Las cenas en Roma
suponían un escenario de representación social con múltiples significados. Ostentación
de riqueza y estatus, culto a la personalidad del anfitrión, marca de igualdad
o jerarquía, reproducción de vínculos sociales o lugar para el ocio y el
hedonismo, el banquete necesitaba para celebrarse con éxito de un ejército de
servidores que cumplieran hasta el más mínimo detalle con las necesidades del acto
social que era la cena.
La sala donde se
celebraba el banquete se veía incesantemente
concurrida por un numeroso grupo de
esclavos dedicados a tareas muy específicas. Poseer un alto número de esclavos
era un lujo y motivo de ostentación, y éstos se elegían en función de sus
habilidades o su capacidad decorativa.
Entre los que tenían una
mayor consideración estaban el nomenclator y el jefe de cocina. El nomenclator recordaba el
nombre de los invitados a la entrada del convite y los acompañaba a su puesto
en el triclinio. A menudo aconsejaba al anfitrión también sobre dónde colocar a
cada invitado, lo cual era sumamente importate, pues cada asignación en el
triclinio implicaba un grado diferente de dignidad y jerarquía social. El jefe de cocina, o archimagirus o tricliniarcha,
era el encargado de que toda la cena se sirviera correctamente, de que se
mantuviera la etiqueta y la limpieza y
se sirviera cada plato en su momento. Tenía un gran conocimiento de los tipos
de carne y de los cortes más adecuados para cada una de ellas, y por eso a menudo era el structor o scalcus, es
decir, quien tenía una gran formación en las habilidades de trocear y repartir
la carne. Éste controlaba a todos los demás servidores y trinchantes. En las
manos de los esclavos estaba el éxito del banquete y del anfitrión, así que es
fácil imaginar que los que tenían la función de controlar y coordinar toda la
actividad que tenía lugar en el triclinio eran esclavos muy valorados, que
podían permitirse el lujo de improvisar movimientos de espadachín con los
cuchillos o cortar la carne al ritmo de la música.
En la cocina se hallaban
el o los cocineros, que podían ser propios o alquilados para la ocasión. En general,
el cocinero no gozaba de una buena consideración. Sin embargo, su papel en el éxito de la cena
era indispensable. El buen cocinero era siempre hombre (no constan datos sobre
cocineras) y se dedicaba profesionalmente a ello. Debía conocer la salsa
adecuada a cada ocasión, tratar los alimentos con sumo cuidado y componer los
platos con sabiduría y gracia. Para ello debía poseer sentido artístico, lo
cual garantizaba más o menos la admiración de los comensales. Era también muy
importate que supiera aliñar y combinar el alimento con las correspondientes salsas
y especias. El cocinero debía conocer a
la perfección el gusto del anfitrión y saber contentar su gula. Un buen
cocinero contribuía a aumentar el prestigio del jefe. Por eso era importante
que fueran buenos profesionales fijos en la casa.
En caso de necesidad se
podían alquilar los servicios de otros cocineros pero éstos generalmente no
gozaban de buena reputación y a menudo se les tildaba de ladrones. La cuestión
es que, no conociendo los gustos del patrón, era bastante difícil que pudiera
contentar a la clientela. El cocinero
debía de ser capaz de componer un menú con los ingredientes que previamente
había comprado el patrón en el mercado: la libertad creativa está, pues,
limitada. Por otra parte trabajaba en la cocina, lugar sucio, insalubre por el
humo y los vapores, y ruidoso. Las cocinas se alejan del triclinio lo más
posible porque muestran una realidad difícil de dulcificar. El cocinero, por
más que es imprescindible para que la cena funcione, siempre está asociado a
unas connotaciones serviles que parecen unidas al entorno en el que se desenvuelve:
lo mismo que la cocina es peligrosa, insana y sucia, el cocinero también
adquiere, por contacto, una degradación social de la que no se pudo librar en
la Antigüedad. Por supuesto si el cocinero incurría en algú error, al ser esto
motivo de mala imagen social para el anfitrión, era golpeado sin remilgos. “Te parece que soy cruel y demasiado glotón,
Rústico, porque a causa de la cena golpeo al cocinero. Si esto te parece una
causa liviana para los azotes, ¿por qué motivo, pues, quieres que sea azotado
mi cocinero?” leemos en Marcial (8, 23). Una comida mal preparada o
aliñada, un alimento demasiado crudo, un plato servido a destiempo suponían un
problema de imagen para el anfitrión: un bochorno público que derivaría sin duda en comentarios y
cotilleos posteriores. Lo único que podía hacer el patrón para compensarlo era
azotar ahí mismo al cocinero, habitualmente amedrentado en los textos
literarios.
