domingo, 24 de marzo de 2019

UN PLATO DE APICIO: CALABAZAS A LA ALEJANDRINA (CUCURBITAS MORE ALEXANDRINO)

cucurbitas more alexandrino Foto: @Abemvs_incena

El pueblo romano consumía una gran cantidad de hortalizas, entre ellas las de la familia de las cucurbitáceas, como los pepinos, los melones, las sandías, los cohombros o las calabazas, que son las protagonistas de esta receta. Las calabazas eran bastante vulgares, un alimento barato y fácil de conseguir, y bastante insípido además. Sin embargo, Apicio las incluye en su recetario unas once veces, lo cual indica que eran consumidas por todas las clases sociales. Esta receta combina este alimento de la huerta con el refinamiento de Oriente, ya que incluye dátiles, cuya sola mención evoca las tierras de Egipto y la herencia del imperio de Alejandro.

Vamos a ello (seguiremos la receta original, recogida en el libro De Re Coquinaria (Libro III, IV, 3) bajo el nombre CUCURBITAS MORE ALEXANDRINO).

Foto: @Abemvs_incena

Ingredientes:

  • una calabaza mediana
  • sal
  • pimienta
  • asafétida (o bien un diente de ajo)
  • comino
  • cilantro en grano
  • menta fresca
  • dátiles frescos (que no sean caramelizados)
  • piñones
  • miel
  • vinagre
  • garum
  • defrutum (vino dulce)
  • aceite de oliva


Elaboración:

Como sucede en la mayoría de recetas romanas, la primera parte implica la preparación de los alimentos por separado.
En este caso hay que limpiar y cortar la calabaza en trozos pequeños, hervirla con agua y sal, escurrirlas y reservarlas. Conservaremos también un poco del agua de la cocción.

La segunda etapa de casi todas las recetas romanas implica la confección de la salsa, para lo cual se hace imprescindible el mortero, instrumento fundamental en las culinae.
En el mortero haremos una picada de pimienta, comino, cilantro en grano, los piñones y los dátiles.
Aparte, haremos una vinagreta hecha con miel, garum, defrutum y aceite de oliva.

Foto: @Abemvs_incena

La tercera etapa implica ligar todos los ingredientes.
En una cazuela, añadiremos aceite, la picada de especias, piñones y dátiles, la calabaza cocida y un diente de ajo bien picadito (o la asafétida).
A continuación, añadiremos la vinagreta. Podemos poner un poco del agua de la cocción de las calabazas.
Tras esto, echaremos la menta troceada.
Se remueve todo y se deja amalgamar.
Se sirve caliente y bien rociado de pimienta recién molida.

El resultado:

Es un plato bastante extraño para nuestro gusto. Debería ser un entrante, pero es tan dulce que casi parece un postre. La textura es bastante blanda, lo cual lo hace muy adecuado al gusto romano. No destaca ningún ingrediente en particular, ya que se han amalgamado considerablemente. El sabor, entre dulce y picante -gracias a la pimienta- es correcto.
cucurbitas more alexandrino Foto: @Abemvs_incena

Prosit!

sábado, 16 de marzo de 2019

TRAMPANTOJOS Y OTROS FAKES. EL ARTE DE LA IMITACIÓN EN LA GASTRONOMÍA ROMANA

Provocar la ilusión visual de un alimento que en realidad es otra cosa se llama trampantojo y es una moda que arrasa en la gastronomía actual. Griegos y romanos también practicaron el arte de la imitación y, como ahora, se trataba de una demostración de inteligencia, creatividad y talento.

En ocasiones, los textos nos muestran una clara intención: conseguir confundir totalmente al comensal, incluso no sacarlo de su error inicial y no informarle de este engaño de los sentidos (de hecho, son muy abundantes los textos que terminan con fórmulas del tipo “el comensal no notará nada”). Para nuestra mentalidad actual, este alarde de inteligencia y creatividad puede rozar la estafa. Para ellos, era simplemente un reflejo de su buen hacer, una expresión de su arte.

