lunes, 24 de junio de 2013

LOS COCINEROS Y EL SERVICIO DE MESA EN LOS BANQUETES

Las cenas en Roma suponían un escenario de representación social con múltiples significados. Ostentación de riqueza y estatus, culto a la personalidad del anfitrión, marca de igualdad o jerarquía, reproducción de vínculos sociales o lugar para el ocio y el hedonismo, el banquete necesitaba para celebrarse con éxito de un ejército de servidores que cumplieran hasta el más mínimo detalle con las necesidades del acto social que era la cena.


La sala donde se celebraba el banquete se veía  incesantemente  concurrida por un numeroso grupo de esclavos dedicados a tareas muy específicas. Poseer un alto número de esclavos era un lujo y motivo de ostentación, y éstos se elegían en función de sus habilidades o su capacidad decorativa.


Entre los que tenían una mayor consideración estaban el nomenclator y el jefe de cocina. El nomenclator recordaba el nombre de los invitados a la entrada del convite y los acompañaba a su puesto en el triclinio. A menudo aconsejaba al anfitrión también sobre dónde colocar a cada invitado, lo cual era sumamente importate, pues cada asignación en el triclinio implicaba un grado diferente de dignidad y jerarquía social. El jefe de cocina, o archimagirus o tricliniarcha, era el encargado de que toda la cena se sirviera correctamente, de que se mantuviera la etiqueta y la limpieza  y se sirviera cada plato en su momento. Tenía un gran conocimiento de los tipos de carne y de los cortes más adecuados para cada una de ellas, y por eso  a menudo era el structor o scalcus, es decir, quien tenía una gran formación en las habilidades de trocear y repartir la carne. Éste controlaba a todos los demás servidores y trinchantes. En las manos de los esclavos estaba el éxito del banquete y del anfitrión, así que es fácil imaginar que los que tenían la función de controlar y coordinar toda la actividad que tenía lugar en el triclinio eran esclavos muy valorados, que podían permitirse el lujo de improvisar movimientos de espadachín con los cuchillos o cortar la carne al ritmo de la música.
En la cocina se hallaban el  o los cocineros, que podían ser propios o alquilados para la ocasión. En general, el cocinero no gozaba de una buena consideración.  Sin embargo, su papel en el éxito de la cena era indispensable. El buen cocinero era siempre hombre (no constan datos sobre cocineras) y se dedicaba profesionalmente a ello. Debía conocer la salsa adecuada a cada ocasión, tratar los alimentos con sumo cuidado y componer los platos con sabiduría y gracia. Para ello debía poseer sentido artístico, lo cual garantizaba más o menos la admiración de los comensales. Era también muy importate que supiera aliñar y combinar el alimento con las correspondientes salsas y especias.  El cocinero debía conocer a la perfección el gusto del anfitrión y saber contentar su gula. Un buen cocinero contribuía a aumentar el prestigio del jefe. Por eso era importante que fueran buenos profesionales fijos en la casa.
En caso de necesidad se podían alquilar los servicios de otros cocineros pero éstos generalmente no gozaban de buena reputación y a menudo se les tildaba de ladrones. La cuestión es que, no conociendo los gustos del patrón, era bastante difícil que pudiera contentar a la clientela.  El cocinero debía de ser capaz de componer un menú con los ingredientes que previamente había comprado el patrón en el mercado: la libertad creativa está, pues, limitada. Por otra parte trabajaba en la cocina, lugar sucio, insalubre por el humo y los vapores, y ruidoso. Las cocinas se alejan del triclinio lo más posible porque muestran una realidad difícil de dulcificar. El cocinero, por más que es imprescindible para que la cena funcione, siempre está asociado a unas connotaciones serviles que parecen unidas al entorno en el que se desenvuelve: lo mismo que la cocina es peligrosa, insana y sucia, el cocinero también adquiere, por contacto, una degradación social de la que no se pudo librar en la Antigüedad. Por supuesto si el cocinero incurría en algú error, al ser esto motivo de mala imagen social para el anfitrión, era golpeado sin remilgos. “Te parece que soy cruel y demasiado glotón, Rústico, porque a causa de la cena golpeo al cocinero. Si esto te parece una causa liviana para los azotes, ¿por qué motivo, pues, quieres que sea azotado mi cocinero?” leemos en Marcial (8, 23). Una comida mal preparada o aliñada, un alimento demasiado crudo, un plato servido a destiempo suponían un problema de imagen para el anfitrión: un bochorno público  que derivaría sin duda en comentarios y cotilleos posteriores. Lo único que podía hacer el patrón para compensarlo era azotar ahí mismo al cocinero, habitualmente amedrentado en los textos literarios.

