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lunes, 29 de julio de 2019

COMER FUERA EN LA ANTIGUA ROMA: TIPOS DE ESTABLECIMIENTOS

Tipos de vino y precios. Herculano
Comer fuera en las ciudades del territorio dominado por Roma es muy frecuente. Además de participar en la animada vida de las calles, con los negocios del foro, las obligaciones cívicas, las visitas al mercado, el trabajo lejos de casa, las visitas protocolarias o la asistencia a festivales religiosos, teatros y otros espectáculos, debemos tener en cuenta que muchas de las viviendas no tenían ni cocina ni comedor ni agua caliente, por lo que la compra de un alimento ya elaborado era muy, muy común. Las posibilidades para comer fuera de casa en una ciudad romana eran muchas y muy variadas, y permitían desde tomar un piscolabis antes de entrar al teatro hasta una cena completa con triclinio y todo. Vayamos por partes.

Los locales más frecuentes eran las tabernae y las popinae, que se corresponden a grosso modo con nuestros bares y casas de comidas respectivamente. Lo que entendemos por ‘bar’ o ‘tasca’ era la TABERNA VINARIA, es decir, un lugar especializado en la venta y consumo de vino. Solían tener un mostrador abierto hacia la calle con varios recipientes empotrados (dolia). Se desconoce el contenido de estos recipientes porque la arqueología ha recuperado pocos restos orgánicos (algunas nueces en Herculano y poco más), pero la porosidad del material hace imposible que fueran líquidos. Junto al mostrador, no faltaba un hornillo para mantener siempre el agua caliente (para mezclar con el vino, por ejemplo). Una cocina y un número variable de ánforas con vino completaba el ambiente de la taberna. Se han hallado todo tipo de objetos que facilitaban el servicio: copas y platos de cerámica, cuchillos, jarras, vasos de vidrio, embudos de bronce para traspasar el vino desde las ánforas hasta las jarras…

Gran taberna. Herculano. 

Por lo que respecta al vino, se servía de calidades y precios diferentes, desde la posca -vino avinagrado con agua- de dudosa calidad hasta los vinos de mayor renombre, como el Falerno. En Herculano hallamos una pintura de una taberna (Ad Cucumas) con la exhibición de calidades y precios, y en las paredes de la taberna de Hedoné en Pompeya leemos lo que la propia Hedoné proclama: assibus hic bibitur, dipundium si dederis meliora bibes, quattus si dederis vina Falerna bibes (CIL IV, 1679) (‘aquí se puede beber por un as, si pagas dos beberás un vino mejor, pero si das cuatro beberás Falerno’). Las referencias al vino se muestran en la mayoría de tabernas en forma de pinturas o mosaicos, que actúan como reclamo publicitario. Un ejemplo es el mosaico en blanco y negro que se halla en el suelo de uno de estos bares en Ostia Antica: hospes, inquii Fortunatus, vinum e cratera quod sitis bibe (CIL XIV,4756), que se ha interpretado más o menos como ‘El tabernero Fortunatus dice: si tienes sed bebe vino de la crátera’.
Junto al vino se podían servir garbanzos, rábanos, aceitunas, jamón, salazones y otras chucherías que despiertan la sed.  En las paredes de la pompeyana taberna de Aticto se puede leer Oliva condita XVII K. Novembres (‘olivas puestas en conserva el 16 de octubre’), sin duda para consumir con el vino (CIL IV,8489) y Horacio nos dice que “A un bebedor que esté mustio lo animarás con quisquillas asadas y con caracoles de África” (Serm. II,4), ideales para excitar la sed de los parroquianos que pueblan la taberna.
En función de su tamaño y categoría, las tabernas podían tener una o varias salas, o bien no tener ninguna y despachar el vino para llevar, no para consumir. Algunas de ellas también vendían platos preparados, generalmente para llevar, del tipo salchichas, pescadito frito, dulces

