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sábado, 18 de julio de 2020

CITRUS, LOS CÍTRICOS EN LA ANTIGUA ROMA

Casa del Frutetto. Pompeya. Detalle.

Se ha escrito mucho sobre si el mundo romano conocía o no los cítricos, y las opiniones son bastante controvertidas. Durante mucho tiempo, se consideró que el mundo romano solo conocía un cítrico: la cidra (citrus medica), que provenía de Persia y que fue transportada a Grecia por los soldados de Alejandro Magno. Recientes estudios, sin embargo, determinan que en la antigua Roma había no solo cidras, sino también limones (citrus limon). Estos estudios se apoyan en diferentes hallazgos (restos vegetales como polen, semillas o madera carbonizada aparecidos en las villas del área del Vesubio o en el Carcer Tullianum, en pleno Foro de Roma), así como en las representaciones pictóricas de lo que parecen, claramente, limones. Otros admiten también la existencia de limas y naranjas, pero no se basan en hallazgos paleobotánicos, sino solamente en la representación pictórica, por lo que son estudios rechazados por la mayoría por poco consistentes.

En la actualidad, la mayoría de estudiosos se decantan por considerar el cidro y el limonero como los únicos ejemplares de cítricos en la antigüedad grecorromana, y se basan en el registro palinológico (polen) y arqueobotánico (semillas, cáscaras y restos de madera o carbón); apoyados por el testimonio de los textos escritos y en menor medida por la cultura material (pinturas murales, mosaicos, relieves y monedas).

Por cierto, las fuentes escritas recogen el testimonio de una única especie a la que llaman malum medicum, malum assyrium o citrus que, en realidad, agrupa tanto a cidras como a limones (y otros posibles cítricos), puesto que todas las características expuestas son comunes a todos estos frutos ácidos.


Ralladura y semillas de limón fosilizado.


Una cuestión diferente es si consumían o no estos cítricos… Vayamos por partes.


Las cidras fueron el primer cítrico en extenderse por la región mediterránea. Procedían de Oriente, de Persia y Media, y fueron llevadas por Alejandro Magno a Grecia hacia el año 300 aC.  El cidro fue llamado “manzano asirio”, “manzano medo”, “kedrómela” y en latín, “citrus” o “citria”.  Los restos romanos más antiguos de cidra datan del siglo II aC y fueron hallados en diversos jardines de Pompeya y del área Vesubiana. Los restos romanos de limón, en cambio, datan de época posterior (finales del siglo I aC - principios del siglo I dC) y fueron hallados en el Foro de Roma.


¿Qué mencionan los autores griegos y romanos sobre esta planta?


Citrus Giovanni Baptista Ferrari 1646
Uno de los datos que llaman más la atención es que lo consideraban no comestible, al menos en los primeros tiempos. Así lo leemos ya en la Historia de las Plantas del griego Teofrasto: “no es comestible, pero huele muy bien e, igualmente, las hojas del árbol” (HP IV, IV,2), dato que también recoge Plinio el Viejo.  El citrus era apreciado por su aroma y por eso se colocaba entre las ropas, pues además de perfumarlas las protegía de parásitos: “destaca por su fragancia, lo mismo que sus hojas, ya que esta se transmite a las ropas si se guarda entre ellas, y además evita los daños causados por los bichos” (Plin. NH XII, 15). En concreto, evitaba que las polillas se comiesen los vestidos guardados en arcas. A propósito el mismo Plinio cuenta una anécdota sobre unos valiosos libros de filosofía pitagórica que habían resistido el paso del tiempo sin pudrirse porque “habían estado tratados con cidro [libros citratos fuisse], por lo que pensaba que no los había alcanzado la polilla” (NH XIII, 86).


No solo perfumaba la ropa sino también el aliento. Varios autores recogen este uso concreto: “Su decocción y su zumo son enjuagatorios para el buen olor de boca” leemos en Dioscórides (De Materia Medica I, 115), y en Virgilio: “los medos se sirven de él para sus bocas y alientos fétidos y curan el asma de los viejos” (Georg. II,135). De nuevo Plinio recoge este uso médico: “Este es el árbol cuyas semillas, según dijimos, los grandes señores partos hacían hervir en sus guisos para perfumar el aliento; ningún árbol más merece alabanza entre los medos” (NH XII, 16).


