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miércoles, 18 de julio de 2018

BRASSICA RAPA Y EL MITO DE LA FRUGALITAS ROMANA

Uno de los productos que se hallaban en la base de la alimentación romana eran los nabos. Esta hortaliza, la Brassica rapa, se conoce como nabo, naba, raba, colza o berza, y está emparentada con las mostazas y también con los rábanos, con los que a menudo se los confunde en los textos.

Eran económicos y nutritivos y según Plinio el Viejo, constituían el tercer producto en orden de importancia, justo detrás del trigo y las habas (Plin. NH XVIII,126). Eran de gran utilidad, pues se aguantaban bien hasta la cosecha siguiente y por tanto servían para mantener alejado el fantasma del hambre entre los campesinos y las clases más populares. Se cultivaban fácilmente, servían también para alimentar a los bueyes y se podían consumir no sólo las raíces sino también las hojas y hasta los brotes (Plin.NH XVIII,127).
Los nabos, nabas y rábanos son, pues, un producto emblemático propio de un pueblo que ensalzaba la agricultura como una de las más nobles actividades.

Los nabos son el símbolo de la frugalidad romana por excelencia. Representan los viejos tiempos en los que Roma no estaba corrompida por las costumbres decadentes de los pueblos orientalizantes, cuando los hombres eran duros y resistentes y se conformaban con los alimentos más básicos de su propio huerto. Esa imagen de frugalidad y perfección moral se fragua aproximadamente en el siglo II aC. Es este un momento fundamental: tras las conquistas del Mediterráneo oriental se inicia el esplendor de Roma, pero también el contacto con otras culturas promoviendo un proceso de asimilación y un cambio de paradigma. Roma ya no es un pueblo de pastores y agricultores, Roma es una potencia que ve cambiar su política exterior, que es testigo de intercambios comerciales y de influencias orientales de todo tipo, que asiste al enriquecimiento progresivo de las clases altas y que se va convirtiendo, paso a paso, en un imperio.

En este preciso momento se fragua el mito de la frugalidad ancestral de Roma. El lujo y el refinamiento que caracterizaba a los admirados griegos se implanta en Roma y aparece un movimiento tradicionalista que propugna la vuelta a los valores que se consideran auténticamente romanos: la vida del campo, la austeridad, la dedicación al estado y a la familia, la falta de corrupción en las costumbres, la vida sencilla, la dureza de carácter… Roma se forja un pasado ideal, austero y digno, para reivindicar su identidad cultural.

En este imaginario los productos más sencillos cobran un valor simbólico excepcional, como es el caso de los nabos.

trabajos agrícolas
Entre las leyendas, tenemos a Manio Curio Dentato, el perfecto ejemplo de vida incorruptible y de costumbres sobrias, héroe de los primeros tiempos de la República Romana. Tribuno de la plebe, cónsul en tres ocasiones, pretor y censor, M. Curio Dentato ha pasado a la historia por acabar con las guerras samnitas y expulsar al rey Pirro de Epiro allá por el siglo III aC. Al parecer, los samnitas le habían enviado unos emisarios cargados de oro para corromperlo, y lo hallaron en su huerto comiendo en un humilde plato de madera unos nabos que él mismo se había asado. El episodio aparece en Plinio: “nuestros anales nos dicen que cuando los embajadores de los extranjeros le trajeron el oro que él rechazó, se hallaba asando un nabo en el fuego (rapam torrentem in foco)” (Plin. XIX,87), y lo retoma Juvenal: “Por su mano, Curio en su pequeño hogar las hortalizas aderezaba, que cogido había él en su huerto” (Iuv. XIX,78).

Dentato rechazando regalos de los samnitas. Amigoni

Lo mismo podríamos decir del cónsul, general y dictador Lucio Quincio Cincinato (519 aC - 439 aC), el perfecto hombre de estado que se dedicaba a arar la tierra una vez terminado su mandato político. Pese a ser un patricio, se dedicaba a cultivar sus tierras personalmente y se incorporaba a sus obligaciones cívicas solo cuando era convocado por el Senado, volviendo al campo justo inmediatamente después. Ejemplo de honradez y virtud, de fortaleza de alma y equilibrio moral.  

