Mostrando entradas con la etiqueta especias. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta especias. Mostrar todas las entradas

martes, 24 de abril de 2018

ABSINTHIUM, O EL VERMUT DE LOS ROMANOS

Tomarse un vermutito con los amigos o con la familia un domingo justo antes de la hora de comer es toda una institución. Este ritual, que se había ido debilitando pero que está volviendo con fuerza, implica un acto social diurno en torno a un aperitivo que se toma en bares y bodegas acompañado de las imprescindibles aceitunas, patatas fritas de bolsa, boquerones y/o berberechos. Hasta existe una expresión para referirse a este acto, “hacer el vermut”, que se refiere más a la conversación y el buen ambiente en la terracita de verano que al propio vermut, ya que puede abarcar otras bebidas, como la cerveza o cualquier otro aperitivo, alcohólico o no. Volviendo al vermut (esta vez bebida, no acto social), lo que quizá no sea tan conocido es su origen. Vayamos por partes.


Nuestro vermut contemporáneo está formado a base de vino y un cúmulo más o menos extenso de raíces, plantas, flores y especias, diferente para cada marca, pero siempre con la presencia del ajenjo. Se remonta a la Italia del siglo XIX, momento en que empieza a definirse su producción industrial y su uso como bebida más o menos sofisticada. Sin embargo, el vermut es una bebida mucho más antigua cuyo origen lo encontramos en los vinos “artificiales” romanos, los vina condita.


Los vina condita, también vina ficticia, son vinos especiados, cocidos y generalmente endulzados con miel. La mezcla de elementos consigue que el vino mejore su sabor y además aumente su durabilidad a largo plazo. Se crean macerando en mosto diferentes hierbas, bayas, hojas y raíces, resinas o flores en proporciones diferentes y durante varios días, a los que se les acaba añadiendo miel. Así, según los autores (Paladio, Columela, Apicio, Plinio el Viejo) se obtiene vino de rosas, de violetas, de mirto, de nardo, de pimienta, de cidro y de ajenjo, que es el que nos interesa. Estos vinos se usaban a veces para cocinar, pero su función primordial era el uso medicinal, tal como leemos en Plinio: “Y así no me extraño de las casi innumerables variedades de falso vino, todas concernientes a usos médicos” (NH XIV, 18,98). De estos vinos se apreciaban sus propiedades digestivas y astringentes, y algunos se consideraban una auténtica bebida energética, ideal para recuperarse tras los esfuerzos o cuando uno va de viaje.



El vino de ajenjo

Uno de estos vinos “artificiales” es el vino de ajenjo que, como he dicho, era medicinal y se vendía en los comercios. Su base es la Artemisia absinthium, también conocida como ajenjo, artemisia o hierba santa, una planta que desde siempre ha sido conocida y utilizada por sus propiedades medicinales, especialmente para los trastornos digestivos y para provocar el apetito. Así lo vemos en el tratado De Materia Medica, del botánico y farmacólogo griego Dioscórides (S. I dC), según el cual, el ajenjo “Tiene virtud estíptica, calorífica, purgativa de los humores coléricos recogidos en el estómago y en el vientre”, además de ser diurético, conveniente para la inflamación y dolor de vientre y estómago y curar “las anorexias y la ictericia” (Diosc. III,23). Estas propiedades también las recoge Plinio el Viejo, para quien el ajenjo “encoge el estómago y extrae la bilis, estimula la producción de orina, relaja el intestino y alivia el dolor, caza los parásitos del vientre, estimula el apetito (...), quita las náuseas, ayuda en la digestión, elimina la acidez (...)” (NH XXVII 45,48).

El vino de ajenjo aparece mencionado en diferentes autores con el nombre apsinthítes (Dioscórides), absintites (Plinio el Viejo), absinthiatum (Paladio) o absinthium (Apicio), haciendo todos referencia al ingrediente principal, el ajenjo, en griego ápsinthos. Curiosamente el nombre de nuestro vermut deriva del aleman Wermut, que significa justamente “ajenjo”.
Como se ha dicho, era muy apreciado por sus propiedades medicinales, entre ellas la de estimular el apetito. Por ello, era también usado como aperitivo antes de las comidas, tal como nos explica Dioscórides: “Y sobre todo lo dan a beber como aperitivo, en verano, considerando que es cosa salutífera” (Diosc. III,23). Curiosamente el mismo uso que hacemos actualmente del vermut.

