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domingo, 24 de marzo de 2019

UN PLATO DE APICIO: CALABAZAS A LA ALEJANDRINA (CUCURBITAS MORE ALEXANDRINO)

cucurbitas more alexandrino Foto: @Abemvs_incena

El pueblo romano consumía una gran cantidad de hortalizas, entre ellas las de la familia de las cucurbitáceas, como los pepinos, los melones, las sandías, los cohombros o las calabazas, que son las protagonistas de esta receta. Las calabazas eran bastante vulgares, un alimento barato y fácil de conseguir, y bastante insípido además. Sin embargo, Apicio las incluye en su recetario unas once veces, lo cual indica que eran consumidas por todas las clases sociales. Esta receta combina este alimento de la huerta con el refinamiento de Oriente, ya que incluye dátiles, cuya sola mención evoca las tierras de Egipto y la herencia del imperio de Alejandro.

Vamos a ello (seguiremos la receta original, recogida en el libro De Re Coquinaria (Libro III, IV, 3) bajo el nombre CUCURBITAS MORE ALEXANDRINO).

Foto: @Abemvs_incena

Ingredientes:

  • una calabaza mediana
  • sal
  • pimienta
  • asafétida (o bien un diente de ajo)
  • comino
  • cilantro en grano
  • menta fresca
  • dátiles frescos (que no sean caramelizados)
  • piñones
  • miel
  • vinagre
  • garum
  • defrutum (vino dulce)
  • aceite de oliva


Elaboración:

Como sucede en la mayoría de recetas romanas, la primera parte implica la preparación de los alimentos por separado.
En este caso hay que limpiar y cortar la calabaza en trozos pequeños, hervirla con agua y sal, escurrirlas y reservarlas. Conservaremos también un poco del agua de la cocción.

La segunda etapa de casi todas las recetas romanas implica la confección de la salsa, para lo cual se hace imprescindible el mortero, instrumento fundamental en las culinae.
En el mortero haremos una picada de pimienta, comino, cilantro en grano, los piñones y los dátiles.
Aparte, haremos una vinagreta hecha con miel, garum, defrutum y aceite de oliva.

Foto: @Abemvs_incena

La tercera etapa implica ligar todos los ingredientes.
En una cazuela, añadiremos aceite, la picada de especias, piñones y dátiles, la calabaza cocida y un diente de ajo bien picadito (o la asafétida).
A continuación, añadiremos la vinagreta. Podemos poner un poco del agua de la cocción de las calabazas.
Tras esto, echaremos la menta troceada.
Se remueve todo y se deja amalgamar.
Se sirve caliente y bien rociado de pimienta recién molida.

El resultado:

Es un plato bastante extraño para nuestro gusto. Debería ser un entrante, pero es tan dulce que casi parece un postre. La textura es bastante blanda, lo cual lo hace muy adecuado al gusto romano. No destaca ningún ingrediente en particular, ya que se han amalgamado considerablemente. El sabor, entre dulce y picante -gracias a la pimienta- es correcto.
cucurbitas more alexandrino Foto: @Abemvs_incena

Prosit!

miércoles, 18 de julio de 2018

BRASSICA RAPA Y EL MITO DE LA FRUGALITAS ROMANA

Uno de los productos que se hallaban en la base de la alimentación romana eran los nabos. Esta hortaliza, la Brassica rapa, se conoce como nabo, naba, raba, colza o berza, y está emparentada con las mostazas y también con los rábanos, con los que a menudo se los confunde en los textos.

Eran económicos y nutritivos y según Plinio el Viejo, constituían el tercer producto en orden de importancia, justo detrás del trigo y las habas (Plin. NH XVIII,126). Eran de gran utilidad, pues se aguantaban bien hasta la cosecha siguiente y por tanto servían para mantener alejado el fantasma del hambre entre los campesinos y las clases más populares. Se cultivaban fácilmente, servían también para alimentar a los bueyes y se podían consumir no sólo las raíces sino también las hojas y hasta los brotes (Plin.NH XVIII,127).
Los nabos, nabas y rábanos son, pues, un producto emblemático propio de un pueblo que ensalzaba la agricultura como una de las más nobles actividades.

