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martes, 27 de marzo de 2018

LIBUM

Foto: @Abemvs_incena

A los romanos les encantaba el dulce. La mayoría de dulces romanos son pasteles o tortas hechos con huevos o lardo a los que se les añadía queso y algo de dulce, generalmente miel. Hoy veremos uno de ellos, el libum, muy fácil de hacer y delicioso.

Lararium. Pompeya.
El libum es un panecillo dulce que nace para ser ofrecido a los dioses. De hecho, se llaman así porque se empleaban en las libaciones (Varrón, LL VII,44).  En los sacrificios, en las festividades importantes e incluso en el culto doméstico, el libum servía para hacer las ofrendas, de manera que un pedacito se colocaba en el altar y el resto era repartido entre los asistentes a la ceremonia votiva.

La receta la encontramos muy detallada en De Agricultura de Catón el Viejo. La obra de Catón deja constancia de los usos y costumbres tradicionales que definen la esencia y la identidad de Roma. Las recetas que aparecen en De Agricultura resultan un recopilatorio de la tradición más arcaica. En este libro no encontraremos ninguna de esas novedades helenísticas que se pondrán de moda en las vidas -y en las mesas- de los romanos pudientes desde el siglo II aC. Al contrario, en De Agricultura aparecen legumbres, panes y tortas, miel, frutas locales, huevos, aceite, hortalizas, vino, carne de gallina… la comida que podríamos encontrar en la despensa de un rico agricultor, del propietario de una villa.

Veamos la receta de libum tal y como aparece en el libro de Catón:

El libum se hace de esta manera: se colocan dos libras de queso en un mortero. Cuando estén bien desmenuzadas, añade una libra de trigo candeal o, si quieres que sea más tierno, media libra sola y la mezclarás cuidadosamente con el queso. Añadirás un huevo y lo mezclarás de nuevo. Con esta masa harás un pan y lo colocarás sobre unas hojas y, con el fuego bien caliente, lo cocerás lentamente en una olla de barro”. (De Agricultura LXXV).

Como se ve, la receta está bastante detallada. Sin embargo, la que he utilizado yo es la adaptación que se puede encontrar en el libro La cuina romana per descobrir i practicar, de Josep M. Solías y Juana M. Huélamo, un libro muy práctico a la hora de experimentar con las recetas antiguas.

Vamos allá.

LIBA EX CASEO SUPRA LAURUM (Panecillos rituales sobre hojas de laurel)

INGREDIENTES:

400 gr de queso tipo mató o requesón
100 gr de harina de espelta integral
1 huevo
1 pizca de sal
1 pizca de hoja de laurel en polvo
Hojas de laurel para la base de los panecillos

ELABORACIÓN:

En primer lugar, debemos encender el horno a 200º. A continuación, en un bol grande ponemos la harina con el queso, la sal y el polvo de laurel y lo mezclamos bien. Después, echaremos el huevo y continuaremos mezclando. Pondremos en una bandeja de horno unas hojas de laurel sobre un papel encerado. Sobre las hojas, un poco de aceite. Una vez hecha la masa nos ayudaremos de dos cucharas para hacer pequeños panecillos y los iremos disponiendo sobre las hojas de laurel. Hornearemos a 200º durante unos 20 minutos y añadiremos 3 minutos más de grill.

Foto: @Abemvs_incena

EL RESULTADO:

Los panecillos son deliciosos. La textura es esponjosa pero firme, el sabor es delicado y el aroma del laurel les da un toque especial. Una receta muy fácil que combina con platos dulces y salados.

Foto: @Abemvs_incena


Prosit!

jueves, 7 de septiembre de 2017

IENTACULUM, DESAYUNO FRUGAL A LA ROMANA

La palabra para designar el desayuno en latín es ientaculum. Sin embargo no se trata del mismo concepto de desayuno que tenemos en la actualidad. Nuestro concepto se forja alrededor del siglo XIX con la revolución industrial. Los horarios de trabajo van a marcar sí o sí el ritmo de las comidas y se hace imprescindible comer algo antes de entrar a trabajar para aguantar el esfuerzo. También hay que comer algo a mediodía, pues gracias a la electricidad se amplía el horario de trabajo hasta más tarde y se retrasa la cena. Por otra parte, fruto del interés por la salud y por la venta de productos confeccionados expresamente para ello, se comienza a forjar esa idea de que el desayuno es “la comida más importante del día”.
El ientaculum romano es otra cosa. Es un refrigerio, un tentempié que se puede tomar o no según las necesidades y gustos de cada uno. No está en absoluto codificado dentro del ritmo de las comidas y, en todo caso, no es para nada “la comida más importante del día”. Partiendo de esta premisa inicial, veamos qué tomaba el pueblo romano para desayunar.