Pese a que los autores griegos nos dan noticia de la presencia y uso de esta bebida, la cuestión es que la información relativa a la elaboración de la misma la hallamos específicamente en autores latinos.

Plinio el Viejo nos da una receta: “De otras hierbas se hace el absintites, cociendo una libra de ajenjo del Ponto en cuarenta sextarios de mosto y reduciéndolo a la tercera parte, o añadiendo al vino briznas de ajenjo” (NH XIV, 18,98)

Y Apicio otra:

Absinthium Romanum: “Se emplearán una onza de ajenjo del Ponto, previamente limpiado y triturado, un dátil de Tebas, tres escrúpulos de resina de lentisco, tres de hoja de nardo, seis escrúpulos de costo (la planta de la India, no el hachís), tres escrúpulos de azafrán y dieciocho sextarios de vino de igual calidad. No hace falta carbón para quitarle el sabor amargo” (I, II, 1)

********************************

Así que ya saben, tomarse un vermut con los amigos o con la familia es mucho más que tomarse un aperitivo, es mantener viva una costumbre arraigada desde los tiempos de los griegos. Con cada vermut nos estamos bebiendo un episodio de nuestra historia: la conservación de estas recetas a través de los monasterios medievales, la reinvención en 1786 por Antonio Benedetto Carpano usando el término alemán o la entrada en España a través de Reus, nueva cuna del vermut.

Feliz aperitivo!

domingo, 12 de noviembre de 2017

DEL SILFIO A LA ASAFÉTIDA: CONDIMENTOS CON HISTORIA



Pongamos que hoy me levanto con ganas de seguir las pautas de Ateneo de Náucratis y decido reunir una despensa con los condimentos imprescindibles que toda cocina -clásica, por supuesto- debe poseer. Según Ateneo, que vivió entre los siglos II y III de nuestra era, la lista de condimentos imprescindibles -o Artýmata- la proporciona Antífanes, un autor de la Comedia Media que vivió en el siglo IV aC, y son:  “Uva pasa, sal, vino cocido, jugo de silfio, queso, ajedrea, sésamo, natrón, comino, zumaque, miel, orégano, finas hierbas, vinagre, aceitunas, verdura para la salsa de hierbas, alcaparras, huevos, pescado salado, mastuerzos, hojas de higuera rellenas, zumo” (Ateneo II,68,a).

Pregunta: ¿podría conseguir esta despensa? Tras una ojeada atenta a la lista en cuestión, se concluye que se podrían conseguir casi todos, incluso los que son difíciles de descifrar, como el natrón (carbonato de sodio, para que las verduras cocidas queden de un bonito color verde), el zumaque (cuyas bayas actúan como acidulante) y los mastuerzos (qué bonito nombre para las hojas del berro). Pero hay uno imposible de encontrar en la actualidad: el “jugo de silfio”.
Foto: @Abemvs_incena (Tarraco Viva 2014)

¿Qué era el silfio?
Fue una planta con aspecto de hinojo gigante que quizá podría identificarse con la Ferula tingitana y que era muy apreciada sobre todo por la resina que exudaba, la cual se podía extraer de la raíz o del tallo. Los griegos la llamaron silphion y los romanos la llamarían laserpicio. Según Heródoto “dicha planta se extiende desde la isla de Platea -en la antigua Beocia- hasta la desembocadura de la Sirte -en Libia-” (Hist. IV,169). Es decir, en la antigua provincia de la Cirenaica, en la actual Libia.
El rey Arcesilao de Cirene supervisa la elaboración del silfio. Biblioteca Nacional París
El producto más apreciado era el exudado vegetal de la planta, el “jugo de silfio” imposible de Antífanes o laser, que es el nombre que le dieron los romanos. Se trataba de una sustancia que contenía goma y resina y que debía disolverse previamente antes de usarse. Pero también se consumía la raíz del laserpicio, fresca o seca. Los usos eran diversos, pues no solo se utilizaba en cocina como condimento -tal como recomienda Antífanes- sino que tenía numerosas propiedades medicinales, como recoge ampliamente Plinio el Viejo (NH, XX,49): alivia los malestares, actúa como diurético, cura las heridas, neutraliza el veneno, desinfecta las mordeduras de perro, elimina verrugas y excrecencias, destruye los sabañones y los callos, aclara la garganta, alivia los dolores de gota, elimina la alopecia, alivia el dolor de muelas, provoca la menstruación…
Un producto casi milagroso, aunque también provocaba diarrea y ventosidades, según Aristófanes. No es de extrañar que fuera “pesado en denarios de plata” (Plinio NH, XIX,15) y llegó a ser tan importante en la economía de la Cirenaica que su imagen fue representada en las monedas de oro y plata que se acuñaban en Cirene.

