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sábado, 18 de julio de 2020

CITRUS, LOS CÍTRICOS EN LA ANTIGUA ROMA

Casa del Frutetto. Pompeya. Detalle.

Se ha escrito mucho sobre si el mundo romano conocía o no los cítricos, y las opiniones son bastante controvertidas. Durante mucho tiempo, se consideró que el mundo romano solo conocía un cítrico: la cidra (citrus medica), que provenía de Persia y que fue transportada a Grecia por los soldados de Alejandro Magno. Recientes estudios, sin embargo, determinan que en la antigua Roma había no solo cidras, sino también limones (citrus limon). Estos estudios se apoyan en diferentes hallazgos (restos vegetales como polen, semillas o madera carbonizada aparecidos en las villas del área del Vesubio o en el Carcer Tullianum, en pleno Foro de Roma), así como en las representaciones pictóricas de lo que parecen, claramente, limones. Otros admiten también la existencia de limas y naranjas, pero no se basan en hallazgos paleobotánicos, sino solamente en la representación pictórica, por lo que son estudios rechazados por la mayoría por poco consistentes.

En la actualidad, la mayoría de estudiosos se decantan por considerar el cidro y el limonero como los únicos ejemplares de cítricos en la antigüedad grecorromana, y se basan en el registro palinológico (polen) y arqueobotánico (semillas, cáscaras y restos de madera o carbón); apoyados por el testimonio de los textos escritos y en menor medida por la cultura material (pinturas murales, mosaicos, relieves y monedas).

Por cierto, las fuentes escritas recogen el testimonio de una única especie a la que llaman malum medicum, malum assyrium o citrus que, en realidad, agrupa tanto a cidras como a limones (y otros posibles cítricos), puesto que todas las características expuestas son comunes a todos estos frutos ácidos.


Ralladura y semillas de limón fosilizado.


Una cuestión diferente es si consumían o no estos cítricos… Vayamos por partes.


Las cidras fueron el primer cítrico en extenderse por la región mediterránea. Procedían de Oriente, de Persia y Media, y fueron llevadas por Alejandro Magno a Grecia hacia el año 300 aC.  El cidro fue llamado “manzano asirio”, “manzano medo”, “kedrómela” y en latín, “citrus” o “citria”.  Los restos romanos más antiguos de cidra datan del siglo II aC y fueron hallados en diversos jardines de Pompeya y del área Vesubiana. Los restos romanos de limón, en cambio, datan de época posterior (finales del siglo I aC - principios del siglo I dC) y fueron hallados en el Foro de Roma.


¿Qué mencionan los autores griegos y romanos sobre esta planta?


Citrus Giovanni Baptista Ferrari 1646
Uno de los datos que llaman más la atención es que lo consideraban no comestible, al menos en los primeros tiempos. Así lo leemos ya en la Historia de las Plantas del griego Teofrasto: “no es comestible, pero huele muy bien e, igualmente, las hojas del árbol” (HP IV, IV,2), dato que también recoge Plinio el Viejo.  El citrus era apreciado por su aroma y por eso se colocaba entre las ropas, pues además de perfumarlas las protegía de parásitos: “destaca por su fragancia, lo mismo que sus hojas, ya que esta se transmite a las ropas si se guarda entre ellas, y además evita los daños causados por los bichos” (Plin. NH XII, 15). En concreto, evitaba que las polillas se comiesen los vestidos guardados en arcas. A propósito el mismo Plinio cuenta una anécdota sobre unos valiosos libros de filosofía pitagórica que habían resistido el paso del tiempo sin pudrirse porque “habían estado tratados con cidro [libros citratos fuisse], por lo que pensaba que no los había alcanzado la polilla” (NH XIII, 86).