Cincinato abandona el arado para dictar leyes a Roma. Juan Antonio Ribera

Incluso el fundador de Roma, el mismísimo Rómulo, se alimentaba de nabos y rábanos. Y una vez convertido en dios, seguía alimentándose de ellos en el cielo, pues sus costumbres continuaban siendo parcas, austeras y moderadas, como corresponde a un romano auténtico. Así lo vemos en Marcial: “Estos rábanos (rapa) que se gozan con el frío invernal y que te doy a ti, en el cielo suele comerlos Rómulo” (Mart. XIII,16) y en Séneca quien, hablando de la divinización de Claudio, -que tenía fama de comilón- dice: “es de interés público que haya alguien que pueda ‘zamparse los nabos hirviendo’ en compañía de Rómulo” (Sen. Apol.9,5).



Esta imagen mitificada del perfecto romano de los primeros tiempos de Roma, concretada en el cultivo de los productos de la tierra (nabos, zanahorias, rábanos, cebollas, ajos, coles, habas, altramuces, cereales), que forman parte de su modo de vida y que le confieren carácter y resistencia moral, son una pura invención.
Desde el principio, la cultura romana había estado en contacto con otros pueblos, como los etruscos y los griegos, de los que habían adoptado sin ningún problema sus nuevos cultivos, sus técnicas de conservación de alimentos, sus nuevos productos (aceite, vino, garum) y sí, sus gustos refinados (triclinios, perfumes). En el siglo II aC, cuando se forja esta imagen mitificada del “romano perfecto”, la primitiva frugalidad era sólo una pose o una necesidad. No nos engañemos, es sólo una hortaliza, si se puede comer algo mejor, se come.

Dejando a un lado su dimensión mítica y volviendo al alimento, el nabo se puede cocinar de diferentes maneras. Lo más habitual es comerlo cocido. Apicio propone dos recetas. En la primera (III,13,1) indica que, tras cocerlos y escurrirlos, se deben volver a hervir en una salsa hecha con comino, ruda, benjuí de Partia, miel, vinagre, garum, defrutum y aceite. En la segunda (III,13,2) la propuesta es mucho más sencilla: “Hervirlos en agua y servir. Echar por encima unas gotas de aceite y, si se quiere, añadir vinagre”.
Se ponían en conserva y se tomaban como encurtidos. Varrón nos dice que “los nabos se conservan troceados en mostaza” (Rust.I,59,3); Paladio los prepara con “un aliño de mostaza mezclada con vinagre” (XIII,5) y Columela propone encurtirlos con una salsa de semillas de mostaza, agua nitrada y vinagre blanco y fuerte (XII,55). De esta manera se tomaban como aperitivos, como indica Ateneo (Deipn. IV,133C).

nabos a la mostaza Foto: @Abemvs Incena (Tarraco Viva 2017)
Se podían utilizar también como acompañamiento -Apicio presenta una receta de pato con nabos (VI,2,3)- o como base para mezclarlos con otros ingredientes, al modo de nuestro puré de patatas. Es el caso de la receta de escórpora con nabos de Apicio (Vin,7), donde los nabos se cuecen con agua, se escurren bien apretando con las manos, se pican en trozos muy pequeños y se mezclan con el pescado y las especias.
Ateneo narra una anécdota en la que a Nicomedes, rey de los bitinios, se le antojan unas sardinas frescas que no tenía. Su cocinero, inteligente y creativo como un poeta, consigue engañar sus sentidos con un nabo cocido: “Cogiendo un nabo tierno, lo cortó fino y largo, imitando el aspecto de la propia sardina, lo hirvió, lo roció con aceite poniéndole sal en consonancia, esparció por encima semillas de adormidera negra en número de cuarenta, y en plena Escitia satisfizo su deseo” (Aten.Deipn.I,7E). La versatilidad del alimento queda patente en esta anécdota, que salió perfectamente gracias al genio culinario de su anónimo cocinero, ya que “Nicomedes, al tiempo que masticaba el nabo, hacía a sus amigos el elogio de la sardina”.
Los nabos se podían tomar también asados. Recordemos la leyenda de Curio Dentato, que justo estaba asando nabos (rapam torrentem in foco) cuando vinieron inútilmente a corromperlo. Esta preparación también la menciona Ateneo: “Traigo esta naba aquí para asar” (Deipn. IX,369E).

Como alimento emblema de los primeros tiempos de Roma, atesora un buen número de virtudes, no solo morales, sino también medicinales. Por ejemplo, cura los sabañones, es diurético y auxilia contra los venenos mortíferos (Plin.NH XX,3 y Diosc.II,110); es adelgazante (Aten. Deipn. IX,369E) y hasta estimula los placeres afrodisíacos (Diosc.II,110). Lástima que todos los autores les vean una pega (a los nabos, las nabas y los rábanos): que son altamente flatulentos.