Hasta aquí todo son maravillas. Sin embargo, el silfio o laserpicio presentaba un par de inconvenientes. En palabras de Teofrasto el silfio “rehuye el terreno cultivado” (Historia de las Plantas VI, III, 3). Es decir, crecía exclusivamente en estado salvaje. El otro impedimento es que crecía únicamente en la Cirenaica. De nuevo Teofrasto nos dice: “Esta planta se extiende por un área dilatada de Libia: en una extensión de más de cuatro mil estadios. La mayor cantidad se cría en la Sirte, que está cerca de las islas Evespérides” (VI, III, 3). Se trata en realidad de una zona muy estrecha en la costa de Libia, apenas 48 km de largo y 400 de ancho, circundada por el desierto.
No pudiendo trasplantarse a otras tierras, el silfio primero aumentó su precio y después acabó por desaparecer. ¿Las causas? Seguramente la sobreexplotación debida a la altísima demanda. Eso sin contar que los terratenientes prefieren apacentar sus ovejas con el silfio (Plin. NH XIX,15), porque “las engorda mucho y comunica a su carne un gusto admirablemente exquisito” (Teofr.VI,III). El exceso de recolección, la ausencia de control en la producción, el pastoreo y el hecho de que solo creciese de forma salvaje es lo que provocó la extinción del silfio.
La última planta localizada data del siglo I dC y fue regalada al emperador, según Plinio: “Un único tallo enviado a Nerón es todo lo que ha sido hallado” (NH XIX,15). Esta fecha coincide también con el fin de la representación de la planta en las monedas de Cirene. Sin embargo, Plinio es optimista y nos explica cómo saber si una planta sospechosa es finalmente un brote de silfio: “Si un animal da con un brote prometedor, será un buen indicio que, tras comerlo, la oveja se dormirá de inmediato; una cabra, en cambio, dejará oír un estornudo sonoro” (NH XIX,15).

¿Debo resignarme a que mi lista de condimentos al estilo de Antífanes quede incompleta? Depende. Puedo recurrir al sustituto oficial del silfio, adoptado por Roma dada la imposibilidad de poder consumir el producto original. En efecto, una vez desaparecida la planta, Roma tuvo que optar por resignarse y encontrar un sucedáneo que estuviera a la altura. La solución fue la ferula Assa foetida, una planta herbácea y perenne que produce también una gomorresina y viene a ser un laserpicio de segunda regional. Ya nos dice Plinio, “desde entonces no ha sido importado otro laser que aquel de Persia, Media y Armenia, donde crece en abundancia aunque muy inferior al de Cirenaica y además es adulterado con goma, sacopenio o alubias molidas” (NH XIX,15).
Asafétida

La asafétida desprendía un olor tirando a nauseabundo, olor que se intentaba disimular con otras sustancias, como apunta Plinio. Por lo demás, funcionaba exactamente igual que el silfio como condimento y como remedio medicinal, que igual te aliñaba unas salchichas que te servía de antiespasmódico o de abortivo (esa propiedad de ambas plantas para provocar la menstruación y para evitar que se implantase un embrión igual explicarían el secreto de su éxito…).
La asafétida se sigue utilizando en la gastronomía de la India y de Irán, por lo que se puede conseguir actualmente, y recibe el nombre de hing. Suele venderse en polvo y su sabor recuerda a una mezcla de ajo y cebolla. Es lo más en los curries de lentejas y legumbres. No deja de ser curioso que la asafétida sea una especia de lo más exótico en Europa, de moda entre veganos y fans de la vida saludable, cuando fue utilizada con tanto empeño durante siglos, hasta la Edad Media por lo menos.