Veamos unos cuantos ejemplos extraídos de los textos clásicos:

1. Imitación de pescados

Ateneo de Náucratis, escritor griego que vivió a finales del siglo II, nos relata una anécdota en la que Nicomedes, rey de los bitinios, sufre el deseo incontenible de comer anchoas frescas en pleno invierno y estando a doce jornadas de distancia del mar. Sin embargo, su cocinero Sotérides, inteligente y creativo como un poeta, consigue quitarle el antojo de anchoas manipulando sabiamente un nabo cocido: Cogiendo un nabo tierno, lo cortó fino y largo, imitando el aspecto de la propia sardina, lo hirvió, lo roció con aceite poniéndole sal en consonancia, esparció por encima semillas de adormidera negra en número de cuarenta, y en plena Escitia satisfizo su deseo” (Aten.Deipn.I,7E). El genio culinario de Sotérides se refleja en el resultado, pues Nicomedes no dejó de alabar la anchoa que creía que se estaba comiendo.


Apicio, el gourmet responsable del principal recetario conservado de la Antigüedad, nos proporciona hasta tres recetas para imitar el pescado salado (IX,9). Para ello utiliza un ingrediente blando, como es el hígado -de liebre, de cabrito, de cordero o de pollo- al que se le puede dar la forma de pescado en un molde, y se le adereza con pimienta, garum, sal, aceite (IX,9,10); o con otros ingredientes según la receta. Hay que decir que la propia esencia de la culinaria romana favorecía estas trampas, pues se potenciaba bastante el plato muy cocido, muy especiado y con unos ingredientes muy mezclados entre sí, todo para crear un nuevo sabor con la suma de sabores.

El mismo Apicio nos menciona una ya mítica receta para hacer un plato de anchoas sin anchoas (IV,2,12), para lo cual utiliza pescado asado o cocido, que mezcla con huevos batidos y una picada de pimienta, ruda, garum y aceite. A la masa homogénea resultante le añaden unas ortigas de mar y lo cuece a fuego lento. Es revelador el final de la receta: “En la mesa nadie sabrá lo que come”.

Por otra parte, parece que la imitación del pescado salado fue una moda que se consideraba el colmo del refinamiento, aunque quizá no muy bien vista por los filósofos, gente que tenía otras preocupaciones mucho más metafísicas y mucho menos mundanales: “el que sirvió en el Liceo carne preparada como si fuera salazón de pescado fue azotado por excederse malvadamente de refinado” (Ateneo, Deipn. IV,137F). Sin comentarios.

2. Falsificación de vinos

Los vinos con denominación de origen eran muy valorados en la Antigüedad, igual que ahora. Además del Falerno, el Másico, el Sorrentino o el Cécubo, producidos en la misma Italia, gozaban de gran prestigio los vinos griegos, que les llevaban ventaja a los romanos en los secretos de la composición y la tipología de aditivos: salmuera, aceites, perfume, especias, resinas...
Uno de estos vinos griegos era el vino de Cos, famoso por su tratamiento a base de agua de mar. Sin embargo, Catón el Censor, cónsul y defensor de las costumbres ancestrales de la ‘auténtica’ Roma, nos proporciona una receta para falsificar este vino, de manera que uno no tenga que pasar por la molestia de tener que adquirirlo a los comerciantes de dicha isla: “Para fabricar vino de Cos, hay que tomar agua en alta mar setenta días antes de la vendimia. El mar debe estar tranquilo y sin que haya viento.” La receta aparece con instrucciones muy precisas para conseguir un vino auténticamente falso (Catón, Agr. 106 y 112).


