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miércoles, 7 de noviembre de 2018

UN PLATO CON MEMBRILLOS: VITULINAM CUM PORRIS ET CYDONEIS

Mala cydonia. Casa de Livia. Museo Nazionale Romano.
El membrillo es un fruto de color amarillo, de aroma muy intenso y de sabor muy áspero, que se cultiva en la cuenca mediterránea desde tiempos remotos.

Procede de la región del Cáucaso, el norte de Persia y el Asia Menor y desde allí su cultivo se extendió a Grecia e Italia. Una de las variedades más preciadas eran los que procedían de Cydon, en la isla de Creta, conocidos como mala cydonia, de donde derivan los nombres ‘codony’ en catalán, ‘mele cotogne’ en italiano o ‘codoñato’, ‘codoñera’ o ‘coduñer’ de algunas zonas del área lingüística del castellano. Por lo que respecta al término ‘membrillo’, el filólogo Joan Corominas en su Diccionario crítico etimológico de la lengua castellana lo remonta al griego  μελίμηλον, que significaría “manzana de miel”, y esta misma forma habría derivado en el ‘marmelo’ portugués y gallego.

Entre los griegos, el membrillo era una fruta consagrada a Afrodita y se consideraba un símbolo de pasión amorosa y de fecundidad. De hecho, es posible que fuera un membrillo y no una manzana el premio que Paris concedió a Afrodita tras el interrogatorio al que lo sometieron las tres diosas para ver quién era la más guapa.

Venus. Pompeya

Al ser un símbolo de
amor y fecundidad, tenía un papel destacado en las bodas griegas -y también en las romanas- ya que los recién casados debían compartir uno en el banquete nupcial, lo cual traería suerte y prosperidad a la pareja. El poeta Estesícoro (600 aC) canta las bodas de Menelao y la hermosa Elena con los siguientes versos:

Muchos, muchos membrillos al rey le arrojaban al carro
y muchos manojos de mirto
y coronas de rosa
y tupidas guirnaldas de violeta” (187 10D)

Equiparando así los membrillos a los mirtos y las rosas, todos símbolos eróticos.

También el griego Plutarco (s.I dC) en sus Cuestiones Romanas recoge una normativa establecida por el legislador Solón (s.VI aC) según la cual las novias entraban en la habitación nupcial tras morder un trozo de membrillo, lo cual perfumaba sus besos:

“(...) que la novia entrara en la habitación nupcial tras morder un fruto de membrillo para que el primer saludo no fuera desagradable ni ingrato” (Cuestiones romanas III,65)

Casa de Livia Museo Nazionale Romano

Ya como ingrediente, el membrillo era consumido cocido con miel, formando la carne de membrillo o mala mustea, o bien formando parte de salsas para acompañar pescados o carnes. Crudo no lo consumían, puesto que es muy áspero de sabor y muy astringente.

Vamos a rehacer una receta que se encuentra en De Re Coquinaria, el recetario de Apicio. Lleva por nombre  VITULINAM CUM PORRIS ET CYDONEIS (Apicio VIII, V, 2).

La receta tal cual aparece en el libro es muy muy simple, una mera enumeración de ingredientes. Copio tal cual:

Vitulinam sive bubulam cum porris ‹vel› cydoneis vel cepis vel colocasiis
liquamen, piper, laser et olei modicum

Lo que traducido es:

Ternera o buey con puerros, con membrillo, con cebolla o con colocasia
Garum, pimienta, laser y un poco de aceite


Como no hay grandes explicaciones, hemos de entenderla según la lógica. Viendo que el paladar romano prefiere lo cocido antes que lo asado, y viendo su gusto por las salsas, voy a interpretar la receta a modo de estofado:

ESTOFADO DE TERNERA CON MEMBRILLOS Y PUERROS

Ingredientes:

- medio kilo de ternera
- un membrillo
- dos puerros
- garum
- pimienta
- asafétida
- aceite
- vino dulce o defrutum
- caldo

La asafétida se corresponde con el antiguo laser o jugo de silfio, una planta ya extinta en época romana y sustituida por la asafétida. Si uno no dispone de este condimento -que se puede encontrar en algunas tiendas de productos indios- lo puede sustituir por una mezcla de ajo y cebolla en polvo.