Inscripción Caupona de Fortunato Ostia Antica (CIL XIV 4756 )
La POPINA es nuestro mesón, casa de comidas o bar de menú. Modestas y sin pretensiones, servían platos preparados con el acompañamiento mínimo de vino, el que se necesita para comer. Como es de esperar, la calidad de los locales y de las comidas que se ofrecían en ellos podía variar muchísimo de unas a otras. Los autores clásicos normalmente nos las presentan como tenebrosas, grasientas y llenas de maleantes. Claro que los autores clásicos nos proyectan sus intereses y su necesidad de marcar la propia clase social. Nos faltaría la opinión de los clientes más modestos para equilibrar. Seguramente eran locales populares, sin pretensiones, donde fundamentalmente se iba a comer con amigos o familia o bien porque se estaba de paso.
Comer en la popina: Garbanzos, oreja de cerdo, ajos tiernos
 y rábano. foto: @abemvs_incena
Los platos que se podían degustar en las popinae respondían a la necesidad de comer algo caliente y bien preparado, alejado de las pocas viandas frías que sí se tenían en casa (pan, queso, fruta y pare usted de contar). Sabemos por los textos que allí se podía consumir vientre de cerda, como nos indica Juvenal al hablar de un esclavo que trabaja sin ganas porque rememora “a qué sabe el vientre de cerda (vulva) tomado en una taberna sofocante (popinae)” (Sat. XI,82); o las salchichas humeantes (fumantia … tomacla), pregonadas a gritos por el cocinero (Mart. I,41); o los puerros partidos y los morros de cordero cocidos que menciona Juvenal (Iuv. III,293); o toda suerte de legumbres y verduras, que se podían vender incluso durante las prohibiciones de toda comida cocinada en las popinae. Sabemos por Plauto que en estos establecimientos era fácil encontrar pasteles dulces y salados, empanadas, focaccias o como uno las quiera llamar, calentitas e ideales para consumir por ahí. Algo bastante parecido a una pizza: “Ah, otra cosa, por poco se me olvida: vosotros, los que venís acompañando a vuestros amos, mientras que dura la representación, dad el asalto a las tabernas (in popinam) ahora que se os brinda la ocasión, mientras que están calentitas las focaccias (scriblitae), ¡a por ellas!” (Plauto, Poen.41-43). Algunos aperitivos fríos también se servían en las popinae, como los universales huevos, los higadillos o las cebollas, que se mostraban al público sumergidos en recipientes de vidrio llenos de agua para distorsionar su tamaño y resultar más apetecibles e irresistibles, como nos indican los textos (Macr. Sat. VII,14,1) y la pintura anunciando las ‘especialidades’ de un establecimiento en Ostia Antica.
Fresco con detalle de legumbres, verduras y huevos. Ostia Antica
A menudo a las tabernae y las popinae se las denomina de forma genérica como  THERMOPOLIUM. Este término se refiere a locales donde se vendía agua caliente esterilizada (hervida) necesaria para diferentes usos alimentarios, especialmente para mezclar con vino. Pero esta palabra de origen griego en realidad aparece utilizada solamente por Plauto en el siglo II aC (Trin. 1013). Si fue un término popular, posteriormente cayó en desuso. Por tanto, aunque entre historiadores es muy común denominar ‘termopolio’ a los locales donde se podía comer y beber (y resulta muy práctico para no tener que especificar tanto), debemos ser conscientes de que entre los propios romanos la palabra apenas se usaba.

Todos estos locales se hallaban en lugares estratégicos, allí donde se concentraba la mayor cantidad de gente: calles comerciales o cercanías de teatros, termas, mercados, foros y puertas de la ciudad. También junto a la casa de los gladiadores, cerca de los lupanares y en general cerca de cualquier lugar donde se tratasen asuntos comerciales.

Caupona de Salvius. Pompeya
Otros nombres denominaban a la taberna y a la popina. El GURGUSTIUM era un tipo de bar muy pequeño y sin sitio para sentarse, un auténtico tugurio no demasiado limpio pero, eso sí, económico. La GANEA o GANEUM tenía peor reputación: un antro oscuro y siniestro donde se juntaba gente de la peor condición. Era visitado frecuentemente por la policía y parece que se habilitaba también como burdel. Por OENOPOLIUM se entiende también un lugar de venta de vinos, sinónimo de ‘taberna’, pero es un helenismo que solo se ha documentado en las obras de Plauto, como ‘thermopolium’. La CAUPONA es un equivalente a la ‘popina’, pero con la posibilidad de alojarse en ella, haciendo de hostal. Es el establecimiento típico que se encuentra en las provincias, a lo largo de las carreteras, donde los viajeros pueden alojarse y comer en sus viajes, es una especie de parador, venta o posada. Otras palabras se refieren a este mismo uso, es decir, el de lugar donde alojarse con posibilidad de comer en él: el HOSPITIUM, donde la clientela tenía derecho a una habitación (cella) individual equipada con un lecho, un candelabro y un orinal. Los viajeros podían consumir las especialidades culinarias del local en cuestión o buscarse la vida por su cuenta. Este término acabó sustituyendo a ‘caupona’. Si los viajeros se desplazaban en carro y necesitaban un alojamiento con cuadra para caballos existían los STABULA. Y si los viajeros preferían la oferta de los edificios del Estado en lugar de los de titularidad privada, podían optar por las MANSIONES, moteles de carretera bastante grandes y equipados de tiendas, o las STATIONES y MUTATIONES, estaciones de servicio para cambiar los caballos y repostar durante el viaje. En todos ellos se podía comer como en una caupona, con mayor o menor fortuna.