No solo perfumaba la ropa sino también el aliento. Varios autores recogen este uso concreto: “Su decocción y su zumo son enjuagatorios para el buen olor de boca” leemos en Dioscórides (De Materia Medica I, 115), y en Virgilio: “los medos se sirven de él para sus bocas y alientos fétidos y curan el asma de los viejos” (Georg. II,135). De nuevo Plinio recoge este uso médico: “Este es el árbol cuyas semillas, según dijimos, los grandes señores partos hacían hervir en sus guisos para perfumar el aliento; ningún árbol más merece alabanza entre los medos” (NH XII, 16).


El citrus era muy apreciado como antídoto contra el veneno. Si se había consumido una sustancia ponzoñosa, debía tomarse diluido en vino, lo cual provocaba que se revolviese el estómago y se expulsase el veneno por la relajación del vientre, según nos dicen Teofrasto y Dioscórides. “Ningún remedio hay más enérgico ni expele mejor de los miembros el negro veneno”, nos dice Virgilio (Georg. II,127).

Y no solo elimina el veneno ya consumido, sino que actúa de forma preventiva. Para Demócrito de Nicomedia, personaje del Banquete de los eruditos, está clarísimo: “Sé a ciencia cierta que el citrus, tomado antes de cualquier alimento, tanto sólido como líquido, es un antídoto para todo tipo de veneno, pues lo supe de un conciudadano mío al que se le confió el gobierno de Egipto” (III, 84DE). En la anécdota, el gobernador condena a unos individuos a ser pasto de las fieras pero antes de entrar a donde debían ser ajusticiados, comen un citrus que una tabernera les había dado por pena. Los condenados reciben la mordedura de los montruosos áspides, pero milagrosamente no les ocurre nada.

El mismo personaje da la receta para el antídoto: “Si se cuece en miel del Ática un citrus entero tal cual, al natural, con la semilla, se disuelve en la miel, y quien toma por la mañana dos o tres dedos de este preparado no sufrirá daño alguno por el veneno” (Deipn. III, 85A)


Prácticamente todos los autores explican, como hecho llamativo y único, que el citrus produce frutos durante todas la estaciones, es decir, que en el mismo árbol se puede encontrar fruta nueva junto a la fruta de estaciones anteriores. “Este árbol entre los asirios nunca carece de fruto”, nos explica Paladio (Agr. IV,X,16), quien dice que lo ha podido comprobar en sus propiedades situadas en tierras napolitanas, donde el aire es templado y el agua abundante: “los frutos se iban sucediendo siempre, unos tras otros escalonadamente, dado que los verdes sustituían a los maduros y los que estaban en flor alcanzaban el estadio de los verdes, cerrando la naturaleza una especie de ciclo de fertilidad continua”. 

Quizá por esto mismo consideraron este árbol como un símbolo de eterna primavera, lo cual justificaría su atractivo y su presencia en los jardines de las elegantes villas del área del Vesubio: la villa imperial de Oplontis (hay documentada una cavidad de raíz de limonero, junto a polen de cidra y limón), la Casa de Ebe o la Casa de las Vestales, ambas en Pompeya (semillas mineralizadas y polen de cidra), o la pompeyana Casa del Frutetto (donde se observa un limonero en las fantásticas pinturas murales que representan el concepto de jardín ideal). 


Casa del Frutetto

En todo caso, está claro que se trataba de un árbol raro que no se plantaba para el consumo, sino como un artículo de lujo. Los cidros y posteriormente los limoneros eran prácticamente un símbolo de estatus social alto: poblaban algunos de los jardines privados de las villas elegantes, donde destacaban por su perfume, sus propiedades medicinales y su valor simbólico de fertilidad y abundancia, expresado en un árbol repleto de frutos durante todo el año. Por eso mismo dice Plinio que “incluso sirve para decorar las casas” (NH XIII,103), y Marcial lo incluye entre los productos del libro XIII, el libro de los Xenia o regalos de hospitalidad (Mala citrea, XIII,37), pues era un fruto exótico digno de impresionar a tus huéspedes.


Como he dicho antes, en los primeros tiempos se consideraba un fruto no comestible, y se ingería solo por sus propiedades medicinales: para mejorar el aliento, para prevenir o eliminar un envenenamiento, para soltar el vientre o quizás para controlar las náuseas de las gestantes (“El fruto se come especialmente por las mujeres, para el antojo de la embarazada”, Dioscórides I,115). 