El citrus era muy apreciado como antídoto contra el veneno. Si se había consumido una sustancia ponzoñosa, debía tomarse diluido en vino, lo cual provocaba que se revolviese el estómago y se expulsase el veneno por la relajación del vientre, según nos dicen Teofrasto y Dioscórides. “Ningún remedio hay más enérgico ni expele mejor de los miembros el negro veneno”, nos dice Virgilio (Georg. II,127).

Y no solo elimina el veneno ya consumido, sino que actúa de forma preventiva. Para Demócrito de Nicomedia, personaje del Banquete de los eruditos, está clarísimo: “Sé a ciencia cierta que el citrus, tomado antes de cualquier alimento, tanto sólido como líquido, es un antídoto para todo tipo de veneno, pues lo supe de un conciudadano mío al que se le confió el gobierno de Egipto” (III, 84DE). En la anécdota, el gobernador condena a unos individuos a ser pasto de las fieras pero antes de entrar a donde debían ser ajusticiados, comen un citrus que una tabernera les había dado por pena. Los condenados reciben la mordedura de los montruosos áspides, pero milagrosamente no les ocurre nada.

El mismo personaje da la receta para el antídoto: “Si se cuece en miel del Ática un citrus entero tal cual, al natural, con la semilla, se disuelve en la miel, y quien toma por la mañana dos o tres dedos de este preparado no sufrirá daño alguno por el veneno” (Deipn. III, 85A)


Prácticamente todos los autores explican, como hecho llamativo y único, que el citrus produce frutos durante todas la estaciones, es decir, que en el mismo árbol se puede encontrar fruta nueva junto a la fruta de estaciones anteriores. “Este árbol entre los asirios nunca carece de fruto”, nos explica Paladio (Agr. IV,X,16), quien dice que lo ha podido comprobar en sus propiedades situadas en tierras napolitanas, donde el aire es templado y el agua abundante: “los frutos se iban sucediendo siempre, unos tras otros escalonadamente, dado que los verdes sustituían a los maduros y los que estaban en flor alcanzaban el estadio de los verdes, cerrando la naturaleza una especie de ciclo de fertilidad continua”. 

Quizá por esto mismo consideraron este árbol como un símbolo de eterna primavera, lo cual justificaría su atractivo y su presencia en los jardines de las elegantes villas del área del Vesubio: la villa imperial de Oplontis (hay documentada una cavidad de raíz de limonero, junto a polen de cidra y limón), la Casa de Ebe o la Casa de las Vestales, ambas en Pompeya (semillas mineralizadas y polen de cidra), o la pompeyana Casa del Frutetto (donde se observa un limonero en las fantásticas pinturas murales que representan el concepto de jardín ideal). 


Casa del Frutetto

En todo caso, está claro que se trataba de un árbol raro que no se plantaba para el consumo, sino como un artículo de lujo. Los cidros y posteriormente los limoneros eran prácticamente un símbolo de estatus social alto: poblaban algunos de los jardines privados de las villas elegantes, donde destacaban por su perfume, sus propiedades medicinales y su valor simbólico de fertilidad y abundancia, expresado en un árbol repleto de frutos durante todo el año. Por eso mismo dice Plinio que “incluso sirve para decorar las casas” (NH XIII,103), y Marcial lo incluye entre los productos del libro XIII, el libro de los Xenia o regalos de hospitalidad (Mala citrea, XIII,37), pues era un fruto exótico digno de impresionar a tus huéspedes.


Como he dicho antes, en los primeros tiempos se consideraba un fruto no comestible, y se ingería solo por sus propiedades medicinales: para mejorar el aliento, para prevenir o eliminar un envenenamiento, para soltar el vientre o quizás para controlar las náuseas de las gestantes (“El fruto se come especialmente por las mujeres, para el antojo de la embarazada”, Dioscórides I,115). 

