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jueves, 23 de febrero de 2017

EL PRECIO DE LOS ALIMENTOS EN LA ANTIGUA ROMA: ...Y LO CARO


Tras haber comentado los productos y precios más económicos, toca ahora hablar de los más caros, carísimos.
Por una parte tenemos las frutas, verdaderas golosinas que sólo se comían frescas si eran “de temporada”, y que se usaban a menudo para endulzar vinos y platos y se solían poner en conserva. Encontramos al precio de 4 den. la decena de melocotones, de albaricoques, de manzanas Matianas o de  membrillos; a precios similares, y siempre caras, están las granadas, las cerezas, las ciruelas, los dátiles, los higos… Por 4 denarios te daban 8 dátiles Nicolaos, mientras que por ese mismo precio te daban cuatro sandías!
Vayamos a la proteína animal. El pescado de mar es un producto de lujo: está a 24 denarios la libra (recordemos al profesor de historia y sus 50 denarios mensuales!) Estos pescados procedían en su mayoría de los viveros que poseían las mejores familias de Roma, que hacían negocio con la venta.
Cuanto más grande era la pieza y más difícil de encontrar, más valiosa se volvía, por lo que ni siquiera al precio que marca el Edicto se podrían encontrar los ejemplares más preciados, como el salmonete de ¡cuatro libras y media! que nombra Séneca (Epis. XCV), o el rodaballo que nombra Juvenal, tan grande que no había fuente que permitiera servirlo (Sát. IV). Cien ostras cuestan 100 denarios (en un banquete se podían servir muchas muchas muchas ostras) y cien erizos cuestan 50. La salsa hecha a base de pescado, el garum o liquamen, cuesta 16 denarios el sextario si es de primera calidad, y 12 el de segunda. Lo dicho: productos de lujo.
La carne tampoco sale nada barata. En el Edicto se nombran algunas exquisiteces como las vulvas de cerda -a 24 den. la libra- o las ubres de cerda -a 20 den.-, mencionadas a menudo en el recetario de Apicio; pero también el hígado engordado con higos -16 den. la libra-, los jamones menápicos (procedentes de la Galia) o cerritanos (de Hispania) -20 den. la libra- o el tocino (laridum) a 16 den. la libra, mismo precio que el jabalí y los lechones o tostones, carnes muy apreciadas. Aparecen también los famosos lirones, cebados en gliraria para el consumo, a 40 den. la decena; los conejos -que proceden de Hispania y fueron aclimatados en Córcega- al precio de 40 den. la unidad, y las liebres, nada menos que a 150 denarios la unidad. Cualquiera de estas carnes se puede acompañar con unas trufas, que están también por las nubes: una libra cuesta 16 denarios. Se mencionan también los caracoles, a 4 den. veinte de ellos, si son de los gordos, aparentemente más económicos pero ¿cuántos se servirían en un banquete?