Pero a partir del siglo II parece que el citrus se incluye en las elaboraciones culinarias. Un comentario en el Banquete de los eruditos resulta bastante revelador: El mismo Demócrito de Nicomedia que había relatado la anécdota de los condenados que se habían salvado por haber tomado un citrus, también comenta: “Y que ninguno de vosotros se asombre si dice que no se come, pues incluso hasta los tiempos de nuestros abuelos nadie lo comía, sino que, como un preciado bien, se guardaba en las arcas con la ropa” (Deipn. III, 84A). Y acto seguido, tras haber hablado maravillas de este fruto, “se asombró la mayoría del efecto del citrus, y lo devoraron como si antes no hubiesen comido ni bebido nada” (III, 85C), señal de que estaba presente en las mesas.

Por otra parte, el recetario de Apicio, que recoge recetas recopiladas entre el siglo I y el IV o V, explica algunas elaboraciones con citria. Por una parte hace referencia al sistema de conservación: meter en un recipiente, taparlo con yeso y colgarlo (I, XI,5). Por cierto, a la hora de cogerlas y guardarlas “se deberán arrancar con las hojas de las ramas, en una noche en que la luna esté oculta, y ponerlas escondidas” (Paladio, IV,X,18). 

Por otra parte, proporciona una fórmula para un ‘Vino de rosas sin rosas’ (I, III,2): para ello se debe echar en un barril de mosto sin fermentar las hojas verdes de cidro o de limonero [folia citri viridia], colocadas en un capazo de palma y sacarlas a los 40 días. A la hora de usarlo, se añadirá miel et voilà!, un auténtico vino de rosas falsificado. Por cierto, esta receta, que también recoge Paladio, se considera una bebida de tipo medicinal, como todos los vina condita: un brebaje reconstituyente multiusos, así que no nos hemos alejado mucho de las funciones que ya habían señalado Dioscórides, Teofrasto o Plinio.

La única receta culinaria propiamente dicha es un Menú dulce de cidras (Minutal dulce ex citris, Libro IV, III, 5). Para elaborarlo, hay que poner en una cacerola aceite, garum, caldo, puerro, cilantro picado, paletilla de cerdo cocida y pequeñas salchichas troceadas. Durante la cocción, se pica pimienta, comino, cilantro fresco o en grano, ruda fresca y asafétida; se mezcla con vinagre, vino dulce y jugo del caldo. Se añade todo a la cacerola y se deja hervir. Tras la ebullición, se añaden las cidras limpias, cortadas en trozos y cocidas. Se añade pasta de harina desmigajada para dar textura, se espolvorea pimienta y se sirve.


Mausoleo di Santa Costanza. Roma. Detalle.


Producto de élite en la Antigüedad, el citrus (la cidra y el limón) no se implantaría en el Mediterráneo plenamente hasta muchos siglos después, junto a naranjas, limas y pomelos. Habrá que esperar a la conquista islámica y a las rutas comerciales de portugueses y genoveses para conseguir un consumo masivo de cítricos y ser parte del paisaje mediterráneo. 


Prosit!



BIBLIOGRAFÍA:


LAPARS [2016]: I più antichi resti di limone. La scoperta di Alessandra Celant, ricercatrice afferente al LaPArS. 


LANGGUT, Dafna [2017]: The Citrus Route Revealed: From Southeast Asia into the Mediterranean. 



lunes, 9 de marzo de 2020

BUTYRUM, USO DE LA MANTEQUILLA ENTRE LOS ROMANOS

Mantequilla o manteca: una emulsión semisólida conseguida mediante el batido y amasado de la leche, altamente energética y versátil en la cocina. Actualmente la mantequilla se utiliza muchísimo, desde una bechamel hasta un bizcocho, pasando por cremas de verduras, sofritos con sabor más intenso, salsas diversas y toda suerte de pasteles y productos de repostería. En cocina no sabríamos vivir sin mantequilla.