Por fin puedo tener mi despensa completa, aunque a la manera romana, no a la griega!
Para acabar, una receta que aparece en De Re Coquinaria de Apicio. Considerando la fecha en la que vivió Apicio-o vivieron, que no fue uno solo-, el laserpicio, el laser o el jugo de silfio nunca pueden pertenecer a la misma planta que mencionaban los griegos de la Cirenaica, puesto que ya se había extinguido, sino a su sustituta, la asafétida. Allá va:

Pollo al laserpicio (PVLLVM LASERATVM)

Abrir un pollo a lo largo. Lavarlo y prepararlo bien; ponerlo en una cazuela. Machacar pimienta, ligústico (apio de monte), laserpicio fresco (es decir, asafétida), rociar con garum, amalgamar con vino y garum, y echarlo con el pollo. Una vez cocido, espolvorear pimienta y servir. (VI,VIII,5)

Prosit!

jueves, 23 de febrero de 2017

EL PRECIO DE LOS ALIMENTOS EN LA ANTIGUA ROMA: ...Y LO CARO


Tras haber comentado los productos y precios más económicos, toca ahora hablar de los más caros, carísimos.
Por una parte tenemos las frutas, verdaderas golosinas que sólo se comían frescas si eran “de temporada”, y que se usaban a menudo para endulzar vinos y platos y se solían poner en conserva. Encontramos al precio de 4 den. la decena de melocotones, de albaricoques, de manzanas Matianas o de  membrillos; a precios similares, y siempre caras, están las granadas, las cerezas, las ciruelas, los dátiles, los higos… Por 4 denarios te daban 8 dátiles Nicolaos, mientras que por ese mismo precio te daban cuatro sandías!
Vayamos a la proteína animal. El pescado de mar es un producto de lujo: está a 24 denarios la libra (recordemos al profesor de historia y sus 50 denarios mensuales!) Estos pescados procedían en su mayoría de los viveros que poseían las mejores familias de Roma, que hacían negocio con la venta.
Cuanto más grande era la pieza y más difícil de encontrar, más valiosa se volvía, por lo que ni siquiera al precio que marca el Edicto se podrían encontrar los ejemplares más preciados, como el salmonete de ¡cuatro libras y media! que nombra Séneca (Epis. XCV), o el rodaballo que nombra Juvenal, tan grande que no había fuente que permitiera servirlo (Sát. IV). Cien ostras cuestan 100 denarios (en un banquete se podían servir muchas muchas muchas ostras) y cien erizos cuestan 50. La salsa hecha a base de pescado, el garum o liquamen, cuesta 16 denarios el sextario si es de primera calidad, y 12 el de segunda. Lo dicho: productos de lujo.
La carne tampoco sale nada barata. En el Edicto se nombran algunas exquisiteces como las vulvas de cerda -a 24 den. la libra- o las ubres de cerda -a 20 den.-, mencionadas a menudo en el recetario de Apicio; pero también el hígado engordado con higos -16 den. la libra-, los jamones menápicos (procedentes de la Galia) o cerritanos (de Hispania) -20 den. la libra- o el tocino (laridum) a 16 den. la libra, mismo precio que el jabalí y los lechones o tostones, carnes muy apreciadas. Aparecen también los famosos lirones, cebados en gliraria para el consumo, a 40 den. la decena; los conejos -que proceden de Hispania y fueron aclimatados en Córcega- al precio de 40 den. la unidad, y las liebres, nada menos que a 150 denarios la unidad. Cualquiera de estas carnes se puede acompañar con unas trufas, que están también por las nubes: una libra cuesta 16 denarios. Se mencionan también los caracoles, a 4 den. veinte de ellos, si son de los gordos, aparentemente más económicos pero ¿cuántos se servirían en un banquete?

