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lunes, 29 de julio de 2019

COMER FUERA EN LA ANTIGUA ROMA: TIPOS DE ESTABLECIMIENTOS

Tipos de vino y precios. Herculano
Comer fuera en las ciudades del territorio dominado por Roma es muy frecuente. Además de participar en la animada vida de las calles, con los negocios del foro, las obligaciones cívicas, las visitas al mercado, el trabajo lejos de casa, las visitas protocolarias o la asistencia a festivales religiosos, teatros y otros espectáculos, debemos tener en cuenta que muchas de las viviendas no tenían ni cocina ni comedor ni agua caliente, por lo que la compra de un alimento ya elaborado era muy, muy común. Las posibilidades para comer fuera de casa en una ciudad romana eran muchas y muy variadas, y permitían desde tomar un piscolabis antes de entrar al teatro hasta una cena completa con triclinio y todo. Vayamos por partes.

Los locales más frecuentes eran las tabernae y las popinae, que se corresponden a grosso modo con nuestros bares y casas de comidas respectivamente. Lo que entendemos por ‘bar’ o ‘tasca’ era la TABERNA VINARIA, es decir, un lugar especializado en la venta y consumo de vino. Solían tener un mostrador abierto hacia la calle con varios recipientes empotrados (dolia). Se desconoce el contenido de estos recipientes porque la arqueología ha recuperado pocos restos orgánicos (algunas nueces en Herculano y poco más), pero la porosidad del material hace imposible que fueran líquidos. Junto al mostrador, no faltaba un hornillo para mantener siempre el agua caliente (para mezclar con el vino, por ejemplo). Una cocina y un número variable de ánforas con vino completaba el ambiente de la taberna. Se han hallado todo tipo de objetos que facilitaban el servicio: copas y platos de cerámica, cuchillos, jarras, vasos de vidrio, embudos de bronce para traspasar el vino desde las ánforas hasta las jarras…

Gran taberna. Herculano. 

Por lo que respecta al vino, se servía de calidades y precios diferentes, desde la posca -vino avinagrado con agua- de dudosa calidad hasta los vinos de mayor renombre, como el Falerno. En Herculano hallamos una pintura de una taberna (Ad Cucumas) con la exhibición de calidades y precios, y en las paredes de la taberna de Hedoné en Pompeya leemos lo que la propia Hedoné proclama: assibus hic bibitur, dipundium si dederis meliora bibes, quattus si dederis vina Falerna bibes (CIL IV, 1679) (‘aquí se puede beber por un as, si pagas dos beberás un vino mejor, pero si das cuatro beberás Falerno’). Las referencias al vino se muestran en la mayoría de tabernas en forma de pinturas o mosaicos, que actúan como reclamo publicitario. Un ejemplo es el mosaico en blanco y negro que se halla en el suelo de uno de estos bares en Ostia Antica: hospes, inquii Fortunatus, vinum e cratera quod sitis bibe (CIL XIV,4756), que se ha interpretado más o menos como ‘El tabernero Fortunatus dice: si tienes sed bebe vino de la crátera’.
Junto al vino se podían servir garbanzos, rábanos, aceitunas, jamón, salazones y otras chucherías que despiertan la sed.  En las paredes de la pompeyana taberna de Aticto se puede leer Oliva condita XVII K. Novembres (‘olivas puestas en conserva el 16 de octubre’), sin duda para consumir con el vino (CIL IV,8489) y Horacio nos dice que “A un bebedor que esté mustio lo animarás con quisquillas asadas y con caracoles de África” (Serm. II,4), ideales para excitar la sed de los parroquianos que pueblan la taberna.
En función de su tamaño y categoría, las tabernas podían tener una o varias salas, o bien no tener ninguna y despachar el vino para llevar, no para consumir. Algunas de ellas también vendían platos preparados, generalmente para llevar, del tipo salchichas, pescadito frito, dulces