Pompeya. Termopolio Regio V
Volviendo a la urbe, debemos hablar de aquellos locales que se consideraban elegantes, que también los había. Frecuentados por la buena sociedad -o quien aspiraba a ello-, permitían disfrutar de una cena en un local moderno y de lujo, diferenciándose de la gente humilde y eliminando las connotaciones negativas que tenían los locales populares a ojos de quien se considera élite -o aspira a serlo-. Marcial utiliza el término CENATIO para referirse a uno de ellos, llamado ‘Mica aurea’, un cenador construido por Domiciano en el monte Celio, con todas las comodidades y unas vistas geniales sobre Roma, que incluían el Mausoleo de Augusto (Mart. II,59). Otras opciones permitían comer de forma elegante aunque sin tanto lujo. En Pompeya se puede apreciar un triclinio en el espacio dedicado al ‘bar-restaurante’ de la casa de Iulia Felix. Se cree que en la Casa de los Castos Amantes, también en Pompeya, se podía pagar para celebrar una cena en el amplio comedor decorado con escenas de banquete. Si uno tenía una celebración importante, pero carecía de espacio (para cocinar y para comer) y de personal de servicio adecuados, podía solucionarse el problema de forma bastante digna. Estos locales de moda se anunciaban pomposamente para atraer a los clientes: “aquí se alquila alojamiento, con triclinio de tres lechos y todas las comodidades” leemos en una inscripción (CIL IV,807) (‘hospitium hic locatur, triclinium cum tribus lectis et commodis omnibus’). Como se ve, uno de los aspectos principales para demostrar lo refinado del restaurante, alejado del mundo bárbaro y populachero de las tabernas ordinarias, es la posibilidad de comer reclinado en un triclinio.
Termopolio de la Casa de Iulia Felix en Pompeya: triclinio, mesas y asientos.
fuente: http://www.pompeiiinpictures.com
El panorama para comer fuera se completa con los puestos ambulantes. En general, a los vendedores ambulantes de comida caliente se les denomina LIXAE. Aquí entran los isiciarii (vendedores de albóndigas), los crustularii (de pasteles y bollos dulces, con miel y queso fresco), los botularii (de salchichas) y tantos otros que proveían a la gente de bebidas, pescadito frito, bocadillos, altramuces, dátiles, garbanzos en remojo (cicer madidum) o asados (cicer tepidum), castañas asadas, higos secos, semillas de calabaza, aceitunas… Séneca nos los presenta pregonando su mercancía a grito pelado en los alrededores de las termas (Ep.VI,56,2), contribuyendo al ruido ambiental que ya producían los jugadores de pelota, los atletas, la gente que se zambulle en las piscinas, la que habla en voz alta, los gritos derivados de la depilación… alboroto que, sin embargo, no lo saca de su concentración para el estudio.
Estos vendedores se hallaban en teatros, anfiteatros, baños públicos, estadios..., y se instalaban bajo los pórticos de las plazas o bajo las arcadas de las galerías. A veces estaban cubiertos con toldos que los protegían de la lluvia y del sol (en cuyo caso se llamaban TENTORIA), y otras simplemente constaban de unos tableros formando un banco (TABERNACULA). Para ejercer se necesitaba una licencia que otorgaban los ediles (permissu aedilium) y se ejercía sobre ellos bastante control con el fin de evitar problemas de ebriedad y desorden, sobre todo en las termas.