Sin duda las carnes más caras, sin embargo, son las de aves en general, sean o no de corral. Las aves eran, estas sí que sí, un auténtico producto de lujo. Se las comían todas: pollos, tórtolas, gorriones, palomas, gansos, tordos…. Se criaban en la ciudad, en grandes aviarios (ornithon) y poco importaba que fueran medio sagradas, como el pavo real, consagrado a Juno, o las ocas, que alertaron a los romanos del asedio de los galos, allá por el año 390 aC.
Desde la época de Augusto, las aves en general son ingrediente muy preciado de las mesas, sobre todo de las de los ricos. Los precios van desde los 16 denarios que costaban una tórtola cebada o diez gorriones, a los 300 denarios que valía el pavo real macho. En medio están los 20 den. que costaban un francolín, dos palomas salvajes, diez codornices o diez estorninos; los 30 que costaba una perdiz; los 40 de diez perdices griegas, diez becafigos o dos patos; los 60 den. que costaban dos pollos o diez tordos y los extracaros: los 250 denarios que costaba un faisán cebado, los 200 que costaba una oca cebada o los ya mencionados 300 denarios del pavo real.
Cuando un personaje influyente decidía servir determinado animal como plato fuerte de su cena, automáticamente éste se ponía de moda y su precio se elevaba. Es lo que sucedió por ejemplo con el pavo real: parece que el orador y augur Quinto Hortensio (114-50 aC) fue el primero en servir pavo real en el banquete para festejar su ingreso en el sacerdocio (Varrón Rust. III,6,6), y desde entonces se convirtió en un imprescindible. Si el volátil era de importación, como el propio pavo real, que procedía de Asia, su valor también aumentaba: es el caso del faisán, que habían traído de Phasis (la Cólquide) los mismísimos argonautas: “Fui transportado por primera vez en la nave Argos: antes yo no conocía nada más que el Fasis” (Marcial XIII,72). El faisán gustaba mucho por su carne grasa y parece que se incluía en las cenas de las Saturnalia (Estacio, Silv. I,67). Otras aves, como las de corral, criadas desde siempre para el consumo, se cebaban convenientemente con harina empapada en leche, que engorda bastante más. Si se trataba de palomas y pichones, se alimentaban con harina de habas tostadas y farro, bien amasadas con aceite. Para acabar, parece que el consumo de aves venía reforzado por ser éstas un remedio medicinal: la sangre de palomo se recomendaba para la epilepsia (Scrib.16), el pollo se consideraba un antídoto para el veneno de serpiente (Celso 5,27), y lo mismo pasaba con las ocas, que eran cicatrizantes (Scrib.185) o los tordos, como los que recomendaba el médico a Pompeyo porque estaba un poco debilucho (Plutarco Vitae p. Pompeyo,2).

Pasemos al tema de los vinos. Los más caros son los que presentan denominación de origen: el Falerno, el Piceno, el Tiburtino, el Sabino, el Aminiano, el Setino y el de Sorrento están todos marcados al precio de 30 denarios el sextario. Pero también las reducciones de vino y los vinos especiados eran caros, y además eran imprescindibles para crear salsas dignas de un banquete de primera. Así, la reducción de vino a la mitad de su volumen, o defrutum, cuesta 20 den. el sextario; el vino con especias, 24; y el vino a la miel dorada del Ática, también 24.
Para acabar, pasemos a los ingredientes que sirven para aliñar, cocinar o dar sabor a las salsas. El aceite de oliva, el de primera calidad, cuesta 40 den. el sextario, lo mismo que la miel de la mejor. Ambos son imprescindibles en cocina: el primero para cocinar y aliñar en crudo, pero el segundo para elaborar salsas condimentadas, conservar las frutas o endulzar los vinos. Del liquamen ya hemos hablado (16 den. el sextario) y si se quiere utilizar una sal ya especiada, cuesta 8 denarios el sextario. Para dar sabor final a todos los platos, ese sabor a suma de sabores propio de los platos más ostentosos de la cocina romana, son imprescindibles, no solo las hierbas aromáticas, sino también las especias: el Edicto menciona algunas como el jengibre (a 400 den. la libra), el perejil (a 120), la pimienta (a 800 den,) o el azafrán (a 2000 den. si es arábico, o 1000 si es de Cilicia). Considerando que cualquier plato de Apicio tiene -por lo general- pimienta, miel, garum, reducción de vino y aceite, más otros que pueden variar según la composición (cilantro, ajedrea, séseli, menta, perejil, ruda, orégano…) y a menudo frutos secos (dátiles, piñones, pasas, nueces…), sólo la confección de la salsa cuesta tanto o más que el ingrediente principal, si éste es carne o pescado.