Inscripción Caupona de Fortunato Ostia Antica (CIL XIV 4756 )
La POPINA es nuestro mesón, casa de comidas o bar de menú. Modestas y sin pretensiones, servían platos preparados con el acompañamiento mínimo de vino, el que se necesita para comer. Como es de esperar, la calidad de los locales y de las comidas que se ofrecían en ellos podía variar muchísimo de unas a otras. Los autores clásicos normalmente nos las presentan como tenebrosas, grasientas y llenas de maleantes. Claro que los autores clásicos nos proyectan sus intereses y su necesidad de marcar la propia clase social. Nos faltaría la opinión de los clientes más modestos para equilibrar. Seguramente eran locales populares, sin pretensiones, donde fundamentalmente se iba a comer con amigos o familia o bien porque se estaba de paso.
Comer en la popina: Garbanzos, oreja de cerdo, ajos tiernos
 y rábano. foto: @abemvs_incena
Los platos que se podían degustar en las popinae respondían a la necesidad de comer algo caliente y bien preparado, alejado de las pocas viandas frías que sí se tenían en casa (pan, queso, fruta y pare usted de contar). Sabemos por los textos que allí se podía consumir vientre de cerda, como nos indica Juvenal al hablar de un esclavo que trabaja sin ganas porque rememora “a qué sabe el vientre de cerda (vulva) tomado en una taberna sofocante (popinae)” (Sat. XI,82); o las salchichas humeantes (fumantia … tomacla), pregonadas a gritos por el cocinero (Mart. I,41); o los puerros partidos y los morros de cordero cocidos que menciona Juvenal (Iuv. III,293); o toda suerte de legumbres y verduras, que se podían vender incluso durante las prohibiciones de toda comida cocinada en las popinae. Sabemos por Plauto que en estos establecimientos era fácil encontrar pasteles dulces y salados, empanadas, focaccias o como uno las quiera llamar, calentitas e ideales para consumir por ahí. Algo bastante parecido a una pizza: “Ah, otra cosa, por poco se me olvida: vosotros, los que venís acompañando a vuestros amos, mientras que dura la representación, dad el asalto a las tabernas (in popinam) ahora que se os brinda la ocasión, mientras que están calentitas las focaccias (scriblitae), ¡a por ellas!” (Plauto, Poen.41-43). Algunos aperitivos fríos también se servían en las popinae, como los universales huevos, los higadillos o las cebollas, que se mostraban al público sumergidos en recipientes de vidrio llenos de agua para distorsionar su tamaño y resultar más apetecibles e irresistibles, como nos indican los textos (Macr. Sat. VII,14,1) y la pintura anunciando las ‘especialidades’ de un establecimiento en Ostia Antica.
Fresco con detalle de legumbres, verduras y huevos. Ostia Antica
A menudo a las tabernae y las popinae se las denomina de forma genérica como  THERMOPOLIUM. Este término se refiere a locales donde se vendía agua caliente esterilizada (hervida) necesaria para diferentes usos alimentarios, especialmente para mezclar con vino. Pero esta palabra de origen griego en realidad aparece utilizada solamente por Plauto en el siglo II aC (Trin. 1013). Si fue un término popular, posteriormente cayó en desuso. Por tanto, aunque entre historiadores es muy común denominar ‘termopolio’ a los locales donde se podía comer y beber (y resulta muy práctico para no tener que especificar tanto), debemos ser conscientes de que entre los propios romanos la palabra apenas se usaba.

Todos estos locales se hallaban en lugares estratégicos, allí donde se concentraba la mayor cantidad de gente: calles comerciales o cercanías de teatros, termas, mercados, foros y puertas de la ciudad. También junto a la casa de los gladiadores, cerca de los lupanares y en general cerca de cualquier lugar donde se tratasen asuntos comerciales.

Caupona de Salvius. Pompeya
Otros nombres denominaban a la taberna y a la popina. El GURGUSTIUM era un tipo de bar muy pequeño y sin sitio para sentarse, un auténtico tugurio no demasiado limpio pero, eso sí, económico. La GANEA o GANEUM tenía peor reputación: un antro oscuro y siniestro donde se juntaba gente de la peor condición. Era visitado frecuentemente por la policía y parece que se habilitaba también como burdel. Por OENOPOLIUM se entiende también un lugar de venta de vinos, sinónimo de ‘taberna’, pero es un helenismo que solo se ha documentado en las obras de Plauto, como ‘thermopolium’. La CAUPONA es un equivalente a la ‘popina’, pero con la posibilidad de alojarse en ella, haciendo de hostal. Es el establecimiento típico que se encuentra en las provincias, a lo largo de las carreteras, donde los viajeros pueden alojarse y comer en sus viajes, es una especie de parador, venta o posada. Otras palabras se refieren a este mismo uso, es decir, el de lugar donde alojarse con posibilidad de comer en él: el HOSPITIUM, donde la clientela tenía derecho a una habitación (cella) individual equipada con un lecho, un candelabro y un orinal. Los viajeros podían consumir las especialidades culinarias del local en cuestión o buscarse la vida por su cuenta. Este término acabó sustituyendo a ‘caupona’. Si los viajeros se desplazaban en carro y necesitaban un alojamiento con cuadra para caballos existían los STABULA. Y si los viajeros preferían la oferta de los edificios del Estado en lugar de los de titularidad privada, podían optar por las MANSIONES, moteles de carretera bastante grandes y equipados de tiendas, o las STATIONES y MUTATIONES, estaciones de servicio para cambiar los caballos y repostar durante el viaje. En todos ellos se podía comer como en una caupona, con mayor o menor fortuna.