Pero a partir del siglo II parece que el citrus se incluye en las elaboraciones culinarias. Un comentario en el Banquete de los eruditos resulta bastante revelador: El mismo Demócrito de Nicomedia que había relatado la anécdota de los condenados que se habían salvado por haber tomado un citrus, también comenta: “Y que ninguno de vosotros se asombre si dice que no se come, pues incluso hasta los tiempos de nuestros abuelos nadie lo comía, sino que, como un preciado bien, se guardaba en las arcas con la ropa” (Deipn. III, 84A). Y acto seguido, tras haber hablado maravillas de este fruto, “se asombró la mayoría del efecto del citrus, y lo devoraron como si antes no hubiesen comido ni bebido nada” (III, 85C), señal de que estaba presente en las mesas.

Por otra parte, el recetario de Apicio, que recoge recetas recopiladas entre el siglo I y el IV o V, explica algunas elaboraciones con citria. Por una parte hace referencia al sistema de conservación: meter en un recipiente, taparlo con yeso y colgarlo (I, XI,5). Por cierto, a la hora de cogerlas y guardarlas “se deberán arrancar con las hojas de las ramas, en una noche en que la luna esté oculta, y ponerlas escondidas” (Paladio, IV,X,18). 

Por otra parte, proporciona una fórmula para un ‘Vino de rosas sin rosas’ (I, III,2): para ello se debe echar en un barril de mosto sin fermentar las hojas verdes de cidro o de limonero [folia citri viridia], colocadas en un capazo de palma y sacarlas a los 40 días. A la hora de usarlo, se añadirá miel et voilà!, un auténtico vino de rosas falsificado. Por cierto, esta receta, que también recoge Paladio, se considera una bebida de tipo medicinal, como todos los vina condita: un brebaje reconstituyente multiusos, así que no nos hemos alejado mucho de las funciones que ya habían señalado Dioscórides, Teofrasto o Plinio.

La única receta culinaria propiamente dicha es un Menú dulce de cidras (Minutal dulce ex citris, Libro IV, III, 5). Para elaborarlo, hay que poner en una cacerola aceite, garum, caldo, puerro, cilantro picado, paletilla de cerdo cocida y pequeñas salchichas troceadas. Durante la cocción, se pica pimienta, comino, cilantro fresco o en grano, ruda fresca y asafétida; se mezcla con vinagre, vino dulce y jugo del caldo. Se añade todo a la cacerola y se deja hervir. Tras la ebullición, se añaden las cidras limpias, cortadas en trozos y cocidas. Se añade pasta de harina desmigajada para dar textura, se espolvorea pimienta y se sirve.


Mausoleo di Santa Costanza. Roma. Detalle.


Producto de élite en la Antigüedad, el citrus (la cidra y el limón) no se implantaría en el Mediterráneo plenamente hasta muchos siglos después, junto a naranjas, limas y pomelos. Habrá que esperar a la conquista islámica y a las rutas comerciales de portugueses y genoveses para conseguir un consumo masivo de cítricos y ser parte del paisaje mediterráneo. 


Prosit!



BIBLIOGRAFÍA:


LAPARS [2016]: I più antichi resti di limone. La scoperta di Alessandra Celant, ricercatrice afferente al LaPArS. 


LANGGUT, Dafna [2017]: The Citrus Route Revealed: From Southeast Asia into the Mediterranean. 



lunes, 6 de julio de 2020

COCINAR EN TIEMPOS DE ROMA: EL MENAJE DE COCINA


¿Qué utensilios se empleaban para cocinar en época romana? ¿Cómo se elaboraban los guisos de pollo o de oca, las calabazas a la alejandrina, las quiches de lenguado, las albóndigas de calamar, los pasteles de queso y miel, las gachas de espelta, la pasta de aceitunas griegas? El menaje de cocina consistía en unos utensilios específicos que, como veremos a continuación, no eran tan diferentes de los nuestros.


Toda cocina romana contaba al menos con un mortero (mortarium), quizá el instrumento más característico de las culinae. Los morteros podían ser de mármol, piedra, barro o madera, y también de tamaños diferentes: unos más grandes y profundos y otros más planos y de menor tamaño, estos últimos para picar las especias, mientras que los primeros para elaborar las salsas. Los morteros de barro tenían en su interior una serie de piedrecitas o granos de arena incrustados que rompían el alimento por frotación. La forma más aplanada y la forma de la mano o pistillum también contribuía a la trituración y mezcla de los ingredientes, hasta conseguir emulsionar salsas como el moretum, una pasta de queso con aceite, vinagre, ajo, hierbas y especias (ajedrea, ruda, cilantro, apio, menta…), una auténtica delicia.