Sin duda las carnes más caras, sin embargo, son las de aves en general, sean o no de corral. Las aves eran, estas sí que sí, un auténtico producto de lujo. Se las comían todas: pollos, tórtolas, gorriones, palomas, gansos, tordos…. Se criaban en la ciudad, en grandes aviarios (ornithon) y poco importaba que fueran medio sagradas, como el pavo real, consagrado a Juno, o las ocas, que alertaron a los romanos del asedio de los galos, allá por el año 390 aC.
Desde la época de Augusto, las aves en general son ingrediente muy preciado de las mesas, sobre todo de las de los ricos. Los precios van desde los 16 denarios que costaban una tórtola cebada o diez gorriones, a los 300 denarios que valía el pavo real macho. En medio están los 20 den. que costaban un francolín, dos palomas salvajes, diez codornices o diez estorninos; los 30 que costaba una perdiz; los 40 de diez perdices griegas, diez becafigos o dos patos; los 60 den. que costaban dos pollos o diez tordos y los extracaros: los 250 denarios que costaba un faisán cebado, los 200 que costaba una oca cebada o los ya mencionados 300 denarios del pavo real.
Cuando un personaje influyente decidía servir determinado animal como plato fuerte de su cena, automáticamente éste se ponía de moda y su precio se elevaba. Es lo que sucedió por ejemplo con el pavo real: parece que el orador y augur Quinto Hortensio (114-50 aC) fue el primero en servir pavo real en el banquete para festejar su ingreso en el sacerdocio (Varrón Rust. III,6,6), y desde entonces se convirtió en un imprescindible. Si el volátil era de importación, como el propio pavo real, que procedía de Asia, su valor también aumentaba: es el caso del faisán, que habían traído de Phasis (la Cólquide) los mismísimos argonautas: “Fui transportado por primera vez en la nave Argos: antes yo no conocía nada más que el Fasis” (Marcial XIII,72). El faisán gustaba mucho por su carne grasa y parece que se incluía en las cenas de las Saturnalia (Estacio, Silv. I,67). Otras aves, como las de corral, criadas desde siempre para el consumo, se cebaban convenientemente con harina empapada en leche, que engorda bastante más. Si se trataba de palomas y pichones, se alimentaban con harina de habas tostadas y farro, bien amasadas con aceite. Para acabar, parece que el consumo de aves venía reforzado por ser éstas un remedio medicinal: la sangre de palomo se recomendaba para la epilepsia (Scrib.16), el pollo se consideraba un antídoto para el veneno de serpiente (Celso 5,27), y lo mismo pasaba con las ocas, que eran cicatrizantes (Scrib.185) o los tordos, como los que recomendaba el médico a Pompeyo porque estaba un poco debilucho (Plutarco Vitae p. Pompeyo,2).

Pasemos al tema de los vinos. Los más caros son los que presentan denominación de origen: el Falerno, el Piceno, el Tiburtino, el Sabino, el Aminiano, el Setino y el de Sorrento están todos marcados al precio de 30 denarios el sextario. Pero también las reducciones de vino y los vinos especiados eran caros, y además eran imprescindibles para crear salsas dignas de un banquete de primera. Así, la reducción de vino a la mitad de su volumen, o defrutum, cuesta 20 den. el sextario; el vino con especias, 24; y el vino a la miel dorada del Ática, también 24.
Para acabar, pasemos a los ingredientes que sirven para aliñar, cocinar o dar sabor a las salsas. El aceite de oliva, el de primera calidad, cuesta 40 den. el sextario, lo mismo que la miel de la mejor. Ambos son imprescindibles en cocina: el primero para cocinar y aliñar en crudo, pero el segundo para elaborar salsas condimentadas, conservar las frutas o endulzar los vinos. Del liquamen ya hemos hablado (16 den. el sextario) y si se quiere utilizar una sal ya especiada, cuesta 8 denarios el sextario. Para dar sabor final a todos los platos, ese sabor a suma de sabores propio de los platos más ostentosos de la cocina romana, son imprescindibles, no solo las hierbas aromáticas, sino también las especias: el Edicto menciona algunas como el jengibre (a 400 den. la libra), el perejil (a 120), la pimienta (a 800 den,) o el azafrán (a 2000 den. si es arábico, o 1000 si es de Cilicia). Considerando que cualquier plato de Apicio tiene -por lo general- pimienta, miel, garum, reducción de vino y aceite, más otros que pueden variar según la composición (cilantro, ajedrea, séseli, menta, perejil, ruda, orégano…) y a menudo frutos secos (dátiles, piñones, pasas, nueces…), sólo la confección de la salsa cuesta tanto o más que el ingrediente principal, si éste es carne o pescado.

Viendo estos precios me imagino al profesor de historia (el de los 50 denarios al mes) comiendo gachas con verduras o legumbres, tomando vino peleón en la taberna y algún guiso -excepcional- de algo humeante y caliente en la propia taberna, da igual si cerdo o ternera, acompañado de algo de pan. Me imagino también a los numerosos clientes deseando que su patronus se dignara invitarlos a una cena, para poder comer esos faisanes, esos pavos y esas tetas de cerda que, seguro, colmaban su imaginación.

