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domingo, 24 de febrero de 2019

COMER DEMASIADO. SOBREPESO Y DIETA EN LA ANTIGUA ROMA

Escena de banquete. Villa del Casale. Sicilia.
En la Roma clásica, si alguien disponía de una buena posición social, con bastante dinero y un círculo social considerable, era bastante fácil que fuera un romano entrado en carnes. La moda de servir cuantos más platos mejor, la necesidad de proyección social a través de los convites y el deseo de presumir de un cocinero-artista que sorprenda a los comensales con las creaciones más imposibles, favorecía el sobrepeso. Sin duda. Ahora bien, la obesidad nunca fue vista con buenos ojos en Roma, pues se relacionaba directamente con la falta de control, con la glotonería y con la debilidad del espíritu. Tanto los textos clásicos como la iconografía insisten en identificar la obesidad con la decadencia y la molicie.  Por ejemplo, leemos en Persio: “Pides fuerza para los músculos y para la vejez un cuerpo que no te falle. Bien, así sea. Pero grandes fuentes y conservas de carne en manteca han impedido a los dioses otorgarte esto y entorpecen a Júpiter” (sat.II,41-43). Horacio habla del “hombre cebado y descolorido a fuerza de vicios” (Serm. II,2) y Catón el Censor, aún en tiempos de la República, llegó a excluir del censo a un caballero por gordo, puesto que la obesidad le impedía cumplir con sus obligaciones militares. «¿Cómo podría ser útil a la patria un cuerpo así, cuyo espacio entre el cuello y las ingles está todo ocupado por el vientre?» parece que fueron las palabras exactas que le dirigió (Plut.Cat.ma.9).

La obesidad se identifica con un determinado estilo de vida, y se considera el resultado del comportamiento descontrolado de quien la padece. Es decir, para la mentalidad romana el obeso es responsable de su obesidad: estás gordo porque no sabes parar de comer. Algunos, conocedores de su poco autocontrol, recurrían a terceros. Es el caso del político, militar y conocido gourmet Lucio Licinio Lúculo, que tenía a un esclavo habilitado para retirarle la mano de la comida cuando empezaba a pasarse con los tordos y las tetas de cerda (Plinio NH XXVIII,14,56). Lo que sea con tal de no ponerse como un tonel.
Magistrado obeso. Museo del Louvre (1)
La obesidad se identifica también con los personajes decadentes, con esclavos gorrones, parásitos y perdularios de todo tipo. Y por supuesto con los malos gobernantes, con los tiranos y reyes, quienes se caracterizan por llevar una vida dominada por los excesos. Es el caso de los persas y los tiranos helenísticos, de los “malos” emperadores o de los etruscos, de quienes se decía que vivían con tanto lujo que celebraban dos banquetes al día y por eso se representaban en sus tumbas bien orondos celebrando su banquete eterno. Era su forma de dejar claro a los demás la opulencia y el buen vivir de los aristocráticos difuntos. Para la mentalidad romana, todos estos pueblos se habían echado a perder dejándose llevar por el placer de los sentidos.

Sarcófago etrusco del obeso. Museo Arqueológico de Florencia
La obesidad es también un tema estrella en los tratados médicos. Ya en la época imperial se considera una enfermedad por sí misma y requerirá de los tratamientos habituales a base de dieta, ayuno, ejercicio, purgas, masajes e hidroterapia. La implicación del paciente a la hora de bajar de peso es fundamental, considerándose el hecho de mantenerse delgado como una norma higiénica más. Hay que decir que en esta época se desconocía completamente que la obesidad es un trastorno complejo en el que los factores endógenos (genéticos, hormonales, psicosomáticos, neurológicos) tienen tanto peso como los exógenos (sobrealimentación, sedentarismo). De  manera que parece que medicina y mentalidad romana van de la mano.