Los nabos son el símbolo de la frugalidad romana por excelencia. Representan los viejos tiempos en los que Roma no estaba corrompida por las costumbres decadentes de los pueblos orientalizantes, cuando los hombres eran duros y resistentes y se conformaban con los alimentos más básicos de su propio huerto. Esa imagen de frugalidad y perfección moral se fragua aproximadamente en el siglo II aC. Es este un momento fundamental: tras las conquistas del Mediterráneo oriental se inicia el esplendor de Roma, pero también el contacto con otras culturas promoviendo un proceso de asimilación y un cambio de paradigma. Roma ya no es un pueblo de pastores y agricultores, Roma es una potencia que ve cambiar su política exterior, que es testigo de intercambios comerciales y de influencias orientales de todo tipo, que asiste al enriquecimiento progresivo de las clases altas y que se va convirtiendo, paso a paso, en un imperio.

En este preciso momento se fragua el mito de la frugalidad ancestral de Roma. El lujo y el refinamiento que caracterizaba a los admirados griegos se implanta en Roma y aparece un movimiento tradicionalista que propugna la vuelta a los valores que se consideran auténticamente romanos: la vida del campo, la austeridad, la dedicación al estado y a la familia, la falta de corrupción en las costumbres, la vida sencilla, la dureza de carácter… Roma se forja un pasado ideal, austero y digno, para reivindicar su identidad cultural.

En este imaginario los productos más sencillos cobran un valor simbólico excepcional, como es el caso de los nabos.

trabajos agrícolas
Entre las leyendas, tenemos a Manio Curio Dentato, el perfecto ejemplo de vida incorruptible y de costumbres sobrias, héroe de los primeros tiempos de la República Romana. Tribuno de la plebe, cónsul en tres ocasiones, pretor y censor, M. Curio Dentato ha pasado a la historia por acabar con las guerras samnitas y expulsar al rey Pirro de Epiro allá por el siglo III aC. Al parecer, los samnitas le habían enviado unos emisarios cargados de oro para corromperlo, y lo hallaron en su huerto comiendo en un humilde plato de madera unos nabos que él mismo se había asado. El episodio aparece en Plinio: “nuestros anales nos dicen que cuando los embajadores de los extranjeros le trajeron el oro que él rechazó, se hallaba asando un nabo en el fuego (rapam torrentem in foco)” (Plin. XIX,87), y lo retoma Juvenal: “Por su mano, Curio en su pequeño hogar las hortalizas aderezaba, que cogido había él en su huerto” (Iuv. XIX,78).

Dentato rechazando regalos de los samnitas. Amigoni

Lo mismo podríamos decir del cónsul, general y dictador Lucio Quincio Cincinato (519 aC - 439 aC), el perfecto hombre de estado que se dedicaba a arar la tierra una vez terminado su mandato político. Pese a ser un patricio, se dedicaba a cultivar sus tierras personalmente y se incorporaba a sus obligaciones cívicas solo cuando era convocado por el Senado, volviendo al campo justo inmediatamente después. Ejemplo de honradez y virtud, de fortaleza de alma y equilibrio moral.  

Cincinato abandona el arado para dictar leyes a Roma. Juan Antonio Ribera

Incluso el fundador de Roma, el mismísimo Rómulo, se alimentaba de nabos y rábanos. Y una vez convertido en dios, seguía alimentándose de ellos en el cielo, pues sus costumbres continuaban siendo parcas, austeras y moderadas, como corresponde a un romano auténtico. Así lo vemos en Marcial: “Estos rábanos (rapa) que se gozan con el frío invernal y que te doy a ti, en el cielo suele comerlos Rómulo” (Mart. XIII,16) y en Séneca quien, hablando de la divinización de Claudio, -que tenía fama de comilón- dice: “es de interés público que haya alguien que pueda ‘zamparse los nabos hirviendo’ en compañía de Rómulo” (Sen. Apol.9,5).



Esta imagen mitificada del perfecto romano de los primeros tiempos de Roma, concretada en el cultivo de los productos de la tierra (nabos, zanahorias, rábanos, cebollas, ajos, coles, habas, altramuces, cereales), que forman parte de su modo de vida y que le confieren carácter y resistencia moral, son una pura invención.
Desde el principio, la cultura romana había estado en contacto con otros pueblos, como los etruscos y los griegos, de los que habían adoptado sin ningún problema sus nuevos cultivos, sus técnicas de conservación de alimentos, sus nuevos productos (aceite, vino, garum) y sí, sus gustos refinados (triclinios, perfumes). En el siglo II aC, cuando se forja esta imagen mitificada del “romano perfecto”, la primitiva frugalidad era sólo una pose o una necesidad. No nos engañemos, es sólo una hortaliza, si se puede comer algo mejor, se come.

