salchichas humeantes (fumantia … tomacla) por las tibias tabernas” (I,41) y Séneca se desespera con el ruido de las termas y de los vendedores ambulantes, que le alteran profundamente: “Luego al vendedor de bebidas con sus matizados sones, al salchichero (botularium), al pastelero y a todos los vendedores ambulantes que en las tabernas pregonan su mercancía con una peculiar y característica modulación” (Ep.VI,56,2).

Escena de carnarium. Museo della Civiltà Romana, Roma.
Butifarras, longanizas, morcillas, salchichas y otras composiciones similares son una herencia de la Antigüedad clásica, cuya elaboración es prácticamente idéntica a la actual si exceptuamos el pimentón.

Bon appetit!


domingo, 31 de marzo de 2019

EL ASÀROTOS OIKOS O ‘SUELO SIN BARRER’

Asaroton Museo Aquileia
El asàrotos oikos es un mosaico que decoraba los comedores romanos y que representa un suelo tras los restos de un banquete, es decir, con detalle de todos los desperdicios que habrían caído en él y que reflejan la abundancia de la celebración. Así, en el asàrotos o asàroton oikos es fácil encontrar representados huesos, espinas, cáscaras de huevo, hojas de vid, cabezas de pescado… y toda suerte de residuos propios de una abundante cena, motivo por el cual recibe este nombre, que significa “suelo sin barrer”.

Según nos cuenta Plinio el Viejo, uno de los primeros en realizar este tipo de mosaicos fue Sosos de Pérgamo, en el siglo II aC. Según Plinio, este autor creó un pavimento “en el que representó en pequeños cubos de colores los restos de un banquete sobre el suelo, y otras cosas que normalmente se barren con la escoba, pareciendo que se han dejado ahí por accidente” (NH XXXVI, 184).
Sabemos que este motivo saltaría a Roma donde se pondría de moda, llenando los suelos de los triclinios de desechos, desperdicios y recuerdos de opulentas cenas.

Asaroton Musei Vaticani

Afortunadamente se han conservado algunos de estos mosaicos. En los Museos Vaticanos podemos ver uno que quizá era copia del de Sosos de Pérgamo. Está firmado por Heraklito y decoraba una villa romana de tiempos de Adriano. En él se representa un suelo con muchísimos desperdicios de comida: se pueden ver restos de frutas, espinas de pescado, caracoles, erizos, huesos de pollo, moluscos, hojas de verduras, avellanas y hasta un ratón royendo una cáscara de nuez. En el Museo del Bardo (Túnez) se halla un fragmento de otro de esos pavimentos; en este caso muestra cáscaras de huevo, pescado, frutas y gambas. En el Museo Arqueológico de Aquileia se halla otro más, en este caso del siglo I aC. De nuevo podemos ver una buena representación de los alimentos que formaban parte de la cena: cabezas y raspas de pescados, calamares, frutas -olivas, manzanas, peras, uvas, castañas, higos- y hojas de vid. Para acabar esta relación de los principales asàrotos oikos conservados, hay un ejemplar fantástico en el Museo del Château de Boudry (Suiza), que muestra toda una escena de banquete: los invitados se hallan colocados sobre un stibadium y están en plena francachela, mientras que los esclavos rellenan las copas, sirven la carne y asisten en todo a los comensales. En el suelo se aprecian los restos de una comida aristocrática: caracoles, conchas de mariscos, pinzas de langosta, cabezas de gambas, patas de pollo, espinas de pescado, hojas de verduras, frutos secos… Todo un festival.

Asaroton Museo del Bardo
Pero más allá de una moda, este tipo de pavimento representa una realidad. En las mesas romanas todo aquel alimento que cayese al suelo durante la comida se debía dejar allí, pues ya no formaba parte de los vivos sino que se convertía en ofrenda para los Manes. Consideraban que lo que caía al suelo entraba en contacto con el mundo subterráneo y por tanto servía para alimentar a los difuntos y las larvae. Recoger lo caído al suelo o barrer bajo la mesa era de pésimo augurio, pues se alteraba el delicado equilibrio entre vivos y muertos. Solo tras la prima mensa se podía barrer, momento en que se hacía una lustración, una purificación del suelo rociándolo con una capa de serrín de madera y azafrán. Es también el momento de hacer una ofrenda a los Lares, una ofrenda en la que participan esos alimentos caídos. Por tanto, el motivo representado en estos pavimentos tiene un significado profundamente simbólico, relacionado con la superstición y la esfera de lo ctónico.
Asaroton Château de Boudry
Sin embargo, el supersticioso o religioso no es el único significado que tiene este tema. La representación de comida en las decoraciones remite al concepto de xénia, que en griego significa “regalos de hospitalidad”. Los pavimentos con el motivo del “suelo sin barrer”, lo mismo que los frescos y naturalezas muertas que decoran las villas con imágenes de alimentos y regalos, tienen como finalidad hacer alusión al lujo, a la hospitalidad y al esplendor del que disfrutarán los invitados. Es un instrumento para promocionarse socialmente, un alarde de riqueza y posición social.

Asaroton Musei Vaticani
Al margen de su significación, el motivo del asàrotos oikos nos aporta información interesante sobre los alimentos que se podían servir en una cena de cierta categoría, tanto en cantidad como en calidad. Abundan los alimentos procedentes del mar -pescados, mariscos y moluscos- así como las carnes -gran abundancia de huesos y patas de pollo o de aves- y las frutas y los frutos secos, sin olvidarnos de los huevos y las verduras. Hemos de imaginar que fueron representados por ser estéticamente aceptables (¿quién se resiste al ver ese ratón adorable royendo una nuez?) pero también por ser una realidad en las cenas, ya que lo que vemos allí coincide con los textos conservados, que son una de las principales fuentes de información.

Por ejemplo, veamos unas palabras de Plinio el Joven en reproche a su amigo Septicio Claro por rechazar una invitación a cenar. Plinio no puede evitar mencionar todo aquello que su amigo se va a perder, y a su vez nos menciona la cena que presuntamente prefiere Septicio Claro:

Se habían preparado por persona un plato de lechuga, tres caracoles, dos huevos, gachas con vino melado y con nieve (...), aceitunas, remolachas, calabazas, cebollas y mil otros manjares no menos suculentos (...) Pero tú has preferido, en casa de no sé quién, ostras, vientres de cerda, erizos de mar y bailarinas de Cádiz” (Plin. Ep. I, 15).

La comparación con los mosaicos está servida.