Mortero. Museo Arqueológico Tarragona

La culinaria romana se define también por sus preparaciones usando el calor húmedo, por lo que otro tipo de utensilios fundamentales que encontraríamos en cualquier culina son las ollas, marmitas y cazuelas. De hecho, existían diversos tipos de ollas (olla / aula), que se usaban fundamentalmente para cocer los alimentos en agua, ya fueran hortalizas, legumbres, carnes o verduras. Eran ideales para conseguir sopas o hervidos. Las ollas podían ser de cerámica o de bronce, estas últimas más resistentes y más fáciles de limpiar, pero también más caras. Existía un tipo de olla en particular, sin asas, que se destinaba a cocer las gachas: el pultarius. Las gachas (puls) se hacían con espelta, trigo o cebada, agua salada y alguna legumbre o verdura (cebollas, coles, lentejas, habas). Con suerte, se le podía  echar también algo de carne. La puls era tan característica de Roma que los griegos llamaban a los romanos ‘comedores de puls’ (pultiphagonides), con cierta sorna, pues la gastronomía griega estaba mucho más desarrollada. Las gachas en Roma precedieron al pan, así que el pultarius sería un instrumento imprescindible en las casas romanas, sobre todo en las de la gente pobre y en el campo.


Utensilios de cocina. Museo Archeolgico Nazionale. Nápoles.


Otro tipo de  olla o cacerola muy común, sobre todo a partir del siglo I, es el caccabus, llamado así, según Varrón, porque era el recipiente donde cocían (coquebant) los alimentos (LL V,127).  Era ideal para cocinar a fuego lento. Tenía el fondo amplio y tapadera, lo cual permitía una cocción bastante regular y también mantener el control sobre el vapor interno. El caccabus aparece mencionado en muchísimas recetas de Apicio y se recomienda para guisos, pucheros y potajes de legumbres. También para salsas  y estofados de carne. El caccabus, junto con el mortarium, eran los básicos de la cocina romana.


Caccabus y trípode. Bristish Museum.


Existían fuentes o bandejas para el horno llamadas patinae o patellae. Se trataba de una especie de cazuela ancha y honda, hecha de cerámica y provista de tapadera y asas, donde se cocinaba y se servía el plato. Lo más llamativo es que tenían un recubrimiento interior antiadherente (engobe), como nuestros cacharros contemporáneos. La patina se usaba para cocinar en el horno, y daba nombre también a los platos elaborados utilizando este recipiente, como pasa actualmente con la paella. Esos platos eran una especie de pasteles salados compuestos de verduras, pescados o carnes que tenían una consistencia compacta, algo así como una quiche, un budín o incluso una lasaña, lo cual los hacía muy cómodos para tomar con las manos. Estos pasteles  se espesaban con huevo batido, almidón o sesos cocidos, lo cual proporcionaba textura y bastantes calorías. En el Libro IV de Apicio hay un apartado dedicado solo a las recetas de patinae, de las que aparecen nada menos que treinta y siete.


Sartén hallada en Pompeya. Museo Archeologico Nazionale. Nápoles.


Si se deseaba freír o saltear se utilizaba la sartén (sartago), compuesta de un recipiente muy ancho de paredes muy bajas unido a un mango de madera. La sartén se utilizaba para freír pescado, a la manera griega, con abundante aceite de oliva. Apicio la menciona para freír carne troceada utilizando aceite, garum, vino o miel, lo cual daría un acabado ‘caramelizado’. Para freír también se podía utilizar la grasa de cerdo (unguen), mucho más económica.


Gran horno en la cocina principal de Villa de los Misterios, Pompeya.

Las cocinas de las grandes domus solían constar de un horno (furnus) o de más de uno. Era una construcción abovedada de ladrillo o de piedra con una abertura lateral para poder introducir los alimentos mediante una pala. Estos hornos estaban situados en un patio, y para precalentarlos se quemaba leña en su interior, produciendo así las brasas que luego serían necesarias para cocinar en los fogones de la culina. Una vez bien caliente, se podía cocer en su interior el pan o los asados de cordero, cochinillo, jabalí, liebre o lirón que tanto éxito tenían en los grandes banquetes. 