Viendo estos precios me imagino al profesor de historia (el de los 50 denarios al mes) comiendo gachas con verduras o legumbres, tomando vino peleón en la taberna y algún guiso -excepcional- de algo humeante y caliente en la propia taberna, da igual si cerdo o ternera, acompañado de algo de pan. Me imagino también a los numerosos clientes deseando que su patronus se dignara invitarlos a una cena, para poder comer esos faisanes, esos pavos y esas tetas de cerda que, seguro, colmaban su imaginación.

miércoles, 22 de febrero de 2017

EL PRECIO DE LOS ALIMENTOS EN LA ANTIGUA ROMA: LO BARATO

El Edictum de Pretiis Rerum Venalium, también conocido como Edicto de Precios Máximos o simplemente Edicto de Precios, fue una disposición legal que promulgó el emperador Diocleciano en el año 301 dC. Creado para frenar la inflación, el Edicto establece el precio máximo para un gran número de productos alimenticios, así como ropa y calzado, materiales diversos, coste de los transportes marítimos y también los salarios y jornales de un buen número de profesionales.
Sin entrar en valoraciones -sin duda muy interesantes, pero que son materia de otros blogs- sobre la falta de eficacia del Edicto y sus efectos en la economía romana del momento, el texto ofrece una información muy valiosa sobre el valor asignado a los alimentos, por comparación de unos con otros y sin necesidad de entrar en traducir cantidades a nuestros precios y pesos contemporáneos.
El Edicto expresa los precios en denarios, una moneda de plata que en tiempos de Diocleciano equivalía a 4 sestercios y 10 ases. Y expresa las cantidades de peso y capacidad usando la libra o italicum pondo (327,4 gr.), el sextario itálico (0,547 litros), el modio itálico (8,75 litros) y el modio militar o kastrensem modium (17,51 litros). Dicho esto, pasemos a analizar algunos precios:
Para empezar, veamos algunos alimentos que podemos considerar baratos o asequibles. Pero para poder determinar qué es barato, lo mejor es observar algunos de los salarios que establece el mismo Edicto: un carpintero o un panadero cobraba 50 denarios por un día de trabajo, pero un campesino sólo 20; un sastre cobraba sobre los 40 y un pintor, 75; un profesor podía cobrar 250 denarios al mes si era de leyes y filosofía, pero sólo 50 al mes si era de historia. Bien, vayamos a ello.
Mirando el documento podemos considerar baratos pocos productos. Por ejemplo son baratas las verduras y hortalizas: encontramos en el Edicto algunas tan emblemáticas como la col, para Catón “la primera de todas las hortalizas” (RR 156), que servía para tener lejos al médico, a 4 denarios cinco unidades de las mejores. Encontramos también al mismo precio la decena de endibias o escarolas seleccionadas, las lechugas, los puerros, las remolachas, la achicoria, las cebollas, los pepinos, las malvas, las calabazas o los nabos que en los tiempos míticos de Roma tanto gustaban al frugal Curio Dentato. Los ajos, a 60 den. el modio, son también muy baratos, y poco elegantes, comida de campesinos, por ello el famoso recetario de Apicio casi ni los menciona (aparecen solo en dos recetas). Por lo general, las hortalizas y verduras son lo más económico, con alguna excepción como los espárragos, algo más caros (25 unidades de los cultivados costaban 6 den.). Por lo que respecta a las frutas, son todas carísimas excepto los melones y las sandías: por 4 denarios te daban dos melones grandes o cuatro sandías, lo mismo que costaban 100 castañas o 100 nueces secas. Las aceitunas negras, a 4 denarios el sextario, son otra opción aceptable.
También son asequibles los cereales y el grano, que quizá son el alimento más consumido por todos los ciudadanos de todas las clases sociales. Allí aparecen el trigo (100 denarios el modio castrense), la espelta (mismo precio), la cebada y el centeno (a 60 denarios), la avena (30 denarios), las lentejas, los garbanzos y los guisantes limpios (todos a 100 denarios), lo mismo que las habas molidas, las judías secas o las algarrobas (mismo precio). Con estos cereales se hacía pan, se hacían tortas o polentas, se hacían gachas (puls) o se mezclaban con otras harinas, como en el caso de las habas, que igual servían para hacer purés, que guisos, que tortas. Como curiosidad, aparecen los altramuces, tanto crudos (60 den.) como cocidos (4 den. el sextario), alimento barato y mediocre consumido por los filósofos que buscaban una imagen de sobriedad. Y también un alimento que en nuestra lista sería imprescindible: el arroz (oryza), a 200 den. el modio castrense, bastante más caro que los demás cereales: para la cocina romana era una rareza.