Como representa tantas virtudes morales, es también un alimento adoptado por los filósofos -lo mismo que los altramuces-, que así pueden expresar su estilo de vida alejado de los excesos. Luciano de Samósata, el pensador satírico que vivió en el siglo II de nuestra era, critica a menudo a los filósofos de su época, a quienes considera unos charlatanes y unos hipócritas. En un epigrama leemos: “En el banquete vimos la gran sabiduría de Cínico el barbudo, el que va apoyado en el bastón. Primero se abstuvo de altramuces y de rábanos diciendo que la virtud no debe ser esclava del vientre” (Epig.48). Es decir, nos presenta lo que debía ser una dieta modelo a seguir por parte de aquellos que defienden la continencia. La crítica de Luciano no se hace esperar: “Mas cuando ante sus ojos vio un teta de lechona blanca como nieve con salsa amarga que borró de su mente tan sabios pensamientos, contra lo esperado la pidió y se la tragó de golpe y dijo que la teta en cuestión no transgredía la virtud”.

Nabos, nabas, rábanos. Alimento humilde elevado a símbolo del pueblo romano. Acompañamiento de platos, aperitivo, ofrenda a Rómulo. Los nabos representan un antídoto contra la corrupción moral y la molicie.

Prosit!

jueves, 27 de abril de 2017

COCINANDO PARA ADRIANO: EL TETRAFÁRMACO


Busto de Adriano. Musei Capitolini. Roma
Hace ya tiempo que sentía curiosidad por este misterioso plato, de nombre sugerente y receta desconocida: el tetrafármaco.
Cuando se busca información de una receta romana, se recurre a las fuentes, casi siempre Apicio, aunque también Arquestrato, Columela, Varrón, o incluso las pistas que se deducen de los menús que mencionan en sus libros Juvenal, Marcial o Petronio. Con la información que se posee sobre el paladar romano, los ingredientes y los métodos de cocción se pueden intentar reproducir las recetas, aunque ya se sabe que las dificultades temporales y materiales son bastante severas. Pero al menos se intenta.
No es el caso del tetrafármaco.
Este plato está sujeto a la imaginación y la interpretación de quien quiera adaptarlo, porque de él conocemos bien poco: los ingredientes -con reservas- y su inventor -con reservas también-. Poco más.


Vayamos por partes.


El tetrafármaco (“tetrafarmacum”) aparece mencionado tres veces en la Historia Augusta, que es una colección de biografías de emperadores romanos escrita en fecha bastante tardía (¿quizá el siglo IV?) y cuyo contenido es bastante sospechoso, pues parece que hay mucho de invención y subjetividad por parte de sus autores (o autor, como dicen algunas teorías).
Las tres menciones se refieren a una biografía de Adriano (76 - 138), escrita por Mario Máximo, pero que no se ha conservado. Bien, pues en la Historia Augusta se nos dice que el plato en cuestión fue inventado por Lucio Elio Vero (101 - 138), un noble de costumbres refinadas y de vida relajada, lujuriosa y bastante frívola. Elio Vero había sido adoptado por Adriano y nombrado su sucesor al trono, quizá por sus contactos políticos, ya que carecía de experiencia militar. La cuestión es que Elio Vero, en un arrebato de creatividad culinaria a lo Apicio, inventó el tetrafármaco, plato que le encantaba al emperador Adriano, según la Historia Augusta: “El único alimento que comió con gusto, entre todos, fue el tetrafármaco, un combinado de faisán, tetina de cerda, jamón y pasteles” (inter cibos unice amavit tetrafarmacum, quod erat de fasiano, sumine, perna et crustulo) (Historia Augusta, Adriano XXI, 4).
El plato es en realidad un pastel de carne de caza. Al emperador Adriano le encantaba cazar, ya desde su juventud en Itálica. Por aquel entonces, la caza entre los romanos de bien no tenía demasiada buena fama, y parecía una actividad más propia del pueblo griego que del pueblo romano, dedicado en exclusiva a su ager civilizado. Pero eso no era problema para Adriano, siempre seguidor de las costumbres helenísticas. Tras él, los nobles adoptarán las costumbres cinegéticas hasta el punto de que en la dinastía antonina la caza será parte fundamental de la vida en una villa rústica.
El tetrafármaco aparece mencionado una tercera vez en la vida del emperador Alejandro Severo (208 - 235), el último de la dinastía severa y también el último emperador civil de Roma, ya que tras su muerte se iniciaría una larga lista de gobernantes militares, muchos de ellos de origen bárbaro y bastante mala prensa. Quizá por ello el autor (o autores) de la Historia Augusta le atribuye el gusto por el tetrafármaco, para parecerse a Adriano, que es uno de esos emperadores que la historia aprueba con nota. Así pues, Alejandro Severo “tomó frecuentemente el tetrafármaco que utilizó Adriano” (Historia Augusta, 30,6), pero no se nos ofrece mucha más información.