Clibanus. Reconstrucción del Bristish Musum.
Fuente: https://blog.britishmuseum.org


Existía también una especie de horno independiente y de tamaño más reducido. En los textos recibe diversos nombres: clibanus, thermospodium o testum y no deja de ser una campana de barro diseñada para cocer sobre las brasas. El clibanus proporcionaba una cocción muy uniforme, pues retenía el calor y la humedad. La forma de esta campana o tapadera, con un borde saliente en el exterior, permitía poner sobre ella las brasas. De esta manera el plato se hacía dentro del horno, sobre y bajo las brasas. Sin duda las patinae eran uno de los platos que se cocinaban en este horno, aunque lo más frecuente era que se cociesen diferentes tipos de pan o algunos dulces como los pasteles de queso que menciona Catón (libum, placenta o savillum).


Parrilla. Museo Provincial de Segovia.


Junto al clibanus, para asar se usaba también la parrilla (craticula), la cual se colocaba sobre las brasas. Algunas recetas de Apicio indican que el producto se debe asar en la parrilla o en el horno: se trata de langosta, hígado, ubres de cerda, riñones aderezados con aceite y garum o carne de cabrito o cordero, previamente cocida con garum y aceite. La parrilla permitía también asar la carne con forma de brochetas, usando espetones o asadores.


Utensilios para cocinar hallados en Pompeya. Museo Archologico Nazionale. Nápoles.

Todos estos utensilios se colgaban de las paredes con ganchos o se apilaban unos dentro de otros en estanterías. Junto a ellos, toda suerte de recipientes destinados al almacenaje y conservación de productos (ánforas, botellas, odres y toneles) ideales para vino, miel, fruta o salmuera; también diversas jarras, platos, tazas, copas, bandejas que servirán después para servir las viandas en la mesa; sin olvidar todo tipo de utensilios auxiliares, como tijeras de bronce, moldes con formas diversas para pasteles, coladores, embudos, cubos para ir a por agua a la fuente, trípodes varios para los fogones, ralladores metálicos de queso, cucharones, cucharas y cuchillos, grandes tenedores para manipular las carnes, tenazas de hierro para avivar el fuego, espumaderas, balanzas, molinillos de especias y hasta un molino rotatorio manual para obtener la harina necesaria para el pan o las gachas de turno. 


Embudo de bronce. Museo Archeologico Nazionale. Nápoles


Y no olvidemos tampoco el altar de los Lares y Penates, los auténticos guardianes de la despensa y el fuego, y por tanto de la prosperidad de la familia y la casa. Ellos son los responsables de conservar y multiplicar los alimentos y la bebida que se almacenan en el penus, y también los responsables de inspirar a los cocineros, así que conviene rendirles culto como es debido y mantener las ofrendas diarias, responsabilidad que corresponde, como es sabido, al pater familias.


Las cocinas estaban llenas de vida, y su grasa, sus olores y su calor eran símbolo de abundancia, prosperidad y felicidad. Las cocinas eran el corazón de la casa.


Prosit!



domingo, 24 de mayo de 2020

CULINAE, LAS COCINAS DE LAS CASAS ROMANAS

Las cocinas (culinae) de las casas romanas no eran un lugar agradable. Si hemos de hacer caso a los textos latinos, eran espacios terriblemente ruidosos y pestilentes, llenos de gente de acá para allá, vapores tóxicos y grasa. Los textos, que tantas líneas dedican a los triclinios, apenas hablan de las cocinas. Y en todo caso, nunca hablan bien. Afortunadamente, la arqueología nos ha dejado una buena colección de cocinas pompeyanas, lo cual nos permite hacernos una idea más fidedigna de lo que fue este espacio, vital para el bienestar y la prosperidad de la casa.

cocina de la Casa de los Vettii. Pompeya

En general, las cocinas de las domus pompeyanas son espacios
pequeños y alejados de las dependencias principales. A diferencia del peristilo, el tablinum o el triclinio, no forman parte de la zona ‘pública’ de la domus, es decir, no son un espacio de representación social, no sirven para exhibir el estatus de la familia. Al contrario. Las cocinas formaban parte de la zona de servicios y, aunque eran absolutamente necesarias para el buen funcionamiento de la casa, eran bastante molestas para la vista, el oído, el olfato y la tranquilidad mental de sus moradores. “Contempla nuestras cocinas y los cocineros correteando de un lado para otro en medio de tantos hornillos” se lamenta Séneca, que no duda a la hora de remarcar el “ruidoso tumulto” que se produce en ellas (Epist.CXIV,26).

Las culinae se suelen ubicar en un espacio apartado, a veces cerca de un atrio secundario, o en la parte posterior de la domus, como en la Casa del Centenario. Otras veces se hallan en lugares internos y oscuros, incluso en sótanos, con un acceso con escaleras, como en la Casa del Espejo. Esto generaba, seguro, bastante incomodidad a la hora de servir los platos ya preparados, pues había que llevarlos hasta los comedores atravesando corredores o subiendo escaleras, como leemos en una epístola de Plinio el Joven describiendo su propia villa: “En un costado que carece de ventanas, hay una escalera que con un rodeo discreto permite traer todo lo necesario para los banquetes” (Plin.Epist.V,6,30).
Otros textos nos muestran que el sistema rápido para subir las comidas es usando cestos.  Esto lo vemos en la Aulularia de Plauto, cuando el esclavo Estróbilo debe supervisar la actividad de unos cocineros contratados en el foro para la ocasión. Al no ser personal estable de la casa, no se fía de ellos: “que preparen la cena dentro de la cisterna (in puteo); luego cuando esté, la subimos en cestos arriba” (Aul. 365-366). Al menos una ventaja de la ubicación subterránea de la cocina: reduce la posibilidad de robos.

cocina de la Villa San Marco. Stabia.
La ubicación de la culina intenta aprovechar el fuego y las calderas que calientan el agua de los baños, en aquellas casas que contasen con ellos (¿qué domus patricia que se precie no cuenta con un balneum completo?). Por eso es frecuente que se sitúen junto a las termas privadas. Pero también intentan aprovechar los desagües que conectaban con las alcantarillas, por lo que es frecuente que las culinae se sitúen junto a las letrinas, mucho menos glamourosas, aunque también necesarias.

¿Cuál es la composición ‘estándar’ de una culina romana?
En general, una cocina romana constaba fundamentalmente de un banco de ladrillos refractarios (el focus) con una superficie plana donde se colocaban trípodes metálicos y parrillas que permitían cocinar sobre una capa de cenizas y brasas. En Pompeya estos bancos suelen medir una altura aproximada de 1,20 m y resultaban cómodos para poder trabajar de pie. En la parte inferior suele haber uno o más nichos para guardar la leña. A menudo cuentan con un horno de estructura cúbica, donde se puede cocer pan.  Junto al fogón, suele haber una pila para el lavado de manos (lavatrina) y hasta un fregadero para lavar platos y cacharros de cocina. Un altar con los Lares y los Penates, y la cercanía de despensas (penus) puede completar la descripción.
Pero tengamos en cuenta que las cocinas nunca son iguales. Para empezar, solo de aquellas que se han conservado podemos sacar conclusiones. En las casas importantes la culina podía ser un espacio enorme y bien equipado. En las casas de menos categoría podía ser un espacio mucho más modesto, un rincón bajo una ventana o incluso no existir.

cocina de la Fullonica de Stephanus. Pompeya.

¿Cuál es el motivo por el que las culinae se ubicaban en espacios alejados del comedor, como parecería ser lo lógico? Bien, los comedores romanos son los escenarios de representación de los convivia, en los que se prioriza la elegancia, el lujo, el confort, la comodidad. Está en juego la imagen del dueño de la casa. Los comedores son un espacio para el disfrute de los cinco sentidos. Pero las cocinas… eran otra cosa. Allí se acumulaban humos, grasa y vapores insalubres, que se acrecentaban con el reducido tamaño y la falta de ventilación.

El origen de este problema era la ausencia de chimeneas y de cualquier sistema eficiente para favorecer la salida de humos.  Una ventana próxima o un tejadillo no bastan cuando se está cocinando en un espacio bastante cerrado. Incluso contando con patios el humo lo invade todo.  Los textos latinos se hacen eco de esto e insisten en remarcar el ambiente tóxico que se generaba por humaredas constantes que impregnaban paredes y vigas. Expresiones como nigram culinam son bastante frecuentes. Y comentarios como “a mí me encanta un hogar y unos techos que no repugnen ennegrecerse de humo”, también (Mart.II,90).
reconstrucción de una culina romana. Museo de Londres.
La cocina, que exigía un cuidado atento, mantenía el fuego encendido la mayor parte del tiempo. Se intentaba conservar apagando las llamas y manteniendo las brasas bajo las cenizas, hasta usos posteriores. Siempre es más fácil reavivar un fuego que tener que obtenerlo de cero. Para alimentar el fuego, se utilizaba leña o carbón (que se compraban en las carbonariae tabernae), y conocer los diferentes tipos existentes era importante para lograr un objetivo u otro (madera de pino para avivar el fuego, maderas menos resinosas y más duras para una cocción larga).

El humo de las culinae, lo mismo que los malos olores, era un problema muy incómodo que no se solucionaba alejando la cocina de las zonas más confortables. Invadía con facilidad toda la domus y por ello se recurría a los quemadores de perfume, con la esperanza de que el incienso taponase el humo del asado o el olor del hervido de verduras. El ambipur de la época. Pero no solo invadía la domus, a veces salía fuera de casa e invadía la calle, mezclándose con los humos de otras casas y los que salían de las tabernas. Si tenemos que hacer caso de las palabras de Séneca, el aire de las ciudades como Roma era prácticamente irrespirable: “Tan pronto como hube abandonado la atmósfera pesada de la ciudad y el típico olor de las cocinas humeantes que, puestas en acción, difunden con el polvo todos los vapores pestilentes que han absorbido, experimenté enseguida que mi estado de salud había mejorado” (Sen.Ep.104,6). Claro que Séneca igual podía estar exagerando un poco.
Larario junto al focus de la Casa de
Julio Polibio.  Pompeya.

Parte de este problema se solucionaba utilizando las brasas y cocinando sobre ellas mediante trípodes o parrillas metálicas, como he dicho antes. Esto permitía poder cocinar sin humaredas pestilentes. Las brasas se conseguían tras haber hecho una hoguera de carbón y leña en el patio y posteriormente se extendían en la superficie del focus. Allá, sobre las parrillas, se situaban las ollas, cacerolas y sartenes. De hecho, en las cocinas pompeyanas se conservan diferentes pinturas murales sin ennegrecer que prueban que el fuego no podía ser de leña, sino que se usaron brasas. Por cierto, las brasas del carbón de madera eran necesarias también para alimentar los braseros que calentaban la casa, y las cenizas resultantes del carbón de madera se reciclaban como blanqueador de la ropa.

El otro problema serio que se derivaba del uso de fuego vivo, brasas, hornos y hogueras era el riesgo de incendio. El agrónomo Columela  recomendaba una cocina grande y alta, “para que el enmaderado del techo esté libre del peligro de incendio” y además se pueda estar más ancho (De Re Rustica I,6,3). Sin embargo esta recomendación era más fácil de cumplir en una amplia villa rústica, en la que también se deja espacio para bodegas de vino, almazaras de aceite y despensa de conservas.

El peligro de incendio en todo tipo de cocinas era evidente. Horacio nos presenta una escena que ejemplifica perfectamente cómo podía desencadenarse la catástrofe. Estando de viaje con sus amigos, paran a comer en una posada de Benevento: “nuestro oficioso hospedero no se abrasó por poco cuando en el fuego daba vueltas a unos tordos flacos; pues al desmadrarse Vulcano, la llama cundió por la vieja cocina y se aprestaba a lamer la cima del techado.” (Hor. Serm. I,5,71-77). La escena, que acaba con los comensales y sus esclavos “tratando de acabar con el incendio”, no tiene desperdicio.

vigiles urbani
El riesgo de incendio preocupaba, y mucho, a las autoridades, y las cocinas eran en buena parte responsables de estas desgracias. Séneca nos habla de la humareda espesa “que suelen despedir las cocinas de los magnates y alarma a los vigilantes nocturnos” (Ep. 64,1), haciendo referencia a los vigiles urbani, el cuerpo creado por Augusto expresamente para sofocar incendios y otros problemas de orden público.