pan y mantequilla. Museo de Bardo, Túnez

¿Conocían la mantequilla los romanos? ¿Y los griegos? La respuesta es que sí. Recibía el nombre de butyrum o buturum (en griego, βούτυρον), que significa algo así como “queso de leche de vaca”, pues entre los griegos normalmente el queso se hacía de cabra o de oveja, mientras que la mantequilla sería una especie de “queso” (τυρός) de bovino ( βούς). Por cierto, la palabra derivaría en los términos  ‘beurre’ (francés), ‘burro’ (italiano) ‘boter’ (neerlandés) o ‘butter’ (inglés y alemán).
Vale, griegos y romanos conocían la mantequilla. Pero, ¿la utilizaban? Bueno, utilizarla sí la utilizaban… pero no tanto para cocinar, pues para eso contaban con el preciado don de la diosa Atenea, el aceite de oliva.

Para un griego o un romano la mantequilla era cosa de “bárbaros”. Celtas, germanos, tracios, escitas… todos usaban mantequilla, un derivado lácteo que el ser humano lleva fabricando desde el Neolítico. Al parecer, ni griegos ni romanos llegaron nunca a conseguir un buen producto ni mucho menos a conservarlo correctamente, pues las altas temperaturas del clima mediterráneo impedían su conservación. Ni siquiera supieron hacer mantequilla clarificada, que aguanta los climas calurosos en estado líquido y no se pone rancia (solución de los pueblos meridionales).

Al contacto con los pueblos del Norte, lo que llamaba la atención de griegos y romanos era su uso desmesurado de la leche. César comenta de los suevos que “su sustento no es tanto de pan como de leche y carne” (De Bell.IV,1), lo mismo dice de los britanos y de los germanos, destacando de todos ellos su falta de interés por la agricultura y su obsesión por tomar leche. Esta opinión también la comparte Tácito, quien especifica que los germanos tienen comidas muy simples: a base de las manzanas salvajes que se recogen por ahí, carne procedente de la caza y leche cuajada (Germ. XXIII). Y no solo tomaban leche, sino también toda suerte de derivados: suero, yogur, leche agria, queso … y mantequilla.
Anglo-normandos ordeñando y batiendo.
Fuente:  A History of domestic manners and sentiments in
England during the Middle Ages https://www.gutenberg.org
Según Plinio el Viejo la mantequilla es precisamente el alimento más apreciado de los pueblos bárbaros (barbararum gentium lautissimus cibus; NH XXVIII,133), que la sitúan por encima del queso, tan importante en el mundo clásico. Otros autores también dan fe del consumo de este producto, al que identifican con la barbarie. Por ejemplo, el poeta griego Anaxándrides se burla de los Tracios de la costa norte del mar Egeo diciendo, entre otras cosas, que son unos ‘comedores de manteca’ (boutyrophagoi), dato que recoge Ateneo (Deipn. IV,131B). Y el geógrafo Estrabón no se corta en identificar el uso de la mantequilla con la falta de civilización de los pueblos “bárbaros”, como los etíopes (XVII,2) o los montañeses del norte de Iberia, tan brutos que se alimentan de bellotas, cerveza y, cómo no, “usan mantequilla en vez de aceite” (III,3,7).
Como se observa, el mundo clásico expresa el modo de vida agreste y salvaje de estos pueblos, alejados de toda civilización, en símbolos culinarios: cerveza, ausencia de agricultura, recolección, caza, leche… Un modo de vida que niega los valores que defienden griegos y romanos y que casi justifican por sí solos que se les conquiste...

romanos recogiendo leche. Museo de los Mosaicos. Estambul
Plinio el Viejo nos explica cómo se obtiene: a base de batir la leche con frecuentes movimientos en vasos muy profundos, a los que se añade un poco de agua para que aumente la acidez. Plinio explica que se retira la parte más densa, lo cuajado, que flota en la superficie, y que el resto se sigue cociendo en ollas. Allí, lo que flota ya es la mantequilla, oleosa por naturaleza (butyrum est, oleosum natura; NH XXVIII,134). Lo que no explica es que la temperatura óptima para el proceso de batido de la crema de leche son unos 12º, y quizá por eso lo que se obtenía no era de buena calidad.