Otras trampas y falsificaciones aparecen en el recetario de Apicio, como la receta de vino de rosas sin rosas, a base de mosto que se echa en un barril durante cuarenta días con hojas verdes de limonero y un toque final de miel (I,3,2); o la receta para convertir en blanco el vino tinto: “Echar en una botella harina de haba, o bien la clara de tres huevos, y agitar durante mucho tiempo: al día siguiente el vino será blanco” (I,5). Como se ve, Apicio ya utilizó el método de la clarificación del vino mediante la albúmina de huevo, método que se usa todavía hoy para evitar que los vinos se vean turbios. Por lo que respecta a la harina de habas (o lomentum), era un sistema ya conocido por los griegos y que menciona también Paladio (Op. Agr. XI,14). Por cierto, el lomentum decolora el vino pero no lo aclara del todo.

3. Invención de aceites DOP

El aceite de oliva es uno de los productos emblemáticos de la civilización grecolatina y era muy apreciado por sus múltiples usos: en la medicina, en la higiene, en la iluminación, en la cosmética y en la cocina. Como los vinos, algunos aceites eran muy valorados por su procedencia. Uno de ellos era el aceite de Liburnia, territorio situado al sur de Istria, en la actual Croacia. Las fuentes escritas revelan varias propuestas para falsificar este aceite. Por ejemplo, en la Geopónica, utilizando aceite onfacino (es decir, el obtenido de aceitunas sin madurar), al que se le añade helenio seco, hojas de laurel, juncia seca y sal pulverizada y tostada. Solo se necesitan unos días para que se asiente la mezcla y ya tenemos nuestro aceite DOP de Liburnia fake (Geop. IX,27,1).
También Apicio propone una fórmula, en este caso usando aceite de Hispania, al que se añade helenio, hojas frescas de chufa, laurel y sal pulverizada. Se deja reposar unos días y “todos creerán que es aceite de Liburnia” (I,IV).
El mismo autor de la Geopónica, Casiano Baso, da otras fórmulas para falsificar el aceite de Hispania, también muy valorado, lo cual se consigue empleando jugo de hojas tiernas de olivo machacadas, que le aportarían un característico sabor fuerte y aromático. (Geop. IX,26).

4. El menú y la mímesis culinaria

Otros textos nos hablan de la imitación de un menú entero, de la reproducción de la comida en otro material, o del virtuosismo de algún cocinero con algún ingrediente en particular.

En la cena de Nasidieno, Fundanio deja caer que los alimentos no son lo que parecen: “En cuanto a la turba restante -nosotros, quiero decir- cenamos aves, moluscos y pescados que escondían un sabor muy distinto del conocido” (Horacio, Serm.II,8,27-30).

Marcial nos habla de un tal Cecilio, al que califica de “Atreo de las calabazas”, capaz de dar gato por liebre con ese solo ingrediente: “Uno las comerá ya en los entremeses, las servirán de primer plato y de segundo, y te las volverán a poner de tercero, y luego al acabar las prepararán de postre” (Mart. XI,31). El tal Cecilio, que solo gastará en tantos platos “una moneda y no más”, construye con ese alimento blando y versátil revueltos, lentejas, habas, champiñones, salchichas, cola de atún, anchoas y hasta hojaldres y golosinas.
No es el único.


El cocinero responsable de uno de los servicios de la famosa cena del Satiricón ha ‘construído’ todos los platos con carne de cerdo. Es tan competente que lo llaman Dédalo y, según Trimalción, “de una vulva te hará un pez, de un poco de tocino te hará un palomo, de un jamón te hará una tórtola, de un anca te hará una gallina” (Sat. LXX). Hay que decir que, pese al talento del cocinero, el resultado es bastante dudoso, puesto que Encolpio y sus amigos miran lo que está sobre la mesa (una oca cebada, con peces y aves de todo tipo a su alrededor) con bastante recelo y no poco repelús, y el protagonista comenta que “no lo hubiéramos tocado aunque nos muriéramos de hambre” (Sat. LXIX). De hecho, antes de que Trimalción revele la clave del misterio el narrador se teme que lo que se ve sobre la mesa esté hecho con barro o con algo peor, y hace una referencia curiosa: “En Roma, con motivo de unas Saturnales, he visto representar todo un banquete de esta forma”, esto es, de arcilla (Sat. LXIX).