Pompeya. Termopolio Regio V
Volviendo a la urbe, debemos hablar de aquellos locales que se consideraban elegantes, que también los había. Frecuentados por la buena sociedad -o quien aspiraba a ello-, permitían disfrutar de una cena en un local moderno y de lujo, diferenciándose de la gente humilde y eliminando las connotaciones negativas que tenían los locales populares a ojos de quien se considera élite -o aspira a serlo-. Marcial utiliza el término CENATIO para referirse a uno de ellos, llamado ‘Mica aurea’, un cenador construido por Domiciano en el monte Celio, con todas las comodidades y unas vistas geniales sobre Roma, que incluían el Mausoleo de Augusto (Mart. II,59). Otras opciones permitían comer de forma elegante aunque sin tanto lujo. En Pompeya se puede apreciar un triclinio en el espacio dedicado al ‘bar-restaurante’ de la casa de Iulia Felix. Se cree que en la Casa de los Castos Amantes, también en Pompeya, se podía pagar para celebrar una cena en el amplio comedor decorado con escenas de banquete. Si uno tenía una celebración importante, pero carecía de espacio (para cocinar y para comer) y de personal de servicio adecuados, podía solucionarse el problema de forma bastante digna. Estos locales de moda se anunciaban pomposamente para atraer a los clientes: “aquí se alquila alojamiento, con triclinio de tres lechos y todas las comodidades” leemos en una inscripción (CIL IV,807) (‘hospitium hic locatur, triclinium cum tribus lectis et commodis omnibus’). Como se ve, uno de los aspectos principales para demostrar lo refinado del restaurante, alejado del mundo bárbaro y populachero de las tabernas ordinarias, es la posibilidad de comer reclinado en un triclinio.
Termopolio de la Casa de Iulia Felix en Pompeya: triclinio, mesas y asientos.
fuente: http://www.pompeiiinpictures.com
El panorama para comer fuera se completa con los puestos ambulantes. En general, a los vendedores ambulantes de comida caliente se les denomina LIXAE. Aquí entran los isiciarii (vendedores de albóndigas), los crustularii (de pasteles y bollos dulces, con miel y queso fresco), los botularii (de salchichas) y tantos otros que proveían a la gente de bebidas, pescadito frito, bocadillos, altramuces, dátiles, garbanzos en remojo (cicer madidum) o asados (cicer tepidum), castañas asadas, higos secos, semillas de calabaza, aceitunas… Séneca nos los presenta pregonando su mercancía a grito pelado en los alrededores de las termas (Ep.VI,56,2), contribuyendo al ruido ambiental que ya producían los jugadores de pelota, los atletas, la gente que se zambulle en las piscinas, la que habla en voz alta, los gritos derivados de la depilación… alboroto que, sin embargo, no lo saca de su concentración para el estudio.
Estos vendedores se hallaban en teatros, anfiteatros, baños públicos, estadios..., y se instalaban bajo los pórticos de las plazas o bajo las arcadas de las galerías. A veces estaban cubiertos con toldos que los protegían de la lluvia y del sol (en cuyo caso se llamaban TENTORIA), y otras simplemente constaban de unos tableros formando un banco (TABERNACULA). Para ejercer se necesitaba una licencia que otorgaban los ediles (permissu aedilium) y se ejercía sobre ellos bastante control con el fin de evitar problemas de ebriedad y desorden, sobre todo en las termas.

Buen provecho!

domingo, 28 de octubre de 2018

OFRENDAS A LOS MANES


Los Manes son las almas de los familiares difuntos de los antiguos romanos, las cuales pasaban a formar parte del culto doméstico de la familia a la que habían pertenecido. Para tenerlos contentos -y así conseguir que fuesen favorables- había que honrarlos de la forma adecuada, ya que de lo contrario podían provocar toda suerte de pesadillas, enfermedades y desgracias, y podían transformarse en Lemures o en Larvae, atormentando a los vivos en sus breves pero frecuentes visitas al mundo terrenal, del que nunca se despegaban del todo.

Para tener a los difuntos tranquilos hay que cumplir con unos rituales, establecidos desde tiempos inmemoriales. Desde la preparación del cadáver y el velatorio en casa con la presencia de amigos y familiares, hasta el entierro en el cementerio, pasando por la procesión hasta la tumba entre músicos y plañideras, todo debía hacerse según el ritual establecido, lo cual ayudaba al difunto a adaptarse a su nueva existencia ultraterrena.