Dejando a un lado su dimensión mítica y volviendo al alimento, el nabo se puede cocinar de diferentes maneras. Lo más habitual es comerlo cocido. Apicio propone dos recetas. En la primera (III,13,1) indica que, tras cocerlos y escurrirlos, se deben volver a hervir en una salsa hecha con comino, ruda, benjuí de Partia, miel, vinagre, garum, defrutum y aceite. En la segunda (III,13,2) la propuesta es mucho más sencilla: “Hervirlos en agua y servir. Echar por encima unas gotas de aceite y, si se quiere, añadir vinagre”.
Se ponían en conserva y se tomaban como encurtidos. Varrón nos dice que “los nabos se conservan troceados en mostaza” (Rust.I,59,3); Paladio los prepara con “un aliño de mostaza mezclada con vinagre” (XIII,5) y Columela propone encurtirlos con una salsa de semillas de mostaza, agua nitrada y vinagre blanco y fuerte (XII,55). De esta manera se tomaban como aperitivos, como indica Ateneo (Deipn. IV,133C).

nabos a la mostaza Foto: @Abemvs Incena (Tarraco Viva 2017)
Se podían utilizar también como acompañamiento -Apicio presenta una receta de pato con nabos (VI,2,3)- o como base para mezclarlos con otros ingredientes, al modo de nuestro puré de patatas. Es el caso de la receta de escórpora con nabos de Apicio (Vin,7), donde los nabos se cuecen con agua, se escurren bien apretando con las manos, se pican en trozos muy pequeños y se mezclan con el pescado y las especias.
Ateneo narra una anécdota en la que a Nicomedes, rey de los bitinios, se le antojan unas sardinas frescas que no tenía. Su cocinero, inteligente y creativo como un poeta, consigue engañar sus sentidos con un nabo cocido: “Cogiendo un nabo tierno, lo cortó fino y largo, imitando el aspecto de la propia sardina, lo hirvió, lo roció con aceite poniéndole sal en consonancia, esparció por encima semillas de adormidera negra en número de cuarenta, y en plena Escitia satisfizo su deseo” (Aten.Deipn.I,7E). La versatilidad del alimento queda patente en esta anécdota, que salió perfectamente gracias al genio culinario de su anónimo cocinero, ya que “Nicomedes, al tiempo que masticaba el nabo, hacía a sus amigos el elogio de la sardina”.
Los nabos se podían tomar también asados. Recordemos la leyenda de Curio Dentato, que justo estaba asando nabos (rapam torrentem in foco) cuando vinieron inútilmente a corromperlo. Esta preparación también la menciona Ateneo: “Traigo esta naba aquí para asar” (Deipn. IX,369E).

Como alimento emblema de los primeros tiempos de Roma, atesora un buen número de virtudes, no solo morales, sino también medicinales. Por ejemplo, cura los sabañones, es diurético y auxilia contra los venenos mortíferos (Plin.NH XX,3 y Diosc.II,110); es adelgazante (Aten. Deipn. IX,369E) y hasta estimula los placeres afrodisíacos (Diosc.II,110). Lástima que todos los autores les vean una pega (a los nabos, las nabas y los rábanos): que son altamente flatulentos.

Como representa tantas virtudes morales, es también un alimento adoptado por los filósofos -lo mismo que los altramuces-, que así pueden expresar su estilo de vida alejado de los excesos. Luciano de Samósata, el pensador satírico que vivió en el siglo II de nuestra era, critica a menudo a los filósofos de su época, a quienes considera unos charlatanes y unos hipócritas. En un epigrama leemos: “En el banquete vimos la gran sabiduría de Cínico el barbudo, el que va apoyado en el bastón. Primero se abstuvo de altramuces y de rábanos diciendo que la virtud no debe ser esclava del vientre” (Epig.48). Es decir, nos presenta lo que debía ser una dieta modelo a seguir por parte de aquellos que defienden la continencia. La crítica de Luciano no se hace esperar: “Mas cuando ante sus ojos vio un teta de lechona blanca como nieve con salsa amarga que borró de su mente tan sabios pensamientos, contra lo esperado la pidió y se la tragó de golpe y dijo que la teta en cuestión no transgredía la virtud”.