miércoles, 22 de febrero de 2017

EL PRECIO DE LOS ALIMENTOS EN LA ANTIGUA ROMA: LO BARATO

El Edictum de Pretiis Rerum Venalium, también conocido como Edicto de Precios Máximos o simplemente Edicto de Precios, fue una disposición legal que promulgó el emperador Diocleciano en el año 301 dC. Creado para frenar la inflación, el Edicto establece el precio máximo para un gran número de productos alimenticios, así como ropa y calzado, materiales diversos, coste de los transportes marítimos y también los salarios y jornales de un buen número de profesionales.
Sin entrar en valoraciones -sin duda muy interesantes, pero que son materia de otros blogs- sobre la falta de eficacia del Edicto y sus efectos en la economía romana del momento, el texto ofrece una información muy valiosa sobre el valor asignado a los alimentos, por comparación de unos con otros y sin necesidad de entrar en traducir cantidades a nuestros precios y pesos contemporáneos.
El Edicto expresa los precios en denarios, una moneda de plata que en tiempos de Diocleciano equivalía a 4 sestercios y 10 ases. Y expresa las cantidades de peso y capacidad usando la libra o italicum pondo (327,4 gr.), el sextario itálico (0,547 litros), el modio itálico (8,75 litros) y el modio militar o kastrensem modium (17,51 litros). Dicho esto, pasemos a analizar algunos precios:
Para empezar, veamos algunos alimentos que podemos considerar baratos o asequibles. Pero para poder determinar qué es barato, lo mejor es observar algunos de los salarios que establece el mismo Edicto: un carpintero o un panadero cobraba 50 denarios por un día de trabajo, pero un campesino sólo 20; un sastre cobraba sobre los 40 y un pintor, 75; un profesor podía cobrar 250 denarios al mes si era de leyes y filosofía, pero sólo 50 al mes si era de historia. Bien, vayamos a ello.
Mirando el documento podemos considerar baratos pocos productos. Por ejemplo son baratas las verduras y hortalizas: encontramos en el Edicto algunas tan emblemáticas como la col, para Catón “la primera de todas las hortalizas” (RR 156), que servía para tener lejos al médico, a 4 denarios cinco unidades de las mejores. Encontramos también al mismo precio la decena de endibias o escarolas seleccionadas, las lechugas, los puerros, las remolachas, la achicoria, las cebollas, los pepinos, las malvas, las calabazas o los nabos que en los tiempos míticos de Roma tanto gustaban al frugal Curio Dentato. Los ajos, a 60 den. el modio, son también muy baratos, y poco elegantes, comida de campesinos, por ello el famoso recetario de Apicio casi ni los menciona (aparecen solo en dos recetas). Por lo general, las hortalizas y verduras son lo más económico, con alguna excepción como los espárragos, algo más caros (25 unidades de los cultivados costaban 6 den.). Por lo que respecta a las frutas, son todas carísimas excepto los melones y las sandías: por 4 denarios te daban dos melones grandes o cuatro sandías, lo mismo que costaban 100 castañas o 100 nueces secas. Las aceitunas negras, a 4 denarios el sextario, son otra opción aceptable.
También son asequibles los cereales y el grano, que quizá son el alimento más consumido por todos los ciudadanos de todas las clases sociales. Allí aparecen el trigo (100 denarios el modio castrense), la espelta (mismo precio), la cebada y el centeno (a 60 denarios), la avena (30 denarios), las lentejas, los garbanzos y los guisantes limpios (todos a 100 denarios), lo mismo que las habas molidas, las judías secas o las algarrobas (mismo precio). Con estos cereales se hacía pan, se hacían tortas o polentas, se hacían gachas (puls) o se mezclaban con otras harinas, como en el caso de las habas, que igual servían para hacer purés, que guisos, que tortas. Como curiosidad, aparecen los altramuces, tanto crudos (60 den.) como cocidos (4 den. el sextario), alimento barato y mediocre consumido por los filósofos que buscaban una imagen de sobriedad. Y también un alimento que en nuestra lista sería imprescindible: el arroz (oryza), a 200 den. el modio castrense, bastante más caro que los demás cereales: para la cocina romana era una rareza.