El mismo autor nos dice que normalmente se hace con leche de vaca, y de ahí su nombre (e bubulo; XXVIII,133), mientras que la leche de ovejas y de cabras se dedicaba, como hemos dicho, a la confección de quesos. De hecho, los romanos preferían también beber la leche de ovejas y cabras, que eran los principales animales domésticos, y no apreciaban tanto la leche de vaca. Esto se explica porque las vacas y los bueyes habían sido siempre animales para trabajar, no los engordaban para carne ni para producir leche, y esa costumbre se había mantenido, especialmente en el sur y el centro de la Península Itálica.
Aún así, no les hacían ascos a los quesos procedentes de las Galias y de los Alpes, que se consideraban un producto de importación y de calidad, y que casi seguro estaban hechos con leche de vaca, dado su origen céltico.

fresco romano en Vila San Marco, Estabia
Volviendo a la mantequilla, ¿qué hacían con ella? Pues bien, considerando que en la mantequilla “reside la virtud del aceite”, como dice Plinio, se utilizaba con los mismos fines no culinarios que este, es decir, como ungüento para la piel, como cosmético y para la higiene personal. Así, si griegos y romanos se untaban con aceite en sus masajes y en las termas, Plinio nos dice que los bárbaros también se untan con mantequilla (XI,239). Este dato lo recoge así mismo el médico Galeno, quien nos dice que recurren a ella en sus baños todos aquellos que habitan en los países fríos, puesto que allí no existe el aceite de oliva (De alimentorum facultatibus III). Servía como hidratante, como base para los cosméticos y también en Medicina, para hacer toda suerte de cataplasmas y pomadas.
Plinio nos dice que con mantequilla se untaban también los niños romanos (“todos los bárbaros y nuestros niños se untan con ella”; XI,239) y que era muy útil en el período de la dentición infantil, o en el caso de dolor o problemas en las encías o las úlceras de la boca (XXVIII,257).



Como alimento, la mantequilla ocupó un lugar muy secundario en el mundo romano. Plinio nos dice que diferencia a los ricos de los pobres (divites a plebe discernat; XXVIII,133) y la menciona expresamente como uno de esos alimentos altamente energéticos: “Por el contrario, algunas cosas, con probarlas un poco, mitigan el hambre y la sed, y conservan las fuerzas, como mantequilla, el hípaque y el regaliz” (butyrum, hippace, glycyrrhiza; XI,284). Por cierto, el hípaque es una especie de queso hecho a base de leche de yegua.
Pero no parece que haya tenido un gran protagonismo en cocina. Cuando los textos mencionan algún uso culinario, siempre lo hacen marcando el desprecio o el disgusto por tenerlo que comer. Por ejemplo, Estrabón nos cuenta una expedición militar de Elio Galio por tierras de Arabia en la que las tropas lo pasaron bastante mal porque escaseaban los víveres, y tuvieron que recurrir a la mantequilla por no tener aceite (ni tocino, su sustituto ‘natural’ entre el ejército). Las palabras de Estrabón reflejan las dificultades de la expedición: “llevó treinta días cruzar la comarca, que solo proporcionaba escanda, unas pocas palmeras y mantequilla en lugar de aceite, a través de lugares sin caminos” (Geo.XVI).  Otro ejemplo es la anécdota que nos explica Plutarco sobre unos espárragos que le sirvieron a Julio César presuntamente condimentados con una mantequilla fundida. Al parecer, César y sus acompañantes fueron invitados por un tal Valerio León, un tipo importante de la ciudad de Mediolanum (actual Milán) y les sirvió un plato de espárragos “sobre los que había vertido aceite perfumado en lugar de aceite de oliva” (Plut.17,9). No queda muy claro qué le habían puesto, pero siendo Mediolanum ciudad importante de la Galia Cisalpina, bien podría ser un aderezo a base de mantequilla.