Nabos, nabas, rábanos. Alimento humilde elevado a símbolo del pueblo romano. Acompañamiento de platos, aperitivo, ofrenda a Rómulo. Los nabos representan un antídoto contra la corrupción moral y la molicie.

Prosit!

miércoles, 20 de junio de 2018

CONVIVIUM. EL MENÚ ROMANO DE LA TEORÍA A LA PRÁCTICA.


Tras los Lvdi Rvbricati, el festival romano organizado por el Museu de Sant Boi y que este año estaba dedicado íntegramente al convivium, me han entrado unas ganas locas de reconstruir un menú romano real, que se pueda hacer en casa. Y eso plantea serias dudas: ¿se puede hacer? ¿acertaremos con los ingredientes, las cocciones, los tiempos, las cantidades…? ¿Tenemos acaso los mismos cacharros de cocina, el mismo horno, el mismo fuego? ¿Saldrá bien?

Lo primero que debemos aceptar es que será imposible rehacer platos exactamente iguales a los romanos, y ello porque nos falta el referente (¿tenemos por ahí a alguien del siglo I que nos diga si las habas son igualitas a las que hacía su abuela Cornelia?) y nos faltan muchos ingredientes (algunos han ido mutando, otros han desaparecido) y el equipamiento. Pero, una vez aceptado esto, sí que se puede rehacer siempre que se respeten unas condiciones. Me explico. La cocina, la romana y cualquier otra, forma parte de un sistema organizado y estructurado. Cuenta con unos elementos, unas reglas de combinación y unos usos determinados según la situación. En ese sentido, es paralela a la lingüística. Así pues, los elementos de ese sistema que será la cocina romana son tanto los ingredientes como las cocciones (hervir en la cazuela, asar en el horno), que seguirán una sintaxis (el orden de los platos), usando el registro adecuado (los alimentos se combinan de forma diferente según si es un banquete, si es un prandium, si es la comida del ejército, si es una taberna, si es una comida fúnebre, si es una festividad…)

En todo caso, siempre hay que ayudarse de las fuentes de información, que en el caso de la comida romana son muchas. Contamos con la ayuda de textos latinos y recetarios, de pinturas y mosaicos, de cacharros y cocinas que han resistido el paso del tiempo, y hasta de los platos tradicionales, que nos permiten remontarnos a una culinaria anterior si hurgamos en su pasado. Eso sí, hay que huir de los tópicos y acercarse a la experimentación con seriedad y sentido común. Ni hay que buscar la “cosa rara” (échale un kilo de miel al jamón con higos), ni hay que adaptarlo tanto a nuestro paladar que al final ya no cumple con la esencia romana (soy muy fan de la paella, pues hago lo mismo pero con trigo), ni tampoco hay que irse al plato facilón que todo el mundo pone (sí, hay un mundo más allá del moretum).

Dicho esto, solo queda especificar que mis principales fuentes de información para hacer este convivivum del siglo I-II en cualquier ciudad de la Tarraconense han sido el recetario de Apicio De Re Coquinaria y los libros La cuina romana per descobrir i practicar, de Juana M. Huélamo y Josep M. Solias, y La cuina antiga. Ibers, grecs i romans, de Jaume Fàbrega. Fuentes serias o directamente de primera mano.

Me pongo con el menú. A ver si lo consigo.

CONVIVIUM ROMANUM.

GUSTATIO (entrantes)

OVA ELIXA  (huevos cocidos)
Los romanos comían huevos a todas horas. Es uno de esos platos que valen para todas las ocasiones, ya sea un banquete ya sea un desayuno pobre. Tenían un significado de fecundidad y se hacían imprescindibles en los aperitivos o entremeses del banquete, como indican las palabras de Horacio: ab ovo usque ad mala (“del huevo a la manzana”), refiriéndose a que se comenzaba con huevos y se terminaba con manzanas (Sátiras I,3).
Para la ocasión, se proponen unos huevos duros (de gallina o de codorniz) con un aceite condimentado con sales y especias: se trata de machacar en el mortero pimienta, sal, tomillo, romero, orégano, perejil, eneldo, anís verde, y lo que uno tenga por la cocina y mezclarlo con aceite de oliva. Delicioso.