Obeso. Museo del Louvre (2)
¿Qué problemas de salud conllevaba la obesidad? Lo más evidente eran los empachos e indigestiones colaterales, puesto que lo más fácil era ser gordo por incontinencia en la mesa. Para Séneca la culpa de (casi) todos los males es comer mucho: “la multitud de platos de comida ha provocado múltiples enfermedades” (Ep. XV,95,18). Y la culpa es, cómo no, de los cocineros: “No debes sorprenderte de que las enfermedades sean innumerables: haz el recuento de los cocineros” (Ep. XV,95,23). Tras esto nos pinta un retrato espeluznante del paciente, pálido, con temblor de músculos, con paso inseguro, el vientre hinchado, el rostro descolorido y las articulaciones entumecidas. Lo que viene siendo el cuadro completo de la obesidad: problemas respiratorios, colesterol, hipertensión, gota, artrosis, diabetes… El médico griego Hipócrates ya había observado que “los que son excesivamente gordos por naturaleza están más expuestos que los delgados a una muerte repentina” (Aforismos,44). Hay que decir que a veces la muerte súbita se manifestaba si uno se bañaba tras una buena comilona, desconociendo las consecuencias del síndrome de hidrocución. Juvenal relata la escena: “el castigo es inmediato cuando te despojas de tu ropa hinchado y paseas hasta los baños el pavo real sin digerir. De ahí las muertes repentinas, viejos que no alcanzan a otorgar testamento, y el nuevo chismorreo que recorre alegremente todas las comidas” (Sat.I,140-146).
También se consideraba la obesidad nociva para la reproducción, y afectaba tanto a hombres como a mujeres. De nuevo Hipócrates: “Si una mujer está más gorda de lo normal, no se queda embarazada” (Sobre las mujeres estériles, 17). Tanto hombres como mujeres obesos tendían a la esterilidad y, en caso de concebir, el embarazo y el parto eran más complicados.

Bien, y ¿qué remedios existían? Lo mejor era seguir una dieta saludable para evitar que el cuerpo se desequilibrase y enfermase. Esta dieta no solo incluía alimentos adecuados, sino también ejercicio, purgas, baños, ayuno y reposo. Por lo que respecta a los alimentos, lo mejor era la frugalidad: “Ciertamente es muy útil la moderación en las comidas” (Plinio NH XXVIII,14,56). El médico Galeno de Pérgamo, en su obra De Attenuante Victus Ratione (‘Sobre la dieta adelgazante’) ya indica que los vegetales, como las verduras, las plantas amargas y las frutas sirven para bajar de peso. También indica que hay que evitar cereales y legumbres y en cambio consumir pescado de roca y pajaritos de montaña, tipo estorninos o tordos.
Hipócrates nos explica en Sobre la dieta que para adelgazar convienen los baños calientes en ayunas, puesto que “todos los sudores, al salir, adelgazan y resecan, al abandonar la humedad el cuerpo” (Sobre la dieta,57). También convienen los paseos matutinos, la lucha en la palestra, el coito, una comida única, el agua caliente como bebida, vomitar, purgarse con eléboro… Lo dicho: comida ligera, baños, purgas y ejercicio.

Gladiadores. Galleria Borghese, Roma
Los gladiadores y los deportistas (los que practicaban lucha, pancracio o pugilato) también estaban sobrealimentados para conseguir una buena capa de masa muscular. En su caso las cantidades eran bastante considerables, pero no siempre eran alimentos refinados como los de los banquetes. La dieta de los deportistas solía consistir en carne y pan como para parar un tren. Recordemos la anécdota del mítico Milón de Crotona, campeón olímpico que “acostumbraba a comer veinte minas de carne y otras tantas de pan (13 kg), y a beber tres congios de vino (10 litros)” (Ateneo, Deip.X,412E). El caso de los gladiadores es distinto. Aunque Galeno recomienda que coman carne, la mayoría de las veces se les daba una mezcla de gachas de cebada y alubias o habas,  muy a su pesar. Este exceso de carbohidratos sirve para desarrollar la masa muscular, requisito necesario para sobrevivir en la arena. Gladiadores y atletas contaban con la supervisión de un médico que les vigilaba la dieta y la salud en general, pero siempre pensando que la prioridad era ganar competiciones. Atletas y gladiadores estaban entrados en carnes. Sin embargo, esa era su obligación. En senadores, matronas, magistrados, banqueros, abogados y demás gente de bien era imperdonable.

Por si acaso pónganse a dieta.

Luchadores griegos.
Bibliografía extra: Le malattie nell’arte antica (Mirko Dražen Grmek, Danielle Gourevitch). Firenze, Giunti Editoriale, 2000.
Fuente de las imágenes (1) y (2): Le malattie nell’arte antica (Mirko Dražen Grmek, Danielle Gourevitch). Firenze, Giunti Editoriale, 2000.

lunes, 9 de mayo de 2016

CÓMO COMER EN EL TRICLINIO: MANUAL DE URBANIDAD

Triclinio de la Casa dels Dofins (Badalona) Foto: @Abemvs_incena
Comer en el triclinio es todo un arte. No basta con encaramarte al lectus y esperar a que los esclavos te traigan los platos. Hay que conocer todas las reglas para no parecer un paleto y ser objeto de crueles burlas. Y es que un convivium es un acto social muy codificado. Vayamos por partes y analicemos todas las claves para triunfar en el triclinio.