Foto: @Abemvs_incena (Tarraco Viva 2017)



Las fuentes escritas apenas se hacen eco del desayuno -ientaculum- del pueblo romano. Este se suele confundir a veces con el almuerzo -prandium-, otra de las comidas que tampoco aparecen mucho en las fuentes escritas. Ambas responden al mismo concepto, el de tomar algo para calmar el estómago, sin protocolos ni complicaciones. Pero aunque los textos no mencionan demasiado estas comidas, podemos extraer algunas pistas.


Parece que el desayuno se hacía entre la hora tertia y la hora quarta (entre las 7 y las 9 de la mañana según sea verano o invierno), aunque, insisto, dependerá de a qué hora se levante el interesado y la actividad que vaya a realizar.
Por ejemplo, en la biografía del emperador Antonino Pío se dice que este desayunaba antes de que empezara el ritual matutino de la salutatio, por lo tanto desayunaba algo casi seguro antes de que saliera el sol: “también de anciano, antes de que llegaran los clientes, comía pan seco para mantener las fuerzas” (Iul. Capitol. Anton. Pius 13,2).
También al amanecer desayunaban los niños que iban a la escuela, desayuno que a menudo compraban en la panadería, según las palabras de Marcial: “¡Levantaos! Ya está vendiendo a los niños sus desayunos (ientacula) el panadero, y las crestadas aves del alba -los gallos- resuenan por todas partes” (XIV,223)
Pero en otros casos se desayuna más tarde, por ejemplo en cierto viaje que hacen los protagonistas de El Asno de oro, que parten al amanecer pero deciden desayunar estando ya el sol alto (Apul. Met. I,18).


Foto: @Abemvs_incena (Magna Celebratio 2017)


Las fuentes escritas nos dan pistas a su vez sobre qué se desayunaba. Hemos visto ya que Antonino Pío tomaba pan seco (panem siccum). Este panem siccum aparece a menudo y estaría situado en el puesto número uno de los ingredientes del desayuno romano. Lo encontramos en la dieta de Tácito (el emperador del siglo III, no el historiador): “Solamente comía pan seco y aderezado con sal u otros condimentos” (Vopisc. Tacit.11), o en la de Séneca: “a continuación tomo pan seco” (Ep. 83,6). Así pues, pan duro, que podía estar untado de ajo, aceite y sal, o bien remojado en vino puro.

Junto al pan duro, el otro ingrediente estrella del desayuno, el queso. Leemos en El Asno de oro: “-He aquí tu almuerzo, está preparado (paratum tibi adest ientaculum). Dejo caer las alforjas de mis espaldas y le ofrezco pan y queso” (Apul. Met. I,18). Y en Marcial: “Queso Vestino. Por si quisieras sin carne tomar desayunos frugales, este queso te llega de la cabaña de los Vestinos” (XIII,31), especificando además el tipo de queso, que se ha querido identificar con el “pecorino di Farindola” de la Pescara actual, en la región de los Abruzos. Marcial es así, muy de denominación de origen. Por cierto, no pasemos por alto la advertencia del escritor, “si quisieras sin carne tomar desayunos frugales…”, dejando caer que el tema frugalidad es una mera opción personal.


El desayuno permite también otras opciones: leche, miel, frutas, huevos… El emperador Alejandro Severo “cuando aún estaba en ayunas, se bebía casi un sextario (0,54 litros) de agua fría del acueducto llamado Claudio. Tras salir del baño, tomaba una buena cantidad de leche y pan (lactis et panis), huevos (ova) y después vino mezclado con miel (mulsum)” (Lamprid. Alex. Sev.30).