En este proceso de honras fúnebres, la alimentación y la comensalidad cumplen un papel muy importante. Vayamos por partes.

Cortejo fúnebre

El banquete fúnebre: silicernium y cena novendialis

Cuando alguien moría, tanto la casa como la familia se consideraban impuros. Comenzaban entonces unos rituales que duraban nueve días y que tenían una finalidad expiatoria. La primera purificación tiene lugar con un banquete tras el funeral, llamado silicernium. La familia sacrificaba previamente una cerda a Ceres, y después, posiblemente en el mismo cementerio, compartían una comida que se componía, según la tradición, de huevos, apio, legumbres, habas, lentejas, sal y aves de corral.

Restos de las ofrendas (pollo, conejo y cordero) hallados recientemente en la Tumba del Atleta (Roma)
Nueve días después, la familia y los amigos se volvían a reunir. Realizaban libaciones de leche y sangre, que ayudaban a divinizar el alma del difunto, y realizaban un banquete fúnebre, llamado cena novendialis. Según la categoría social y económica del difunto esta celebración podía incorporar gladiadores, músicos u otra suerte de festejos. La cuestión es que con este banquete concluye el período de luto, la familia queda purificada y ya puede incorporarse de nuevo a su actividad habitual.

En el Satiricón de Petronio se explica una de estas cenas novendialis:

Bueno, pero ¿qué es lo que habéis cenado? (...) Empezamos por un cerdo coronado con salchichas; a su alrededor había morcillas y además butifarras, y también mollejas muy bien preparadas; todavía había alrededor acelgas y pan casero, de harina integral (...). El plato siguiente fue una tarta fría cubierta de exquisita miel caliente de España (...). A su alrededor había garbanzos y altramuces, nueces a discreción y una manzana por persona (...) Como plato fuerte tuvimos un trozo de oso (...) Por último, tuvimos queso tierno, mistela, un caracol por persona y uno trozos de tripas, y unos higadillos al plato, y huevos con caperuza y nabos, y mostaza (...) También pasaron una bandeja con aceitunas aliñadas (...) En cuanto al jamón, se lo perdonamos” (Sat. 66).

Los aniversarios del difunto

Tanto el día del nacimiento (dies natalis) como el de la muerte (dies mortis) se celebraban periódicamente por parte de la familia, en una celebración privada que generalmente tenía lugar en el propio cementerio, al lado de la tumba del difunto.
Esta excusa para visitar el sepulcro también servía para alimentar al difunto, quien se creía que pasaba hambre y sed, y de esta forma se reconfortaba su espíritu. Pero sobre todo servía para mantener el recuerdo del difunto entre los vivos y seguir considerándolo parte de la familia, pues se compartía la comida con él.

Necropolis de Portus, Isola Sacra, Ostia
Así pues, la familia en las fechas señaladas se desplazaba a la necrópolis y realizaba in situ un banquete familiar, incorporando a los difuntos en los ritos de comensalidad. Las tumbas podían tener mesas y bancos, y hasta triclinios, para poder compartir una comida en común. Algunas tumbas incluyen verdaderos comedores decorados con pinturas y mosaicos. Otras incorporan cocinas y pozos. La familia debía sentirse cómoda, así que podía llevar sillas y otros muebles que le ayudasen a celebrar su banquete como si estuviera en casa. Al difunto se le reservaba un espacio vacío y literalmente compartían la comida con él. Se le podían hacer ofrendas de determinados alimentos, como huevos, lentejas o habas, alimentos asociados a la fertilidad y al misterio de la vida y la resurrección. También pan, frutas o pasteles. Y vino, mucho vino, sustituto de la sangre. Y, en el caso de sacrificar un carnero o una cerda, la propia sangre, porque es la bebida favorita de los muertos.

Estas ofrendas podían llegar al difunto a través de tubos de libación, es decir, tubos de arcilla que comunicaban con las cenizas del cadáver y a través de los cuales se podían verter líquidos procedentes de las libaciones, así como flores.

Tumba con tubo de libación.
Fuente: agrega.juntadeandalucia.es
Una de estas libaciones en honor del fallecido la podemos ver en el Satiricón:
se nos obligó a verter sobre los pobres huesos del difunto la mitad de la bebida” (Petr. 65).

También Eneas sobre la tumba de su padre Anquises:
libando según el rito dos copas de vino puro las vertió en tierra, dos de leche nueva, dos de sangre consagrada, y esparce flores purpúreas” (Virgilio, Aen.V, 77 ss.)