Comencemos por la hora de llegada. Nadie en su sano juicio celebraría una cena como ahora, a las tantas. En la época romana las cenas empezaban hacia la hora octava en invierno o la hora nona en verano, es decir, las 14 o las 15 horas actuales respectivamente. Pero antes se suele hacer una visita a las termas, ya que un baño purificador separaba el tiempo de negocio del tiempo de ocio. El baño es un rito además de una necesidad. Leemos en Marcial: "Podrás estar al tanto de la hora octava; nos bañaremos juntos: ya sabes qué cerca están de mi casa los baños de Estéfano" (XI, 52).

De casa hay que salir con dos elementos, ya que no se les puede llamar cosas. Uno es la servilleta (mappa), que sirve para lo obvio, limpiarse manos y boca, pero también para limpiarse la nariz, secarse el sudor... y envolver porciones de comida sobrantes o regalos que haga el anfitrión.
Es un linteum multiusos. Eso sí, hay que obrar con elegancia, o se puede ser presa de las críticas, como hace Marcial con un tal Ceciliano: "Abarres a diestro y siniestro cuanto se pone a la mesa: la teta de cerda y las costillas de cerdo; un francolín para dos, medio salmonete y una lubina entera, un filete de morena y un muslo de pollo, y un pichón goteando su propia salsa. Una vez envuelto todo esto en una servilleta que escurre, lo entregas a tu siervo para que lo lleve a casa" (II,37). El otro elemento imprescindible con el que hay que salir de casa es con el esclavo personal, el servus ad pedes, que le asistirá en todo momento durante el banquete, por lo que permanecerá siempre a su lado y de pie. Este esclavo es muy útil para recoger sobras y regalos, mantener en pie al amo mareado, ayudar en el alivio de estómagos y vejigas...

Si se trata de una cena mínimamente formal, lo mejor es vestir ropa de etiqueta, es decir, la vestis cenatoria, una toga ligera de muselina, generalmente blanca, que seguramente será cambiada varias veces a lo largo de la cena por razones higiénicas. Ahora bien, la convención dicta que la cenatoria, que también se llama synthesis, solo se puede llevar dentro de casa o en los banquetes, excepto durante las Saturnales, donde todo vale. Es importante no hacerse un lío porque está muy muy mal visto llevar la cenatoria por ahí cuando no son las Saturnales, y al contrario, no vestirse de gala durante esas fechas o durante un banquete de cierto postín. Así pues, nuestro anfitrión seguramente nos ofrecerá una o varias synthesis, para que nos cambiemos y nos mantengamos limpios y sin manchas. Marcial menciona un tal Zoilo que se cambió once veces durante la cena: "Once veces te has levantado, Zoilo, en una cena y te has mudado de batín once veces, no fuera que se te pegara el sudor retenido por tu vestido empapado" (V,79).

Bien, ya hemos llegado a la casa del anfitrión. Es importante aquí no sorprenderse de los detalles a los que no estaríamos acostumbrados. Por ejemplo, aunque nos hayamos bañado, un esclavo nos quitará nuestro calzado y nos lavará los pies, ritual muy normal si tenemos en cuenta que el calzado es abierto y el suelo de las calles está tirando a sucio. La cuestión es que esclavos especializados cambiarán las sandalias habituales por otras mucho más ligeras y cómodas. También será este el momento en que le recogerán la toga y le proporcionarán la cenatoria, le lavarán las manos y le perfumarán. Al triclinio hay que subir estando muy cómodo. Petronio nos revela esta escena: "Cuando por fin nos colocamos ante la mesa, unos siervos egipcios nos vertieron en las manos agua de nieve, al tiempo que otros nos lavaban los pies y, con admirable destreza, nos limpiaban las uñas, acompañándose de canciones" (Satyr.31).