Foto: @Abemvs_incena (Tarraco Viva 2017)

A menudo las fuentes escritas no dejan claro si se trata de ientaculum o prandium, aunque sí dan a entender que es la única comida que se consume antes de la cena. Por ejemplo, en el caso del emperador Augusto: “Comía muy poco y siempre de cosas comunes. Gustaba especialmente de pan mezclado (secundarium panem), de pescados pequeños (pisciculos minusculos), de quesos frescos hechos a mano (caseum bubulum manu pressum) y de higos frescos (ficos virides)” (Suet. Aug. 76). En el mismo pasaje, se nos dice que, estando de viaje, había comido solo pan y dátiles (panem et palmulas) y en otra ocasión, al regresar a su casa del palacio de Numa, “una onza de pan y algunas pasas” (panis unciam cum paucis acinis uvae duracinae).


Los niños que asistían a la escuela podían comprar también su desayuno en la panadería, como nos apuntaba Marcial: “Ya está vendiendo a los niños sus desayunos el panadero...” (XIV,223). Seguramente se trataba de algún tipo de galleta de cereal (crustula) que podría contener miel, o no. Horacio apunta a que a veces, algunos maestros condescendientes (blandi doctores) “se atraen a los niños dándoles galletas (crustula) para que aprendan de buena gana las letras” (Hor. Serm.I,I,25-26), haciendo alarde así de cierta intuición por parte de esos maestros de la necesidad de glucosa matutina en las mentes de sus estudiantes.

Vemos que el romano auténtico, el que respeta los valores de la tradición y está comprometido con sus deberes civiles, es frugal en su desayuno (y su almuerzo), es decir, en aquellas comidas ordinarias alejadas del compromiso social de la coena. Y las fuentes escritas se deben leer siempre en esta clave, puesto que no expresan lo que de verdad sucede, sino lo que el sistema ideológico representa. Por ejemplo, los hombres de bien, los buenos emperadores, las mujeres castas (cuánto cuesta encontrar datos sobre las mujeres romanas, excepto para criticarlas), los filósofos, los científicos, los militares y todos aquellos que se dedican a sus obligaciones civiles son siempre frugales, mientras que algunos nuevos ricos, los libertos, los esclavos desvergonzados y los malos políticos y emperadores tendrán un comportamiento desordenado y decadente en la mesa.
Por eso sabemos que Vitelio, proclamado emperador por el ejército en la Germania Inferior el año 69, no le caía demasiado bien a su biógrafo Suetonio, puesto que además de hablar de sus defectos como gobernante, su crueldad y su falta de empatía con el pueblo romano, lo retrata como un glotón descontrolado cuya voracidad no tenía límites y no era capaz de contenerse ni siquiera durante los sacrificios. Y por supuesto, “comía ordinariamente tres veces al día y a veces cuatro, designándolos almuerzo, comida, cena y colación (ientacula et prandia et cenas comissationesque)” (Suet. Vitel.13).


Lo mismo pasa con Clodio Albino, emperador a finales del siglo II, de quien se dice que “fue un glotón y que llegó a devorar una cantidad tan grande de frutas como no tolera la naturaleza humana” (Jul. Capitol. Clod. Alb.11). La cuestión es que la Historia Augusta, donde se narra su biografía, fue redactada durante el reinado de Septimio Severo, con quien se enfrentó Clodio Albino. Y no deja de ser curioso que para hablar de un gobernante se especifique su comportamiento en la mesa. Clodio Albino no fue solo un glotón, fue un ser sobrenatural, pues “comió en ayunas quinientos higos-pasas, a los que los griegos llaman callistruthias y cien melocotones de Campania, diez melones de Ostia, veinte libras de uvas de Labico, cien papafigos y cuatrocientas ostras” (Clod. Alb.11). Está claro que no era el emperador modelo. La comparación con la dieta de Augusto no tiene color.
El buen romano comprometido con sus deberes cívicos desayuna pan seco, como Séneca; o toma cualquier alimento “ligero y simple”, (levem et facilem), como Plinio el Viejo (Plin. Ep. III,5,10); o hace como Adriano, que comía el mismo rancho que sus soldados, a base de “tocino, queso y agua mezclada con vinagre” (larido caseo et posca) (Elio Esp. Adr. 10); o directamente no desayuna ni almuerza, y mantiene el estómago vacío hasta la hora de la cena, como el austero Cicerón (Ad Fam.193): “Yo llevo el apetito íntegro hasta el huevo” (integram famem ad ovum affero).