Las festividades de difuntos

Las festividades que el mundo romano dedicaba a los difuntos eran muy numerosas. Entre ellas destacan las Parentalia, entre el 13 y el 21 de febrero, dedicadas a los difuntos de la familia. En esos días no se podían celebrar matrimonios y no brillaba el fuego en los altares. Los ocho primeros días se dedicaban al culto privado y el último, el día 21, era una fiesta pública que recibía el nombre de Feralia. Esos días se depositan en las tumbas ofrendas que consisten en sal, pan, vino, miel, leche y flores. Los difuntos, que vagan entre los vivos, disfrutan y agradecen todas las ofrendas: “Ahora andan vagando las almas sutiles y los cuerpos enterrados en los sepulcros; ahora se nutren las sombras del alimento servido” (Ovid. Fast. 2, 566-567). También se llevaban ofrendas el día siguiente, el 22 de febrero, festividad de Caristia, en la que los miembros de la familia, tras honrar a sus difuntos, agradecían el hecho de seguir vivos.

Tumba romana

También destacan las Lemuria, los días 9, 11 y 13 de mayo, que buscaban conjurar a los Lemures, las almas de los muertos que pretenden atormentar a la familia. Para ello el pater familias debía cumplir un ritual a medianoche que incluía arrojar a la espalda nueve habas negras, golpear un objeto de bronce y pronunciar unas fórmulas que alejaban los posibles espíritus que vagasen por la casa. Las habas se relacionan con el inframundo, y a menudo se arrojaban también como ofrenda sobre las tumbas, como hemos visto.

Para acabar, había otras festividades en honor de las almas de los difuntos: las Violaria (22 de marzo), en las que se les llevaban violetas; las Rosalia (23 de mayo), en las que se ofrendaban rosas; y la de los Lares Tutelares (1 de mayo), en honor a los antepasados, en las que se tomaba un pan dulce con huevo, símbolo de resurrección.

Las ofrendas a los Manes

En general, los difuntos preferían alimentos sencillos. Leemos en Ovidio:
También las tumbas tienen su honor. Aplacad las almas de los padres y llevad pequeños regalos a las piras extintas. Los manes reclaman cosas pequeñas (...). Basta con una teja adornada con coronas colgantes, unas avenas esparcidas, una pequeña cantidad de sal, y trigo ablandado en vino y violetas sueltas. Pon estas cosas en un tiesto y déjalas en medio del camino. No es que se prohíba cosas más importantes, sino que las sombras se dejan aplacar con estas; añade plegarias y las palabras oportunas en los fuegos que se ponen” (Ovid. Fast. 2, 533-543).

Ya hemos visto que se prefiere el pan, la sal, la leche, la miel... alimentos muy básicos y no perecederos. También otros bastante simbólicos como los huevos o las legumbres, relacionados con el mundo mortuorio, la fertilidad y la resurrección. También la sangre y su sustituto, el vino, bebida favorita de los difuntos.

Pero a los manes les gustaban también las ofrendas florales, símbolo de renovación y felicidad. Les gustaban especialmente las flores naturales, por lo que era habitual que se criaran entre los sepulcros. Así lo comprobamos en los textos:
¿No nacerán ahora de aquellos manes, no nacerán del túmulo y de las cenizas afortunadas, violetas?” (Pers. 1,38-39).

A los manes se les ofrecían en forma de coronas o ramos violetas, rosas, mirtos o lirios.

Nos despedimos con el texto de un epitafio conservado en los Museos Vaticanos:

Caminante, los huesos enterrados de este hombre te ruegan que no mees en esta tumba. Y, si eres una persona agradable, prepara una copa, bebe tú, y dame a mí también de beber (CLE 838)

Escena de banquete. Relieve funerario. Landesmuseum, Bonn

Feliz Día de Difuntos!

lunes, 24 de septiembre de 2018

ANALIZANDO LA DIETA PITAGÓRICA

El concepto de dieta en la antigüedad es más amplio que el contemporáneo. La dieta (δίαιτα, en griego, y diaeta, en latín) implica seguir un modo de vida que aporte salud al cuerpo y al alma, y esto abarca tanto la alimentación como los ejercicios gimnásticos, las purgas o los baños. Era un régimen de vida, donde la alimentación tenía un papel protagonista por razones médicas y filosóficas. En el ámbito médico, la dieta buscaba conservar la salud o recuperarla; en el ámbito filosófico, la dieta pretende mantener la pureza del alma.

Por ello, es normal que las religiones y doctrinas filosóficas de la antigüedad se preocuparan específicamente sobre cuestiones dietéticas, dejando claro cuál es el estilo de vida ideal para mantenerse en estado “de gracia”.