Buen provecho!

domingo, 28 de octubre de 2018

OFRENDAS A LOS MANES


Los Manes son las almas de los familiares difuntos de los antiguos romanos, las cuales pasaban a formar parte del culto doméstico de la familia a la que habían pertenecido. Para tenerlos contentos -y así conseguir que fuesen favorables- había que honrarlos de la forma adecuada, ya que de lo contrario podían provocar toda suerte de pesadillas, enfermedades y desgracias, y podían transformarse en Lemures o en Larvae, atormentando a los vivos en sus breves pero frecuentes visitas al mundo terrenal, del que nunca se despegaban del todo.

Para tener a los difuntos tranquilos hay que cumplir con unos rituales, establecidos desde tiempos inmemoriales. Desde la preparación del cadáver y el velatorio en casa con la presencia de amigos y familiares, hasta el entierro en el cementerio, pasando por la procesión hasta la tumba entre músicos y plañideras, todo debía hacerse según el ritual establecido, lo cual ayudaba al difunto a adaptarse a su nueva existencia ultraterrena.

En este proceso de honras fúnebres, la alimentación y la comensalidad cumplen un papel muy importante. Vayamos por partes.

Cortejo fúnebre

El banquete fúnebre: silicernium y cena novendialis

Cuando alguien moría, tanto la casa como la familia se consideraban impuros. Comenzaban entonces unos rituales que duraban nueve días y que tenían una finalidad expiatoria. La primera purificación tiene lugar con un banquete tras el funeral, llamado silicernium. La familia sacrificaba previamente una cerda a Ceres, y después, posiblemente en el mismo cementerio, compartían una comida que se componía, según la tradición, de huevos, apio, legumbres, habas, lentejas, sal y aves de corral.

Restos de las ofrendas (pollo, conejo y cordero) hallados recientemente en la Tumba del Atleta (Roma)
Nueve días después, la familia y los amigos se volvían a reunir. Realizaban libaciones de leche y sangre, que ayudaban a divinizar el alma del difunto, y realizaban un banquete fúnebre, llamado cena novendialis. Según la categoría social y económica del difunto esta celebración podía incorporar gladiadores, músicos u otra suerte de festejos. La cuestión es que con este banquete concluye el período de luto, la familia queda purificada y ya puede incorporarse de nuevo a su actividad habitual.

En el Satiricón de Petronio se explica una de estas cenas novendialis:

Bueno, pero ¿qué es lo que habéis cenado? (...) Empezamos por un cerdo coronado con salchichas; a su alrededor había morcillas y además butifarras, y también mollejas muy bien preparadas; todavía había alrededor acelgas y pan casero, de harina integral (...). El plato siguiente fue una tarta fría cubierta de exquisita miel caliente de España (...). A su alrededor había garbanzos y altramuces, nueces a discreción y una manzana por persona (...) Como plato fuerte tuvimos un trozo de oso (...) Por último, tuvimos queso tierno, mistela, un caracol por persona y uno trozos de tripas, y unos higadillos al plato, y huevos con caperuza y nabos, y mostaza (...) También pasaron una bandeja con aceitunas aliñadas (...) En cuanto al jamón, se lo perdonamos” (Sat. 66).

Los aniversarios del difunto

Tanto el día del nacimiento (dies natalis) como el de la muerte (dies mortis) se celebraban periódicamente por parte de la familia, en una celebración privada que generalmente tenía lugar en el propio cementerio, al lado de la tumba del difunto.
Esta excusa para visitar el sepulcro también servía para alimentar al difunto, quien se creía que pasaba hambre y sed, y de esta forma se reconfortaba su espíritu. Pero sobre todo servía para mantener el recuerdo del difunto entre los vivos y seguir considerándolo parte de la familia, pues se compartía la comida con él.

Necropolis de Portus, Isola Sacra, Ostia
Así pues, la familia en las fechas señaladas se desplazaba a la necrópolis y realizaba in situ un banquete familiar, incorporando a los difuntos en los ritos de comensalidad. Las tumbas podían tener mesas y bancos, y hasta triclinios, para poder compartir una comida en común. Algunas tumbas incluyen verdaderos comedores decorados con pinturas y mosaicos. Otras incorporan cocinas y pozos. La familia debía sentirse cómoda, así que podía llevar sillas y otros muebles que le ayudasen a celebrar su banquete como si estuviera en casa. Al difunto se le reservaba un espacio vacío y literalmente compartían la comida con él. Se le podían hacer ofrendas de determinados alimentos, como huevos, lentejas o habas, alimentos asociados a la fertilidad y al misterio de la vida y la resurrección. También pan, frutas o pasteles. Y vino, mucho vino, sustituto de la sangre. Y, en el caso de sacrificar un carnero o una cerda, la propia sangre, porque es la bebida favorita de los muertos.