La Historia Augusta también nos da ejemplos de reproducciones de platos utilizando materiales no comestibles. Allí leemos que el emperador Heliogábalo era capaz de presentar los alimentos en efigie a sus parásitos solo para humillarlos: “Al segundo plato, ofrecía a sus parásitos comida, unas veces en cera, otras en madera, otras en marfil, en alguna ocasión en barro y algunas veces incluso en mármol o piedra, con el fin de que pudieran contemplar, en distinta materia, todos los alimentos que él comía” (Lampr.Elagab.25,9). Aunque seguramente la anécdota sea exagerada, sí revela la existencia de esta práctica.


Para acabar, citemos las palabras de Ateneo de Náucratis a propósito del trampantojo de anchoas frescas que sirvieron a Nicomedes, rey de los bitinios, y que resume lo que significa la mímesis culinaria, al margen de algunos resultados dudosos:
En nada difiere el cocinero del poeta, pues la inteligencia es el arte de cada uno de ellos”.
(Deipn.Libro I,7F)

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domingo, 24 de febrero de 2019

COMER DEMASIADO. SOBREPESO Y DIETA EN LA ANTIGUA ROMA

Escena de banquete. Villa del Casale. Sicilia.
En la Roma clásica, si alguien disponía de una buena posición social, con bastante dinero y un círculo social considerable, era bastante fácil que fuera un romano entrado en carnes. La moda de servir cuantos más platos mejor, la necesidad de proyección social a través de los convites y el deseo de presumir de un cocinero-artista que sorprenda a los comensales con las creaciones más imposibles, favorecía el sobrepeso. Sin duda. Ahora bien, la obesidad nunca fue vista con buenos ojos en Roma, pues se relacionaba directamente con la falta de control, con la glotonería y con la debilidad del espíritu. Tanto los textos clásicos como la iconografía insisten en identificar la obesidad con la decadencia y la molicie.  Por ejemplo, leemos en Persio: “Pides fuerza para los músculos y para la vejez un cuerpo que no te falle. Bien, así sea. Pero grandes fuentes y conservas de carne en manteca han impedido a los dioses otorgarte esto y entorpecen a Júpiter” (sat.II,41-43). Horacio habla del “hombre cebado y descolorido a fuerza de vicios” (Serm. II,2) y Catón el Censor, aún en tiempos de la República, llegó a excluir del censo a un caballero por gordo, puesto que la obesidad le impedía cumplir con sus obligaciones militares. «¿Cómo podría ser útil a la patria un cuerpo así, cuyo espacio entre el cuello y las ingles está todo ocupado por el vientre?» parece que fueron las palabras exactas que le dirigió (Plut.Cat.ma.9).

La obesidad se identifica con un determinado estilo de vida, y se considera el resultado del comportamiento descontrolado de quien la padece. Es decir, para la mentalidad romana el obeso es responsable de su obesidad: estás gordo porque no sabes parar de comer. Algunos, conocedores de su poco autocontrol, recurrían a terceros. Es el caso del político, militar y conocido gourmet Lucio Licinio Lúculo, que tenía a un esclavo habilitado para retirarle la mano de la comida cuando empezaba a pasarse con los tordos y las tetas de cerda (Plinio NH XXVIII,14,56). Lo que sea con tal de no ponerse como un tonel.
Magistrado obeso. Museo del Louvre (1)
La obesidad se identifica también con los personajes decadentes, con esclavos gorrones, parásitos y perdularios de todo tipo. Y por supuesto con los malos gobernantes, con los tiranos y reyes, quienes se caracterizan por llevar una vida dominada por los excesos. Es el caso de los persas y los tiranos helenísticos, de los “malos” emperadores o de los etruscos, de quienes se decía que vivían con tanto lujo que celebraban dos banquetes al día y por eso se representaban en sus tumbas bien orondos celebrando su banquete eterno. Era su forma de dejar claro a los demás la opulencia y el buen vivir de los aristocráticos difuntos. Para la mentalidad romana, todos estos pueblos se habían echado a perder dejándose llevar por el placer de los sentidos.