El garum era un producto imposible hasta que recientemente se ha puesto de moda. Se puede optar por alguna de las opciones que nos ofrece el mercado, como Flor de garum o Letern, el ‘umami de mar’ que vende Ricard Camarena. O se puede comprar una salsa de pescado oriental de las que siempre ha habido y que no deja de ser eso, salsa de pescado o garum. No son difíciles de encontrar y el resultado es bastante digno. En el peor de los casos, se puede hacer un falso garum machacando unas anchoas en conserva con su propio aceite de oliva. Pero no se debe usar salsa de soja ni pasta de olivas, que no tienen nada que ver.

Elaboración

Cortamos la carne de ternera a daditos. La doramos un poco en una cazuela con aceite de oliva y la reservamos.

Cortamos a daditos el membrillo, pelado y descorazonado. Cortamos a rodajas los puerros. En la cazuela, echaremos el membrillo y los puerros junto con la asafétida. Echaremos un poco de vino dulce (esto es cosecha propia, no lo pone la receta apiciana) y cuando haya evaporado echaremos bastante garum. Añadiremos la carne que habíamos reservado y un poco de caldo (o agua). Sazonamos con pimienta y lo dejamos a fuego lento hasta que todo esté bien tierno.

El resultado es muy curioso. El sabor ácido del membrillo casa muy bien con la carne y sorprendentemente también con el puerro, con el que se complementa a la perfección. Un plato que sirve para ilustrar el paladar de los platos romanos, muy fácil y bastante bueno.

vitulinam cum cydoneis et porris. Foto: @Abemvs Incena

Prosit!

lunes, 24 de septiembre de 2018

ANALIZANDO LA DIETA PITAGÓRICA

El concepto de dieta en la antigüedad es más amplio que el contemporáneo. La dieta (δίαιτα, en griego, y diaeta, en latín) implica seguir un modo de vida que aporte salud al cuerpo y al alma, y esto abarca tanto la alimentación como los ejercicios gimnásticos, las purgas o los baños. Era un régimen de vida, donde la alimentación tenía un papel protagonista por razones médicas y filosóficas. En el ámbito médico, la dieta buscaba conservar la salud o recuperarla; en el ámbito filosófico, la dieta pretende mantener la pureza del alma.

Por ello, es normal que las religiones y doctrinas filosóficas de la antigüedad se preocuparan específicamente sobre cuestiones dietéticas, dejando claro cuál es el estilo de vida ideal para mantenerse en estado “de gracia”.

Himno al sol naciente, Fyodor Bronnikov, pitagoricos celebrando la salida del sol.
Hablaré ahora de la dieta de una de las doctrinas filosóficas que más repercusiones tuvo en la Antigüedad: la escuela de los pitagóricos, un movimiento fundado en Crotona a mitad del siglo VI aC por Pitágoras de Samos. Muy influenciado por la doctrina de los órficos, este movimiento -o secta- tenía dos ámbitos de actuación. Uno de ellos era la ciencia, con grandes aportaciones a las Matemáticas, el otro era el misticismo: la búsqueda de una vida no esclavizada por las necesidades del cuerpo con la finalidad de perfeccionar el alma inmortal.

La ‘dieta pitagórica’: lo prohibido

Los pitagóricos se distinguían por un buen número de normas y prohibiciones alimentarias que tradicionalmente se conocen como ‘dieta pitagórica’.