Estas ofrendas podían llegar al difunto a través de tubos de libación, es decir, tubos de arcilla que comunicaban con las cenizas del cadáver y a través de los cuales se podían verter líquidos procedentes de las libaciones, así como flores.

Tumba con tubo de libación.
Fuente: agrega.juntadeandalucia.es
Una de estas libaciones en honor del fallecido la podemos ver en el Satiricón:
se nos obligó a verter sobre los pobres huesos del difunto la mitad de la bebida” (Petr. 65).

También Eneas sobre la tumba de su padre Anquises:
libando según el rito dos copas de vino puro las vertió en tierra, dos de leche nueva, dos de sangre consagrada, y esparce flores purpúreas” (Virgilio, Aen.V, 77 ss.)

Las festividades de difuntos

Las festividades que el mundo romano dedicaba a los difuntos eran muy numerosas. Entre ellas destacan las Parentalia, entre el 13 y el 21 de febrero, dedicadas a los difuntos de la familia. En esos días no se podían celebrar matrimonios y no brillaba el fuego en los altares. Los ocho primeros días se dedicaban al culto privado y el último, el día 21, era una fiesta pública que recibía el nombre de Feralia. Esos días se depositan en las tumbas ofrendas que consisten en sal, pan, vino, miel, leche y flores. Los difuntos, que vagan entre los vivos, disfrutan y agradecen todas las ofrendas: “Ahora andan vagando las almas sutiles y los cuerpos enterrados en los sepulcros; ahora se nutren las sombras del alimento servido” (Ovid. Fast. 2, 566-567). También se llevaban ofrendas el día siguiente, el 22 de febrero, festividad de Caristia, en la que los miembros de la familia, tras honrar a sus difuntos, agradecían el hecho de seguir vivos.

Tumba romana

También destacan las Lemuria, los días 9, 11 y 13 de mayo, que buscaban conjurar a los Lemures, las almas de los muertos que pretenden atormentar a la familia. Para ello el pater familias debía cumplir un ritual a medianoche que incluía arrojar a la espalda nueve habas negras, golpear un objeto de bronce y pronunciar unas fórmulas que alejaban los posibles espíritus que vagasen por la casa. Las habas se relacionan con el inframundo, y a menudo se arrojaban también como ofrenda sobre las tumbas, como hemos visto.

Para acabar, había otras festividades en honor de las almas de los difuntos: las Violaria (22 de marzo), en las que se les llevaban violetas; las Rosalia (23 de mayo), en las que se ofrendaban rosas; y la de los Lares Tutelares (1 de mayo), en honor a los antepasados, en las que se tomaba un pan dulce con huevo, símbolo de resurrección.

Las ofrendas a los Manes

En general, los difuntos preferían alimentos sencillos. Leemos en Ovidio:
También las tumbas tienen su honor. Aplacad las almas de los padres y llevad pequeños regalos a las piras extintas. Los manes reclaman cosas pequeñas (...). Basta con una teja adornada con coronas colgantes, unas avenas esparcidas, una pequeña cantidad de sal, y trigo ablandado en vino y violetas sueltas. Pon estas cosas en un tiesto y déjalas en medio del camino. No es que se prohíba cosas más importantes, sino que las sombras se dejan aplacar con estas; añade plegarias y las palabras oportunas en los fuegos que se ponen” (Ovid. Fast. 2, 533-543).

Ya hemos visto que se prefiere el pan, la sal, la leche, la miel... alimentos muy básicos y no perecederos. También otros bastante simbólicos como los huevos o las legumbres, relacionados con el mundo mortuorio, la fertilidad y la resurrección. También la sangre y su sustituto, el vino, bebida favorita de los difuntos.

Pero a los manes les gustaban también las ofrendas florales, símbolo de renovación y felicidad. Les gustaban especialmente las flores naturales, por lo que era habitual que se criaran entre los sepulcros. Así lo comprobamos en los textos:
¿No nacerán ahora de aquellos manes, no nacerán del túmulo y de las cenizas afortunadas, violetas?” (Pers. 1,38-39).