Himno al sol naciente, Fyodor Bronnikov, pitagoricos celebrando la salida del sol.
Hablaré ahora de la dieta de una de las doctrinas filosóficas que más repercusiones tuvo en la Antigüedad: la escuela de los pitagóricos, un movimiento fundado en Crotona a mitad del siglo VI aC por Pitágoras de Samos. Muy influenciado por la doctrina de los órficos, este movimiento -o secta- tenía dos ámbitos de actuación. Uno de ellos era la ciencia, con grandes aportaciones a las Matemáticas, el otro era el misticismo: la búsqueda de una vida no esclavizada por las necesidades del cuerpo con la finalidad de perfeccionar el alma inmortal.

La ‘dieta pitagórica’: lo prohibido

Los pitagóricos se distinguían por un buen número de normas y prohibiciones alimentarias que tradicionalmente se conocen como ‘dieta pitagórica’.

El aspecto más conocido es el de la prohibición de comer carne. De hecho, en el imaginario popular los pitagóricos han pasado a la historia por ser defensores del régimen vegetariano, aunque no queda tan claro que lo siguieran a rajatabla. La filosofía pitagórica no está a favor del derramamiento de sangre, ni siquiera en los sacrificios. Sabemos por Diógenes Laercio que Pitágoras solo reverenciaba el altar de Apolo Progenitor en Delos, “por la razón de que sobre aquel solo se hacen ofrendas de higos, cebada y tortas, sin fuego, y ningún sacrificio” (8,13).
Las razones para rechazar el consumo de carne son varias: además de la identificación de la carne con la gula y el pecado, cosas que contaminan el alma y motivo ya de por sí más que suficiente para un filósofo, está el tema de la creencia en la transmigración de las almas o metempsicosis, esto es, que cualquier ser vivo puede ser la reencarnación de un alma humana en su camino hacia la perfección.

Sin embargo, muchos autores refieren que sí comían carne y rechazaban solo cierta parte de los animales. El filósofo neoplatónico Porfirio explica el porqué, varios siglos después en su ‘Vida de Pitágoras’: no se debe comer lo que implica “nacimiento, crecimiento, principio y fin, ni aquello de donde se origina el fundamento primero de todos los seres” (Vit.Pit.42). Por lo tanto, según el mismo Porfirio, hay que abstenerse de “los riñones, los testículos, las partes genitales, la médula, las patas y la cabeza” (Vit.Pit.43), puesto que se relacionan con la procreación, el desarrollo o el fin del ser vivo.
Otros autores también indican lo mismo. Aulo Gelio (IV,11, 12) y Diógenes Laercio (8,19) coinciden en decir que los pitagóricos se abstenían de comer la matriz y el corazón de los animales, remitiéndose a Aristóteles.

Reparto de carne tras el sacrificio. MAN Madrid

La restricción a veces alcanza a
determinados tipos de animales, como el gallo blanco, puesto que lo veneraban y era sagrado (Plut.Mor.IV,670D), porque está consagrado a la Luna y además lo blanco tiene la naturaleza de lo bueno (Diógenes Laercio 8,34). Tampoco consumían animales que hubieran muerto de muerte natural, ni huevos ni animales ovíparos en general (Diog.8,33). La prohibición de comer huevos es una constante entre los movimientos filosóficos de tipo mistérico, como los misterios eleusinos o el orfismo. Lo consideraban el origen de la vida y por tanto lo evitaban escrupulosamente (Plut.Mor.IV,635E).

Gallo. MAN Nápoles
Sin embargo, otros autores, como Plutarco (Moralia IV,728-729) o Ateneo (Deip.VII,308D), se contradicen con este régimen pseudovegetariano y nos dicen que los pitagóricos sacrificaban animales y los consumían, aunque con moderación. Aulo Gelio nos da noticia de que Pitágoras incluso “se alimentaba también de lechoncillos y cabritos tiernos” (IV,11,6) puesto que la creencia de que no comía carne se debe a una antigua y falsa opinión que ha arraigado con el tiempo (IV,11,1). Algunos autores incluso nos dicen que cuando el gran Pitágoras hacía algún descubrimiento matemático, convencido “de haber sido inspirado por las mismas Musas”, lleno de agradecimiento, inmolaba en su honor unas víctimas (Vitr.IX,Praef.7 y Cic.Nat.D.3,88) Y leemos en Ateneo:

El matemático Apolodoro, por su parte, cuenta que hasta sacrificó una hecatombe por haber descubierto que, en el triángulo rectángulo, el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos” (Deipn.X,418EF).

Para ser defensor del no derramamiento de sangre, el dato es bastante contradictorio, puesto que una hecatombe equivale a cien bueyes, nada menos.