El aspecto más conocido es el de la prohibición de comer carne. De hecho, en el imaginario popular los pitagóricos han pasado a la historia por ser defensores del régimen vegetariano, aunque no queda tan claro que lo siguieran a rajatabla. La filosofía pitagórica no está a favor del derramamiento de sangre, ni siquiera en los sacrificios. Sabemos por Diógenes Laercio que Pitágoras solo reverenciaba el altar de Apolo Progenitor en Delos, “por la razón de que sobre aquel solo se hacen ofrendas de higos, cebada y tortas, sin fuego, y ningún sacrificio” (8,13).
Las razones para rechazar el consumo de carne son varias: además de la identificación de la carne con la gula y el pecado, cosas que contaminan el alma y motivo ya de por sí más que suficiente para un filósofo, está el tema de la creencia en la transmigración de las almas o metempsicosis, esto es, que cualquier ser vivo puede ser la reencarnación de un alma humana en su camino hacia la perfección.

Sin embargo, muchos autores refieren que sí comían carne y rechazaban solo cierta parte de los animales. El filósofo neoplatónico Porfirio explica el porqué, varios siglos después en su ‘Vida de Pitágoras’: no se debe comer lo que implica “nacimiento, crecimiento, principio y fin, ni aquello de donde se origina el fundamento primero de todos los seres” (Vit.Pit.42). Por lo tanto, según el mismo Porfirio, hay que abstenerse de “los riñones, los testículos, las partes genitales, la médula, las patas y la cabeza” (Vit.Pit.43), puesto que se relacionan con la procreación, el desarrollo o el fin del ser vivo.
Otros autores también indican lo mismo. Aulo Gelio (IV,11, 12) y Diógenes Laercio (8,19) coinciden en decir que los pitagóricos se abstenían de comer la matriz y el corazón de los animales, remitiéndose a Aristóteles.

Reparto de carne tras el sacrificio. MAN Madrid

La restricción a veces alcanza a
determinados tipos de animales, como el gallo blanco, puesto que lo veneraban y era sagrado (Plut.Mor.IV,670D), porque está consagrado a la Luna y además lo blanco tiene la naturaleza de lo bueno (Diógenes Laercio 8,34). Tampoco consumían animales que hubieran muerto de muerte natural, ni huevos ni animales ovíparos en general (Diog.8,33). La prohibición de comer huevos es una constante entre los movimientos filosóficos de tipo mistérico, como los misterios eleusinos o el orfismo. Lo consideraban el origen de la vida y por tanto lo evitaban escrupulosamente (Plut.Mor.IV,635E).

Gallo. MAN Nápoles
Sin embargo, otros autores, como Plutarco (Moralia IV,728-729) o Ateneo (Deip.VII,308D), se contradicen con este régimen pseudovegetariano y nos dicen que los pitagóricos sacrificaban animales y los consumían, aunque con moderación. Aulo Gelio nos da noticia de que Pitágoras incluso “se alimentaba también de lechoncillos y cabritos tiernos” (IV,11,6) puesto que la creencia de que no comía carne se debe a una antigua y falsa opinión que ha arraigado con el tiempo (IV,11,1). Algunos autores incluso nos dicen que cuando el gran Pitágoras hacía algún descubrimiento matemático, convencido “de haber sido inspirado por las mismas Musas”, lleno de agradecimiento, inmolaba en su honor unas víctimas (Vitr.IX,Praef.7 y Cic.Nat.D.3,88) Y leemos en Ateneo:

El matemático Apolodoro, por su parte, cuenta que hasta sacrificó una hecatombe por haber descubierto que, en el triángulo rectángulo, el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos” (Deipn.X,418EF).

Para ser defensor del no derramamiento de sangre, el dato es bastante contradictorio, puesto que una hecatombe equivale a cien bueyes, nada menos.

Además del rechazo a comer carne, los pitagóricos se abstenían de comer pescado y cualquier producto que viniera del mar. Como los sacerdotes egipcios, los pitagóricos evitaban el pescado por afán de pureza. El pez “no es apropiado para ser inmolado y ofrecido en sacrificio” (Plut.Mor.IV,729) y siempre hay que evitar aquellos pescados que por un motivo u otro son sagrados (Diog.8,34).