Si vamos a las proteínas, nos encontramos con precios elevados. Entre las carnes, no hay realmente nada barato. La carne de cerdo fresca costaba 12 denarios la libra (327 gr.) (recuerden: el profesor de historia 50 denarios al mes!), igual que  la de vaca o ternera. Una solución era consumir la carne salada o curada, que al menos permitía una conservación más prolongada. Sin embargo, tampoco los embutidos son superbaratos, como veremos más adelante. Si se puede hacer algún sacrificio, lo mejor es comprar longanizas y otros embutidos curados y salados que se mantendrán en la despensa durante algún tiempo: succidia y farcimen. En el Edicto se nombran las salchichas (isicia), que si eran de buey o ternera costaban 10 den. la libra, mientras que si eran de cerdo y ahumadas costaban 16 la libra. Se trata de las famosas Lucanicae, embutido con denominación de origen que procede de la Lucania (Varrón LL, 5,110-11): “al embutido confeccionado con tripa gruesa la denominan Lucanica -longaniza lucana- porque los soldados aprendieron la receta de los lucanos”. Como la carne es carilla, nos podemos asomar al listado de precios de los pescados, para llegar a la misma conclusión: carísimo todo. Bueno, no todo, se salva el pescado en salazón, a 6 denarios la libra. El pescado salado permitía una larga conservación y garantizaba un aporte de proteínas, pero le faltaba la frescura y el valor añadido de ser un producto difícil de conseguir. Junto a este tenemos también el pescado de río pequeño o de segunda calidad, que costaba 8 den. la libra (nada que ver con un salmonete gigante, una lamprea asesina o un rodaballo de buen ver, dignos de un Apicio o un Lúculo). Ni siquiera las sardinas, a 16 den. la libra, eran baratas, de hecho, eran más caras que el cerdo. La opción económica para las proteínas eran los huevos, a 4 denarios los 4 huevos o el queso fresco, a 8 den. la libra. Algo es algo.

Los aliños básicos son también para echarse a temblar. El aceite que no es de oliva, sino de semillas de rábano, cuesta 8 denarios el sextario; el mismo precio la miel fenicia, que es de dátiles, básico para endulzar. Las especias están totalmente fuera del alcance de un bolsillo humilde, y para dar sabor uno se puede conformar con los manojos de hierbas aromáticas, al precio de 4 denarios (ocho manojos). La sal, que se usa para conservar los alimentos y para rectificar en el plato, cuesta 100 denarios el modio castrense. Lo único que parece barato es el vinagre, a 6 den. el sextario. Por lo que la posca, la bebida de agua y vinagre, bien fresquita, era una buena opción económica para quitarse la sed.
Hablando de bebidas, el vino, la bebida emblemática de las civilizaciones antiguas del Mediterráneo, resulta muy caro. La única opción barata es el vino rústico u ordinario, a 8 denarios el sextario como máximo. Es sorprendente que el Edicto recoja el precio máximo de la cerveza, que es una bebida que siempre se nos presenta como ajena al mundo romano, propia solo de bárbaros. Pues aparecen dos tipos: la de trigo (cervesia) a 4 denarios el sextario, y la de cebada (zythi), también conocida como cerveza de Pelusio, la típica cerveza estilo egipcio, aún más barata, a 2 denarios el sextario. Su aparición en el Edicto, válido para todo el Imperio, indica que su consumo era, como mínimo, habitual entre toda la población.
En la siguiente entrada pasaré al otro extremo, a los alimentos que podemos considerar caros, carísimos.

viernes, 22 de mayo de 2015

"EL ACEITE QUE ILUMINÓ UN IMPERIO"



Dentro del festival Tarraco Viva el pasado fin de semana pudimos disfrutar de un muy buen taller-degustación dedicado a uno de los productos emblema de la tríada mediterránea: el aceite de oliva.


Benito Báguena, el experto en la materia, aunque es más conocido por sus talleres y difusión del vino romano, nos explica a lo largo de hora y media toda la historia e importancia del aceite de la Bética para el mundo romano en general. Nos explica que en la península el olivo se introduce por fenicios y griegos, pero que resplandece con los romanos. 