Además del rechazo a comer carne, los pitagóricos se abstenían de comer pescado y cualquier producto que viniera del mar. Como los sacerdotes egipcios, los pitagóricos evitaban el pescado por afán de pureza. El pez “no es apropiado para ser inmolado y ofrecido en sacrificio” (Plut.Mor.IV,729) y siempre hay que evitar aquellos pescados que por un motivo u otro son sagrados (Diog.8,34).

Salmonete y otros pescados. Casa de los Castos Amantes. Pompeya.
De entre todos los pescados, hay que evitar especialmente el salmonete y el acalefo u ortiga de mar, según leemos en varios autores. Eliano Claudio nos indica que el salmonete, pescado consagrado a Hécate, es venerado también por los iniciados en Eleusis por lo que estos deben evitar su consumo (De Nat.IX,51). ¿El motivo? Además de ser sagrado no es un alimento puro, pues “experimenta especial placer en devorar alimentos inmundos y fétidos” e incluso “puede alimentarse también de cadáveres de hombre o de pez” (De Nat.II,41).

El catálogo de tabúes no acaba aquí, pues los pitagóricos tenían prohibido consumir habas, prohibición que a veces se extiende a las legumbres en general. Y aunque Aulo Gelio defiende que Pitágoras sí que las comía y que la recomendación de evitarlas se debe a una confusión semántica entre “habas” y “testículos” (IV,11,9-10), lo cierto es que las habas eran un auténtico tabú entre pitagóricos, órficos, eleusinos y hasta los sacerdotes egipcios, de quienes se decía que ni las sembraban, ni las comían, ni soportaban verlas (Plut.Mor.IV,729A). Las habas son impuras y son consideradas casi como carne humana, pues habas y hombres proceden del mismo origen (Porf.Pit.44). Se relacionaban con la fertilidad y con el misterio de la vida. Según Aristóteles, hay que abstenerse de ellas porque “son parecidas a los órganos sexuales” (Diog.8,34) y Luciano de Samósata pone en boca de Pitágoras la siguiente afirmación: “son simiente, y si pelas un haba que está todavía verde, verás que la contextura es parecida a los genitales masculinos” (Subasta de vidas, 5-6). Esta característica generadora las aproxima a la resurrección y por tanto también al mundo de los muertos. “Están a las Puertas del Hades”, nos dice Diógenes Laercio (8,34). De hecho, las habas y otras legumbres tenían un papel importante en muchos rituales relacionados con el mundo fúnebre y se usaban “en las fiestas de funerales y en las invocaciones a los muertos” (Plut.Mor.V,95). En el mundo romano las habas serían también protagonistas de numerosos rituales para apaciguar a los difuntos, como las Feralia, las Lemuria o las Carnaria, con una carga simbólica importante relacionada con el misterio de la vida y la muerte. Además, es uno de los tabúes que afecta al sacerdote de Júpiter, que no debe contaminarse con aquello considerado impuro, en este caso por estar relacionado con el mundo de ultratumba.

habas
Algunos autores indican que el estado de impureza al que llevan las habas deriva de la naturaleza flatulenta de la propia legumbre. Según Plutarco, para mantener una vida piadosa, el cuerpo debe mantenerse con cosas puras y frugales, pero “las legumbres son flatulentas y producen un exceso que necesita mucha purgación”, y además “incitan al deseo por lo ventoso” (Mor.V,95).

Por último, hay otra causa más para rechazar las habas: se utilizaban para echar a suertes los cargos públicos. En la obra de Luciano de Samósata, cuando a Pitágoras le preguntan por qué no come habas, este responde: “es costumbre que entre los atenienses los cargos públicos se elijan con habas” (Subasta de vidas, 5-6). En este sentido, al evitar las habas los pitagóricos están rechazando el sistema democrático que definía a Grecia y que garantizaba la igualdad entre los magistrados. Pitágoras, que ya tuvo que huir de Samos por su oposición a Polícrates, creó una secta que rechazaba claramente la democracia, que evitaba participar activamente en los asuntos públicos y que fomentaba el elitismo. De hecho, las discrepancias en Crotona llegarían a tanto que la secta sería perseguida y aniquilada. Se cuenta que Pitágoras intentaba escapar cuando se encontró con un campo de habas y, por no querer pisarlo, se dejó apresar. Así le dieron muerte sus enemigos. La anécdota se narra en Diógenes Laercio (8,39 y 45), quien, sin embargo, también explica otra teoría sobre su muerte: cuarenta días de ayuno radical. (8,40).

Hemos visto las principales prohibiciones de la dieta pitagórica. No son las únicas, porque tampoco probaban el vino, ni tomaban nada de lo que había caído al suelo -lo que cae al suelo pertenece al mundo de ultratumba-, ni desgarraban el pan que reúne a los comensales, pero sí son las principales.