El resto de esclavos que podemos encontrar deambulando por la sala del triclinio pertenecen a varias tipologías. Los que tienen encomendadas las tareas menos agradables son los analecta, quienes se encargaban de la limpieza, recoger las mesas, barrer los desperdicios del suelo, etc. Posiblemente también lavaran los pies a los invitados antes de comenzar la cena,  en el ritual que también implicaba quitarse las sandalias y ponerse muy cómodo antes de subir al triclinio (soleas deponere). Al respecto de los que barrían el suelo, los scoparii, hay que decir que hacían su labor de forma ritualizada, ya que no se podía barrer en cualquier momento; por ejemplo, era de pésimo gusto barrer cuando un comensal se levantaba dela mesa. Por otra parte, ningún alimento caído al suelo se podía recoger, pues ya formaba parte del mundo de los espíritus y los Lares. Estos restos se recogían para ser ofrecidos a los dioses en la lustratio, una limpieza entre ritual e higiénica en la que los scoparii participaban purificando el suelo con una capa de serrín y azafrán. Estos sirvientes iban poco arreglados y llevaban la barba y la cabeza rapadas.

Los ministratores o ministri tenían a su cargo el servicio de la cena. Se dedicaban a presentar los platos y eran bastante hermosos y exóticos.  Muy jóvenes y de aspecto muy cuidado, servían de marco decorativo al servicio de platos no menos exóticos. A menudo eran griegos, alejandrinos, frigios, sirios, y a menudo ni siquiera entendían el latín. Pero no sólo eran decorativos, debían por fuerza tener experiencia en servir las mesas y en reaccionar ante cualquier eventualidad que surgiera.  En ocasiones hasta recordaban a su patrón normas de comportamiento o le sugerían obras literarias para lucimiento de éste.  

Pero aún había un tercer tipo: los que escanciaban el vino. Estos eran los más jóvenes y hermosos y su actividad se intensificaba durante la comissatio. La idea era parecerse a Ganímedes, el copero celestial, y por ello solían ser niños imberbes que frecuentemente combinaban su labor de escanciadores con la de eventuales amantes.
Vino y erotismo suelen hacer un buen tándem. Recordemos a Marcial: “Dame, niño, besos humedecidos con viejo falerno, dame copas cuyo nivel hayan hecho bajar tus labios. Si a esto añades los goces verdaderos de Venus, diré que a Júpiter no le va mejor con Ganímedes” (11, 26). Más claro, el agua.

Por último, cada comensal llevaba consigo al menos un esclavo, un seruus ad pedes, que permanecía siempre junto  a él, tras el lecho y preferentemente de pie. Su función era prestarle los servicios necesarios, como asistirle en el alivio del estómago, recoger las sobras en la servilleta, ayudar en el alivio de la vejiga, mantener en pie a un amo mareado, etc.


Como en el caso de los cocineros, todos los esclavos podían ser azotados si se equivocaban o no desempeñaban bien su cargo.  Sin embargo, en algunos casos también fueron tratados con el mismo rango que los familiares.


La cena es un acto social completo, un universo con normas estrictas. En las cenas se rinde culto a la personalidad del anfitrión y todos los elementos se combinan para crear ese ambiente de lujo y perfección al que se aspira. El conjunto de esclavos y cocineros es, pues, un factor de lujo más, una ocasión para convertir la cena en arte. 

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