Salmonete y otros pescados. Casa de los Castos Amantes. Pompeya.
De entre todos los pescados, hay que evitar especialmente el salmonete y el acalefo u ortiga de mar, según leemos en varios autores. Eliano Claudio nos indica que el salmonete, pescado consagrado a Hécate, es venerado también por los iniciados en Eleusis por lo que estos deben evitar su consumo (De Nat.IX,51). ¿El motivo? Además de ser sagrado no es un alimento puro, pues “experimenta especial placer en devorar alimentos inmundos y fétidos” e incluso “puede alimentarse también de cadáveres de hombre o de pez” (De Nat.II,41).

El catálogo de tabúes no acaba aquí, pues los pitagóricos tenían prohibido consumir habas, prohibición que a veces se extiende a las legumbres en general. Y aunque Aulo Gelio defiende que Pitágoras sí que las comía y que la recomendación de evitarlas se debe a una confusión semántica entre “habas” y “testículos” (IV,11,9-10), lo cierto es que las habas eran un auténtico tabú entre pitagóricos, órficos, eleusinos y hasta los sacerdotes egipcios, de quienes se decía que ni las sembraban, ni las comían, ni soportaban verlas (Plut.Mor.IV,729A). Las habas son impuras y son consideradas casi como carne humana, pues habas y hombres proceden del mismo origen (Porf.Pit.44). Se relacionaban con la fertilidad y con el misterio de la vida. Según Aristóteles, hay que abstenerse de ellas porque “son parecidas a los órganos sexuales” (Diog.8,34) y Luciano de Samósata pone en boca de Pitágoras la siguiente afirmación: “son simiente, y si pelas un haba que está todavía verde, verás que la contextura es parecida a los genitales masculinos” (Subasta de vidas, 5-6). Esta característica generadora las aproxima a la resurrección y por tanto también al mundo de los muertos. “Están a las Puertas del Hades”, nos dice Diógenes Laercio (8,34). De hecho, las habas y otras legumbres tenían un papel importante en muchos rituales relacionados con el mundo fúnebre y se usaban “en las fiestas de funerales y en las invocaciones a los muertos” (Plut.Mor.V,95). En el mundo romano las habas serían también protagonistas de numerosos rituales para apaciguar a los difuntos, como las Feralia, las Lemuria o las Carnaria, con una carga simbólica importante relacionada con el misterio de la vida y la muerte. Además, es uno de los tabúes que afecta al sacerdote de Júpiter, que no debe contaminarse con aquello considerado impuro, en este caso por estar relacionado con el mundo de ultratumba.

habas
Algunos autores indican que el estado de impureza al que llevan las habas deriva de la naturaleza flatulenta de la propia legumbre. Según Plutarco, para mantener una vida piadosa, el cuerpo debe mantenerse con cosas puras y frugales, pero “las legumbres son flatulentas y producen un exceso que necesita mucha purgación”, y además “incitan al deseo por lo ventoso” (Mor.V,95).

Por último, hay otra causa más para rechazar las habas: se utilizaban para echar a suertes los cargos públicos. En la obra de Luciano de Samósata, cuando a Pitágoras le preguntan por qué no come habas, este responde: “es costumbre que entre los atenienses los cargos públicos se elijan con habas” (Subasta de vidas, 5-6). En este sentido, al evitar las habas los pitagóricos están rechazando el sistema democrático que definía a Grecia y que garantizaba la igualdad entre los magistrados. Pitágoras, que ya tuvo que huir de Samos por su oposición a Polícrates, creó una secta que rechazaba claramente la democracia, que evitaba participar activamente en los asuntos públicos y que fomentaba el elitismo. De hecho, las discrepancias en Crotona llegarían a tanto que la secta sería perseguida y aniquilada. Se cuenta que Pitágoras intentaba escapar cuando se encontró con un campo de habas y, por no querer pisarlo, se dejó apresar. Así le dieron muerte sus enemigos. La anécdota se narra en Diógenes Laercio (8,39 y 45), quien, sin embargo, también explica otra teoría sobre su muerte: cuarenta días de ayuno radical. (8,40).