De la mano de los agrónomos de la época, especialmente Columela, que vivió en el siglo I y nació en la misma Bética, nos hace un repaso de la producción, recogida, prensa, transporte y distribución del aceite desde los olivares de la Bética hispana hasta el mismo corazón de Roma. Nos parece interesante el respeto por el sabor, por lo que no podían impermeabilizar las ánforas con pez, que aportaba al aceite sabores no deseados, por lo que lo hacían con cera virgen. Y que, una vez transportado al puerto de Ostia y distribuido, se desechasen los envases, esto es, las ánforas, y que con ellas se crease el monte Testaccio. Creado con ánforas de aceite de la Bética en un ochenta por ciento, ánforas que aún conservan el titulus picti y su envase exclusivo catalogado como Dressel 20, el monte Testaccio proporciona un dato estadístico importante: cada persona consumía doce litros de aceite al año.
Dressel 20 del Museu Arqueològic de Tarragona

reproducción de Dressel 20
Basándose de nuevo en las fuentes documentales, nos explica los principales tipos de aceite: el aestivum y el viride, los de mejor calidad; el maturum o caducum, que es el de las aceitunas caídas a tierra, más peleón, apto para los esclavos; y el cibarium, solo apto para dar lumbre a las lámparas.

Y, lo más interesante, nos explica los diferentes usos del aceite de oliva, que abarcan la alimentación, la cosmética, la higiene, la iluminación, la religión…

El uso culinario quizá sea el más evidente. Todos los pueblos de la cuenca mediterránea se caracterizan por el uso del aceite de oliva como grasa principal para cocinar. Así, sirve para aliñar usándolo en crudo, para freír, para conservar en aceite… Más o menos igual que hoy. Por cierto, para aliñar el aceite verde era el mejor y, de entre todos los aceites, parece que el más apreciado era el del Venafro, en la Campania, seguido de cerca del de la Bética y el de Istria. Aunque todo depende del autor que uno consulte, pues esta opinión la defiende el italiano Plinio el Viejo, mientras que el hispano Marcial reivindica el aceite de la Bética por encima de los otros dos.



En la cosmética el aceite tiene un papel muy destacado, pues es la base de ungüentos y perfumes, para lo cual se utilizada el aceite verde, el de mejor calidad. También era vital en los masajes y fricciones después del baño o antes de un banquete. Por cierto que en los baños se recurría a la limpieza de piel con un método que consistía en frotar ésta con aceite mezclado con arena y luego recoger el producto con una strigil. Lo curioso es que lo recogido se reaprovechaba para hacer cosméticos.

En la iluminación, el aceite tenía un papel fundamental. Para ello se usaba uno de menor calidad, tipo caducum o cibarium, o también uno bueno que con el tiempo se hubiera echado a perder. Con ello podían prender las lucernas o candiles, las lámparas de Roma, hechas de cerámica o de bronce, provistas de una mecha de hilos trenzados de lana empapada por el aceite. Proporcionaba una llama sin humos y de combustión muy lenta.


lucernas del Museu Arqueològic de Tarragona
Pero además, el aceite tenía muchos otros usos: se usaba como vermífugo y purgante, se empleaba para amortajar cadáveres, se ofrecía como libaciones a los dioses en los altares, servía para fabricar jabón, impermeabilizaba tejidos, suavizaba los cueros….. y coronaba a los vencedores.

Tras la charla, nos ofrecen una degustación de tres aceites de primerísima calidad. El primero, de olivas verdes, suave y afrutado. Para ello han escogido un arbequino de la Almunia de Doña Godina. En Roma, sería el aceite para aliñar o para cosmética. El segundo es un aceite de la Sierra de Prades, también de la variedad arbequina. Son olivas algo más maduras que proporcionan un aceite algo más fuerte que se correspondería con el utilizado para las salsas y las frituras. El tercero es de aceitunas maduras del Alto Aragón, de variedad empeltre. Sería el que mejor aguanta las frituras. De más cuerpo, pero igualmente muy agradable en boca.


Con la degustación se pone punto final a la charla, interesante y amena, que nos deja a todos con muy buen sabor de boca y con ganas de más.


Imágenes: @Abemvs_incena