Por otra parte, el nombre “tetrafármaco” es una especie de broma. Con ese nombre se conocía un compuesto farmacéutico griego (tetrapharmakon) formado de cuatro elementos: cera, resina de pino, brea y grasa animal, tipo tocino de cerdo. Sería algo así como una “medicina cuádruple”, un emplasto milagroso contra el pus. El nombre fue adoptado por los filósofos epicúreos para describir un remedio que actuase contra los miedos que atenazan al ser humano, es decir, como una receta para conseguir la felicidad mediante los placeres de la vida. El emperador Adriano, cultivado en la filosofía epicúrea, llamaba así a este pastel de caza, pues es también un remedio para curar el alma, eso sí, a través del estómago.


Como se ve, reconstruir un tetrafármaco es labor de pura imaginación. Sabemos, eso sí, que llevaba faisán, tetilla de cerda, jamón y pasteles (fasiano, sumine, perna et crustulo), aunque la Historia Augusta da una versión alternativa con cinco ingredientes, que es la creación personal de Elio Vero, y se llamaba “pentafármaco”: “un combinado de tetina de cerda, faisán, pavo, jamón adobado y jabalí” (Elio 5,4). No quedaremos con la anterior, porque el pentafármaco carece de toda poesía epicúrea.


Reconstruir la receta


Partimos de los ingredientes, complicadísimos de conseguir. El faisán procede de Asia y fue incorporado al mundo griego por los mismísimos argonautas, que lo trajeron de la Cólquide (Phasis). Desde el siglo II aC fueron imprescindibles en las mesas romanas. Las tetillas de cerda son una auténtica delicatessen romana, sobre todo las de cerdas preñadas, bien repletas de leche. El jamón es un alimento de categoría presente en todas las despensas, guisos y fases del banquete, con el mismo éxito que hoy en día. Junto a estos tres, el crustulum, es decir, la galleta o masa crujiente que se forma a partir de la mezcla de cereal y agua (puls). Si esta se deja tostar, formando una especie de costra, se llamaba así, crustulum.
Traducción de todo esto: como se trata de un pastel de carne, usaremos diversas masas (brisa, hojaldre, pasta brick) y sustituiré las carnes complicadas por otras equivalentes: codorniz, ciervo (carne de caza), manitas de cerdo (gelatinosas como las tetillas) y lacón (como jamón adobado). Al fin y al cabo no existe receta y a mí nadie me quita que esto es una empanada de carne.


Adaptación (e invención) de la receta


En una cazuela grande marcaremos la carne de ciervo y de codorniz, troceada minutatim para que se selle y la reservaremos aparte.
En la misma cazuela, pondremos a rehogar en aceite una ramita de apio, un puerro pequeño, media chirivía, una cebolla pequeña y una zanahoria.
Cuando este sofrito esté dorado, añadiremos la carne de ciervo y codorniz que teníamos apartada, el vino tinto, un caldo hecho previamente con los huesos de las manitas de cerdo, el falso garum (a base de anchoas en salazón), un manojo de hierbas secas (laurel, orégano, tomillo, romero, hinojo), dos cucharadas de miel de tomillo, semillas de cilantro y piñones. Posteriormente añadiremos la carne de las manitas de cerdo y el lacón. Lo dejamos un buen rato, y ya estará hecho el relleno.
Foto: @Abemvs_incena
Tras esto, imaginación para rellenar la masa. Nosotros hemos hecho diferentes propuestas: las mini pizzas y los vol au vent hechos con hojaldre, las empanadillas y mini quiches con pasta brisa y los rollitos con pasta brick. Lo importante es la esencia de la receta: un plato que amalgama ingredientes de manera que ninguno cobra protagonismo, sino la suma de todos. Un plato con el aporte de grasas digno de un banquete imperial. Un plato que se puede comer fácilmente en el triclinio. Un plato que está a la altura de la cultura griega y de la filosofía epicúrea. Un plato para sentirse bien, como el mismísimo Adriano.
Foto: @Abemvs_incena
Prosit!