Sarcófago etrusco del obeso. Museo Arqueológico de Florencia
La obesidad es también un tema estrella en los tratados médicos. Ya en la época imperial se considera una enfermedad por sí misma y requerirá de los tratamientos habituales a base de dieta, ayuno, ejercicio, purgas, masajes e hidroterapia. La implicación del paciente a la hora de bajar de peso es fundamental, considerándose el hecho de mantenerse delgado como una norma higiénica más. Hay que decir que en esta época se desconocía completamente que la obesidad es un trastorno complejo en el que los factores endógenos (genéticos, hormonales, psicosomáticos, neurológicos) tienen tanto peso como los exógenos (sobrealimentación, sedentarismo). De  manera que parece que medicina y mentalidad romana van de la mano.

Obeso. Museo del Louvre (2)
¿Qué problemas de salud conllevaba la obesidad? Lo más evidente eran los empachos e indigestiones colaterales, puesto que lo más fácil era ser gordo por incontinencia en la mesa. Para Séneca la culpa de (casi) todos los males es comer mucho: “la multitud de platos de comida ha provocado múltiples enfermedades” (Ep. XV,95,18). Y la culpa es, cómo no, de los cocineros: “No debes sorprenderte de que las enfermedades sean innumerables: haz el recuento de los cocineros” (Ep. XV,95,23). Tras esto nos pinta un retrato espeluznante del paciente, pálido, con temblor de músculos, con paso inseguro, el vientre hinchado, el rostro descolorido y las articulaciones entumecidas. Lo que viene siendo el cuadro completo de la obesidad: problemas respiratorios, colesterol, hipertensión, gota, artrosis, diabetes… El médico griego Hipócrates ya había observado que “los que son excesivamente gordos por naturaleza están más expuestos que los delgados a una muerte repentina” (Aforismos,44). Hay que decir que a veces la muerte súbita se manifestaba si uno se bañaba tras una buena comilona, desconociendo las consecuencias del síndrome de hidrocución. Juvenal relata la escena: “el castigo es inmediato cuando te despojas de tu ropa hinchado y paseas hasta los baños el pavo real sin digerir. De ahí las muertes repentinas, viejos que no alcanzan a otorgar testamento, y el nuevo chismorreo que recorre alegremente todas las comidas” (Sat.I,140-146).
También se consideraba la obesidad nociva para la reproducción, y afectaba tanto a hombres como a mujeres. De nuevo Hipócrates: “Si una mujer está más gorda de lo normal, no se queda embarazada” (Sobre las mujeres estériles, 17). Tanto hombres como mujeres obesos tendían a la esterilidad y, en caso de concebir, el embarazo y el parto eran más complicados.

Bien, y ¿qué remedios existían? Lo mejor era seguir una dieta saludable para evitar que el cuerpo se desequilibrase y enfermase. Esta dieta no solo incluía alimentos adecuados, sino también ejercicio, purgas, baños, ayuno y reposo. Por lo que respecta a los alimentos, lo mejor era la frugalidad: “Ciertamente es muy útil la moderación en las comidas” (Plinio NH XXVIII,14,56). El médico Galeno de Pérgamo, en su obra De Attenuante Victus Ratione (‘Sobre la dieta adelgazante’) ya indica que los vegetales, como las verduras, las plantas amargas y las frutas sirven para bajar de peso. También indica que hay que evitar cereales y legumbres y en cambio consumir pescado de roca y pajaritos de montaña, tipo estorninos o tordos.
Hipócrates nos explica en Sobre la dieta que para adelgazar convienen los baños calientes en ayunas, puesto que “todos los sudores, al salir, adelgazan y resecan, al abandonar la humedad el cuerpo” (Sobre la dieta,57). También convienen los paseos matutinos, la lucha en la palestra, el coito, una comida única, el agua caliente como bebida, vomitar, purgarse con eléboro… Lo dicho: comida ligera, baños, purgas y ejercicio.