fresco romano en Bregetio, Hungría
Por último, destacar que aparece mencionada en el Edicto de Precios de Diocleciano del año 301. Se incluye en el apartado de las carnes -no de los lácteos- justo después del sebo, y su precio se establece en dieciséis denarios para una libra, exactamente igual que el lardo de primera calidad. Es más cara que la manteca de cerdo o adipis recentis, que cuesta doce denarios la libra, pero mucho más barata que el aceite de oliva de primera, que costaba nada menos que cuarenta denarios el sextario (medio litro aprox.). Pese a aparecer en la lista entre los productos dedicados al consumo alimentario, el butyrum se utilizaba en cataplasmas y ungüentos, y su aparición en numerosos tratados médicos de época imperial confirma este uso.

Esta vez, tenemos que dar gracias a los bárbaros por perseverar en el uso de la mantequilla.

Prosit!


jueves, 9 de enero de 2020

UBI ALIUM IBI ROMA

El ajo (allium sativum) es una planta de bulbo muy consumida en la Antigüedad. A su facilidad de cultivo y de conservación se unen sus propiedades medicinales y su fama de súper alimento. Como veremos, sirve para curar casi todo, es muy versátil en la cocina y, conservado correctamente, aguanta semanas y hasta meses. Todo son bondades para este fantástico condimento de sabor fuerte y picante. ¿Todo? Bueno, quizá no. Vayamos por partes.

allium sativum Foto: https://commons.wikimedia.org/
Se cree que el ajo procede de Asia Occidental (quizá de Siria) o bien de Egipto, donde su uso está muy bien documentado, y de allí pasó a toda la cuenca del Mediterráneo, donde se cultiva y se consume desde hace más de siete mil años. En el país del Nilo, el ajo formaba parte de la dieta habitual del pueblo. Una cita del historiador griego Heródoto nos documenta su uso en pleno siglo V aC: “En la pirámide está notado con letras egipcias cuánto se gastó en rábanos, en cebollas y en ajos para el consumo de peones y oficiales; y me acuerdo muy bien que al leérmelo el intérprete me dijo que la cuenta ascendía a 4.600 talentos de plata” (Heród. II,125,6). Su uso cotidiano se deduce también de las palabras del pueblo hebreo durante su éxodo, mientras atravesaban el desierto del Sinaí: “Nos acordamos del pescado que comíamos en Egipto de balde, de los pepinos, los melones, los puerros, las cebollas y los ajos” (Números 11:5). A Plinio el Viejo le hacía mucha gracia que los egipcios invocasen al ajo y la cebolla entre sus juramentos y los elevasen a la categoría de dioses y, de hecho, no solo eran sagrados sino que formaban parte de varios rituales mágicos.  También en el país del Nilo los ajos se utilizaban por sus numerosas propiedades medicinales, como demuestra su aparición en diferentes fórmulas terapéuticas del famoso Papiro Ebers, verdadero compendio farmacológico de la antigüedad.

El pueblo griego, como el romano, fue un gran consumidor de esta hortaliza. Se han conservado diferentes tratados de agricultura y de medicina que hablan sobradamente de su cultivo y sus cualidades: Teofrasto, Hipócrates, Dioscórides, Galeno... Lo consideraban un producto fétido pero lo utilizaban como condimento y, sobre todo, como remedio para numerosos trastornos y dolencias.

El pueblo romano era aún más aficionado al ajo que el griego. A los tratados griegos hemos de añadir ahora los de los autores romanos: Columela y Paladio en lo referente a la agricultura y Plinio el Viejo, que nos explica sobradamente sus  propiedades medicinales. Por todos ellos sabemos cómo y cuándo sembrarlos (en invierno) y recogerlos, las numerosas variedades (agreste, colubrinum, praecox, ursinum…), los métodos de conservación (colgados cerca del hogar para que se ahumasen, guardados entre pajas, macerados en salmuera y vinagre), y sus propiedades, que son muchísimas: es laxante, es diurético, favorece la concepción y sirve como prueba de embarazo, cura enfermedades de la piel, elimina piojos y liendres, restituye el cabello perdido tras la tiña, antídoto contra parásitos y mordeduras de serpiente y musarañas, aclara la voz, calma la tos, provoca el menstruo… Vamos, que vale para todo.


ajos carbonizados. EXPO 2015 Milán.

El pueblo romano consumía ajos en abundancia, tal como reza el proverbio: ubi alium, ibi Roma (‘donde hay ajo está Roma’). Se consumían frescos o secos, tanto el bulbo como los brotes, y se preparaban de muchas formas: crudos, hervidos, formando parte de un guiso o una salsa, condimentando el pan, fritos, desecados… A menudo se acompañan de otros alimentos fuertes, tales como cebollas, puerros, mostaza, rábanos, cebolleta o chalotas, todos condimentos capaces de devorar las entrañas de los comensales, como diría cierto cocinero del Pseudolus de Plauto.

Porque sí, el ajo, por muy saludable que fuese, era también muy indigesto y producía -y sigue produciendo- dispepsia en ciertos estómagos. Horacio compara el ajo con la cicuta (Ep.III,3)  y tan mal le ha sentado un plato excesivamente condimentado con ajo que llega a preguntarse: “¿Qué veneno es este que se ceba en mis entrañas? ¿Acaso se coció con estas hierbas, sin yo saberlo, la sangre de una víbora?” (Ep.III 5-8). Hay que aclarar, sin embargo, que Horacio ha sido víctima de una broma de su amigo Mecenas, quién sabe con qué intenciones. Y que es muy posible que ni Horacio ni el propio Mecenas consumieran ajo jamás, por lo indigesto y por lo pestilente.

Porque ese es el otro problema del ajo: provocaba halitosis en quien lo comía, por lo que la gente elegante tendía a evitarlo, sobre todo ante la perspectiva de eventos sociales o encuentros amorosos. Eso no quiere decir, sin embargo, que no les gustase el sabor acre del condimento, lo que no les gustaba era que el aliento apestase. Plinio explica que cuantos más dientes tenga el ajo, más áspero es su sabor y “por esto deja mal aliento” (NH XIX,111), aunque el olor desaparece si no se toman crudos, sino cocidos (nullum tamen coctis). El mismo Plinio nos indica otro remedio: tras comer ajos, se debe tomar una raíz de acelga asada sobre las brasas y odorem extingui, desaparece la fetidez (XIX,113). Y siempre está el remedio que también recoge Paladio (XII,6): sembrarlos y recogerlos cuando la Luna está bajo las tierras y “así carecerá de su mal olor”.


Caupona de Salvius. Pompeya.
El pueblo llano -y la gente sin complejos- consumía ajos sin tanto remilgo. Tenía fama de nutritivo y reponedor de fuerzas, por lo que era ideal para quienes hicieran grandes esfuerzos físicos. “Estás más harto de ajo y cebollas que los remeros romanos” reprocha el militar Antaménides al viejo Hannón (Plaut. Poen.1314). También es propio de campesinos: “¡Oh duras tripas de los segadores!” (Hor.Ep.III,4). Lo mismo que es propio de esclavos, pobladores de tabernas o soldados, que hasta lo dedicaban a Marte, dios de la guerra, potente y combativo como el mismo ajo.

Esta hortaliza es un símbolo de una cierta condición social. “Apestas a ajo” le reprocha Tranión a Grumión en la comedia de Plauto. Y el segundo,  que tiene muy asumido quién es, le responde con conciencia de clase: “No todos pueden oler a perfumes exóticos como tú, ni ponerse a la mesa tan finos como tú. Anda y quédate con tus tórtolas, tus pescados y tus aves, y déjame a mí aguantar mi destino con mis ajos” (Most.44-48).

Pero el ajo no solo era propio de las clases populares. Excepto si alguien quería proyectar una imagen de sofisticación y elegancia máximas, o tenía una cita amorosa, todo el mundo lo consumía. De hecho, era símbolo de unos valores íntegros y austeros y oler a ajos era señal de salud, de seriedad y hasta de respeto a la tradición. ¿Qué comían los antiguos, aquellos que construyeron la República y dieron gloria al pueblo de Roma? Pues eso, rábanos, nabos, cebollas, ajos…

Suetonio cuenta una anécdota sobre el emperador Vespasiano y sobre lo que simboliza el austero ajo en oposición al decadente perfume. Al parecer, cierto joven se presentó ante él para agradecerle la concesión de una prefectura. Eso sí, se presentó muy perfumado y emperifollado, como sin duda pensó que exigía la etiqueta. Sin embargo, al emperador le disgustó tanta finura, y ni corto ni perezoso le soltó: “Preferiría que olieses a ajos”.  Y no contento, “revocó el nombramiento” (Suet.Vesp.8).


Quizá por ser también tan malolientes los ajos se utilizaban en la antigüedad como amuleto contra el mal de ojo. Por ejemplo, Persio indica que para evitar los encantamientos de las sacerdotisas de Isis hay que comer ajo tres veces cada mañana (Sat.V,188). Y quizá también por ser tan pestilentes no tenía buena relación con los templos ni los cultos a los dioses. Por ejemplo, Ateneo nos cuenta que estaba prohibido entrar en el santuario de Deméter si se había tomado ajo (Deipn,X,422D) y otros autores mencionan este alimento como un tabú para los sacerdotes de Zeus Casio en Pelusio, los de Afrodita Líbica o los de la misma Isis.
Medicina, magia y religión van de la mano en el mundo antiguo.


Por lo que respecta estrictamente a la cocina, sabemos que el ajo formaba parte de algunas recetas emblemáticas, como el moretum, una sencilla salsa de queso, aceite y diversas hierbas aromáticas. Aparece en un poema del Appendix Vergiliana, atribuido a Virgilio. El texto explica cómo el campesino Símulo se prepara esta salsa de queso, excavando la tierra con sus propias manos y sacando cuatro ajos, hojas de apio, ruda y cilantro, y posteriormente lo mezcla todo en el mortero, con aceite y vinagre y un pan que también ha hecho él mismo.
Moretum a la manera de Virgilio. Foto: @Abemvs_incena
El ajo también forma parte de una receta llamada sala cattabia, que consiste en una especie de ensalada o plato frío que lleva queso, pan, vinagre, aceite y diferentes verduras y condimentos. Es un plato sencillo y cotidiano, que se sirve frío y que en algunos casos recuerda al gazpacho. La receta la recoge Apicio en su De Re Coquinaria, y es curioso porque este autor nombra al ajo en tan solo tres ocasiones (pensemos que el garum aparece en más de 350 recetas): en la mencionada sala cattabia (IV,I3), en la lista de especias indispensables para la casa (y es que efectivamente era indispensable) y en otra receta más, pero con intención terapéutica: una imitación de pescado salado que lleva comino, pimienta, un diente de ajo, garum y aceite incorporado poco a poco hasta que quede una salsa hilada. Como dice el autor, “este preparado compone el estómago alterado y favorece la digestión” (IX,X,12), aunque yo tengo mis dudas.

preparación del Moretum. Foto: @Abemvs_incena
Pese a las objeciones de los elegantes, el ajo seguiría formando parte indispensable de las cocinas mediterráneas, aportando su perfume y su sabor inconfundible. Sigue siendo un ingrediente popular, protagonista de algunos platos emblemáticos -las sopas de ajo, el alioli, el pesto, las migas, los escabeches, el ajoblanco, el ajoarriero, el pan tostado con ajo, etc, etc -, sigue siendo indigesto y sigue provocando halitosis. Y, por supuesto, sigue sin estar en lo más alto de los productos gourmet. En eso nada ha cambiado, seguimos siendo.... romanos.

Prosit!