El triclinio, ese mueble de tres lechos con capacidad para tres personas cada uno, tiene también sus propias normas a la hora de situar a los comensales. Nada de "aquí mismo me tumbo yo". Su anfitrión sabrá dónde debe colocarse por su posición social o su cercanía familiar y, si observa que lo sitúan en un sitio inferior, proteste enérgicamente.
Foto: @Abemvs_incena


Intentaré explicarlo de forma sencilla. Los tres lechos del triclinio, de derecha a izquierda, se llaman summus, medius e imus. Como cada uno puede albergar tres comensales, los tres puestos en cada lecho se llaman igual, summus, medius e imus. Huelga decir que cada puesto está separado claramente por cojines y almohadones. Bien, el lecho de más categoría es el lectus medius y, en cada lecho, la posición de más nivel era la del medius, y después la del summus. Sin embargo, si en el convite había un invitado de honor, como un magistrado o un cónsul, ocupaba el locus consularis, que era el lugar de la izquierda del lecho central. Esa posición permitía un fácil acceso si venían a traerle algún mensaje o si tenía que firmar algún documento. Además está junto al lugar que normalmente ocupa el dueño de la casa, que es el puesto de la derecha del tercer lecho. Desde ahí percibe perfectamente a todos los comensales y controla los movimientos del servicio.


El anfitrión puede dejar muy claro al invitado su preferencia o su desprecio situándolo en el triclinio, o dejándolo fuera, como a los parásitos, que suelen comer sentados en un escabel, igual que los niños o los adolescentes que aún no tienen la toga viril, o los esclavos. Por ello mismo es recomendable también llegar puntual, ya que si uno llega cuando ya están ocupados todos los lugares, por ejemplo con amigos que se ha traído por su cuenta algún convidado, toca sentarse en una silla o escabel (subsellium), cerca de la mesa pero fuera del triclinio. Leemos en Plauto: "cuando tenemos que sentarnos en los taburetes que no aquí en los divanes" (Stich. 703). Es cierto que Ovidio recomienda en su Ars amandi llegar siempre un poco tarde, pero su recomendación es básicamente para mujeres que buscan ligue: "Acude allí tarde y no hagas ostentación de tus gracias hasta que se enciendan las antorchas: el esperar favorece a Venus y la demora es una gran seducción. Si eres fea, parecerás hermosa a los que están ebrios y la noche velará en las sombras tus defectos" (3, 751). La cuestión es que era imperdonable llegar tarde: "Por haber llegado hasta el primer miliario a la hora décima -las tres o las cuatro de la tarde-, se me acusa de un delito de perezosa lentitud" (Marcial XI,79). Pero tampoco había que llegar demasiado pronto: "Todavía no te anuncia tu siervo la hora quinta -las diez u once de la mañana- y tú ya me vienes a cenar, Ceciliano (...) Corre, date prisa, Calisto, y haz volver a los camareros sin bañarse; que se tiendan los divanes: Ceciliano, siéntate. Me pides agua caliente: aún no me ha llegado la fría. La cocina, cerrada, está helada, todavía el fogón sin leña. Mejor te vienes de mañana; pues, ¿por qué retrasarse hasta la hora quinta? Para desayunar, Ceciliano, llegas tarde" (Marcial, VIII, 67).

Una vez nos hemos ubicado en nuesto locus dentro del lectus, sea el que sea, nos toca saber comportarnos. Comer en el triclinio no debe ser fácil. Hay que permanecer tumbado, apoyándose sobre el brazo izquierdo, que descansa sobre almohadones, y sosteniendo el plato con la mano de ese mismo brazo izquierdo, mientras que con la mano derecha se cogerán las viandas con la punta de los dedos pero también, según el plato que se sirva, se puede usar una cuchara o un cuchillo. No cometa la incorrección de pedir un tenedor, que no tendrán. Los esclavos servirán la comida ya en pequeños trozos para cogerlos con la mano, que es lo más elegante: "Toma los manjares con la punta de los dedos -hay también elegancia en la manera de comer- y no embadurnes toda la cara con las manos manchadas" (Ovidio, Ars amandi, III, 746-768). Por cierto, si es usted zurdo o zurda, no vale cambiar de brazo: se recostará sí o sí sobre el brazo izquierdo y cogerá los alimentos con la mano derecha, como todos.