Gladiadores. Galleria Borghese, Roma
Los gladiadores y los deportistas (los que practicaban lucha, pancracio o pugilato) también estaban sobrealimentados para conseguir una buena capa de masa muscular. En su caso las cantidades eran bastante considerables, pero no siempre eran alimentos refinados como los de los banquetes. La dieta de los deportistas solía consistir en carne y pan como para parar un tren. Recordemos la anécdota del mítico Milón de Crotona, campeón olímpico que “acostumbraba a comer veinte minas de carne y otras tantas de pan (13 kg), y a beber tres congios de vino (10 litros)” (Ateneo, Deip.X,412E). El caso de los gladiadores es distinto. Aunque Galeno recomienda que coman carne, la mayoría de las veces se les daba una mezcla de gachas de cebada y alubias o habas,  muy a su pesar. Este exceso de carbohidratos sirve para desarrollar la masa muscular, requisito necesario para sobrevivir en la arena. Gladiadores y atletas contaban con la supervisión de un médico que les vigilaba la dieta y la salud en general, pero siempre pensando que la prioridad era ganar competiciones. Atletas y gladiadores estaban entrados en carnes. Sin embargo, esa era su obligación. En senadores, matronas, magistrados, banqueros, abogados y demás gente de bien era imperdonable.

Por si acaso pónganse a dieta.

Luchadores griegos.
Bibliografía extra: Le malattie nell’arte antica (Mirko Dražen Grmek, Danielle Gourevitch). Firenze, Giunti Editoriale, 2000.
Fuente de las imágenes (1) y (2): Le malattie nell’arte antica (Mirko Dražen Grmek, Danielle Gourevitch). Firenze, Giunti Editoriale, 2000.

sábado, 26 de enero de 2019

LAS OLIVAS EN LAS MESAS ROMANAS


El producto principal que se extrae de las olivas es el aceite. Es un producto fundamental con múltiples usos: iluminación, cosméticos, rituales, ungüentos, alimentación. Sin embargo, en este texto no hablaré del aceite sino del humilde fruto de la diosa Atenea: la aceituna.

Olivas. Museo Arqueológico Nacional de Nápoles.
La oliva o aceituna fue un producto muy consumido en Roma, lo mismo que en toda la cuenca mediterránea. Es un producto emblemático que se halla presente en todas las mesas, tanto en la de los ricos como en la de los pobres. Las había de diferentes calidades y tipos. Bastantes autores romanos (Plinio el Viejo, Virgilio, Macrobio, Paladio, Varrón o Columela) nos informan de al menos veinte tipos diferentes de aceitunas, entre ellas la licinia, la contia, la sergia, la geórgica, la orquita, la pausia, la mirtea, la egipcia, la alejandrina… Y cada una era apta para un uso concreto. Por ejemplo, la salentina era ideal para las conservas, las de Colminio eran geniales para los perfumes y la sergia para hacer aceite.

En la mesa, las preferidas eran las de importación, es decir, las griegas (como las de Sicione, cerca de Corinto) o las de la Decápolis de Siria, en el límite de Siria con Judea: si hemos de creer a Plinio “aunque son pequeñas e incluso no más grandes que una alcaparra, son famosas por su carne” (NH XV,16). Entre las nacionales, las que tenían mejor fama y, suponemos, mejor sabor eran las del Piceno y las del Sidicino, en la región de Campania. Las olivas picenas las menciona Marcial en numerosas ocasiones formando parte de los banquetes, como explicaré más tarde. Eran tan exquisitas que se enviaban como regalo. “También llegó de parte de un cliente del Piceno un cestillo al que no le cabían unas sobrias olivas” leemos en Marcial (IV,46), a propósito de los regalos que el abogado Sabelo recibe de sus clientes en las Saturnalia.