A los manes se les ofrecían en forma de coronas o ramos violetas, rosas, mirtos o lirios.

Nos despedimos con el texto de un epitafio conservado en los Museos Vaticanos:

Caminante, los huesos enterrados de este hombre te ruegan que no mees en esta tumba. Y, si eres una persona agradable, prepara una copa, bebe tú, y dame a mí también de beber (CLE 838)

Escena de banquete. Relieve funerario. Landesmuseum, Bonn

Feliz Día de Difuntos!

viernes, 3 de agosto de 2018

LA MIEL, ‘NOBILE NECTAR’ DE LOS DIOSES

Apicultura. Tacuinum Sanitatis.
La miel es el más antiguo y principal edulcorante de la antigüedad, siendo ya conocida desde la mismísima prehistoria y consumida con asiduidad por egipcios, hebreos y griegos. Centrándonos en la época romana, no fue el único método para endulzar (aunque sí el preferido), ya que las frutas y los vinos dulces también servían para ello, lo mismo que el azúcar, que llegó bastante tarde procedente de Asia y era bastante caro, una rareza. El pueblo romano, en todas sus clases sociales, reconocía en la miel un alimento de primera, un "nobile nectar" como lo llama Marcial (XIII,104) y la consideraba un don divino que procedía del rocío celeste, tal como nos dice Virgilio: “cantaré el don divino de la miel, que baja de los cielos” (Geor.4,1).


moneda procedente de Éfeso
Las mismas abejas eran consideradas un bien para la humanidad, que practica la apicultura desde tiempos inmemoriales. En Roma incluso tenían su numen protector, la ninfa Melona o Mellona (August. De civitate Dei,4,34). El pueblo romano era capaz de ver en las abejas una alegoría de la propia humanidad y las descripciones de su modo de vida se podrían parecer mucho a las de una sociedad ideal. Así lo expresa Varrón: “Las suyas son como las ciudades de los hombres, porque aquí hay un rey, un mando y una sociedad” (RR 3.16,6). Cierto, confunden a la abeja reina con un rey, pero no estamos hablando de precisión entomológica: para ellos era un rey y punto. Virgilio afirma que las abejas “pasan la vida sujetas a grandes leyes y ellas solas reconocen una patria y Penates inmutables” (Georg. IV,155). Y Plinio el Viejo nos dice que “tienen su república” (NH,XI,11), que alrededor de la reina hay “una especie de escoltas y líctores, diligentes guardianes de su autoridad” (XI,53) y, para rematar la pirámide social, incluso menciona a los esclavos, que identifica con los zánganos: “crías tardías y en cierta manera esclavas de las abejas verdaderas” (XI,27).


Hombres picados por abejas. British Museum.
La alegoría prosigue con la organización de las abejas vista en términos militares: “Dondequiera que el rey se detiene, allí plantan el campamento común”, nos dice Plinio para referirse a la creación de la colmena (XI,54), y “a menudo luchan por otras causas, y disponen dos columnas opuestas con dos generales a su frente cuando se declara la guerra, sobre todo al recolectar las flores” (XI,58). La personificación de estos insectos implica también la exaltación de ciertos rasgos de carácter más bien humanos: “son sobrias y además rechazan a las pródigas y a las voraces lo mismo que a las perezosas y a las indolentes” (Plin.XI,67); no solo, también “se les demuda el color a las enfermas; una flaqueza horrible les deforma el rostro; después sacan fuera de su casa los cadáveres de las privadas de luz y les hacen tristes funerales” (Virg.Georg.IV,255-256). Con las abejas todo son virtudes: Varrón nos dice que “no es ni malvada (...) ni indolente” (RR,3.16,7) y Plinio que “no dañan a ningún fruto” (XI,18); además, son muy limpias: “ninguna de ellas se posa en lugares sucios o que huelan mal” (Varr.RR,3.16,6).
Cupido como un ladrón de miel. Durero.
Y es que consideraban a  las abejas partícipes de la inteligencia divina (Virg.Georg.IV,220), prácticamente sagradas, las aves de las Musas (Varr.RR,3.16,7), que en su día “alimentaron al rey del cielo en la cueva de Dicté” (Virg.Georg.IV,153).

Será por eso que si aparece un enjambre en las casas o en los templos, se considera una señal de los dioses: “Se posaron en la boca de Platón, cuando todavía era niño, presagiando el atractivo de su muy dulce elocuencia”, nos dice Plinio (XI,55).