Hemos visto las principales prohibiciones de la dieta pitagórica. No son las únicas, porque tampoco probaban el vino, ni tomaban nada de lo que había caído al suelo -lo que cae al suelo pertenece al mundo de ultratumba-, ni desgarraban el pan que reúne a los comensales, pero sí son las principales.

Llegados a este punto toca ver lo que sí se podía comer.

La ‘dieta pitagórica’: lo permitido

En general, lo permitido será todo aquello que mantenga al cuerpo -y al alma- en estado de pureza. Para ello, hay que apostar por alimentos que a su vez sean ‘puros’, es decir, alimentos sencillos y frugales, sin apenas preparación, que no exijan una intervención especial del hombre. La relación moral que se establece entre cuerpo y espíritu es evidente, pues la pureza de estos productos que alimentan al cuerpo se refleja en las cualidades morales. Lo que es lo mismo, somos lo que comemos.

Diógenes Laercio resume así la dieta: Pitágoras “acostumbraba a los hombres a una dieta frugal, de modo que tuvieran alimentos fáciles de conseguir, condimentándolos sin fuego y tomando como bebida agua pura, porque así obtendrían la salud del cuerpo y la sutileza del espíritu” (8,13).

Frutas. procedente de la tumba de Clodius Ermetes
El mismo autor nos concreta un poco más y nos dice que Pitágoras se contentaba con miel o con pan, y algunas verduras cocidas o crudas (8,19). Ovidio pone en boca de Pitágoras un discurso en el que defiende el consumo de los alimentos que provee la tierra y pide a los hombres que dejen de mancillar sus cuerpos “con festines sacrílegos”. Entre los productos nombra los cereales, las frutas, las uvas, las hierbas dulces, la leche y la miel (Met.XV,75-80). El griego Ateneo de Náucratis avanza muchas pistas. La mayoría de datos pertenecen a obras perdidas de la Comedia Nueva y la Comedia Media, con considerable contenido satírico sobre los hábitos dietéticos de los pitagóricos, que son considerados como unos muertos de hambre, unos iluminados o unos estafadores. En Ateneo leemos:

- Sutiles argumentos pitagóricos y pulidas meditaciones los alimentan, pero su sustento cotidiano es este: un solo pan blanco para cada uno, un vaso de agua. Eso es todo.
- Lo que dices es comida carcelaria”.  (Deipn.IV,161BC)

Espiga de cebada, símbolo de riqueza en Magna Grecia
En otra ocasión comenta la composición de un festín: “higos secos, orujo de aceitunas y queso” (Deipn.IV,16D).
No faltan la menciones a la miel, al pan de cebada y a hierbas como la ajedrea o el armuelle, a las que considera verdaderas porquerías, pues “Nadie, habiendo carne, come ajedrea” (Deipn.II,60D).

La pureza del espíritu alimentado con productos limpios, sencillos y frugales está garantizada. A Pitágoras “nunca se le vio evacuando ni haciendo el amor ni borracho” (Diog.8,19).

Interpretaciones

Las interpretaciones para seguir una dieta como la de los pitagóricos no responden a cuestiones de salud o de higiene, sino a motivos religiosos y sociales.

El motivo religioso lo hemos visto en el deseo de purificación del alma. El consumo de alimentos considerados “puros” mantiene la salud del cuerpo y la salud moral. No responde a argumentos lógicos, sino a aspectos metafísicos coherentes con su mentalidad. No consumir alimentos sagrados, ni aquellos relacionados con la muerte o el origen de la vida, ni aquellos dotados de alma tiene consecuencias morales y físicas. La dieta es una metáfora de la pureza del espíritu.

