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viernes, 5 de julio de 2019

FARCIMINA Y OTRAS FARSAS EMBUTIDAS EN LA ANTIGUA ROMA

En la culinaria romana triunfaban toda suerte de salchichas, butifarras, morcones,  morcillas, salchichones, longanizas y otras composiciones a base de carne, grasa, especias y sal. Eran de muchos tipos según la composición y el tratamiento, lo mismo que nuestros embutidos actuales, y en los textos latinos aparecen nombrados de diferentes formas, aunque no es fácil establecer la correspondencia entre palabras y productos.
Tipos de farcimina. Grup de Reconstrucció Històrica de Badalona. Ludi Rubricati 2019. foto @abemvs_incena

En general, se denominaban farcimina toda suerte de embutidos, según leemos en San Isidoro: “Farcimen es la carne muy cortada y picada con que se embute -farcire- o se llena un intestino, después de haberla mezclado con otros condimentos” (Etim. XX,28), y formarían parte de las succidia, es decir, carnes curadas y saladas, generalmente de cerdo, que se destinan a una larga conservación. Como se imagina, son fruto de la necesidad de conservar la carne una vez hecha la matanza, que se hacía tradicionalmente en pleno invierno justamente para aprovechar los beneficios de las bajas temperaturas: a más frío menos crecimiento bacteriano. El poeta Marcial recoge este dato en un epigrama: “La morcilla -botulus- que te llega en pleno invierno, me había llegado antes de los siete días de Saturno” (XIV,72), relacionando la llegada de unas morcillas con las Saturnales, que se celebraban entre el 17 y el 23 de diciembre.

cabeza de cerdo, salchichas y brochetas.
pintura parietal de una cocina de Pompeya
La elaboración general de estos embutidos suele ser siempre la misma: la carne se trocea, se pica y se maja, mezclada con diferentes condimentos, para formar el relleno o farsa (insicium); se embute en una tripa natural y se cuelga y se deja ahumar, o bien se cuece en agua y posteriormente se asa.

Este sistema de conservación de la carne dentro de la misma tripa es muy antiguo, y parece que los romanos lo aprendieron de los griegos. Ya en la Odisea, Homero menciona un embutido asándose al fuego lentamente:
De la misma manera que un héroe a un gran fuego llameante dando vueltas a un vientre repleto de gordo y de grasa, ora a un lado, ora a otro, desea que se ase al momento, él también así se revolvía, pensando en qué forma le pondría las manos a los pretendientes impúdicos, solo él contra tantos”. (Odisea XX,25-30).
Y Ateneo de Náucratis nos menciona al inventor de las salchichas y embutidos, que es nada menos que Aftoneto, uno de los siete cocineros sabios míticos (Deipn. IX, 379E). Grecia es también la autora de los primeros recetarios de embutidos y carnes en conserva. Por otra parte, el procedimiento de ahumar las carnes para conservarlas es también utilizado por los griegos y por los egipcios.

Toda esta tradición fue aprendida por el pueblo romano, que la desarrolló sobradamente.

Sabemos la composición y elaboración de algunos embutidos gracias al recetario de Apicio, De re coquinaria. En su Libro II, Sarcoptes, traducido como “Los trinchantes” se mencionan 5 recetas diferentes.

La primera (II, III,2) sería una receta de morcillas (botellum). En ella hay que mezclar seis yemas de huevo cocido, piñones cortados, cebolla troceada, puerro picado, pimienta molida y algo llamado ‘salsa cruda’ (ius crudum). Los expertos de historia de la alimentación, como Almudena Villegas, consideran que esta ‘salsa cruda’ corresponde a la sangre a medio cuajar, fundamental en la elaboración de las morcillas y butifarras negras. Una vez mezclado todo, hay que rellenar varias tripas y cocerlas con garum y vino.
La palabra utilizada, botellum, es el diminutivo de botulus. Ambas aparecen en diferentes textos y se traducen generalmente por ‘morcilla’, aunque hay que decir que en Aulio Gelio se identifica con el más genérico farcimen. (Gelio XVI, 7,11). ‘Botellum’ es también el étimo del que procede la palabra “botillo”, conocido embutido de la comarca de El Bierzo.

Confección de farcimina. Grup de reconstrucció històrica de Badalona. Magna Celebratio 2019. foto @abemvs_incena
La segunda receta que menciona Apicio (II, IV) es la de las famosas salchichas de Lucania (Lucanicae). El mismo autor nos indica que la receta es similar a la anterior y para hacerla se deben picar una buena cantidad de especias para formar el aliño: pimienta, ajedrea, comino, ruda, perejil, bayas de laurel y cualquier otra especia que se tenga, también garum. La carne se debe picar muy bien y mezclarla con este aliño. Una vez bien picada se amasa y se mezcla con mucha grasa -manteca de cerdo, pinguedine- y piñones. Después se echa en una tripa larga y muy fina y, a diferencia del botellum, la lucanica se cuelga y se ahúma.
Estas salchichas tenían denominación de origen, procedían de la región de Lucania, en el sur de Italia, región que formaba parte de la Magna Grecia, y, al parecer, fueron los militares los que las dieron a conocer en Roma, según las palabras del escritor y militar Marco Terencio Varrón: “A la tripa rellena procedente del intestino grueso, le dan la denominación de Lucanica, porque los soldados tuvieron conocimiento de ella por los lucanos” (De lingua latina V, 22,111). El poeta Marcial las menciona en sus epigramas: “Vengo como hija lucánica de una cerda del Piceno” (XIII, 35), y parece que eran un regalo habitual en las fiestas Saturnales: “Regalos a Sabelo por las Saturnales: una longaniza con tripa falisca” (Mart. IV,46,8). Por cierto, la tripa falisca (venter faliscus) era otro embutido con denominación de origen. Procedía de la zona de Falerium, un territorio situado en tierras etruscas y se hacía con intestinos gruesos. Sería un equivalente a los morcones, obispillos, ‘bisbes’ o ‘bulls’.
Volviendo a la lucanica, esta palabra ha evolucionado en las distintas lenguas europeas, siendo el étimo del que deriva la ‘longaniza’ del castellano, las ‘llonganissa’ y ‘llangonissa’ del catalán, las ‘lukainka’ y ‘lukaika’ del euskera, la ‘luganega’ del italiano o la ‘linguiça’ del portugués. Así de famosas fueron las salchichas de la Lucania!

Las tres recetas siguientes que da Apicio (II, V, 1-3) corresponden a un apartado general de salchichas o farcimina (la traducción por ‘chorizos’ que se encuentra en algunas versiones del libro de Apicio no me parece adecuada, puesto que nuestra asociación del chorizo con el pimentón es inevitable).
En la primera, la farsa se compone de sesos, huevos, piñones, pimienta, garum y laser. En la segunda, de espelta cocida molida con la carne picada y mezclada con pimienta, garum y piñones. En la tercera, de nuevo espelta cocida (con garum y puerros), manteca de cerdo, carne picada, huevos, pimienta, ligústico, piñones y garum. En los tres casos se hierve la tripa rellena con agua y posteriormente se asa, o se sirve cocida. También se puede servir asada y acompañada de mostaza. En todos los casos se utilizan piñones, que no solo dan textura sino que también absorben aromas y sabores. Actualmente algunos embutidos, como el ‘blanquet’ de la Comunidad Valenciana, siguen llevando piñones, además de una composición bastante parecida a las de Apicio, la verdad. En otros casos, observamos que el aglutinante preferido en la actualidad es el arroz.
'Botulus'. Grup de reconstrucció històrica de Badalona. Magna Celebratio 2019. foto:@abemvs_incena
En los textos latinos encontramos otros nombres para referirse a butifarras, salchichas y otros embutidos. Siguiendo la clasificación que hace Varrón (De lingua latina V, 22,111), basada fundamentalmente en el tipo de tripa utilizado, existen el fundolus, embutido en el intestino ciego; el farticulum, que utiliza intestinos más delgados; hila o hilla, si es una tripa muy fina; longavo, si es muy largo; apexabo, que tenía en un extremo algo que sobresalía, como el apex de los sacerdotes; y el murtatum, que llevaba en el relleno una gran cantidad de mirto.

Pero en los textos latinos también encontramos el tuccetum, un tipo de embutido que quizá provenga de la Galia Cisalpina. Bastante grasiento es como nos lo presenta Horacio, quien echa en cara a quien quiere mantenerse saludable que no sea capaz de eliminar de su dieta los platazos enormes y las salchichas pringosas (tuccetaque crassa) (Hor. Serm.II,4,60-62). Y Apuleyo nos habla de la sirvienta Fotis, que preparaba para sus amos un manjar que olía de manera deliciosa (tuccetum sapidissimum) (Apul. Met.II,7).

Otro término habitual en los textos es tomaculum. Trimalción sirve estas salchichas en los aperitivos de su famosa cena, sobre una parrilla de plata que los esclavos traen directamente al triclinio: “Había también salchichas calientes (tomacula ferventia) sobre una parrilla de plata” (Petron. XXXI,11). También en el Satiricón aparece el término sangunculum, sin duda para representar algún tipo de morcilla o butifarra elaborada con sangre. Aparecen en la cena descrita por Abinnas para servir de acompañamiento a un cerdo, que es el plato principal (Petron. LXVI,2).

Relieve funerario del carnicero Tiberius
 Julius Vitalis. Villa Albani, Roma.
Las salchichas, butifarras y longanizas en general eran un producto de cierta categoría, aunque no de lujo. Una elaboración a base de carne, especias y grasa no tenía por qué ser un producto barato. El Edicto de Precios de Diocleciano del año 301 dC nos marca el precio de cuatro de ellas: salchichas de cerdo y de carne de vacuno (quizá salchichas frescas debido al nombre, isicia, referente al relleno de carne picada) y salchichas de Lucania ahumadas, también de cerdo y también de carne de vacuno. Las de cerdo eran más caras con diferencia: las salchichas normales costaban 2 denarios la onza (27,28 gr.), mientras que las de buey o ternera 10 denarios la libra (327,45 gr.). Las de Lucania eran bastante más caras: las de cerdo costaban 16 denarios la libra, mientras que la libra de las de carne de vacuno costaba 10 denarios. Para hacernos una idea, las más caras salen al mismo precio que medio litro de liquamen, que el hígado alimentado con higos, que una tórtola de crianza o que una libra de jabalí.

Por eso no nos sorprende verlas en el banquete de Trimalción, por ejemplo. O en la comida que la joven esposa prepara para su marido, “una comida digna de los sacerdotes salios”, en la que no falta un guisado de carne fresca junto a su embutido (pulmenta recentia tuccetis temperat) (Apul. Met.IX,22). A veces se presentan como aperitivos, junto a huevos, aceitunas, pescado en salazón y otros quitahambres, regados con el inevitable mulsum: “Y no es posible que pongas alguna esperanza en los aperitivos: los he eliminado por completo, pues antes solía quedarme sin apetito con tus aceitunas y tus longanizas (oleis et lucanicis tuis)”, se queja Cicerón, (Ad Fam. 190,8). Marcial las sirve a sus amigos junto a una col verde y una blanca polenta (V,78). Y ya hemos visto que no es extraño regalar estos productos cárnicos con motivo de las Saturnalia, como reclama Estacio a su amigo Plocio Gripo, que ha sido tan tacaño que no le ha regalado “ni salchicha de Lucania , ni tripas rellenas al gusto falisco” (Silv.IV,9,35).

Pero, como he dicho, tampoco eran un objeto de lujo. De hecho, son un alimento idóneo para ser consumido por todas las clases sociales. Se vendían en las tabernas, en las termas y en los puestos ambulantes, según leemos en los textos latinos. Horacio explica que son un buen estímulo para los borrachos, cuyo estómago “exige que lo reanimen más y más con jamón (perna) y salchichas (hillis)” (Hor.Serm. II,4).  Marcial habla del “cocinero que pregona ronco salchichas humeantes (fumantia … tomacla) por las tibias tabernas” (I,41) y Séneca se desespera con el ruido de las termas y de los vendedores ambulantes, que le alteran profundamente: “Luego al vendedor de bebidas con sus matizados sones, al salchichero (botularium), al pastelero y a todos los vendedores ambulantes que en las tabernas pregonan su mercancía con una peculiar y característica modulación” (Ep.VI,56,2).

Escena de carnarium. Museo della Civiltà Romana, Roma.
Butifarras, longanizas, morcillas, salchichas y otras composiciones similares son una herencia de la Antigüedad clásica, cuya elaboración es prácticamente idéntica a la actual si exceptuamos el pimentón.

Bon appetit!


sábado, 16 de marzo de 2019

TRAMPANTOJOS Y OTROS FAKES. EL ARTE DE LA IMITACIÓN EN LA GASTRONOMÍA ROMANA

Provocar la ilusión visual de un alimento que en realidad es otra cosa se llama trampantojo y es una moda que arrasa en la gastronomía actual. Griegos y romanos también practicaron el arte de la imitación y, como ahora, se trataba de una demostración de inteligencia, creatividad y talento.

En ocasiones, los textos nos muestran una clara intención: conseguir confundir totalmente al comensal, incluso no sacarlo de su error inicial y no informarle de este engaño de los sentidos (de hecho, son muy abundantes los textos que terminan con fórmulas del tipo “el comensal no notará nada”). Para nuestra mentalidad actual, este alarde de inteligencia y creatividad puede rozar la estafa. Para ellos, era simplemente un reflejo de su buen hacer, una expresión de su arte.

Veamos unos cuantos ejemplos extraídos de los textos clásicos:

1. Imitación de pescados

Ateneo de Náucratis, escritor griego que vivió a finales del siglo II, nos relata una anécdota en la que Nicomedes, rey de los bitinios, sufre el deseo incontenible de comer anchoas frescas en pleno invierno y estando a doce jornadas de distancia del mar. Sin embargo, su cocinero Sotérides, inteligente y creativo como un poeta, consigue quitarle el antojo de anchoas manipulando sabiamente un nabo cocido: Cogiendo un nabo tierno, lo cortó fino y largo, imitando el aspecto de la propia sardina, lo hirvió, lo roció con aceite poniéndole sal en consonancia, esparció por encima semillas de adormidera negra en número de cuarenta, y en plena Escitia satisfizo su deseo” (Aten.Deipn.I,7E). El genio culinario de Sotérides se refleja en el resultado, pues Nicomedes no dejó de alabar la anchoa que creía que se estaba comiendo.


Apicio, el gourmet responsable del principal recetario conservado de la Antigüedad, nos proporciona hasta tres recetas para imitar el pescado salado (IX,9). Para ello utiliza un ingrediente blando, como es el hígado -de liebre, de cabrito, de cordero o de pollo- al que se le puede dar la forma de pescado en un molde, y se le adereza con pimienta, garum, sal, aceite (IX,9,10); o con otros ingredientes según la receta. Hay que decir que la propia esencia de la culinaria romana favorecía estas trampas, pues se potenciaba bastante el plato muy cocido, muy especiado y con unos ingredientes muy mezclados entre sí, todo para crear un nuevo sabor con la suma de sabores.

El mismo Apicio nos menciona una ya mítica receta para hacer un plato de anchoas sin anchoas (IV,2,12), para lo cual utiliza pescado asado o cocido, que mezcla con huevos batidos y una picada de pimienta, ruda, garum y aceite. A la masa homogénea resultante le añaden unas ortigas de mar y lo cuece a fuego lento. Es revelador el final de la receta: “En la mesa nadie sabrá lo que come”.

Por otra parte, parece que la imitación del pescado salado fue una moda que se consideraba el colmo del refinamiento, aunque quizá no muy bien vista por los filósofos, gente que tenía otras preocupaciones mucho más metafísicas y mucho menos mundanales: “el que sirvió en el Liceo carne preparada como si fuera salazón de pescado fue azotado por excederse malvadamente de refinado” (Ateneo, Deipn. IV,137F). Sin comentarios.

2. Falsificación de vinos

Los vinos con denominación de origen eran muy valorados en la Antigüedad, igual que ahora. Además del Falerno, el Másico, el Sorrentino o el Cécubo, producidos en la misma Italia, gozaban de gran prestigio los vinos griegos, que les llevaban ventaja a los romanos en los secretos de la composición y la tipología de aditivos: salmuera, aceites, perfume, especias, resinas...
Uno de estos vinos griegos era el vino de Cos, famoso por su tratamiento a base de agua de mar. Sin embargo, Catón el Censor, cónsul y defensor de las costumbres ancestrales de la ‘auténtica’ Roma, nos proporciona una receta para falsificar este vino, de manera que uno no tenga que pasar por la molestia de tener que adquirirlo a los comerciantes de dicha isla: “Para fabricar vino de Cos, hay que tomar agua en alta mar setenta días antes de la vendimia. El mar debe estar tranquilo y sin que haya viento.” La receta aparece con instrucciones muy precisas para conseguir un vino auténticamente falso (Catón, Agr. 106 y 112).


Otras trampas y falsificaciones aparecen en el recetario de Apicio, como la receta de vino de rosas sin rosas, a base de mosto que se echa en un barril durante cuarenta días con hojas verdes de limonero y un toque final de miel (I,3,2); o la receta para convertir en blanco el vino tinto: “Echar en una botella harina de haba, o bien la clara de tres huevos, y agitar durante mucho tiempo: al día siguiente el vino será blanco” (I,5). Como se ve, Apicio ya utilizó el método de la clarificación del vino mediante la albúmina de huevo, método que se usa todavía hoy para evitar que los vinos se vean turbios. Por lo que respecta a la harina de habas (o lomentum), era un sistema ya conocido por los griegos y que menciona también Paladio (Op. Agr. XI,14). Por cierto, el lomentum decolora el vino pero no lo aclara del todo.

3. Invención de aceites DOP

El aceite de oliva es uno de los productos emblemáticos de la civilización grecolatina y era muy apreciado por sus múltiples usos: en la medicina, en la higiene, en la iluminación, en la cosmética y en la cocina. Como los vinos, algunos aceites eran muy valorados por su procedencia. Uno de ellos era el aceite de Liburnia, territorio situado al sur de Istria, en la actual Croacia. Las fuentes escritas revelan varias propuestas para falsificar este aceite. Por ejemplo, en la Geopónica, utilizando aceite onfacino (es decir, el obtenido de aceitunas sin madurar), al que se le añade helenio seco, hojas de laurel, juncia seca y sal pulverizada y tostada. Solo se necesitan unos días para que se asiente la mezcla y ya tenemos nuestro aceite DOP de Liburnia fake (Geop. IX,27,1).
También Apicio propone una fórmula, en este caso usando aceite de Hispania, al que se añade helenio, hojas frescas de chufa, laurel y sal pulverizada. Se deja reposar unos días y “todos creerán que es aceite de Liburnia” (I,IV).
El mismo autor de la Geopónica, Casiano Baso, da otras fórmulas para falsificar el aceite de Hispania, también muy valorado, lo cual se consigue empleando jugo de hojas tiernas de olivo machacadas, que le aportarían un característico sabor fuerte y aromático. (Geop. IX,26).

4. El menú y la mímesis culinaria

Otros textos nos hablan de la imitación de un menú entero, de la reproducción de la comida en otro material, o del virtuosismo de algún cocinero con algún ingrediente en particular.

En la cena de Nasidieno, Fundanio deja caer que los alimentos no son lo que parecen: “En cuanto a la turba restante -nosotros, quiero decir- cenamos aves, moluscos y pescados que escondían un sabor muy distinto del conocido” (Horacio, Serm.II,8,27-30).

Marcial nos habla de un tal Cecilio, al que califica de “Atreo de las calabazas”, capaz de dar gato por liebre con ese solo ingrediente: “Uno las comerá ya en los entremeses, las servirán de primer plato y de segundo, y te las volverán a poner de tercero, y luego al acabar las prepararán de postre” (Mart. XI,31). El tal Cecilio, que solo gastará en tantos platos “una moneda y no más”, construye con ese alimento blando y versátil revueltos, lentejas, habas, champiñones, salchichas, cola de atún, anchoas y hasta hojaldres y golosinas.
No es el único.


El cocinero responsable de uno de los servicios de la famosa cena del Satiricón ha ‘construído’ todos los platos con carne de cerdo. Es tan competente que lo llaman Dédalo y, según Trimalción, “de una vulva te hará un pez, de un poco de tocino te hará un palomo, de un jamón te hará una tórtola, de un anca te hará una gallina” (Sat. LXX). Hay que decir que, pese al talento del cocinero, el resultado es bastante dudoso, puesto que Encolpio y sus amigos miran lo que está sobre la mesa (una oca cebada, con peces y aves de todo tipo a su alrededor) con bastante recelo y no poco repelús, y el protagonista comenta que “no lo hubiéramos tocado aunque nos muriéramos de hambre” (Sat. LXIX). De hecho, antes de que Trimalción revele la clave del misterio el narrador se teme que lo que se ve sobre la mesa esté hecho con barro o con algo peor, y hace una referencia curiosa: “En Roma, con motivo de unas Saturnales, he visto representar todo un banquete de esta forma”, esto es, de arcilla (Sat. LXIX).

La Historia Augusta también nos da ejemplos de reproducciones de platos utilizando materiales no comestibles. Allí leemos que el emperador Heliogábalo era capaz de presentar los alimentos en efigie a sus parásitos solo para humillarlos: “Al segundo plato, ofrecía a sus parásitos comida, unas veces en cera, otras en madera, otras en marfil, en alguna ocasión en barro y algunas veces incluso en mármol o piedra, con el fin de que pudieran contemplar, en distinta materia, todos los alimentos que él comía” (Lampr.Elagab.25,9). Aunque seguramente la anécdota sea exagerada, sí revela la existencia de esta práctica.


Para acabar, citemos las palabras de Ateneo de Náucratis a propósito del trampantojo de anchoas frescas que sirvieron a Nicomedes, rey de los bitinios, y que resume lo que significa la mímesis culinaria, al margen de algunos resultados dudosos:
En nada difiere el cocinero del poeta, pues la inteligencia es el arte de cada uno de ellos”.
(Deipn.Libro I,7F)

Prosit!

lunes, 24 de junio de 2013

LOS COCINEROS Y EL SERVICIO DE MESA EN LOS BANQUETES

Las cenas en Roma suponían un escenario de representación social con múltiples significados. Ostentación de riqueza y estatus, culto a la personalidad del anfitrión, marca de igualdad o jerarquía, reproducción de vínculos sociales o lugar para el ocio y el hedonismo, el banquete necesitaba para celebrarse con éxito de un ejército de servidores que cumplieran hasta el más mínimo detalle con las necesidades del acto social que era la cena.


La sala donde se celebraba el banquete se veía  incesantemente  concurrida por un numeroso grupo de esclavos dedicados a tareas muy específicas. Poseer un alto número de esclavos era un lujo y motivo de ostentación, y éstos se elegían en función de sus habilidades o su capacidad decorativa.


Entre los que tenían una mayor consideración estaban el nomenclator y el jefe de cocina. El nomenclator recordaba el nombre de los invitados a la entrada del convite y los acompañaba a su puesto en el triclinio. A menudo aconsejaba al anfitrión también sobre dónde colocar a cada invitado, lo cual era sumamente importate, pues cada asignación en el triclinio implicaba un grado diferente de dignidad y jerarquía social. El jefe de cocina, o archimagirus o tricliniarcha, era el encargado de que toda la cena se sirviera correctamente, de que se mantuviera la etiqueta y la limpieza  y se sirviera cada plato en su momento. Tenía un gran conocimiento de los tipos de carne y de los cortes más adecuados para cada una de ellas, y por eso  a menudo era el structor o scalcus, es decir, quien tenía una gran formación en las habilidades de trocear y repartir la carne. Éste controlaba a todos los demás servidores y trinchantes. En las manos de los esclavos estaba el éxito del banquete y del anfitrión, así que es fácil imaginar que los que tenían la función de controlar y coordinar toda la actividad que tenía lugar en el triclinio eran esclavos muy valorados, que podían permitirse el lujo de improvisar movimientos de espadachín con los cuchillos o cortar la carne al ritmo de la música.
En la cocina se hallaban el  o los cocineros, que podían ser propios o alquilados para la ocasión. En general, el cocinero no gozaba de una buena consideración.  Sin embargo, su papel en el éxito de la cena era indispensable. El buen cocinero era siempre hombre (no constan datos sobre cocineras) y se dedicaba profesionalmente a ello. Debía conocer la salsa adecuada a cada ocasión, tratar los alimentos con sumo cuidado y componer los platos con sabiduría y gracia. Para ello debía poseer sentido artístico, lo cual garantizaba más o menos la admiración de los comensales. Era también muy importate que supiera aliñar y combinar el alimento con las correspondientes salsas y especias.  El cocinero debía conocer a la perfección el gusto del anfitrión y saber contentar su gula. Un buen cocinero contribuía a aumentar el prestigio del jefe. Por eso era importante que fueran buenos profesionales fijos en la casa.
En caso de necesidad se podían alquilar los servicios de otros cocineros pero éstos generalmente no gozaban de buena reputación y a menudo se les tildaba de ladrones. La cuestión es que, no conociendo los gustos del patrón, era bastante difícil que pudiera contentar a la clientela.  El cocinero debía de ser capaz de componer un menú con los ingredientes que previamente había comprado el patrón en el mercado: la libertad creativa está, pues, limitada. Por otra parte trabajaba en la cocina, lugar sucio, insalubre por el humo y los vapores, y ruidoso. Las cocinas se alejan del triclinio lo más posible porque muestran una realidad difícil de dulcificar. El cocinero, por más que es imprescindible para que la cena funcione, siempre está asociado a unas connotaciones serviles que parecen unidas al entorno en el que se desenvuelve: lo mismo que la cocina es peligrosa, insana y sucia, el cocinero también adquiere, por contacto, una degradación social de la que no se pudo librar en la Antigüedad. Por supuesto si el cocinero incurría en algú error, al ser esto motivo de mala imagen social para el anfitrión, era golpeado sin remilgos. “Te parece que soy cruel y demasiado glotón, Rústico, porque a causa de la cena golpeo al cocinero. Si esto te parece una causa liviana para los azotes, ¿por qué motivo, pues, quieres que sea azotado mi cocinero?” leemos en Marcial (8, 23). Una comida mal preparada o aliñada, un alimento demasiado crudo, un plato servido a destiempo suponían un problema de imagen para el anfitrión: un bochorno público  que derivaría sin duda en comentarios y cotilleos posteriores. Lo único que podía hacer el patrón para compensarlo era azotar ahí mismo al cocinero, habitualmente amedrentado en los textos literarios.

El resto de esclavos que podemos encontrar deambulando por la sala del triclinio pertenecen a varias tipologías. Los que tienen encomendadas las tareas menos agradables son los analecta, quienes se encargaban de la limpieza, recoger las mesas, barrer los desperdicios del suelo, etc. Posiblemente también lavaran los pies a los invitados antes de comenzar la cena,  en el ritual que también implicaba quitarse las sandalias y ponerse muy cómodo antes de subir al triclinio (soleas deponere). Al respecto de los que barrían el suelo, los scoparii, hay que decir que hacían su labor de forma ritualizada, ya que no se podía barrer en cualquier momento; por ejemplo, era de pésimo gusto barrer cuando un comensal se levantaba dela mesa. Por otra parte, ningún alimento caído al suelo se podía recoger, pues ya formaba parte del mundo de los espíritus y los Lares. Estos restos se recogían para ser ofrecidos a los dioses en la lustratio, una limpieza entre ritual e higiénica en la que los scoparii participaban purificando el suelo con una capa de serrín y azafrán. Estos sirvientes iban poco arreglados y llevaban la barba y la cabeza rapadas.

Los ministratores o ministri tenían a su cargo el servicio de la cena. Se dedicaban a presentar los platos y eran bastante hermosos y exóticos.  Muy jóvenes y de aspecto muy cuidado, servían de marco decorativo al servicio de platos no menos exóticos. A menudo eran griegos, alejandrinos, frigios, sirios, y a menudo ni siquiera entendían el latín. Pero no sólo eran decorativos, debían por fuerza tener experiencia en servir las mesas y en reaccionar ante cualquier eventualidad que surgiera.  En ocasiones hasta recordaban a su patrón normas de comportamiento o le sugerían obras literarias para lucimiento de éste.  

Pero aún había un tercer tipo: los que escanciaban el vino. Estos eran los más jóvenes y hermosos y su actividad se intensificaba durante la comissatio. La idea era parecerse a Ganímedes, el copero celestial, y por ello solían ser niños imberbes que frecuentemente combinaban su labor de escanciadores con la de eventuales amantes.
Vino y erotismo suelen hacer un buen tándem. Recordemos a Marcial: “Dame, niño, besos humedecidos con viejo falerno, dame copas cuyo nivel hayan hecho bajar tus labios. Si a esto añades los goces verdaderos de Venus, diré que a Júpiter no le va mejor con Ganímedes” (11, 26). Más claro, el agua.

Por último, cada comensal llevaba consigo al menos un esclavo, un seruus ad pedes, que permanecía siempre junto  a él, tras el lecho y preferentemente de pie. Su función era prestarle los servicios necesarios, como asistirle en el alivio del estómago, recoger las sobras en la servilleta, ayudar en el alivio de la vejiga, mantener en pie a un amo mareado, etc.


Como en el caso de los cocineros, todos los esclavos podían ser azotados si se equivocaban o no desempeñaban bien su cargo.  Sin embargo, en algunos casos también fueron tratados con el mismo rango que los familiares.


La cena es un acto social completo, un universo con normas estrictas. En las cenas se rinde culto a la personalidad del anfitrión y todos los elementos se combinan para crear ese ambiente de lujo y perfección al que se aspira. El conjunto de esclavos y cocineros es, pues, un factor de lujo más, una ocasión para convertir la cena en arte.