Cantharos con ramas de olivo. Pompeya.
Las aceitunas no pueden comerse tal cual caen del árbol, sino que hay que adobarlas y ponerlas en conserva. Los textos de los agrónomos Catón y Columela mencionan diferentes recetas: la salmuera, el secado, sumergirlas en mosto cocido, o en vinagre, o en vinagre y mosto… a los que se le podía añadir lentisco, hinojo, sal, aceite… Las aceitunas en salmuera eran muy apreciadas. Los griegos las preparaban ya en el siglo IV aC y las llamaban kolymbàdes (‘nadadoras’), pues la salmuera se mezclaba con aceite, sal y agua marina. Ateneo las menciona como aperitivo ya desde tiempos de los antiguos y Columela las menciona flotando en una parte de salmuera y dos de vinagre. El séviro y tallista de mármol Habinas, en el Satiricón, explicando la cena fúnebre de la que viene, se escandaliza con el comportamiento descontrolado de la gente frente a una buena dosis de olivas en salmuera: “También pasaron una bandeja de aceitunas aliñadas: no faltaron personas tan groseras que se llevaron hasta tres puñados” (Petr.66).

Existen un buen número de ánforas procedentes de la Bética, la Narbonense o Creta, que llevan inscripciones relativas a su contenido, es decir, olivas en conserva, y que servían para comercializar este producto. En algunas leemos “olivae nigrae ex defruto” (‘olivas negras en vino cocido’), maceradas en defrutum o en sapa, gracias a sus cualidades conservantes. Otras especifican la maceración en vinagre, como las kolymbàdes de Creta que se vendían en ánforas de fondo plano.

La gente podía adquirir las olivas ya preparadas en el mercado o en los puestos de vendedores ambulantes. Se vendían en pequeñas cestas o bolsas de esparto y eran accesibles a todos los bolsillos. Según el Edicto de precios de Diocleciano, que data del año 301, por cuatro denarios se podía comprar un sextario de olivas negras (equivalente a 0,547 litros), cuarenta olivas kolymbàdes y solo veinte unidades de olivas de Tarso.

También se podían adquirir en las popinae, establecimientos de comida ya preparada, donde posiblemente las pondrían en conserva los propios taberneros para consumirlas en el mismo local. Oliva condita XVII K. Novembres leemos en las paredes de la pompeyana taberna de Aticto: ‘olivas puestas en conserva el 16 de octubre’ (CIL IV,8489).

Recogida de aceitunas. Museo del Bardo, Túnez
Además de las propias olivas en salmuera, estas se podían comer en forma de una pasta llamada epityrum que, según Columela, “se usa comúnmente en las ciudades griegas” (Agr.XII,47). Consiste en extraer el hueso de las aceitunas, machacarlas en el mortero y mezclarlas con diferentes especias, como cilantro, comino, hinojo, ruda, menta, vinagre y bastante aceite. La pasta resultante es deliciosa. Otra opción era la samsa o sirapa, que se hacía con aceitunas negras muy maduras a las que se añadía sal molida, semilla de hinojo, anís de Egipto, comino, fenogreco y una buena cantidad de aceite para que la pasta resultante no se resecase. Según Columela (Agr.XII,49), esta pasta no duraba más de dos meses sin que se alterase su sabor.

Como he dicho más arriba, las olivas forman parte de las mesas de ricos y pobres. Tanto aparecen en los aperitivos de un banquete fastuoso, como el de Trimalción: “En la bandeja de los entremeses había un asno en bronce de Corinto con alforjas, las cuales, de un lado, iban llenas de aceitunas blancas, y del otro, de aceitunas negras” (Petr.31), como forman parte de la dieta sencilla y medio vegetariana de quien ama la frugalidad: “A mí me sustentan las olivas, a mí las achicorias y las ligeras malvas” (Hor.Carm,I,31).

Se pueden servir junto a otros alimentos a lo largo de una cena, pero lo más frecuente es que aparezcan en los aperitivos (gustatio) o al final de la comida, justo cuando la bebida toma protagonismo. Marcial en un epigrama comenta que las olivas -en su caso siempre picenas- abren y cierran los banquetes (XIII,36) y Horacio, haciendo alabanza de la vida sobria y sencilla, se alegra de que en las cenas no haya desaparecido la buena costumbre de los ancestros de iniciar y acabar la comida con este alimento: “Y aún no se ha perdido toda señal de pobreza en los regios banquetes, pues hay hoy en día un lugar para los humildes huevos y las negras olivas” (Sat.II,2).