Parece que la posición tumbada para comer permite ingerir una mayor cantidad de comida, tanto sólida como líquida, y además tiene la ventaja de permitir al comensal quedarse dormido un rato. Esta costumbre parece que no era rara en la antigüedad. Sin embargo, deja al comensal a merced de lo que le quieran hacer. Por ejemplo, al mismísmo emperador Claudio, que se hinchaba de comer y de beber, cuando se dormía aprovechaban para dispararle "huesos de aceitunas y de dátiles (...) Solían ponerle en las manos sandalias cuando roncaba, para que al despertar bruscamente, se frotase la cara con ellas" (Suet. VIII). Y si el comensal es mujer y se duerme, la cosa puede empeorar: "Tampoco es nada seguro sucumbir al sueño en la mesa: durante el sueño suele atentarse de muchas maneras contra vuestro pudor" (Ars amandi 767 y ss.). Esta recomendación que hace Ovidio a las mujeres, junto con la de no beber demasiado, refleja la imagen que el mundo romano tiene de las mujeres, que deben ser siempre virtuosas, por lo que su comportamiento está siempre vigilado y se le exige una corrección estricta desde el punto de vista moral. Por ello la virtud y el decoro de la mujer se verán siempre cuestionados y comprometidos en las cenas.

Comer en el triclinio no debía de ser del todo agradable si uno era sensible a los
olores fuertes. Sobre todo si se trata de un comedor de invierno, cerrado, hay que imaginar olores fuertes procedentes de las cocinas. Séneca da a entender que Roma entera estaba invadida por este mal olor: "Tan pronto como hube abandonado la atmósfera pesada de la ciudad y el típico olor de las cocinas humeantes que, puestas en acción, difunden con el polvo todos los vapores pestilentes que han absorbido, experimenté enseguida que mi estado de salud había mejorado" (Ep. XVII-XVIII,104,6). A este aroma habría que unirle el de los propios platos y sus preparaciones finales en parrillas en la misma sala el triclinio. No olvidemos tampoco los olores corporales de los diversos comensales, de muy diversa índole. Estos olores orgánicos, hacia el final del banquete tenían que provocar una peste intolerable. Por ello, y aunque algunos emperadores, como Claudio, se plantearon idear "un edicto para permitir eructar y ventosear en la mesa" (Suet. XXXII), lo que de verdad es elegante es aguantarse, lo mismo que hoy en día. Si usted da rienda suelta a su sistema digestivo, lo considerarán un marrano y un maleducado, igual que Trimalción: "Perdonadme, amigos, hace ya muchos días que el vientre no me responde, y los médicos no se aclaran (...) De modo que si alguno de vosotros quiere hacer sus cosas, no tiene por qué avergonzarse. Yo creo que no hay mayor tormento que aguantarse las ganas" (Petronio, Satyr.47).
La manera de compensar el mal olor en el triclinio era llenarlo todo de flores y quemadores de perfumes. No sé si arreglaban algo o lo empeoraban más.

Por último, en la mesa no debemos parecer novatos, sino que nos tenemos que desenvolver con soltura dentro del código de urbanidad. Luciano de Samosata narra la anécdota de un filósofo que asiste al banquete de un rico sin estar acostumbrado, por lo que queda patente su torpeza. No permita que esto le pase: "crees que estás en el palacio de Júpiter, te admiras de todo, levantas sin cesar la cabeza, te sorprende todo, todo te resulta desconocido; entre tanto los esclavos no te quitan los ojos de encima, y cada uno de los comensales espía tus acciones. Advierten tu asombro, se ríen de tu aturdimiento, y deducen que no has comido nunca en casa de un rico, porque el uso de la servilleta te resulta insólito. Ellos disfrutan al ver tu perplejidad, por el sudor que te viene a la cara. Te mueres de sed, pero no te atreves a pedir bebida por no parecer amigo del vino. Aunque sirvan a la mesa muchos platos y por su orden, no sabes de cuál echar mano ni cuál es el primero ni cuál el postre; te contentas con mirar de reojo a tu vecino, tomarlo como modelo y aprender de él (...) Después de esto, llega el momento de los brindis. El dueño pide una gran copa, te saluda llamándote su maestro u otro título semejante. Tú recibes la copa, pero no sabes qué respuesta dar. Con ello te ganas la reputación de rústico y grosero" (Diálogo IX)

Bien, ha llegado con buen fin a la comissatio. A partir de ahora, los brindis, la buena conversación, las bromas y las risas. A disfrutar!



domingo, 12 de octubre de 2014

LA HIGIENE BUCAL EN LA ANTIGUA ROMA

Lirones, faisanes, erizos, pollo, huevos, morena hervida, aceitunas, ajo, pimienta, vino de rosas, garum y... ¡a lavarse los dientes!


La antigua Roma dedicaba cuidados especiales a la higiene bucal. Tras las comidas, era habitual usar mondadientes (dentiscalpia). Por lo general, consistían en un palillo de madera, una pluma o una astilla de algún material que se pudiera utilizar fácilmente para este propósito. Marcial nos dice al respecto que “el de lentisco es mejor, pero si no tienes un palillo de madera, una pluma puede escamondar tus dientes” (Marcial XIV 22). El lentisco además es una planta cuyo látex sirve para elaborar la almáciga, una goma aromática que casi es el precedente de la goma de mascar.