Alimentos sencillos, fríos, sin apenas preparación ni ceremonia, que simbolizan la frugalidad del austero pueblo romano. Dime cómo desayunas y te diré qué clase de romano eres.


miércoles, 22 de febrero de 2017

EL PRECIO DE LOS ALIMENTOS EN LA ANTIGUA ROMA: LO BARATO

El Edictum de Pretiis Rerum Venalium, también conocido como Edicto de Precios Máximos o simplemente Edicto de Precios, fue una disposición legal que promulgó el emperador Diocleciano en el año 301 dC. Creado para frenar la inflación, el Edicto establece el precio máximo para un gran número de productos alimenticios, así como ropa y calzado, materiales diversos, coste de los transportes marítimos y también los salarios y jornales de un buen número de profesionales.
Sin entrar en valoraciones -sin duda muy interesantes, pero que son materia de otros blogs- sobre la falta de eficacia del Edicto y sus efectos en la economía romana del momento, el texto ofrece una información muy valiosa sobre el valor asignado a los alimentos, por comparación de unos con otros y sin necesidad de entrar en traducir cantidades a nuestros precios y pesos contemporáneos.
El Edicto expresa los precios en denarios, una moneda de plata que en tiempos de Diocleciano equivalía a 4 sestercios y 10 ases. Y expresa las cantidades de peso y capacidad usando la libra o italicum pondo (327,4 gr.), el sextario itálico (0,547 litros), el modio itálico (8,75 litros) y el modio militar o kastrensem modium (17,51 litros). Dicho esto, pasemos a analizar algunos precios:
Para empezar, veamos algunos alimentos que podemos considerar baratos o asequibles. Pero para poder determinar qué es barato, lo mejor es observar algunos de los salarios que establece el mismo Edicto: un carpintero o un panadero cobraba 50 denarios por un día de trabajo, pero un campesino sólo 20; un sastre cobraba sobre los 40 y un pintor, 75; un profesor podía cobrar 250 denarios al mes si era de leyes y filosofía, pero sólo 50 al mes si era de historia. Bien, vayamos a ello.
Mirando el documento podemos considerar baratos pocos productos. Por ejemplo son baratas las verduras y hortalizas: encontramos en el Edicto algunas tan emblemáticas como la col, para Catón “la primera de todas las hortalizas” (RR 156), que servía para tener lejos al médico, a 4 denarios cinco unidades de las mejores. Encontramos también al mismo precio la decena de endibias o escarolas seleccionadas, las lechugas, los puerros, las remolachas, la achicoria, las cebollas, los pepinos, las malvas, las calabazas o los nabos que en los tiempos míticos de Roma tanto gustaban al frugal Curio Dentato. Los ajos, a 60 den. el modio, son también muy baratos, y poco elegantes, comida de campesinos, por ello el famoso recetario de Apicio casi ni los menciona (aparecen solo en dos recetas). Por lo general, las hortalizas y verduras son lo más económico, con alguna excepción como los espárragos, algo más caros (25 unidades de los cultivados costaban 6 den.). Por lo que respecta a las frutas, son todas carísimas excepto los melones y las sandías: por 4 denarios te daban dos melones grandes o cuatro sandías, lo mismo que costaban 100 castañas o 100 nueces secas. Las aceitunas negras, a 4 denarios el sextario, son otra opción aceptable.
También son asequibles los cereales y el grano, que quizá son el alimento más consumido por todos los ciudadanos de todas las clases sociales. Allí aparecen el trigo (100 denarios el modio castrense), la espelta (mismo precio), la cebada y el centeno (a 60 denarios), la avena (30 denarios), las lentejas, los garbanzos y los guisantes limpios (todos a 100 denarios), lo mismo que las habas molidas, las judías secas o las algarrobas (mismo precio). Con estos cereales se hacía pan, se hacían tortas o polentas, se hacían gachas (puls) o se mezclaban con otras harinas, como en el caso de las habas, que igual servían para hacer purés, que guisos, que tortas. Como curiosidad, aparecen los altramuces, tanto crudos (60 den.) como cocidos (4 den. el sextario), alimento barato y mediocre consumido por los filósofos que buscaban una imagen de sobriedad. Y también un alimento que en nuestra lista sería imprescindible: el arroz (oryza), a 200 den. el modio castrense, bastante más caro que los demás cereales: para la cocina romana era una rareza.