Por cierto, las abejas, según el mundo clásico, renacen de las entrañas putrefactas de los bueyes o los novillos, como recoge buena parte de la Geórgica IV de Virgilio, conectando esta información con el mito de Aristeo, quien perseguía a Eurídice con malas intenciones cuando ésta fue mordida por la serpiente y murió. Al parecer, las ninfas amigas de Eurídice se enfadaron tanto que decidieron exterminar las abejas de Aristeo, quien tuvo que recurrir a su madre, Cirene, para conseguir más. La solución de su madre fue matar unos novillos y esperar a que de su vientre putrefacto nacieran las abejas, lo cual sucedió al cabo de nueve días.

La veneración por las abejas es tal entre los autores clásicos, que la extracción de la miel se expresa en términos religiosos, haciendo las purificaciones con agua de manantial y en silencio, como exige la fórmula sacra “favete ore”: “si alguna vez destapas la colmena augusta para quitar la miel guardada en sus tesoros, rociado primeramente con agua extraída, guarda silencio y lleva en la mano por delante una tea que extienda por doquiera el humo” (Virg.Georg.IV,282-232). Además, se le aplican los tabúes correspondientes para evitar la impureza: “se recomienda que retiren la miel hombres lavados y puros. Las abejas no pueden soportar el mal olor ni la menstruación de las mujeres” (Plin.XI,44).

Así pues, siendo las abejas sagradas, lo son también los productos derivados de la apicultura: la cera, el propóleo y, sobre todo, la miel, de la que hablaré a continuación.

El agrónomo Columela nos explica cómo recolectar la miel, usando humo “de gálbano o de boñiga seca” para ahuyentarlas y recogiéndola en vasijas de barro tras haberse filtrado desde un cesto de mimbre (RR,IX,15). El humo que se utilizaba para ahuyentarlas a veces contaminaba el sabor y el aroma de la miel, por lo que era más apreciada aquella que no tenía gusto a humo. Hablando de calidades, parece que primaba el concepto de denominación de origen y se consideraba la mejor miel (mel optimum) la de Himeto, en Grecia: “Este afamado néctar te lo ha enviado desde los bosques de Palas la abeja devastadora del Himeto de Teseo” leemos en Marcial (XIII,104) a propósito de un regalo de miel ática para alguno de los comensales de un banquete. La gran competidora era la de Hibla, en Sicilia, que tenía a su favor estar hecha de tomillo: “la miel de Sicilia se lleva la palma, porque allí el buen tomillo es abundante” (Varr.RR,3.16,14). Y aunque había otras mieles famosas en Calabria, Córcega o Taranto, la de Himeto siempre se llevaba la palma. El rico y hortera Trimalción presumía de producir su propia miel de Himeto en sus tierras itálicas, evitando las importaciones, para lo cual había conseguido traerse las abejas desde la misma Grecia: “Para producir en casa miel ática, mandó importar abejas de Atenas” (Petr.38,3), adelantándose dos mil años a la moda del “producto de proximidad”. Por cierto, en el Satiricón se menciona también la miel de Hispania: “El plato siguiente fue una tarta fría cubierta de exquisita miel caliente de Hispania. Por eso no probé bocado de la tarta, pero me atiborré de miel hasta aquí” (Petr.66,3).