Como aperitivo aparecen en un convite preparado por Marcial a sus amigos: lechuga, ajete, conserva de atún, huevos, queso del Velabro “y olivas que han sentido los fríos del Piceno” (XI,52). Y aparecen a menudo al final de la comida, a la hora de la bebida y la diversión, junto a alcaparras, jamón (Plaut. Curc, 90) u otros alimentos estimulantes de la sed: “si por casualidad Baco te abre el apetito que acostumbra, vendrán en tu ayuda unas buenas aceitunas, recién cogidas de los olivos del Piceno, y garbanzos hirviendo, y altramuces tibios” (Mart.V,78). También aparecen en la comissatio de un banquete imperial, en este caso hablando del emperador Claudio: “si se dormía después de la comida, cosa que le ocurría a menudo, disparábanle huesos de aceitunas” (Suet.Claud.VIII).
Pájaros picoteando un cesto de olivas. Museo Arqueológico de Susa (Túnez)
El humilde fruto de Minerva es también protagonista de las sobrias cenas de los filósofos: “El festín consistirá en higos secos, orujo de aceitunas y queso. Pues esas cosas acostumbran a ofertar los pitagóricos” (Ateneo,Deipn. IV,161D). Lo mismo que forma parte de festines modestos, como la cena que improvisan los esclavos en el Estico de Plauto: “Yo veo que este convite es, dentro de nuestros medios, bien apañado; tenemos nueces, habas, higos, aceitunas, pastas, altramuces, restos de galletitas” (Stich.690). La austeridad de las aceitunas las hace protagonistas de la cena de avaros y gente miserable: el millonario Escévola hacía bastar diez olivas para dos comidas (Mart.I,103) y un tal Avidieno, tacaño conocido por todos bajo el sobrenombre de “perro” por lo miserable de su vida, solo comía “olivas de cinco años y bayas de cornejo silvestre”, lo cual es bastante imperdonable, pues entre vida sórdida y vida frugal debe haber una distancia (Hor.Serm.II,2).

Recogida de aceitunas. Ánfora ática.
Catón recomienda el uso de las aceitunas para alimentar a los esclavos, para lo cual indica que se deben utilizar las olivas que caen a tierra del árbol (oleae caducae), que se conservaban en grandes cantidades, o las olivas estacionales (oleas tempestivas), que dan poco aceite, pero nunca olivas de primera calidad. Con estas olivas adobadas, que Catón recomienda estirar bien para que duren más, los esclavos obtenían su companaje o pulmentarium (Cato RR,58).

Recogida de aceitunas. Museo Arqueológico de Córdoba.
Para acabar, las olivas podían servir como ofrenda a los dioses, pues no solo eran un producto emblemático de la civilización griega y romana, sino que son un alimento creado por Atenea / Minerva como regalo para la humanidad. Eso explica que griegos y romanos utilizaran las hojas del olivo para coronar a sus héroes victoriosos y sus campeones olímpicos. Las propias aceitunas, recién recogidas, eran una ofrenda común para dioses y difuntos, que se depositaba en los altares y las tumbas. También el aceite obtenido con la primicia de la cosecha de aceitunas, que era de excelente calidad, se utilizaba para las ofrendas y las unciones sagradas. Y Ateneo menciona este fruto en la cena pública que los atenienses ofrecen en el pritaneo -sede del poder ejecutivo y de los magistrados- en honor a los Dióscuros. Allí colocan sobre las mesas “Un queso y un physte (un tipo de pan de cebada), aceitunas maduradas en el árbol y puerros, en recuerdo de su antiguo género de vida” (Deipn.IV,137E).

La Farga de Arion (Ulldecona, Tarragona).  Plantado en el siglo IV es el olivo más antiguo de la península.

Prosit!