Por otra parte, existía una especie de pasta de dientes primitiva que se componía de diferentes ingredientes que arrastraban los restos de comida. Este dentífrico contenía polvo de piedra pómez, vinagre, miel y sal, y se atribuye su invención al médico latino Escribonio Largo.

Los comensales romanos contaban también con diferentes remedios para camuflar el mal aliento producido por los precarios cuidados de la boca y las digestiones pesadas. Los poetas satíricos abundan en referencias a la halitosis: “¿Te admiras de que le huela mal la oreja a Mario? La culpa es tuya: le cuchicheas, Néstor, al oído.” (Marcial III 28). Los remedios para camuflar el mal aliento eran diversos. Plinio el Viejo (NH XXVIII 14, 56) recomienda enjuagar la boca con vino por las noches antes de dormir (ante somnos culluere ora propter halitus). Otros, prefieren recurrir a las hierbas aromáticas, como una tal Mírtale que menciona Marcial: “Mírtale suele oler fuertemente a vino y, para disimularlo, mastica hojas de laurel y, astuta, mezcla el vino con hierbas, no con agua.”(V 4). También existían pastillas perfumadas, como las que inventó el famoso perfumista Cosmo, muy mencionadas por los escritores. Según Marcial, una tal Fescenia las tomaba al día siguiente de haber bebido vino, para disimular que era una borracha, aunque también menciona la inutilidad del remedio, que sólo aumenta la fetidez por la mezcla de olores: “Para no apestar, Fescenia, al mucho vino de ayer, te tragas, refinada tú, pastillas perfumadas. Tal desayuno te cubre los dientes, pero no es impedimento cuando un eructo te sale del fondo de las tripas” (Marcial I 87).


Se recurría a los dentistas que, con medios rudimentarios, trataban o minimizaban los efectos de las caries y fabricaban dentaduras postizas. De nuevo encontramos ejemplos en boca del poeta satírico Marcial: “Tais tiene los dientes negros; Lecania, blancos. ¿Cuál es la razón? Ésta los tiene comprados, aquélla naturales.” (V, 43). En un epigrama se dirige a una mujer vanidosa y le echa en cara: “y te quites de noche los dientes igual que las sedas” (IX, 37), y en otro revela, no sin maldad, de una tal Lelia: “Dientes y cabellos –y no te da vergüenza- llevas postizos” (XII 23).

Los dentistas conseguían encapsular los dientes y construir una especie de puente o prótesis de oro. A propósito, una de las Leyes de las Doce Tablas del año 450 aC, que prohibían expresamente depositar en las tumbas objetos de oro, permite, sin embargo, que los muertos pudieran ser enterrados con sus prótesis de oro. La ley precisaba “cui auro dentes juncti erunt”.

De forma más sencilla, había un remedio para el dolor de dientes recomendado por Plinio el Viejo: enjuagar la boca con agua fría por las mañanas pero un número de veces impar (frigida matutinis inpari numero ad cavendos dentium dolores) (NH XXVIII 14, 56).


Para acabar, existía un método para blanquear los dientes. Además de las pastillas de Cosmo, que también blanqueaban, los romanos conocían una costumbre importada de Hispania o del norte de África: enjuagar la boca con orina. El poeta Catulo menciona este método para meterse con un rival en amores, un tal Egnacio, quien “porque cándidos dientes tiene, los hace brillar todo el tiempo”, y nos dice de él “celtíbero eres: en la tierra de Celtiberia, lo que cada uno mea, con esto se suele, por la mañana, el diente y el rojo espacio de la encía frotar, así que, cuanto este vuestro diente más pulido está, tanto que tú más cantidad has bebido, predica, de orina” (Catulo Carm. 39). Y también en otro poema nos dice: “tú antes que todos, único de los de pelo largo, de la conejosa Celtiberia hijo, Egnacio, al que bueno hace tu opaca barba y tu diente, fregado con ibera orina” (Catulo Carm. 37). Sin duda el amoníaco de la orina hacía que la sonrisa del tal Egnacio resplandeciese, matando de envidia a Catulo, que prefiere otros métodos.


Pese a todos los cuidados, la verdad de la verdad es que las dentaduras de los romanos tenían que ser bastante terribles, podridas, pestilentes y feas.