El otro motivo se relaciona con los aspectos sociales de la comensalidad. Compartir unos platos y una determinada manera de elaborarlos, es decir, compartir un código alimentario, es un elemento importante para establecer lazos en un grupo. Así, todos los pitagóricos y los filósofos en general se caracterizan por un determinado código alimentario, reconocible entre ellos y que a su vez los aparta de los demás.
Por otra parte, rechazar la carne asada -elemento fundamental de los sacrificios- y rechazar las habas -con su papel preponderante en la elección de los magistrados- es prácticamente rechazar la doctrina religiosa vigente y el ritual cívico que define la esencia de la polis griega, lo mismo que su sistema político. Es mucho más que dar la nota construyendo una dieta que los separe del común de los mortales. Es querer comer crudo cuando la civilización implica cocido. Es negar el ritual de los sacrificios, instituido por Prometeo y elemento cohesionador de toda la religión oficial. Es negar el reparto de carne establecido entre todos los participantes de la ceremonia sacrificial. Es no querer participar en la sociedad mediante el banquete comunitario. Es un acto subversivo y elitista.

Carnes asadas en el altar de los sacrificios. Museo Etrusco de Villa Giulia. Roma
Dieta, religión y sociedad son aspectos que no se pueden separar. La dieta pitagórica es, ante todo, una dieta cultural.

Bibliografía extra:






miércoles, 18 de julio de 2018

BRASSICA RAPA Y EL MITO DE LA FRUGALITAS ROMANA

Uno de los productos que se hallaban en la base de la alimentación romana eran los nabos. Esta hortaliza, la Brassica rapa, se conoce como nabo, naba, raba, colza o berza, y está emparentada con las mostazas y también con los rábanos, con los que a menudo se los confunde en los textos.

Eran económicos y nutritivos y según Plinio el Viejo, constituían el tercer producto en orden de importancia, justo detrás del trigo y las habas (Plin. NH XVIII,126). Eran de gran utilidad, pues se aguantaban bien hasta la cosecha siguiente y por tanto servían para mantener alejado el fantasma del hambre entre los campesinos y las clases más populares. Se cultivaban fácilmente, servían también para alimentar a los bueyes y se podían consumir no sólo las raíces sino también las hojas y hasta los brotes (Plin.NH XVIII,127).
Los nabos, nabas y rábanos son, pues, un producto emblemático propio de un pueblo que ensalzaba la agricultura como una de las más nobles actividades.

Los nabos son el símbolo de la frugalidad romana por excelencia. Representan los viejos tiempos en los que Roma no estaba corrompida por las costumbres decadentes de los pueblos orientalizantes, cuando los hombres eran duros y resistentes y se conformaban con los alimentos más básicos de su propio huerto. Esa imagen de frugalidad y perfección moral se fragua aproximadamente en el siglo II aC. Es este un momento fundamental: tras las conquistas del Mediterráneo oriental se inicia el esplendor de Roma, pero también el contacto con otras culturas promoviendo un proceso de asimilación y un cambio de paradigma. Roma ya no es un pueblo de pastores y agricultores, Roma es una potencia que ve cambiar su política exterior, que es testigo de intercambios comerciales y de influencias orientales de todo tipo, que asiste al enriquecimiento progresivo de las clases altas y que se va convirtiendo, paso a paso, en un imperio.

En este preciso momento se fragua el mito de la frugalidad ancestral de Roma. El lujo y el refinamiento que caracterizaba a los admirados griegos se implanta en Roma y aparece un movimiento tradicionalista que propugna la vuelta a los valores que se consideran auténticamente romanos: la vida del campo, la austeridad, la dedicación al estado y a la familia, la falta de corrupción en las costumbres, la vida sencilla, la dureza de carácter… Roma se forja un pasado ideal, austero y digno, para reivindicar su identidad cultural.