Si vamos a las proteínas, nos encontramos con precios elevados. Entre las carnes, no hay realmente nada barato. La carne de cerdo fresca costaba 12 denarios la libra (327 gr.) (recuerden: el profesor de historia 50 denarios al mes!), igual que  la de vaca o ternera. Una solución era consumir la carne salada o curada, que al menos permitía una conservación más prolongada. Sin embargo, tampoco los embutidos son superbaratos, como veremos más adelante. Si se puede hacer algún sacrificio, lo mejor es comprar longanizas y otros embutidos curados y salados que se mantendrán en la despensa durante algún tiempo: succidia y farcimen. En el Edicto se nombran las salchichas (isicia), que si eran de buey o ternera costaban 10 den. la libra, mientras que si eran de cerdo y ahumadas costaban 16 la libra. Se trata de las famosas Lucanicae, embutido con denominación de origen que procede de la Lucania (Varrón LL, 5,110-11): “al embutido confeccionado con tripa gruesa la denominan Lucanica -longaniza lucana- porque los soldados aprendieron la receta de los lucanos”. Como la carne es carilla, nos podemos asomar al listado de precios de los pescados, para llegar a la misma conclusión: carísimo todo. Bueno, no todo, se salva el pescado en salazón, a 6 denarios la libra. El pescado salado permitía una larga conservación y garantizaba un aporte de proteínas, pero le faltaba la frescura y el valor añadido de ser un producto difícil de conseguir. Junto a este tenemos también el pescado de río pequeño o de segunda calidad, que costaba 8 den. la libra (nada que ver con un salmonete gigante, una lamprea asesina o un rodaballo de buen ver, dignos de un Apicio o un Lúculo). Ni siquiera las sardinas, a 16 den. la libra, eran baratas, de hecho, eran más caras que el cerdo. La opción económica para las proteínas eran los huevos, a 4 denarios los 4 huevos o el queso fresco, a 8 den. la libra. Algo es algo.

Los aliños básicos son también para echarse a temblar. El aceite que no es de oliva, sino de semillas de rábano, cuesta 8 denarios el sextario; el mismo precio la miel fenicia, que es de dátiles, básico para endulzar. Las especias están totalmente fuera del alcance de un bolsillo humilde, y para dar sabor uno se puede conformar con los manojos de hierbas aromáticas, al precio de 4 denarios (ocho manojos). La sal, que se usa para conservar los alimentos y para rectificar en el plato, cuesta 100 denarios el modio castrense. Lo único que parece barato es el vinagre, a 6 den. el sextario. Por lo que la posca, la bebida de agua y vinagre, bien fresquita, era una buena opción económica para quitarse la sed.
Hablando de bebidas, el vino, la bebida emblemática de las civilizaciones antiguas del Mediterráneo, resulta muy caro. La única opción barata es el vino rústico u ordinario, a 8 denarios el sextario como máximo. Es sorprendente que el Edicto recoja el precio máximo de la cerveza, que es una bebida que siempre se nos presenta como ajena al mundo romano, propia solo de bárbaros. Pues aparecen dos tipos: la de trigo (cervesia) a 4 denarios el sextario, y la de cebada (zythi), también conocida como cerveza de Pelusio, la típica cerveza estilo egipcio, aún más barata, a 2 denarios el sextario. Su aparición en el Edicto, válido para todo el Imperio, indica que su consumo era, como mínimo, habitual entre toda la población.
En la siguiente entrada pasaré al otro extremo, a los alimentos que podemos considerar caros, carísimos.