Si vamos a las proteínas, nos encontramos con precios elevados. Entre las carnes, no hay realmente nada barato. La carne de cerdo fresca costaba 12 denarios la libra (327 gr.) (recuerden: el profesor de historia 50 denarios al mes!), igual que  la de vaca o ternera. Una solución era consumir la carne salada o curada, que al menos permitía una conservación más prolongada. Sin embargo, tampoco los embutidos son superbaratos, como veremos más adelante. Si se puede hacer algún sacrificio, lo mejor es comprar longanizas y otros embutidos curados y salados que se mantendrán en la despensa durante algún tiempo: succidia y farcimen. En el Edicto se nombran las salchichas (isicia), que si eran de buey o ternera costaban 10 den. la libra, mientras que si eran de cerdo y ahumadas costaban 16 la libra. Se trata de las famosas Lucanicae, embutido con denominación de origen que procede de la Lucania (Varrón LL, 5,110-11): “al embutido confeccionado con tripa gruesa la denominan Lucanica -longaniza lucana- porque los soldados aprendieron la receta de los lucanos”. Como la carne es carilla, nos podemos asomar al listado de precios de los pescados, para llegar a la misma conclusión: carísimo todo. Bueno, no todo, se salva el pescado en salazón, a 6 denarios la libra. El pescado salado permitía una larga conservación y garantizaba un aporte de proteínas, pero le faltaba la frescura y el valor añadido de ser un producto difícil de conseguir. Junto a este tenemos también el pescado de río pequeño o de segunda calidad, que costaba 8 den. la libra (nada que ver con un salmonete gigante, una lamprea asesina o un rodaballo de buen ver, dignos de un Apicio o un Lúculo). Ni siquiera las sardinas, a 16 den. la libra, eran baratas, de hecho, eran más caras que el cerdo. La opción económica para las proteínas eran los huevos, a 4 denarios los 4 huevos o el queso fresco, a 8 den. la libra. Algo es algo.

Los aliños básicos son también para echarse a temblar. El aceite que no es de oliva, sino de semillas de rábano, cuesta 8 denarios el sextario; el mismo precio la miel fenicia, que es de dátiles, básico para endulzar. Las especias están totalmente fuera del alcance de un bolsillo humilde, y para dar sabor uno se puede conformar con los manojos de hierbas aromáticas, al precio de 4 denarios (ocho manojos). La sal, que se usa para conservar los alimentos y para rectificar en el plato, cuesta 100 denarios el modio castrense. Lo único que parece barato es el vinagre, a 6 den. el sextario. Por lo que la posca, la bebida de agua y vinagre, bien fresquita, era una buena opción económica para quitarse la sed.
Hablando de bebidas, el vino, la bebida emblemática de las civilizaciones antiguas del Mediterráneo, resulta muy caro. La única opción barata es el vino rústico u ordinario, a 8 denarios el sextario como máximo. Es sorprendente que el Edicto recoja el precio máximo de la cerveza, que es una bebida que siempre se nos presenta como ajena al mundo romano, propia solo de bárbaros. Pues aparecen dos tipos: la de trigo (cervesia) a 4 denarios el sextario, y la de cebada (zythi), también conocida como cerveza de Pelusio, la típica cerveza estilo egipcio, aún más barata, a 2 denarios el sextario. Su aparición en el Edicto, válido para todo el Imperio, indica que su consumo era, como mínimo, habitual entre toda la población.
En la siguiente entrada pasaré al otro extremo, a los alimentos que podemos considerar caros, carísimos.