Foto: @Abemvs_incena


CUCUMERES (ensalada de pepinos)
En los aperitivos también se solían servir verduras y ensaladas. En este caso propongo un plato de pepinos, que se deben escaldar un momento previamente, y queso feta, acompañados de una vinagreta de pimienta, menta, miel, garum, vinagre y un poco de asafétida (se puede sustituir por cebolla y ajo en polvo). Refrescante y muy bueno.

Foto: @Abemvs_incena

BOLETOS ALITER (revuelto de setas con miel)
Las setas son siempre un plato elegante, lujoso y refinado. Es un alimento caro, difícil de conseguir e imposible de conservar fresco, con el valor añadido de la posible intoxicación. Ello hace que sea un producto extremadamente lujoso, que hasta contaba con su propia bandeja, incompatible con el servicio de otros alimentos.
Para el plato, se debe poner a cocer la miel con un poco de agua y echar las setas (variadas, lavadas y cortadas), añadir garum y dejar cocer unos minutos. Servir con aceite de oliva y pimienta. Un plato interesante.

Foto: @Abemvs_incena

COCHLEAS  (caracoles con salsa de piñones)
A los romanos les encantaban los caracoles, que se criaban para su consumo en viveros desde los tiempos de la República, cuando un tal Fulvio Lipino se inventó la helicicultura. Se comían con la cochlea, un tipo de cuchara acabada en punta, pequeña y ligera, que también servía para abrir otros moluscos.
Para la ocasión, se deben limpiar muy bien los caracoles y hervirlos durante hora y media. Se sacan y reservan y se prepara una salsa en el mortero: ajos, piñones, pimienta y mucho aceite de oliva. Se vuelven a poner los caracoles en una cazuela o sartén y se fríen. Se pueden mezclar con la salsa en la sartén y dejarlos estofar, o bien servir la salsa aparte e ir mojando los caracoles uno por uno en su salsa.

Foto: @Abemvs_incena

PRIMA MENSA (plato principal)

Aunque los platos principales solían ser dos, o incluso tres, en este caso he optado por uno solo aunque bastante contundente. Además, ya hemos servido cuatro entrantes en lugar de los tres acostumbrados, y no queremos que nadie nos confunda con un Trimalción cualquiera.

VITULINAM OENOCOCTAM (ternera al vino)
En este caso he escogido una receta que consiste en una carne de ternera guisada con vino. Pondremos la carne en una cazuela con aceite de oliva para que se dore y después añadiremos bastante vino tinto, hasta cubrirlo. También los condimentos: laurel, cebolla y ajo en polvo, garum, tomillo, romero, pimienta, semillas de cilantro, eneldo y unas avellanas. Lo dejamos cocer bastante rato. La carne quedará violeta y muy tierna. El líquido ha de retirar casi por completo. Para acompañar, un pan ázimo, hecho con harina de espelta y garbanzos, aceite de oliva y agua. Sencillo y delicioso.

Foto: @Abemvs_incena

SECUNDA MENSA (postres)

Llega el momento de los postres. Nada fastuoso: mucha fruta: uvas, peras y manzanas (recuerden, “del huevo a la manzana”) y un dulce para coger con fuerzas la comissatio:

APOTHERMUM (crema dulce de sémola de trigo)
Es un plato contundente, ideal para tomar cuando se sale de las termas, que bien puede ser entendido como un postre. Para elaborarlo, primero pondremos pasas dentro de un vino dulce y las dejaremos remojarse allí durante un buen rato, digamos una hora. Pondremos a hervir leche y miel, junto con sémola de trigo, piñones y unas almendras peladas. Hay que remover bastante para que no se pegue. Cuando ya coge consistencia de crema, se le añaden las pasas y un poco de vino dulce y lo removeremos hasta conseguir una crema espesa. Solo queda espolvorear pimienta, y decorar con pasas y frutos secos. Se puede tomar tibia o fría. La verdad, está deliciosa.

Foto: @Abemvs_incena

Por lo que respecta a las bebidas, la convención romana exige vino. En el caso de los entrantes mejor que sea un mulsum, es decir, un vino que podemos cocer con miel y un poco de pimienta, y tomarlo frío o caliente. En el caso del plato fuerte un vino tinto normal, quizá enfriado con nieve y aromatizado con hierbas, si uno se atreve. Aunque hay que decir que los romanos preferían vinos blancos, pero bien envejecidos y de mucha graduación, nada ligerillos. En los postres, vale un vino dulce, tipo moscatel o de Málaga. El capítulo de los vinos es un capítulo aparte.


Pero les dejo porque ya veo asomar el altar de los Lares, que traen diligentemente los esclavos. Y ya mismo empiezan a repartirnos las coronas de flores. La comissatio se acerca y se sortea quién será el rex convivii, así que tengo que dejarles. Hasta la próxima y buen provecho!

miércoles, 22 de febrero de 2017

EL PRECIO DE LOS ALIMENTOS EN LA ANTIGUA ROMA: LO BARATO

El Edictum de Pretiis Rerum Venalium, también conocido como Edicto de Precios Máximos o simplemente Edicto de Precios, fue una disposición legal que promulgó el emperador Diocleciano en el año 301 dC. Creado para frenar la inflación, el Edicto establece el precio máximo para un gran número de productos alimenticios, así como ropa y calzado, materiales diversos, coste de los transportes marítimos y también los salarios y jornales de un buen número de profesionales.
Sin entrar en valoraciones -sin duda muy interesantes, pero que son materia de otros blogs- sobre la falta de eficacia del Edicto y sus efectos en la economía romana del momento, el texto ofrece una información muy valiosa sobre el valor asignado a los alimentos, por comparación de unos con otros y sin necesidad de entrar en traducir cantidades a nuestros precios y pesos contemporáneos.
El Edicto expresa los precios en denarios, una moneda de plata que en tiempos de Diocleciano equivalía a 4 sestercios y 10 ases. Y expresa las cantidades de peso y capacidad usando la libra o italicum pondo (327,4 gr.), el sextario itálico (0,547 litros), el modio itálico (8,75 litros) y el modio militar o kastrensem modium (17,51 litros). Dicho esto, pasemos a analizar algunos precios:
Para empezar, veamos algunos alimentos que podemos considerar baratos o asequibles. Pero para poder determinar qué es barato, lo mejor es observar algunos de los salarios que establece el mismo Edicto: un carpintero o un panadero cobraba 50 denarios por un día de trabajo, pero un campesino sólo 20; un sastre cobraba sobre los 40 y un pintor, 75; un profesor podía cobrar 250 denarios al mes si era de leyes y filosofía, pero sólo 50 al mes si era de historia. Bien, vayamos a ello.
Mirando el documento podemos considerar baratos pocos productos. Por ejemplo son baratas las verduras y hortalizas: encontramos en el Edicto algunas tan emblemáticas como la col, para Catón “la primera de todas las hortalizas” (RR 156), que servía para tener lejos al médico, a 4 denarios cinco unidades de las mejores. Encontramos también al mismo precio la decena de endibias o escarolas seleccionadas, las lechugas, los puerros, las remolachas, la achicoria, las cebollas, los pepinos, las malvas, las calabazas o los nabos que en los tiempos míticos de Roma tanto gustaban al frugal Curio Dentato. Los ajos, a 60 den. el modio, son también muy baratos, y poco elegantes, comida de campesinos, por ello el famoso recetario de Apicio casi ni los menciona (aparecen solo en dos recetas). Por lo general, las hortalizas y verduras son lo más económico, con alguna excepción como los espárragos, algo más caros (25 unidades de los cultivados costaban 6 den.). Por lo que respecta a las frutas, son todas carísimas excepto los melones y las sandías: por 4 denarios te daban dos melones grandes o cuatro sandías, lo mismo que costaban 100 castañas o 100 nueces secas. Las aceitunas negras, a 4 denarios el sextario, son otra opción aceptable.
También son asequibles los cereales y el grano, que quizá son el alimento más consumido por todos los ciudadanos de todas las clases sociales. Allí aparecen el trigo (100 denarios el modio castrense), la espelta (mismo precio), la cebada y el centeno (a 60 denarios), la avena (30 denarios), las lentejas, los garbanzos y los guisantes limpios (todos a 100 denarios), lo mismo que las habas molidas, las judías secas o las algarrobas (mismo precio). Con estos cereales se hacía pan, se hacían tortas o polentas, se hacían gachas (puls) o se mezclaban con otras harinas, como en el caso de las habas, que igual servían para hacer purés, que guisos, que tortas. Como curiosidad, aparecen los altramuces, tanto crudos (60 den.) como cocidos (4 den. el sextario), alimento barato y mediocre consumido por los filósofos que buscaban una imagen de sobriedad. Y también un alimento que en nuestra lista sería imprescindible: el arroz (oryza), a 200 den. el modio castrense, bastante más caro que los demás cereales: para la cocina romana era una rareza.