Las casas modestas y las habitaciones minúsculas y superpobladas de las insulae no tenían un espacio reservado para la cocina, lo mismo que tampoco tenían un acceso fácil al agua (había que ir a buscarla a la fuente pública), por lo que cocinar debía ser toda una experiencia. Aunque no tenemos pruebas arqueológicas, es fácil imaginar que algunas personas utilizarían hornillos portátiles que colocarían cerca de las ventanas para facilitar la expulsión de humos, con todos los riesgos que eso conlleva (un mal cálculo en la cantidad de fuego, un golpe de viento fortuito, una chispa que salta de la lumbre…). Los habitantes de las insulae comerían alimentos fríos, o prepararían los ingredientes y los llevarían a cocinar a la taberna más cercana, o comerían lo preparado por la propia taberna.

Quien trabajaba dentro de la cocina, pues, estaba en contacto con vapores, olores y grasa que no podían ser extraídos con eficiencia. El calor, el vapor del aire, la grasa en suspensión, los olores… hacían que los cocineros y pinches estuviesen impregnados con el característico olor a fritanga. En la famosa cena de Trimalción, el liberto enriquecido, hay un momento en que se permite que el cocinero se tumbe en el triclinio. El narrador nos hace un retrato rápido: “olía que apestaba a salmuera y a salsas” (Sat.70,12). Quien trabajaba en la cocina adquiría el mismo rango servil que esta, y ya podía ser un Escoffier de la época.

horneado de pan. Saint Romain en Gal.

El equipamiento de una culina de una casa rica era muy completo.
Además de las parrillas metálicas y trípodes, las cocinas tenían herramientas para avivar el fuego, varillas de metal para brochetas (ideales para asar cabritos), ralladores, cuchillos, cucharas y cucharones, cascanueces, tenedores para trinchar carne, moldes para hacer pasteles (dulces o salados), y los imprescindibles morteros, absolutamente necesarios para elaborar las típicas salsas que caracterizan la cocina romana de cierto nivel.
Las cocinas de categoría contarían con un buen número de ollas y cazuelas de todo tipo, generalmente de barro, aunque se han hallado algunas baterías de cocina de hierro o de bronce, como la de la Casa de los Vettii. Tampoco faltarían las sartenes de hierro para las frituras de pescado, ni el calentador de agua, ni los hornos independientes,  ni las bandejas enormes para presentar el pavo real en todo su esplendor o los salmonetes de dos libras a precio de oro.

menaje de cocina romana MAN Nápoles.

Las cocinas, sucias, poco higiénicas, feas, grasientas, pequeñas y oscuras, eran el backstage del espectáculo que suponía la cena de los comedores. Cocineros y jefes de sala acababan siendo los encargados de los efectos especiales: creando, organizando y sirviendo desde detrás de la escena. Porque un convivium romano es un auténtico escaparate social para quien lo organiza, y una comida sorprendente, fastuosa y deliciosa es el medio para lograr la armonía de la cena y el deleite de los comensales.

En el triclinio, esclavos y esclavas jóvenes y hermosos (estos ni pisaban la cocina) servían el vino y trinchaban unas piezas que había que presentar enteras, en enormes bandejas. Como ahora, las elaboraciones se acababan ante los ojos de los comensales, a veces sobre hornillos portátiles no humeantes (el milagro de las brasas), que además mantenían los platos calientes: “es el procedimiento que ha ideado ahora nuestro sibaritismo”, se lamenta Séneca, “para evitar que algún plato se enfríe (...) se traslada a la mesa la cocina” (Ep.78,23). La música y los perfumes, el vino de rosas, las ostras, los versos malos de Sabelo el parásito, la belleza de la vajilla, las cortinas y sedas, el salmonete fresquísimo, las burlas al que se duerme, los cotilleos, el pichón con garum, los chistes picantes, el trampantojo de pescado, los brindis…  nada de todo este espectáculo tendría éxito sin la cocina, esa parte de la casa servil e incómoda, pero absolutamente vital para el mantenimiento de la familia.

Detalle del triclinio de la Villa de los Misterios. Pompeya.