Apicultura en Monte Cassino. De un manuscrito del siglo IX de la
Biblioteca Vaticana. Fuente: http://bibliotecagonzalodeberceo.com
La miel tiene numerosos usos en la cocina. Forma parte de la preparación de todo tipo de platos de carne y pescado, de salsas, de dulces diversos. Por ejemplo los lirones con miel y semillas de adormidera que se sirven de aperitivo en la cena del Satiricón (Petr.31,10). Forma parte también de la confección de bebidas conocidas como “vina condita”, que se forman especiando mucho el vino y añadiéndole miel, de manera que se consigue una bebida reconstituyente y energética que se conserva bastante bien. Apicio menciona un “Vino aromático extraordinario” (I,1,1) y un “Vino aromático de miel para el viaje, que se conserva siempre y pueden llevarse los que se van de viaje” (I,1,2), que van en esta línea. Entre las bebidas también podemos nombrar el oxýmeli (ojimiel), bebida medicinal que también lleva agua de lluvia y sal marina, mencionada por Dioscórides, Ateneo y Plinio; y el  hydromeli (hidromiel) o aqua mulsa, una bebida alcohólica formada de agua y miel, quizá la bebida alcohólica más antigua de la humanidad. Sin embargo, la presencia principal de la miel en las bebidas la recibe el mulsum, un vino condimentado con miel que se servía en la gustatio y en los postres, motivo por el cual Varrón dice que “el panal llega a los altares y la miel se ofrece al comienzo de los banquetes y a los postres” (RR,3.16,5). La literatura ofrece numerosas citas que hacen referencia a la calidad de los dos productos: “atrévete a despreciar una comida sencilla y a no beber sino miel del Himeto disuelta en Falerno”, por poner un ejemplo (Hor.Sat.II,2,15-16).
Cupidos sirviendo el vino. Casa de los Vettii, Pompeya.
Por otra parte, la miel -lo mismo que la sal- tenía un papel fundamental en la conservación de los alimentos, de ahí su gran consideración. Columela nos dice que “es tal la naturaleza de la miel que detiene la corrupción y no la deja hacer progresos” (RR, XII,45). Se utilizaba especialmente para conservar la fruta y así se podía disponer siempre de membrillos, peras, manzanas, higos, ciruelas… (Apicio, I,12,4-4; Colum.RR,XII,45). Servía incluso para conservar la carne sin salar, cubriéndola bien con miel, como nos dice Apicio (I,7,1).  De hecho, el optimismo en el poder conservante de este producto era tal, que impulsaba a los autores a hacer declaraciones como estas: “conserva también incorruptible por muchos años el cadáver del hombre” (Colum.RR,XII,45), o “el emperador Claudio escribe que en Tesalia un hipocentauro murió el mismo día de su nacimiento, y nosotros mismos, durante su principado, vimos conservado en miel uno que le habían traído de Egipto” (Plin.VII,35). Ahí es nada.

Por supuesto, semejante producto emanado de los mismos dioses no podía dejar de tener valores medicinales. Plinio hace un listado de virtudes salutíferas, entre ellas que es utilísima para la garganta, amígdalas y demás afecciones bucales, las enfermedades pulmonares, las heridas, el envenenamiento, los dolores de oído y hasta para eliminar los piojos (XXII,108). Para apaciguar la tos los médicos recetaban tortas impregnadas con miel, como le sucede a Partenopeo, quien finge seguir enfermo para seguir consumiendo miel como un niño pequeño: “Para aliviarte la garganta, constantemente irritada por una tos seca, el médico, Partenopeo, receta que se te dé miel, nueces, tortas dulces y todo aquello que impide que los niños estén enfadados. Pero tú no dejas de toser en todo el día. Esto no es tos, Partenopeo, es gula” (Mart.XI,86). También la recetaban los médicos para mitigar los excesos de la bebida y el resacón: “los médicos provocan el vómito a aquellos que se atiborran de muchísimo vino hasta el riesgo de morir, y tras el vómito, para combatir el humo del vino que se remansó en las venas, ofrecen pan untado de miel, y de este modo la dulzura protege al hombre del mal de la ebriedad” (Macr. Sat.VII,7,17). También el propóleo o própolis era útil para la salud. Plinio alaba sus virtudes para eliminar las espinas y los cuerpos extraños atrapados en la piel, así como reducir la hinchazón, suavizar los callos y durezas y facilitar la cicatrización de las llagas (Plin.XXII,107). Este uso tópico de la própolis lo confirma también Varrón, quien dice: “la usan los médicos en emplastos, por lo cual se vende en la Vía Sacra más cara que la miel” (RR,3.16,23). Aunque, todo hay que decirlo, Plinio nombra unos cuantos casos de muertes repentinas “famosas” -curiosamente todos estaban zampando o bebiendo- entre las cuales se hallan las de dos personajes del final de la República a los que no les protegió precisamente la miel: “el médico Lucio Tucio Vala (murió) mientras bebía vino con miel; Apio Saufeyo, al volver del baño después de haber bebido vino con miel y cuando estaba tomando un huevo” (VII,184). ¿Habrían hecho algo estos personajes para atraerse la ira de los dioses? Nunca lo sabremos, pero la gula se paga, e incluso las mismas abejas “se atraen las causas de su muerte, libando con avidez cuando se han dado cuenta de que se les arrebata la miel” (Plin.XI,67).

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