En este imaginario los productos más sencillos cobran un valor simbólico excepcional, como es el caso de los nabos.

trabajos agrícolas
Entre las leyendas, tenemos a Manio Curio Dentato, el perfecto ejemplo de vida incorruptible y de costumbres sobrias, héroe de los primeros tiempos de la República Romana. Tribuno de la plebe, cónsul en tres ocasiones, pretor y censor, M. Curio Dentato ha pasado a la historia por acabar con las guerras samnitas y expulsar al rey Pirro de Epiro allá por el siglo III aC. Al parecer, los samnitas le habían enviado unos emisarios cargados de oro para corromperlo, y lo hallaron en su huerto comiendo en un humilde plato de madera unos nabos que él mismo se había asado. El episodio aparece en Plinio: “nuestros anales nos dicen que cuando los embajadores de los extranjeros le trajeron el oro que él rechazó, se hallaba asando un nabo en el fuego (rapam torrentem in foco)” (Plin. XIX,87), y lo retoma Juvenal: “Por su mano, Curio en su pequeño hogar las hortalizas aderezaba, que cogido había él en su huerto” (Iuv. XIX,78).

Dentato rechazando regalos de los samnitas. Amigoni

Lo mismo podríamos decir del cónsul, general y dictador Lucio Quincio Cincinato (519 aC - 439 aC), el perfecto hombre de estado que se dedicaba a arar la tierra una vez terminado su mandato político. Pese a ser un patricio, se dedicaba a cultivar sus tierras personalmente y se incorporaba a sus obligaciones cívicas solo cuando era convocado por el Senado, volviendo al campo justo inmediatamente después. Ejemplo de honradez y virtud, de fortaleza de alma y equilibrio moral.  

Cincinato abandona el arado para dictar leyes a Roma. Juan Antonio Ribera

Incluso el fundador de Roma, el mismísimo Rómulo, se alimentaba de nabos y rábanos. Y una vez convertido en dios, seguía alimentándose de ellos en el cielo, pues sus costumbres continuaban siendo parcas, austeras y moderadas, como corresponde a un romano auténtico. Así lo vemos en Marcial: “Estos rábanos (rapa) que se gozan con el frío invernal y que te doy a ti, en el cielo suele comerlos Rómulo” (Mart. XIII,16) y en Séneca quien, hablando de la divinización de Claudio, -que tenía fama de comilón- dice: “es de interés público que haya alguien que pueda ‘zamparse los nabos hirviendo’ en compañía de Rómulo” (Sen. Apol.9,5).



Esta imagen mitificada del perfecto romano de los primeros tiempos de Roma, concretada en el cultivo de los productos de la tierra (nabos, zanahorias, rábanos, cebollas, ajos, coles, habas, altramuces, cereales), que forman parte de su modo de vida y que le confieren carácter y resistencia moral, son una pura invención.
Desde el principio, la cultura romana había estado en contacto con otros pueblos, como los etruscos y los griegos, de los que habían adoptado sin ningún problema sus nuevos cultivos, sus técnicas de conservación de alimentos, sus nuevos productos (aceite, vino, garum) y sí, sus gustos refinados (triclinios, perfumes). En el siglo II aC, cuando se forja esta imagen mitificada del “romano perfecto”, la primitiva frugalidad era sólo una pose o una necesidad. No nos engañemos, es sólo una hortaliza, si se puede comer algo mejor, se come.

Dejando a un lado su dimensión mítica y volviendo al alimento, el nabo se puede cocinar de diferentes maneras. Lo más habitual es comerlo cocido. Apicio propone dos recetas. En la primera (III,13,1) indica que, tras cocerlos y escurrirlos, se deben volver a hervir en una salsa hecha con comino, ruda, benjuí de Partia, miel, vinagre, garum, defrutum y aceite. En la segunda (III,13,2) la propuesta es mucho más sencilla: “Hervirlos en agua y servir. Echar por encima unas gotas de aceite y, si se quiere, añadir vinagre”.
Se ponían en conserva y se tomaban como encurtidos. Varrón nos dice que “los nabos se conservan troceados en mostaza” (Rust.I,59,3); Paladio los prepara con “un aliño de mostaza mezclada con vinagre” (XIII,5) y Columela propone encurtirlos con una salsa de semillas de mostaza, agua nitrada y vinagre blanco y fuerte (XII,55). De esta manera se tomaban como aperitivos, como indica Ateneo (Deipn. IV,133C).

nabos a la mostaza Foto: @Abemvs Incena (Tarraco Viva 2017)
Se podían utilizar también como acompañamiento -Apicio presenta una receta de pato con nabos (VI,2,3)- o como base para mezclarlos con otros ingredientes, al modo de nuestro puré de patatas. Es el caso de la receta de escórpora con nabos de Apicio (Vin,7), donde los nabos se cuecen con agua, se escurren bien apretando con las manos, se pican en trozos muy pequeños y se mezclan con el pescado y las especias.
Ateneo narra una anécdota en la que a Nicomedes, rey de los bitinios, se le antojan unas sardinas frescas que no tenía. Su cocinero, inteligente y creativo como un poeta, consigue engañar sus sentidos con un nabo cocido: “Cogiendo un nabo tierno, lo cortó fino y largo, imitando el aspecto de la propia sardina, lo hirvió, lo roció con aceite poniéndole sal en consonancia, esparció por encima semillas de adormidera negra en número de cuarenta, y en plena Escitia satisfizo su deseo” (Aten.Deipn.I,7E). La versatilidad del alimento queda patente en esta anécdota, que salió perfectamente gracias al genio culinario de su anónimo cocinero, ya que “Nicomedes, al tiempo que masticaba el nabo, hacía a sus amigos el elogio de la sardina”.
Los nabos se podían tomar también asados. Recordemos la leyenda de Curio Dentato, que justo estaba asando nabos (rapam torrentem in foco) cuando vinieron inútilmente a corromperlo. Esta preparación también la menciona Ateneo: “Traigo esta naba aquí para asar” (Deipn. IX,369E).

Como alimento emblema de los primeros tiempos de Roma, atesora un buen número de virtudes, no solo morales, sino también medicinales. Por ejemplo, cura los sabañones, es diurético y auxilia contra los venenos mortíferos (Plin.NH XX,3 y Diosc.II,110); es adelgazante (Aten. Deipn. IX,369E) y hasta estimula los placeres afrodisíacos (Diosc.II,110). Lástima que todos los autores les vean una pega (a los nabos, las nabas y los rábanos): que son altamente flatulentos.

Como representa tantas virtudes morales, es también un alimento adoptado por los filósofos -lo mismo que los altramuces-, que así pueden expresar su estilo de vida alejado de los excesos. Luciano de Samósata, el pensador satírico que vivió en el siglo II de nuestra era, critica a menudo a los filósofos de su época, a quienes considera unos charlatanes y unos hipócritas. En un epigrama leemos: “En el banquete vimos la gran sabiduría de Cínico el barbudo, el que va apoyado en el bastón. Primero se abstuvo de altramuces y de rábanos diciendo que la virtud no debe ser esclava del vientre” (Epig.48). Es decir, nos presenta lo que debía ser una dieta modelo a seguir por parte de aquellos que defienden la continencia. La crítica de Luciano no se hace esperar: “Mas cuando ante sus ojos vio un teta de lechona blanca como nieve con salsa amarga que borró de su mente tan sabios pensamientos, contra lo esperado la pidió y se la tragó de golpe y dijo que la teta en cuestión no transgredía la virtud”.

Nabos, nabas, rábanos. Alimento humilde elevado a símbolo del pueblo romano. Acompañamiento de platos, aperitivo, ofrenda a Rómulo. Los nabos representan un antídoto contra la corrupción moral y la molicie.

Prosit!