Si vamos a las proteínas, nos encontramos con precios elevados. Entre las carnes, no hay realmente nada barato. La carne de cerdo fresca costaba 12 denarios la libra (327 gr.) (recuerden: el profesor de historia 50 denarios al mes!), igual que  la de vaca o ternera. Una solución era consumir la carne salada o curada, que al menos permitía una conservación más prolongada. Sin embargo, tampoco los embutidos son superbaratos, como veremos más adelante. Si se puede hacer algún sacrificio, lo mejor es comprar longanizas y otros embutidos curados y salados que se mantendrán en la despensa durante algún tiempo: succidia y farcimen. En el Edicto se nombran las salchichas (isicia), que si eran de buey o ternera costaban 10 den. la libra, mientras que si eran de cerdo y ahumadas costaban 16 la libra. Se trata de las famosas Lucanicae, embutido con denominación de origen que procede de la Lucania (Varrón LL, 5,110-11): “al embutido confeccionado con tripa gruesa la denominan Lucanica -longaniza lucana- porque los soldados aprendieron la receta de los lucanos”. Como la carne es carilla, nos podemos asomar al listado de precios de los pescados, para llegar a la misma conclusión: carísimo todo. Bueno, no todo, se salva el pescado en salazón, a 6 denarios la libra. El pescado salado permitía una larga conservación y garantizaba un aporte de proteínas, pero le faltaba la frescura y el valor añadido de ser un producto difícil de conseguir. Junto a este tenemos también el pescado de río pequeño o de segunda calidad, que costaba 8 den. la libra (nada que ver con un salmonete gigante, una lamprea asesina o un rodaballo de buen ver, dignos de un Apicio o un Lúculo). Ni siquiera las sardinas, a 16 den. la libra, eran baratas, de hecho, eran más caras que el cerdo. La opción económica para las proteínas eran los huevos, a 4 denarios los 4 huevos o el queso fresco, a 8 den. la libra. Algo es algo.

Los aliños básicos son también para echarse a temblar. El aceite que no es de oliva, sino de semillas de rábano, cuesta 8 denarios el sextario; el mismo precio la miel fenicia, que es de dátiles, básico para endulzar. Las especias están totalmente fuera del alcance de un bolsillo humilde, y para dar sabor uno se puede conformar con los manojos de hierbas aromáticas, al precio de 4 denarios (ocho manojos). La sal, que se usa para conservar los alimentos y para rectificar en el plato, cuesta 100 denarios el modio castrense. Lo único que parece barato es el vinagre, a 6 den. el sextario. Por lo que la posca, la bebida de agua y vinagre, bien fresquita, era una buena opción económica para quitarse la sed.
Hablando de bebidas, el vino, la bebida emblemática de las civilizaciones antiguas del Mediterráneo, resulta muy caro. La única opción barata es el vino rústico u ordinario, a 8 denarios el sextario como máximo. Es sorprendente que el Edicto recoja el precio máximo de la cerveza, que es una bebida que siempre se nos presenta como ajena al mundo romano, propia solo de bárbaros. Pues aparecen dos tipos: la de trigo (cervesia) a 4 denarios el sextario, y la de cebada (zythi), también conocida como cerveza de Pelusio, la típica cerveza estilo egipcio, aún más barata, a 2 denarios el sextario. Su aparición en el Edicto, válido para todo el Imperio, indica que su consumo era, como mínimo, habitual entre toda la población.
En la siguiente entrada pasaré al otro extremo, a los alimentos que podemos considerar caros, carísimos.