domingo, 24 de febrero de 2019

COMER DEMASIADO. SOBREPESO Y DIETA EN LA ANTIGUA ROMA

Escena de banquete. Villa del Casale. Sicilia.
En la Roma clásica, si alguien disponía de una buena posición social, con bastante dinero y un círculo social considerable, era bastante fácil que fuera un romano entrado en carnes. La moda de servir cuantos más platos mejor, la necesidad de proyección social a través de los convites y el deseo de presumir de un cocinero-artista que sorprenda a los comensales con las creaciones más imposibles, favorecía el sobrepeso. Sin duda. Ahora bien, la obesidad nunca fue vista con buenos ojos en Roma, pues se relacionaba directamente con la falta de control, con la glotonería y con la debilidad del espíritu. Tanto los textos clásicos como la iconografía insisten en identificar la obesidad con la decadencia y la molicie.  Por ejemplo, leemos en Persio: “Pides fuerza para los músculos y para la vejez un cuerpo que no te falle. Bien, así sea. Pero grandes fuentes y conservas de carne en manteca han impedido a los dioses otorgarte esto y entorpecen a Júpiter” (sat.II,41-43). Horacio habla del “hombre cebado y descolorido a fuerza de vicios” (Serm. II,2) y Catón el Censor, aún en tiempos de la República, llegó a excluir del censo a un caballero por gordo, puesto que la obesidad le impedía cumplir con sus obligaciones militares. «¿Cómo podría ser útil a la patria un cuerpo así, cuyo espacio entre el cuello y las ingles está todo ocupado por el vientre?» parece que fueron las palabras exactas que le dirigió (Plut.Cat.ma.9).

La obesidad se identifica con un determinado estilo de vida, y se considera el resultado del comportamiento descontrolado de quien la padece. Es decir, para la mentalidad romana el obeso es responsable de su obesidad: estás gordo porque no sabes parar de comer. Algunos, conocedores de su poco autocontrol, recurrían a terceros. Es el caso del político, militar y conocido gourmet Lucio Licinio Lúculo, que tenía a un esclavo habilitado para retirarle la mano de la comida cuando empezaba a pasarse con los tordos y las tetas de cerda (Plinio NH XXVIII,14,56). Lo que sea con tal de no ponerse como un tonel.
Magistrado obeso. Museo del Louvre (1)
La obesidad se identifica también con los personajes decadentes, con esclavos gorrones, parásitos y perdularios de todo tipo. Y por supuesto con los malos gobernantes, con los tiranos y reyes, quienes se caracterizan por llevar una vida dominada por los excesos. Es el caso de los persas y los tiranos helenísticos, de los “malos” emperadores o de los etruscos, de quienes se decía que vivían con tanto lujo que celebraban dos banquetes al día y por eso se representaban en sus tumbas bien orondos celebrando su banquete eterno. Era su forma de dejar claro a los demás la opulencia y el buen vivir de los aristocráticos difuntos. Para la mentalidad romana, todos estos pueblos se habían echado a perder dejándose llevar por el placer de los sentidos.

Sarcófago etrusco del obeso. Museo Arqueológico de Florencia
La obesidad es también un tema estrella en los tratados médicos. Ya en la época imperial se considera una enfermedad por sí misma y requerirá de los tratamientos habituales a base de dieta, ayuno, ejercicio, purgas, masajes e hidroterapia. La implicación del paciente a la hora de bajar de peso es fundamental, considerándose el hecho de mantenerse delgado como una norma higiénica más. Hay que decir que en esta época se desconocía completamente que la obesidad es un trastorno complejo en el que los factores endógenos (genéticos, hormonales, psicosomáticos, neurológicos) tienen tanto peso como los exógenos (sobrealimentación, sedentarismo). De  manera que parece que medicina y mentalidad romana van de la mano.

Obeso. Museo del Louvre (2)
¿Qué problemas de salud conllevaba la obesidad? Lo más evidente eran los empachos e indigestiones colaterales, puesto que lo más fácil era ser gordo por incontinencia en la mesa. Para Séneca la culpa de (casi) todos los males es comer mucho: “la multitud de platos de comida ha provocado múltiples enfermedades” (Ep. XV,95,18). Y la culpa es, cómo no, de los cocineros: “No debes sorprenderte de que las enfermedades sean innumerables: haz el recuento de los cocineros” (Ep. XV,95,23). Tras esto nos pinta un retrato espeluznante del paciente, pálido, con temblor de músculos, con paso inseguro, el vientre hinchado, el rostro descolorido y las articulaciones entumecidas. Lo que viene siendo el cuadro completo de la obesidad: problemas respiratorios, colesterol, hipertensión, gota, artrosis, diabetes… El médico griego Hipócrates ya había observado que “los que son excesivamente gordos por naturaleza están más expuestos que los delgados a una muerte repentina” (Aforismos,44). Hay que decir que a veces la muerte súbita se manifestaba si uno se bañaba tras una buena comilona, desconociendo las consecuencias del síndrome de hidrocución. Juvenal relata la escena: “el castigo es inmediato cuando te despojas de tu ropa hinchado y paseas hasta los baños el pavo real sin digerir. De ahí las muertes repentinas, viejos que no alcanzan a otorgar testamento, y el nuevo chismorreo que recorre alegremente todas las comidas” (Sat.I,140-146).
También se consideraba la obesidad nociva para la reproducción, y afectaba tanto a hombres como a mujeres. De nuevo Hipócrates: “Si una mujer está más gorda de lo normal, no se queda embarazada” (Sobre las mujeres estériles, 17). Tanto hombres como mujeres obesos tendían a la esterilidad y, en caso de concebir, el embarazo y el parto eran más complicados.

Bien, y ¿qué remedios existían? Lo mejor era seguir una dieta saludable para evitar que el cuerpo se desequilibrase y enfermase. Esta dieta no solo incluía alimentos adecuados, sino también ejercicio, purgas, baños, ayuno y reposo. Por lo que respecta a los alimentos, lo mejor era la frugalidad: “Ciertamente es muy útil la moderación en las comidas” (Plinio NH XXVIII,14,56). El médico Galeno de Pérgamo, en su obra De Attenuante Victus Ratione (‘Sobre la dieta adelgazante’) ya indica que los vegetales, como las verduras, las plantas amargas y las frutas sirven para bajar de peso. También indica que hay que evitar cereales y legumbres y en cambio consumir pescado de roca y pajaritos de montaña, tipo estorninos o tordos.
Hipócrates nos explica en Sobre la dieta que para adelgazar convienen los baños calientes en ayunas, puesto que “todos los sudores, al salir, adelgazan y resecan, al abandonar la humedad el cuerpo” (Sobre la dieta,57). También convienen los paseos matutinos, la lucha en la palestra, el coito, una comida única, el agua caliente como bebida, vomitar, purgarse con eléboro… Lo dicho: comida ligera, baños, purgas y ejercicio.

Gladiadores. Galleria Borghese, Roma
Los gladiadores y los deportistas (los que practicaban lucha, pancracio o pugilato) también estaban sobrealimentados para conseguir una buena capa de masa muscular. En su caso las cantidades eran bastante considerables, pero no siempre eran alimentos refinados como los de los banquetes. La dieta de los deportistas solía consistir en carne y pan como para parar un tren. Recordemos la anécdota del mítico Milón de Crotona, campeón olímpico que “acostumbraba a comer veinte minas de carne y otras tantas de pan (13 kg), y a beber tres congios de vino (10 litros)” (Ateneo, Deip.X,412E). El caso de los gladiadores es distinto. Aunque Galeno recomienda que coman carne, la mayoría de las veces se les daba una mezcla de gachas de cebada y alubias o habas,  muy a su pesar. Este exceso de carbohidratos sirve para desarrollar la masa muscular, requisito necesario para sobrevivir en la arena. Gladiadores y atletas contaban con la supervisión de un médico que les vigilaba la dieta y la salud en general, pero siempre pensando que la prioridad era ganar competiciones. Atletas y gladiadores estaban entrados en carnes. Sin embargo, esa era su obligación. En senadores, matronas, magistrados, banqueros, abogados y demás gente de bien era imperdonable.

Por si acaso pónganse a dieta.

Luchadores griegos.
Bibliografía extra: Le malattie nell’arte antica (Mirko Dražen Grmek, Danielle Gourevitch). Firenze, Giunti Editoriale, 2000.
Fuente de las imágenes (1) y (2): Le malattie nell’arte antica (Mirko Dražen Grmek, Danielle Gourevitch). Firenze, Giunti Editoriale, 2000.

sábado, 26 de enero de 2019

LAS OLIVAS EN LAS MESAS ROMANAS


El producto principal que se extrae de las olivas es el aceite. Es un producto fundamental con múltiples usos: iluminación, cosméticos, rituales, ungüentos, alimentación. Sin embargo, en este texto no hablaré del aceite sino del humilde fruto de la diosa Atenea: la aceituna.

Olivas. Museo Arqueológico Nacional de Nápoles.
La oliva o aceituna fue un producto muy consumido en Roma, lo mismo que en toda la cuenca mediterránea. Es un producto emblemático que se halla presente en todas las mesas, tanto en la de los ricos como en la de los pobres. Las había de diferentes calidades y tipos. Bastantes autores romanos (Plinio el Viejo, Virgilio, Macrobio, Paladio, Varrón o Columela) nos informan de al menos veinte tipos diferentes de aceitunas, entre ellas la licinia, la contia, la sergia, la geórgica, la orquita, la pausia, la mirtea, la egipcia, la alejandrina… Y cada una era apta para un uso concreto. Por ejemplo, la salentina era ideal para las conservas, las de Colminio eran geniales para los perfumes y la sergia para hacer aceite.

En la mesa, las preferidas eran las de importación, es decir, las griegas (como las de Sicione, cerca de Corinto) o las de la Decápolis de Siria, en el límite de Siria con Judea: si hemos de creer a Plinio “aunque son pequeñas e incluso no más grandes que una alcaparra, son famosas por su carne” (NH XV,16). Entre las nacionales, las que tenían mejor fama y, suponemos, mejor sabor eran las del Piceno y las del Sidicino, en la región de Campania. Las olivas picenas las menciona Marcial en numerosas ocasiones formando parte de los banquetes, como explicaré más tarde. Eran tan exquisitas que se enviaban como regalo. “También llegó de parte de un cliente del Piceno un cestillo al que no le cabían unas sobrias olivas” leemos en Marcial (IV,46), a propósito de los regalos que el abogado Sabelo recibe de sus clientes en las Saturnalia.

Cantharos con ramas de olivo. Pompeya.
Las aceitunas no pueden comerse tal cual caen del árbol, sino que hay que adobarlas y ponerlas en conserva. Los textos de los agrónomos Catón y Columela mencionan diferentes recetas: la salmuera, el secado, sumergirlas en mosto cocido, o en vinagre, o en vinagre y mosto… a los que se le podía añadir lentisco, hinojo, sal, aceite… Las aceitunas en salmuera eran muy apreciadas. Los griegos las preparaban ya en el siglo IV aC y las llamaban kolymbàdes (‘nadadoras’), pues la salmuera se mezclaba con aceite, sal y agua marina. Ateneo las menciona como aperitivo ya desde tiempos de los antiguos y Columela las menciona flotando en una parte de salmuera y dos de vinagre. El séviro y tallista de mármol Habinas, en el Satiricón, explicando la cena fúnebre de la que viene, se escandaliza con el comportamiento descontrolado de la gente frente a una buena dosis de olivas en salmuera: “También pasaron una bandeja de aceitunas aliñadas: no faltaron personas tan groseras que se llevaron hasta tres puñados” (Petr.66).

Existen un buen número de ánforas procedentes de la Bética, la Narbonense o Creta, que llevan inscripciones relativas a su contenido, es decir, olivas en conserva, y que servían para comercializar este producto. En algunas leemos “olivae nigrae ex defruto” (‘olivas negras en vino cocido’), maceradas en defrutum o en sapa, gracias a sus cualidades conservantes. Otras especifican la maceración en vinagre, como las kolymbàdes de Creta que se vendían en ánforas de fondo plano.

La gente podía adquirir las olivas ya preparadas en el mercado o en los puestos de vendedores ambulantes. Se vendían en pequeñas cestas o bolsas de esparto y eran accesibles a todos los bolsillos. Según el Edicto de precios de Diocleciano, que data del año 301, por cuatro denarios se podía comprar un sextario de olivas negras (equivalente a 0,547 litros), cuarenta olivas kolymbàdes y solo veinte unidades de olivas de Tarso.

También se podían adquirir en las popinae, establecimientos de comida ya preparada, donde posiblemente las pondrían en conserva los propios taberneros para consumirlas en el mismo local. Oliva condita XVII K. Novembres leemos en las paredes de la pompeyana taberna de Aticto: ‘olivas puestas en conserva el 16 de octubre’ (CIL IV,8489).

Recogida de aceitunas. Museo del Bardo, Túnez
Además de las propias olivas en salmuera, estas se podían comer en forma de una pasta llamada epityrum que, según Columela, “se usa comúnmente en las ciudades griegas” (Agr.XII,47). Consiste en extraer el hueso de las aceitunas, machacarlas en el mortero y mezclarlas con diferentes especias, como cilantro, comino, hinojo, ruda, menta, vinagre y bastante aceite. La pasta resultante es deliciosa. Otra opción era la samsa o sirapa, que se hacía con aceitunas negras muy maduras a las que se añadía sal molida, semilla de hinojo, anís de Egipto, comino, fenogreco y una buena cantidad de aceite para que la pasta resultante no se resecase. Según Columela (Agr.XII,49), esta pasta no duraba más de dos meses sin que se alterase su sabor.

Como he dicho más arriba, las olivas forman parte de las mesas de ricos y pobres. Tanto aparecen en los aperitivos de un banquete fastuoso, como el de Trimalción: “En la bandeja de los entremeses había un asno en bronce de Corinto con alforjas, las cuales, de un lado, iban llenas de aceitunas blancas, y del otro, de aceitunas negras” (Petr.31), como forman parte de la dieta sencilla y medio vegetariana de quien ama la frugalidad: “A mí me sustentan las olivas, a mí las achicorias y las ligeras malvas” (Hor.Carm,I,31).

Se pueden servir junto a otros alimentos a lo largo de una cena, pero lo más frecuente es que aparezcan en los aperitivos (gustatio) o al final de la comida, justo cuando la bebida toma protagonismo. Marcial en un epigrama comenta que las olivas -en su caso siempre picenas- abren y cierran los banquetes (XIII,36) y Horacio, haciendo alabanza de la vida sobria y sencilla, se alegra de que en las cenas no haya desaparecido la buena costumbre de los ancestros de iniciar y acabar la comida con este alimento: “Y aún no se ha perdido toda señal de pobreza en los regios banquetes, pues hay hoy en día un lugar para los humildes huevos y las negras olivas” (Sat.II,2).

Como aperitivo aparecen en un convite preparado por Marcial a sus amigos: lechuga, ajete, conserva de atún, huevos, queso del Velabro “y olivas que han sentido los fríos del Piceno” (XI,52). Y aparecen a menudo al final de la comida, a la hora de la bebida y la diversión, junto a alcaparras, jamón (Plaut. Curc, 90) u otros alimentos estimulantes de la sed: “si por casualidad Baco te abre el apetito que acostumbra, vendrán en tu ayuda unas buenas aceitunas, recién cogidas de los olivos del Piceno, y garbanzos hirviendo, y altramuces tibios” (Mart.V,78). También aparecen en la comissatio de un banquete imperial, en este caso hablando del emperador Claudio: “si se dormía después de la comida, cosa que le ocurría a menudo, disparábanle huesos de aceitunas” (Suet.Claud.VIII).
Pájaros picoteando un cesto de olivas. Museo Arqueológico de Susa (Túnez)
El humilde fruto de Minerva es también protagonista de las sobrias cenas de los filósofos: “El festín consistirá en higos secos, orujo de aceitunas y queso. Pues esas cosas acostumbran a ofertar los pitagóricos” (Ateneo,Deipn. IV,161D). Lo mismo que forma parte de festines modestos, como la cena que improvisan los esclavos en el Estico de Plauto: “Yo veo que este convite es, dentro de nuestros medios, bien apañado; tenemos nueces, habas, higos, aceitunas, pastas, altramuces, restos de galletitas” (Stich.690). La austeridad de las aceitunas las hace protagonistas de la cena de avaros y gente miserable: el millonario Escévola hacía bastar diez olivas para dos comidas (Mart.I,103) y un tal Avidieno, tacaño conocido por todos bajo el sobrenombre de “perro” por lo miserable de su vida, solo comía “olivas de cinco años y bayas de cornejo silvestre”, lo cual es bastante imperdonable, pues entre vida sórdida y vida frugal debe haber una distancia (Hor.Serm.II,2).

Recogida de aceitunas. Ánfora ática.
Catón recomienda el uso de las aceitunas para alimentar a los esclavos, para lo cual indica que se deben utilizar las olivas que caen a tierra del árbol (oleae caducae), que se conservaban en grandes cantidades, o las olivas estacionales (oleas tempestivas), que dan poco aceite, pero nunca olivas de primera calidad. Con estas olivas adobadas, que Catón recomienda estirar bien para que duren más, los esclavos obtenían su companaje o pulmentarium (Cato RR,58).

Recogida de aceitunas. Museo Arqueológico de Córdoba.
Para acabar, las olivas podían servir como ofrenda a los dioses, pues no solo eran un producto emblemático de la civilización griega y romana, sino que son un alimento creado por Atenea / Minerva como regalo para la humanidad. Eso explica que griegos y romanos utilizaran las hojas del olivo para coronar a sus héroes victoriosos y sus campeones olímpicos. Las propias aceitunas, recién recogidas, eran una ofrenda común para dioses y difuntos, que se depositaba en los altares y las tumbas. También el aceite obtenido con la primicia de la cosecha de aceitunas, que era de excelente calidad, se utilizaba para las ofrendas y las unciones sagradas. Y Ateneo menciona este fruto en la cena pública que los atenienses ofrecen en el pritaneo -sede del poder ejecutivo y de los magistrados- en honor a los Dióscuros. Allí colocan sobre las mesas “Un queso y un physte (un tipo de pan de cebada), aceitunas maduradas en el árbol y puerros, en recuerdo de su antiguo género de vida” (Deipn.IV,137E).

La Farga de Arion (Ulldecona, Tarragona).  Plantado en el siglo IV es el olivo más antiguo de la península.

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jueves, 3 de enero de 2019

EL ARROZ (ORYZA) EN ÉPOCA ROMANA

El pueblo romano conocía el arroz, un cereal que recibía el nombre de oryza (también ‘oriza’, ‘oridia’ y ‘uridia’). Este procedía de Oriente, de las lejanas tierras asiáticas, donde se adquiría y se transportaba hasta los diferentes puntos del territorio romano por vía terrestre o marítima. En el mundo occidental se conoce desde los tiempos de la conquista de Asia por Alejandro, en pleno siglo IV aC, y es a partir de ahí que encontramos referencias escritas sobre este cereal que, insisto, no se cultivaba en tierras europeas -no se cultivará hasta los tiempos del dominio musulmán de al-Ándalus- sino que se traía desde Siria, Babilonia y la India.

Transporte de mercancías. Ostia Antica
Los autores griegos lo mencionan en sus tratados de medicina y de botánica. Teofrasto, filósofo y científico contemporáneo de Alejandro, menciona el arroz en su tratado Historia de las plantas. En concreto, explica que en Asia “siembran, sobre todo, el llamado ‘arroz’, con el que hacen su hervido. Éste es semejante a la escanda y, cuando se le quita la cascarilla, forma una especie de gachas, fácilmente digeribles. Se parece externamente, cuando está crecido, a la cizaña, y se desarrolla dentro del agua durante mucho tiempo” (IV, 4, 10).

En época romana el arroz era un cereal exótico que costaba un precio elevado, como producto de importación que era. Tenía principalmente dos usos: el medicinal y el culinario, siendo el primero más importante que el segundo.

En efecto, del arroz se apreciaba especialmente su capacidad para arreglar problemas estomacales y desgracias intestinales tales como la diarrea. El médico y farmacólogo griego Dioscórides, que vivió en la Roma de Nerón, nos dice en su tratado De Materia Medica:
El arroz es una especie de grano, que nace en lugares pantanosos y acuosos. Es moderadamente alimenticio y restriñe el vientre” (II, 95).


El modo de empleo era en forma de decocción o hervido. El naturalista Plinio el Viejo, contemporáneo de Dioscórides, nos dice que el arroz es la comida favorita de los indios, “con el que preparan tisana, como otros hacen con cebada” (NH XVIII, 13, 1), es decir, que preparan agua o sopa de arroz, lo mismo que la tisana es agua o sopa de cebada.
La tisana o agua de arroz aparece también en una escena narrada por el autor satírico Horacio, en la que aprovecha para criticar a los millonarios avarientos. La escena narra una conversación entre el ricachón Opimio y su médico:
‘¿Te quedas ahí parado? Venga, tómate esta tisana de arroz.’ ‘¿Cuánto ha costado?’ ‘Poco.’ ‘Pero dime cuánto.’ ‘Ocho ases.’ ‘¡Ay!, ¿qué más me da perecer por enfermedad que por la rapiña y el robo?’ (Sat.II,3)

La anterior escena es reveladora también del precio tan elevado que tenía el arroz en Roma. Era un auténtico producto de lujo, solo al alcance de los bolsillos más privilegiados. De hecho, en el Edicto de precios de Diocleciano, que data del año 301 dC y que pretende establecer el precio máximo para un gran número de productos de todo tipo, indica que el precio del arroz está a doscientos denarios el modio castrense (17,51 litros), justo el doble que el trigo o la espelta. Al ser un producto medicinal de lujo, estaba al alcance de gente con posibles, como el tacaño ricachón Opimio que menciona Horacio, o los oficiales del ejército romano en los campamentos de la Germania o de la Galia, como Novaesium (actual Neuss, en Alemania) o quizá Tenedo (la actual Zurzach suiza), donde se han encontrado restos de arroz junto a otros productos de importación, como pimienta negra, dátiles o pistachos, y que con seguridad se destinarían al consumo de los oficiales y altos mandos. Tras su largo periplo por mar desde los puertos comerciales orientales, el arroz se conservaría en sus pequeños recipientes cerámicos, como el ánfora descubierta en Herculano, que debió conservar arroz según la mención “orissa” que se puede leer en el titulus pictus (CIL IV, 10756), y se mantendría en las despensas o cellae penariae.

Especias. Magna Celebratio 2018. Foto: @Abemvs_incena
El segundo uso que se le daba al arroz en época romana era el culinario, pero no como protagonista de guisos, paellas, risottos o ensaladas, sino como espesante de salsas. En efecto, el amulum o almidón de arroz se convierte en un fantástico espesante cuando se disuelve en el agua, y así es como aparece en las cuatro recetas del De Re Coquinaria de Apicio en las que se le menciona. En todas ellas es un elemento auxiliar para hacer más densas la salsas, lo mismo que la harina, la sémola, la fécula y el pan.

Apicio lo menciona expresamente en cuatro ocasiones. La primera es justo una receta para conseguir salsa de almidón (II,  II, 8) utilizando crema de arroz (sucum orizae) y cocinándola junto con vino reducido (defrutum), garum y pimienta molida a fuego lento. La segunda es una receta de salsa para acompañar a las albóndigas. Para hacerla es necesario un caldo de pollo, puerros, eneldo, sal, pimienta y apio en grano. A continuación se debe añadir arroz remojado (oridiam infusam), garum y vino de pasas o vino cocido. Con esto ya se pueden aliñar las albóndigas.
Las otras dos recetas forman parte de los Excerpta del ilustre Vinidario, es decir, el apéndice al estilo de Apicio del escritor godo Vinidario, del siglo V, que se suele incluir dentro de la obra pero que realmente tiene poco que ver con el original Apicio, que tuvo que vivir en el siglo I según apuntan todas las fuentes. Bien, en los Excerpta aparecen dos recetas en las que el arroz amalgama una salsa que acompaña al pescado. La primera (Excerp. VII) condensa una salsa de cominos, bayas de laurel y azafrán. Una vez espesada con arroz, se echa por encima de una especie de puré hecho con nabos y la carne del pescado, que en este caso es escórpora. La segunda (Excerp. IX) es una salsa con bastantes ingredientes que se liga con arroz a fuego lento y se usa para acompañar la fritura de pescado.

Pisces scorpiones rapulatos. Vinidario (Excerp.VII). Versión del restaurante Dos Pebrots (Barcelona) Foto: @Abemvs_incena
Desconocemos la preparación que los cocineros del emperador Heliogábalo realizaron con arroz para sus excentricidades, según la Historia Augusta (que no es de mucho fiar, todo hay que decirlo). Allí se menciona que hizo servir durante diez días seguidos “treinta tetinas de jabalinas diarias con sus matrices, guisantes con piezas de oro, lentejas con ceraunias, habas con trozos de ámbar y arroz con perlas blancas” (Vit. Hel. 21, 3). Es decir, se combina un alimento comestible con otro muy lujoso, pero incomestible, en virtud de un parecido de forma o cromático. Sin embargo, el valor de esta cita hay que verlo en el hecho de aparecer mencionado por parte de alguien cuya reputación culinaria es de excéntrico e impredecible, por lo que no es de extrañar que sirva arroz, un ingrediente de lujo con unos usos muy concretos, que se utilizaba ocasionalmente.

Con el paso del tiempo el arroz ganará protagonismo en las cocinas. El poco éxito como ingrediente principal en Grecia y Roma se debe a que el trigo cubría completamente el papel de alimento de civilización, al que no había ningunas ganas de reemplazar. Pero tras la colonización árabe, que lo transporta a al-Ándalus desde Egipto, y de ahí a todo el Mediterráneo, el arroz poco a poco irá ganando terreno hasta ser el alimento básico que es hoy día.

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miércoles, 7 de noviembre de 2018

UN PLATO CON MEMBRILLOS: VITULINAM CUM PORRIS ET CYDONEIS

Mala cydonia. Casa de Livia. Museo Nazionale Romano.
El membrillo es un fruto de color amarillo, de aroma muy intenso y de sabor muy áspero, que se cultiva en la cuenca mediterránea desde tiempos remotos.

Procede de la región del Cáucaso, el norte de Persia y el Asia Menor y desde allí su cultivo se extendió a Grecia e Italia. Una de las variedades más preciadas eran los que procedían de Cydon, en la isla de Creta, conocidos como mala cydonia, de donde derivan los nombres ‘codony’ en catalán, ‘mele cotogne’ en italiano o ‘codoñato’, ‘codoñera’ o ‘coduñer’ de algunas zonas del área lingüística del castellano. Por lo que respecta al término ‘membrillo’, el filólogo Joan Corominas en su Diccionario crítico etimológico de la lengua castellana lo remonta al griego  μελίμηλον, que significaría “manzana de miel”, y esta misma forma habría derivado en el ‘marmelo’ portugués y gallego.

Entre los griegos, el membrillo era una fruta consagrada a Afrodita y se consideraba un símbolo de pasión amorosa y de fecundidad. De hecho, es posible que fuera un membrillo y no una manzana el premio que Paris concedió a Afrodita tras el interrogatorio al que lo sometieron las tres diosas para ver quién era la más guapa.

Venus. Pompeya

Al ser un símbolo de
amor y fecundidad, tenía un papel destacado en las bodas griegas -y también en las romanas- ya que los recién casados debían compartir uno en el banquete nupcial, lo cual traería suerte y prosperidad a la pareja. El poeta Estesícoro (600 aC) canta las bodas de Menelao y la hermosa Elena con los siguientes versos:

Muchos, muchos membrillos al rey le arrojaban al carro
y muchos manojos de mirto
y coronas de rosa
y tupidas guirnaldas de violeta” (187 10D)

Equiparando así los membrillos a los mirtos y las rosas, todos símbolos eróticos.

También el griego Plutarco (s.I dC) en sus Cuestiones Romanas recoge una normativa establecida por el legislador Solón (s.VI aC) según la cual las novias entraban en la habitación nupcial tras morder un trozo de membrillo, lo cual perfumaba sus besos:

“(...) que la novia entrara en la habitación nupcial tras morder un fruto de membrillo para que el primer saludo no fuera desagradable ni ingrato” (Cuestiones romanas III,65)

Casa de Livia Museo Nazionale Romano

Ya como ingrediente, el membrillo era consumido cocido con miel, formando la carne de membrillo o mala mustea, o bien formando parte de salsas para acompañar pescados o carnes. Crudo no lo consumían, puesto que es muy áspero de sabor y muy astringente.

Vamos a rehacer una receta que se encuentra en De Re Coquinaria, el recetario de Apicio. Lleva por nombre  VITULINAM CUM PORRIS ET CYDONEIS (Apicio VIII, V, 2).

La receta tal cual aparece en el libro es muy muy simple, una mera enumeración de ingredientes. Copio tal cual:

Vitulinam sive bubulam cum porris ‹vel› cydoneis vel cepis vel colocasiis
liquamen, piper, laser et olei modicum

Lo que traducido es:

Ternera o buey con puerros, con membrillo, con cebolla o con colocasia
Garum, pimienta, laser y un poco de aceite


Como no hay grandes explicaciones, hemos de entenderla según la lógica. Viendo que el paladar romano prefiere lo cocido antes que lo asado, y viendo su gusto por las salsas, voy a interpretar la receta a modo de estofado:

ESTOFADO DE TERNERA CON MEMBRILLOS Y PUERROS

Ingredientes:

- medio kilo de ternera
- un membrillo
- dos puerros
- garum
- pimienta
- asafétida
- aceite
- vino dulce o defrutum
- caldo

La asafétida se corresponde con el antiguo laser o jugo de silfio, una planta ya extinta en época romana y sustituida por la asafétida. Si uno no dispone de este condimento -que se puede encontrar en algunas tiendas de productos indios- lo puede sustituir por una mezcla de ajo y cebolla en polvo.

El garum era un producto imposible hasta que recientemente se ha puesto de moda. Se puede optar por alguna de las opciones que nos ofrece el mercado, como Flor de garum o Letern, el ‘umami de mar’ que vende Ricard Camarena. O se puede comprar una salsa de pescado oriental de las que siempre ha habido y que no deja de ser eso, salsa de pescado o garum. No son difíciles de encontrar y el resultado es bastante digno. En el peor de los casos, se puede hacer un falso garum machacando unas anchoas en conserva con su propio aceite de oliva. Pero no se debe usar salsa de soja ni pasta de olivas, que no tienen nada que ver.

Elaboración

Cortamos la carne de ternera a daditos. La doramos un poco en una cazuela con aceite de oliva y la reservamos.

Cortamos a daditos el membrillo, pelado y descorazonado. Cortamos a rodajas los puerros. En la cazuela, echaremos el membrillo y los puerros junto con la asafétida. Echaremos un poco de vino dulce (esto es cosecha propia, no lo pone la receta apiciana) y cuando haya evaporado echaremos bastante garum. Añadiremos la carne que habíamos reservado y un poco de caldo (o agua). Sazonamos con pimienta y lo dejamos a fuego lento hasta que todo esté bien tierno.

El resultado es muy curioso. El sabor ácido del membrillo casa muy bien con la carne y sorprendentemente también con el puerro, con el que se complementa a la perfección. Un plato que sirve para ilustrar el paladar de los platos romanos, muy fácil y bastante bueno.

vitulinam cum cydoneis et porris. Foto: @Abemvs Incena

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