El resto de esclavos que
podemos encontrar deambulando por la sala del triclinio pertenecen a varias
tipologías. Los que tienen encomendadas las tareas menos agradables son los analecta,
quienes se encargaban de la limpieza, recoger las mesas, barrer los
desperdicios del suelo, etc. Posiblemente también lavaran los pies a los
invitados antes de comenzar la cena, en
el ritual que también implicaba quitarse las sandalias y ponerse muy cómodo
antes de subir al triclinio (soleas
deponere). Al respecto de los que barrían el suelo, los scoparii, hay que decir que hacían su
labor de forma ritualizada, ya que no se podía barrer en cualquier momento; por
ejemplo, era de pésimo gusto barrer cuando un comensal se levantaba dela mesa. Por
otra parte, ningún alimento caído al suelo se podía recoger, pues ya formaba
parte del mundo de los espíritus y los Lares. Estos restos se recogían para ser
ofrecidos a los dioses en la lustratio,
una limpieza entre ritual e higiénica en la que los scoparii participaban purificando el suelo con una capa de serrín y
azafrán. Estos sirvientes iban poco arreglados y llevaban la barba y la cabeza
rapadas.
Los ministratores o ministri
tenían a su cargo el servicio de la cena. Se dedicaban a presentar los platos y
eran bastante hermosos y exóticos. Muy jóvenes
y de aspecto muy cuidado, servían de marco decorativo al servicio de platos no
menos exóticos. A menudo eran griegos, alejandrinos, frigios, sirios, y a
menudo ni siquiera entendían el latín. Pero no sólo eran decorativos, debían
por fuerza tener experiencia en servir las mesas y en reaccionar ante cualquier
eventualidad que surgiera. En ocasiones
hasta recordaban a su patrón normas de comportamiento o le sugerían obras
literarias para lucimiento de éste.
Pero aún había un tercer
tipo: los que escanciaban el vino. Estos
eran los más jóvenes y hermosos y su actividad se intensificaba durante la comissatio. La idea era parecerse a
Ganímedes, el copero celestial, y por ello solían ser niños imberbes que
frecuentemente combinaban su labor de escanciadores con la de eventuales
amantes.
Vino y erotismo suelen hacer un buen tándem. Recordemos a Marcial: “Dame, niño, besos humedecidos con viejo
falerno, dame copas cuyo nivel hayan hecho bajar tus labios. Si a esto añades los
goces verdaderos de Venus, diré que a Júpiter no le va mejor con Ganímedes”
(11, 26). Más claro, el agua.
Por último, cada comensal
llevaba consigo al menos un esclavo, un seruus ad pedes, que permanecía
siempre junto a él, tras el lecho y preferentemente de
pie. Su función era prestarle los servicios necesarios, como asistirle en el
alivio del estómago, recoger las sobras en la servilleta, ayudar en el alivio
de la vejiga, mantener en pie a un amo mareado, etc.
Como en el caso de los
cocineros, todos los esclavos podían ser azotados si se equivocaban o no
desempeñaban bien su cargo. Sin embargo,
en algunos casos también fueron tratados con el mismo rango que los familiares.
La cena es un acto social
completo, un universo con normas estrictas. En las cenas se rinde culto a la
personalidad del anfitrión y todos los elementos se combinan para crear ese
ambiente de lujo y perfección al que se aspira. El conjunto de esclavos y
cocineros es, pues, un factor de lujo más, una ocasión para convertir la cena
en arte.
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