Llegados a este punto toca ver lo que sí se podía comer.

La ‘dieta pitagórica’: lo permitido

En general, lo permitido será todo aquello que mantenga al cuerpo -y al alma- en estado de pureza. Para ello, hay que apostar por alimentos que a su vez sean ‘puros’, es decir, alimentos sencillos y frugales, sin apenas preparación, que no exijan una intervención especial del hombre. La relación moral que se establece entre cuerpo y espíritu es evidente, pues la pureza de estos productos que alimentan al cuerpo se refleja en las cualidades morales. Lo que es lo mismo, somos lo que comemos.

Diógenes Laercio resume así la dieta: Pitágoras “acostumbraba a los hombres a una dieta frugal, de modo que tuvieran alimentos fáciles de conseguir, condimentándolos sin fuego y tomando como bebida agua pura, porque así obtendrían la salud del cuerpo y la sutileza del espíritu” (8,13).

Frutas. procedente de la tumba de Clodius Ermetes
El mismo autor nos concreta un poco más y nos dice que Pitágoras se contentaba con miel o con pan, y algunas verduras cocidas o crudas (8,19). Ovidio pone en boca de Pitágoras un discurso en el que defiende el consumo de los alimentos que provee la tierra y pide a los hombres que dejen de mancillar sus cuerpos “con festines sacrílegos”. Entre los productos nombra los cereales, las frutas, las uvas, las hierbas dulces, la leche y la miel (Met.XV,75-80). El griego Ateneo de Náucratis avanza muchas pistas. La mayoría de datos pertenecen a obras perdidas de la Comedia Nueva y la Comedia Media, con considerable contenido satírico sobre los hábitos dietéticos de los pitagóricos, que son considerados como unos muertos de hambre, unos iluminados o unos estafadores. En Ateneo leemos:

- Sutiles argumentos pitagóricos y pulidas meditaciones los alimentan, pero su sustento cotidiano es este: un solo pan blanco para cada uno, un vaso de agua. Eso es todo.
- Lo que dices es comida carcelaria”.  (Deipn.IV,161BC)

Espiga de cebada, símbolo de riqueza en Magna Grecia
En otra ocasión comenta la composición de un festín: “higos secos, orujo de aceitunas y queso” (Deipn.IV,16D).
No faltan la menciones a la miel, al pan de cebada y a hierbas como la ajedrea o el armuelle, a las que considera verdaderas porquerías, pues “Nadie, habiendo carne, come ajedrea” (Deipn.II,60D).

La pureza del espíritu alimentado con productos limpios, sencillos y frugales está garantizada. A Pitágoras “nunca se le vio evacuando ni haciendo el amor ni borracho” (Diog.8,19).

Interpretaciones

Las interpretaciones para seguir una dieta como la de los pitagóricos no responden a cuestiones de salud o de higiene, sino a motivos religiosos y sociales.

El motivo religioso lo hemos visto en el deseo de purificación del alma. El consumo de alimentos considerados “puros” mantiene la salud del cuerpo y la salud moral. No responde a argumentos lógicos, sino a aspectos metafísicos coherentes con su mentalidad. No consumir alimentos sagrados, ni aquellos relacionados con la muerte o el origen de la vida, ni aquellos dotados de alma tiene consecuencias morales y físicas. La dieta es una metáfora de la pureza del espíritu.

El otro motivo se relaciona con los aspectos sociales de la comensalidad. Compartir unos platos y una determinada manera de elaborarlos, es decir, compartir un código alimentario, es un elemento importante para establecer lazos en un grupo. Así, todos los pitagóricos y los filósofos en general se caracterizan por un determinado código alimentario, reconocible entre ellos y que a su vez los aparta de los demás.
Por otra parte, rechazar la carne asada -elemento fundamental de los sacrificios- y rechazar las habas -con su papel preponderante en la elección de los magistrados- es prácticamente rechazar la doctrina religiosa vigente y el ritual cívico que define la esencia de la polis griega, lo mismo que su sistema político. Es mucho más que dar la nota construyendo una dieta que los separe del común de los mortales. Es querer comer crudo cuando la civilización implica cocido. Es negar el ritual de los sacrificios, instituido por Prometeo y elemento cohesionador de toda la religión oficial. Es negar el reparto de carne establecido entre todos los participantes de la ceremonia sacrificial. Es no querer participar en la sociedad mediante el banquete comunitario. Es un acto subversivo y elitista.

Carnes asadas en el altar de los sacrificios. Museo Etrusco de Villa Giulia. Roma
Dieta, religión y sociedad son aspectos que no se pueden separar. La dieta pitagórica es, ante todo, una dieta cultural.

Bibliografía extra: