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domingo, 25 de octubre de 2020

LAS CASTAÑAS EN LAS MESAS ROMANAS

No se conoce con exactitud el origen del castaño, un árbol de la familia de las fagáceas, resistente y longevo, con un fruto alojado en una cápsula espinosa que no siempre fue apreciado: la castaña.


Aunque no queda claro, se cree que procede de Asia Menor, donde fue conocido por los griegos en el siglo V aC. De hecho, esta creencia se apoya en una cita del historiador Jenofonte, que vivió a caballo de los siglos V y IV aC,  y que narra la expedición militar de los griegos contra los persas. Uno de los episodios narrados, el asalto al pueblo de los mosinecos, es el que sitúa las castañas en tierras de Asia Menor: “En los graneros había muchas nueces lisas sin ninguna hendidura. Este era su alimento principal, que hervían y cocían como pan” (Anáb. V 4, 29). Estas “nueces lisas” son las castañas, que aún no tienen ni nombre. Los mosinecos, pueblo bárbaro al fin y al cabo, no se alimentan de trigo, porque no son civilizados como los griegos. En su lugar, comen pan hecho con castañas cocidas. Y por cierto, condimentan con grasa de delfín en lugar de aceite, por si a alguien le interesa (siempre según Jenofonte, claro). No se puede ser más bárbaro.


Mapa  donde aparece la ubicación de los mosinecos
Fuente: Wikipedia.org


Tradicionalmente, siempre se ha considerado que desde Grecia, el castaño pasaría a Italia y posteriormente a Hispania y las Galias. Sin embargo, diferentes estudios palinológicos parecen insinuar que los castaños ya existían en Italia o Hispania desde mucho antes, con lo que no queda en absoluto clara esta ‘trayectoria’ desde Asia Menor.

Sin embargo, sí se puede afirmar que en el siglo IV aC el castaño y su fruto eran conocidos entre los griegos, porque varios autores, como Hipócrates o Teofrasto, los mencionan destacando aspectos como el uso de la leña y la corteza, los valores nutritivos del fruto, o los valores medicinales de flores y hojas.


Eso sí, en los textos de los autores griegos y romanos no hay consenso a la hora de designar este fruto: Ateneo indica que se les llama ‘nueces de Eubea’ o ‘bellotas de Sardes’; Macrobio nos dice que también reciben el nombre de ‘nueces de Heraclea’ o ‘nuez del Ponto’ y Plinio el Viejo nos menciona también una ‘bellota de Zeus’. Y por supuesto, en los textos latinos encontramos también el nombre con el que pasarán a la posteridad: castanea.


Castanea Sativa
Fuente: Wikipedia.org

Para los autores romanos, la castaña era un fruto modesto y poco valorado. Plinio la califica de ‘vilissima’ (NH XV,92) y la considera bastante parecida a la bellota. De los ocho tipos que menciona solo algunos son comestibles, mientras que el resto son tan incomibles -por amargos e indigestos- que “se destinan al forraje de los cerdos“ (NH XV,94). El uso como pienso para los cerdos también lo menciona Paladio, escritor y agrónomo bastante posterior a Plinio, pero solo cuando el alimento escasea durante el invierno, momento en que a los cerdos hay que darles “bellotas, castañas y las sobras que no valgan de los demás frutos” (III, XXVI,3).

 

Otros autores, como Varrón y Columela, mencionan su uso como soporte para aguantar las vides más altas, lo mismo que los robles y los olmos. Varrón explica también que las castañas se usaban para cebar a los lirones, que se criaban en tinajas (gliraria) donde los animalillos apenas tenían margen de movimientos. Tal como nos dice el autor, “en estas tinajas se echan bellotas, nueces o castañas. Cuando se coloca la tapadera en la tinaja, engordan en la oscuridad” (Varro, RR 3.15.2)


Títiro y Melibeo. Imagen del Codex Vergilius Romanus.
Biblioteca Apostólica Vaticana.


Las mejoras en el cultivo de los castaños favorecieron la aparición de nuevas variedades del fruto mucho más amables al paladar. Pero aun así las castañas siempre mantuvieron el estatus de comida humilde y pobre. Virgilio las menciona en sus Bucólicas, en las palabras del relamido pastor Títiro: “Tenemos frutas maduras, castañas tiernas y abundante queso” (Ecl.I,82), inaugurando esa imagen de comida básica, frugal y perfecta propia de la Edad de Oro. Las castañas son también fruto preferido de su amada Amarilis, no faltaba más (Ecl.II,52). Por cierto, la combinación de castañas y queso fresco se mantiene hoy día, y prueba de ello son algunas elaboraciones tradicionales como los necci italianos, unas tortitas de harina de castañas que se rellenan de ricotta y se enrollan como si fueran canelones.


Necci con la ricotta. foto: @Abemvs_incena


Ovidio en sus consejos para ligar (Ars Amandi) dice que es ideal regalar a la amada unos presentes modestos, por ejemplo un canastillo con los dones del campo diciendo que proceden de un huerto vecino a la ciudad, aunque en realidad procedan del mercado de la Vía Sacra, señal de que se vendían allí. En concreto menciona que se regale “la cesta de uvas o las castañas tan apetecidas por Amarilis” (II,267). 

Como regalo queda muy bien, pero es mejor -también lo comenta Ovidio- completarlo con algo más sustancioso, como una docena de tordos o un par de palomas (II,269), porque las mujeres reales no tienen el paladar de la requeteperfecta Amarilis.


'O castagnaro. Vendedor de castañas en la actual Nápoles. Fuente: www.vesuviolive.it


Las castañas se comían asadas, que es como están mejor, y las más apreciadas eran las de Tarento y las de Nápoles. Se podían servir en los postres, junto a otras frutas, como nos cuenta el poeta Marcial en la humilde cena que ofrece a su amigo Toranio: “Si quieres regalarte con los postres, se te presentarán uvas pasas, y peras que llevan el nombre de los sirios, y castañas asadas a fuego lento que produjo la docta Nápoles” (V,78).


Las castañas también se podían reducir a harina y usarse para elaborar panes o tortas. De hecho, Plinio menciona que las castañas “también se muelen proporcionando una especie de pan para el ayuno de las mujeres” (XV,93). Se refiere aquí a las fiestas de Ceres o Deméter, que se celebraban según el rito griego de los misterios y en las que participaban exclusivamente matronas romanas. Durante los días que duraba esta celebración -el sacrum anniversarium Cereris- las participantes debían abstenerse de relaciones sexuales, y tenían prohibidas las libaciones con vino y el consumo del pan de trigo. Por ello recurrían al pan de castañas.

 

Las castañas también se podían incorporar a guisos o sopas, tal como nos demuestra Apicio. Este autor las menciona tan solo una vez en su libro, en el capítulo dedicado a las legumbres y gachas, ya que las castañas no gozaban de una gran reputación, siempre asociadas a cierto consumo de supervivencia. Demasiado humildes para el recetario de Apicio. Pero aún así aparecen, porque eran un fruto muy común y relativamente asequible (según el Edicto de Precios, cien castañas costaban solo cuatro denarios). La receta en cuestión se llama ‘Lenticulam de castaneis’ y en ella se prepara un guiso o potaje de lentejas en el que se añaden las castañas previamente cocidas y trituradas en el mortero (Libro V, II 2). 

 

LENTEJAS CON CASTAÑAS

 

Preparar una cazuela y echar en ella castañas cuidadosamente limpiadas. Añadir agua y un poco de carbonato sódico, y dejar hervir. Durante su cocción, machacar en un mortero pimienta, comino, coliandro en grano, menta, ruda, raíz de benjuí, poleo, picarlo bien, rociar con garum, vinagre y miel, macerar con vinagre y echarlo encima de las castañas cocidas. Añadir aceite y dejar hervir. Cuando esté, machacarlo en el mortero. Catar; si está falto de algo, arreglarlo. Servirlo en una fuente, rociando con aceite verde”.

 

Lenticulam de castaneis.
Versión del Restaurant  Cocvla para Tarraco Viva 2011 foto: @Abemvs_incena


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sábado, 18 de julio de 2020

CITRUS, LOS CÍTRICOS EN LA ANTIGUA ROMA

Casa del Frutetto. Pompeya. Detalle.

Se ha escrito mucho sobre si el mundo romano conocía o no los cítricos, y las opiniones son bastante controvertidas. Durante mucho tiempo, se consideró que el mundo romano solo conocía un cítrico: la cidra (citrus medica), que provenía de Persia y que fue transportada a Grecia por los soldados de Alejandro Magno. Recientes estudios, sin embargo, determinan que en la antigua Roma había no solo cidras, sino también limones (citrus limon). Estos estudios se apoyan en diferentes hallazgos (restos vegetales como polen, semillas o madera carbonizada aparecidos en las villas del área del Vesubio o en el Carcer Tullianum, en pleno Foro de Roma), así como en las representaciones pictóricas de lo que parecen, claramente, limones. Otros admiten también la existencia de limas y naranjas, pero no se basan en hallazgos paleobotánicos, sino solamente en la representación pictórica, por lo que son estudios rechazados por la mayoría por poco consistentes.

En la actualidad, la mayoría de estudiosos se decantan por considerar el cidro y el limonero como los únicos ejemplares de cítricos en la antigüedad grecorromana, y se basan en el registro palinológico (polen) y arqueobotánico (semillas, cáscaras y restos de madera o carbón); apoyados por el testimonio de los textos escritos y en menor medida por la cultura material (pinturas murales, mosaicos, relieves y monedas).

Por cierto, las fuentes escritas recogen el testimonio de una única especie a la que llaman malum medicum, malum assyrium o citrus que, en realidad, agrupa tanto a cidras como a limones (y otros posibles cítricos), puesto que todas las características expuestas son comunes a todos estos frutos ácidos.


Ralladura y semillas de limón fosilizado.


Una cuestión diferente es si consumían o no estos cítricos… Vayamos por partes.


Las cidras fueron el primer cítrico en extenderse por la región mediterránea. Procedían de Oriente, de Persia y Media, y fueron llevadas por Alejandro Magno a Grecia hacia el año 300 aC.  El cidro fue llamado “manzano asirio”, “manzano medo”, “kedrómela” y en latín, “citrus” o “citria”.  Los restos romanos más antiguos de cidra datan del siglo II aC y fueron hallados en diversos jardines de Pompeya y del área Vesubiana. Los restos romanos de limón, en cambio, datan de época posterior (finales del siglo I aC - principios del siglo I dC) y fueron hallados en el Foro de Roma.


¿Qué mencionan los autores griegos y romanos sobre esta planta?


Citrus Giovanni Baptista Ferrari 1646
Uno de los datos que llaman más la atención es que lo consideraban no comestible, al menos en los primeros tiempos. Así lo leemos ya en la Historia de las Plantas del griego Teofrasto: “no es comestible, pero huele muy bien e, igualmente, las hojas del árbol” (HP IV, IV,2), dato que también recoge Plinio el Viejo.  El citrus era apreciado por su aroma y por eso se colocaba entre las ropas, pues además de perfumarlas las protegía de parásitos: “destaca por su fragancia, lo mismo que sus hojas, ya que esta se transmite a las ropas si se guarda entre ellas, y además evita los daños causados por los bichos” (Plin. NH XII, 15). En concreto, evitaba que las polillas se comiesen los vestidos guardados en arcas. A propósito el mismo Plinio cuenta una anécdota sobre unos valiosos libros de filosofía pitagórica que habían resistido el paso del tiempo sin pudrirse porque “habían estado tratados con cidro [libros citratos fuisse], por lo que pensaba que no los había alcanzado la polilla” (NH XIII, 86).


No solo perfumaba la ropa sino también el aliento. Varios autores recogen este uso concreto: “Su decocción y su zumo son enjuagatorios para el buen olor de boca” leemos en Dioscórides (De Materia Medica I, 115), y en Virgilio: “los medos se sirven de él para sus bocas y alientos fétidos y curan el asma de los viejos” (Georg. II,135). De nuevo Plinio recoge este uso médico: “Este es el árbol cuyas semillas, según dijimos, los grandes señores partos hacían hervir en sus guisos para perfumar el aliento; ningún árbol más merece alabanza entre los medos” (NH XII, 16).


El citrus era muy apreciado como antídoto contra el veneno. Si se había consumido una sustancia ponzoñosa, debía tomarse diluido en vino, lo cual provocaba que se revolviese el estómago y se expulsase el veneno por la relajación del vientre, según nos dicen Teofrasto y Dioscórides. “Ningún remedio hay más enérgico ni expele mejor de los miembros el negro veneno”, nos dice Virgilio (Georg. II,127).

Y no solo elimina el veneno ya consumido, sino que actúa de forma preventiva. Para Demócrito de Nicomedia, personaje del Banquete de los eruditos, está clarísimo: “Sé a ciencia cierta que el citrus, tomado antes de cualquier alimento, tanto sólido como líquido, es un antídoto para todo tipo de veneno, pues lo supe de un conciudadano mío al que se le confió el gobierno de Egipto” (III, 84DE). En la anécdota, el gobernador condena a unos individuos a ser pasto de las fieras pero antes de entrar a donde debían ser ajusticiados, comen un citrus que una tabernera les había dado por pena. Los condenados reciben la mordedura de los montruosos áspides, pero milagrosamente no les ocurre nada.

El mismo personaje da la receta para el antídoto: “Si se cuece en miel del Ática un citrus entero tal cual, al natural, con la semilla, se disuelve en la miel, y quien toma por la mañana dos o tres dedos de este preparado no sufrirá daño alguno por el veneno” (Deipn. III, 85A)


Prácticamente todos los autores explican, como hecho llamativo y único, que el citrus produce frutos durante todas la estaciones, es decir, que en el mismo árbol se puede encontrar fruta nueva junto a la fruta de estaciones anteriores. “Este árbol entre los asirios nunca carece de fruto”, nos explica Paladio (Agr. IV,X,16), quien dice que lo ha podido comprobar en sus propiedades situadas en tierras napolitanas, donde el aire es templado y el agua abundante: “los frutos se iban sucediendo siempre, unos tras otros escalonadamente, dado que los verdes sustituían a los maduros y los que estaban en flor alcanzaban el estadio de los verdes, cerrando la naturaleza una especie de ciclo de fertilidad continua”. 

Quizá por esto mismo consideraron este árbol como un símbolo de eterna primavera, lo cual justificaría su atractivo y su presencia en los jardines de las elegantes villas del área del Vesubio: la villa imperial de Oplontis (hay documentada una cavidad de raíz de limonero, junto a polen de cidra y limón), la Casa de Ebe o la Casa de las Vestales, ambas en Pompeya (semillas mineralizadas y polen de cidra), o la pompeyana Casa del Frutetto (donde se observa un limonero en las fantásticas pinturas murales que representan el concepto de jardín ideal). 


Casa del Frutetto

En todo caso, está claro que se trataba de un árbol raro que no se plantaba para el consumo, sino como un artículo de lujo. Los cidros y posteriormente los limoneros eran prácticamente un símbolo de estatus social alto: poblaban algunos de los jardines privados de las villas elegantes, donde destacaban por su perfume, sus propiedades medicinales y su valor simbólico de fertilidad y abundancia, expresado en un árbol repleto de frutos durante todo el año. Por eso mismo dice Plinio que “incluso sirve para decorar las casas” (NH XIII,103), y Marcial lo incluye entre los productos del libro XIII, el libro de los Xenia o regalos de hospitalidad (Mala citrea, XIII,37), pues era un fruto exótico digno de impresionar a tus huéspedes.


Como he dicho antes, en los primeros tiempos se consideraba un fruto no comestible, y se ingería solo por sus propiedades medicinales: para mejorar el aliento, para prevenir o eliminar un envenenamiento, para soltar el vientre o quizás para controlar las náuseas de las gestantes (“El fruto se come especialmente por las mujeres, para el antojo de la embarazada”, Dioscórides I,115). 

Pero a partir del siglo II parece que el citrus se incluye en las elaboraciones culinarias. Un comentario en el Banquete de los eruditos resulta bastante revelador: El mismo Demócrito de Nicomedia que había relatado la anécdota de los condenados que se habían salvado por haber tomado un citrus, también comenta: “Y que ninguno de vosotros se asombre si dice que no se come, pues incluso hasta los tiempos de nuestros abuelos nadie lo comía, sino que, como un preciado bien, se guardaba en las arcas con la ropa” (Deipn. III, 84A). Y acto seguido, tras haber hablado maravillas de este fruto, “se asombró la mayoría del efecto del citrus, y lo devoraron como si antes no hubiesen comido ni bebido nada” (III, 85C), señal de que estaba presente en las mesas.

Por otra parte, el recetario de Apicio, que recoge recetas recopiladas entre el siglo I y el IV o V, explica algunas elaboraciones con citria. Por una parte hace referencia al sistema de conservación: meter en un recipiente, taparlo con yeso y colgarlo (I, XI,5). Por cierto, a la hora de cogerlas y guardarlas “se deberán arrancar con las hojas de las ramas, en una noche en que la luna esté oculta, y ponerlas escondidas” (Paladio, IV,X,18). 

Por otra parte, proporciona una fórmula para un ‘Vino de rosas sin rosas’ (I, III,2): para ello se debe echar en un barril de mosto sin fermentar las hojas verdes de cidro o de limonero [folia citri viridia], colocadas en un capazo de palma y sacarlas a los 40 días. A la hora de usarlo, se añadirá miel et voilà!, un auténtico vino de rosas falsificado. Por cierto, esta receta, que también recoge Paladio, se considera una bebida de tipo medicinal, como todos los vina condita: un brebaje reconstituyente multiusos, así que no nos hemos alejado mucho de las funciones que ya habían señalado Dioscórides, Teofrasto o Plinio.

La única receta culinaria propiamente dicha es un Menú dulce de cidras (Minutal dulce ex citris, Libro IV, III, 5). Para elaborarlo, hay que poner en una cacerola aceite, garum, caldo, puerro, cilantro picado, paletilla de cerdo cocida y pequeñas salchichas troceadas. Durante la cocción, se pica pimienta, comino, cilantro fresco o en grano, ruda fresca y asafétida; se mezcla con vinagre, vino dulce y jugo del caldo. Se añade todo a la cacerola y se deja hervir. Tras la ebullición, se añaden las cidras limpias, cortadas en trozos y cocidas. Se añade pasta de harina desmigajada para dar textura, se espolvorea pimienta y se sirve.


Mausoleo di Santa Costanza. Roma. Detalle.


Producto de élite en la Antigüedad, el citrus (la cidra y el limón) no se implantaría en el Mediterráneo plenamente hasta muchos siglos después, junto a naranjas, limas y pomelos. Habrá que esperar a la conquista islámica y a las rutas comerciales de portugueses y genoveses para conseguir un consumo masivo de cítricos y ser parte del paisaje mediterráneo. 


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BIBLIOGRAFÍA:


LAPARS [2016]: I più antichi resti di limone. La scoperta di Alessandra Celant, ricercatrice afferente al LaPArS. 


LANGGUT, Dafna [2017]: The Citrus Route Revealed: From Southeast Asia into the Mediterranean. 



viernes, 13 de diciembre de 2019

SATURNALICIAS NUCES, LAS TÍPICAS NUECES DE SATURNALIA

niños jugando con nueces. Museo Vaticano

Las nueces son un fruto seco altamente alimenticio que los romanos y los griegos consumieron en abundancia. Símbolo de una vida sencilla y austera, este fruto se consume en Europa desde tiempos inmemoriales. Como ahora, se tomaban tanto en los aperitivos como en los postres y, como son frutos de invierno, se tomaban en abundancia en los banquetes de las Saturnales, que tenían lugar -como todo el mundo sabe- entre los días 17 al 23 de diciembre.

Antes que nada, hay que aclarar que bajo el término “nux” (nuez) se recogen todos aquellos frutos no carnosos envueltos en un pericarpio duro, o lo que es lo mismo, con cáscara. Por tanto se entienden como “nueces” no solo las nueces propiamente dichas, sino también otros frutos secos. Macrobio en sus Saturnalia (III,18) nos presenta una escena de banquete donde los comensales tienen como tema de conversación justamente los distintos nombres para las nueces, las cuales se han servido de postre. En su lista está la “nuez iuglans”, nuestra nuez de toda la vida, pero también la avellana (la nuez de Abela o de Preneste, llamada por los griegos ‘nuez del Ponto’ o ‘bellota de Zeus’), la castaña (la nuez de Heraclea o de Eubea o ‘bellota de Sardes’), la almendra (que es la nuez griega o nuez de Tasos), el piñón (la nuez piña) y unas nueces tiernas que revelan el origen oriental de esta planta, pues se llaman ‘pérsicas’. Y aún podríamos añadir a esta lista de Macrobio las bellotas y los pistachos, introducidos tardíamente en Italia desde Siria.

Todas las que menciona Macrobio se consideran ‘nueces’, y todas se hallan en la mesa de los postres de un banquete de Saturnalia, una noche de diciembre. Y es que las nueces son protagonistas de las fiestas dedicadas a Saturno, pero no solo como alimento, sino también como juego.

El juego de las nueces era el típico juego de niños sencillo y barato, al estilo de las canicas. No era uno solo sino diferentes juegos, tantos como diesen de sí las nueces (o los huesos de albaricoques u otras frutas): hacer castillos y derribarlos lanzándoles un proyectil, hacer rodar una nuez y apropiarse de todas las (ajenas) que tocase en su trayectoria, lanzarlas a una jarra a ver cuántas entran dentro… “Al niño, triste ya por dejar sus nueces, vuelve a llamarlo el maestro chillón” leemos en Marcial (V,84), puesto que se han acabado sus vacaciones y debe volver a la rutina escolar.

niños jugando con nueces. Museo del Louvre

Por cierto los niños recogían multitud de nueces en las bodas: a lo largo del cortejo nupcial, justo frente al nuevo hogar de los esposos, se arrojaban nueces a los niños como si fueran caramelos. Lo hacían para atraerse la buena suerte, para favorecer la fertilidad y para mostrar -simbólicamente- la renuncia a las diversiones de soltero del recién casado. De hecho, la expresión relinquere nuces o ponere nuces (‘dejar atrás el juego de las nueces’) significaba justo el abandono de la infancia y la entrada en la vida adulta y sus obligaciones y responsabilidades. Hasta ese punto se relacionaba este fruto con los juegos infantiles.

Pero en las Saturnales los niños no son los únicos que juegan a nueces. La cuestión es que los juegos de azar (los dados, las tabas, el cara o cruz) estaban prohibidos por diferentes leyes y se permitían solo bajo circunstancias excepcionales, como los convivia y, precisamente, las fiestas Saturnales. Ahora bien, el decoro exigía que durante estas fiestas no se debía jugar con dinero, sino apostando nueces. Así lo leemos en Luciano de Samósata: “Deben jugar con nueces; si alguien apuesta dinero, no debe ser invitado a comer al día siguiente” (Sat.). La idea es favorecer la igualdad entre todos los que jugasen, ya fuesen ricos o pobres, señores o esclavos, puesto que las fiestas de Saturno buscaban la relajación de las normas sociales y la participación de todas las capas de la sociedad.
De esta manera, apostando nueces en lugar de dinero, nadie salía ganando ni perdiendo bienes de valor. Marcial lo resume así: “Este papel es para mí juego de nueces, es para mí el cubilete: estas tiradas no causan pérdidas ni ganancias” (XIII,1), haciendo una comparación entre sus versos y el juego de nueces, ambos igual de inofensivos y de poco rentables.

Siendo tan populares en las fiestas de Saturno, eran regalo habitual. De hecho, eran el regalo más barato para ofrecer a amigos y familiares: “De mi pequeña finca, elocuente Juvenal, te mando las típicas nueces de las Saturnales” (Marcial VII,91).
Se sumaban así al resto de regalos ‘clásicos’ por Saturnalia, como los cirios de cera de abeja (cerei), que se solían dar a los patronos,  y las figuras de terracota (sigilla), que se daban a los niños. Aunque en materia de regalos las posibilidades eran muchas. De nuevo Marcial nos ha dejado constancia de estos presentes (xenia) que se acompañaban de unos versos y que eran de lo más variado: un mondadientes, una escupidera de barro, un cestito de olivas del Piceno, unos anillos, un sujetador, un libro, una cuchara para los caracoles, una garrafa para el agua helada, incienso, un perfume, unos higos de Quíos, unas tetas de cerda, un jamón, un ánfora de garum, un vino falerno…. Regalos adecuados al estatus y capacidad económica de cada uno. Sin duda el intercambio de regalos era uno de los platos fuertes de las Saturnales.

figura de terracota (sigilla)

Para acabar, las palabras que el mismo dios Saturno responde a Marcial cuando este le pregunta qué es lo mejor que se puede hacer durante esos días de borrachera: “Juega a las nueces” (XIV,1). Así que ya saben, colóquense el píleo sobre sus cabezas, pónganse cómodos, preparen sus regalos, relájense y jueguénse sus nueces… Saturnalia está a la vuelta de la esquina.

Io, Saturnalia!

miércoles, 21 de agosto de 2019

EL CULTO DOMÉSTICO: OFRENDAS PARA LA PROSPERIDAD DE LA CASA Y LA FAMILIA


Uno de los aspectos que más me llaman la atención del pueblo romano es su profunda religiosidad, tan pragmática como supersticiosa. Para el pueblo romano todo, absolutamente todo, está regido por las divinidades y del comportamiento que se tenga con ellas dependerá su complicidad o no para llevar a cabo con éxito cualquier acción humana.
A las divinidades en general hay que mantenerlas contentas y siempre de parte de uno. ¿Cómo? Manteniendo al día las obligaciones del culto, tanto el público como el doméstico. Por lo que respecta al público, ya viene marcado por las instituciones en un calendario plagado de ritos y festividades. Por lo que respecta al doméstico, es responsabilidad de toda la unidad familiar, y del pater familias en particular, asegurar el bienestar de todos a partir del mantenimiento de los debidos deberes religiosos. Para ello, cada domus tiene en el corazón de la casa -el atrio por lo general- un altar donde arde el fuego sagrado y no hay circunstancia vital para la familia que no cuente con la intervención divina y con las ofrendas correspondientes.
Este es el tema que nos ocupa en la siguiente entrada: ¿qué ofrendas se corresponden con los dioses domésticos? ¿vale cualquier cosa? ¿lo que vale para los Lares vale también para los Manes, por poner un ejemplo?

Larario en la Casa  de Julio Polibio. Pompeya
Vayamos por partes. El culto religioso romano está muy, muy reglamentado. No hay lugar para improvisaciones, las normas son las normas y hay que cumplirlas. De lo contrario uno puede enfadar a los dioses y atraerse la desgracia.
Para empezar, el culto doméstico consiste en honrar a los antepasados y a las divinidades tutelares con ofrendas que, por lo general, son incruentas, es decir, no son sacrificios de animales sino ofrendas de tipo “vegetal”. Por otra parte, es una norma universal que dichas ofrendas vegetales han de pertenecer a plantas cultivadas, nunca salvajes, o a productos elaborados por el hombre. El ser humano sabe producir sus propios frutos y alimentos, en su huerto y por su mano, por lo que son alimentos civilizados. Sólo los alimentos que revelan que se ha ‘domesticado’ a la naturaleza son aptos para la ofrenda: cereales, vino, leche, miel… Además, deben ser las mejores piezas, las más jugosas, las más perfectas.
Para continuar, se debe observar a qué divinidad va dirigida la ofrenda y el tipo de celebración o circunstancia que lo propicia.

Los principales dioses domésticos son los Lares, los Penates, el Genio y los Manes. Se les suele encontrar representados en pinturas, pequeños altares, hornacinas o nichos en lugares estratégicos de la casa, como el atrio, el peristilo o las cocinas. Vayamos por partes.

Los LARES (o el Lar, puesto que originalmente era uno solo) son los dioses tutelares de la casa, a la cual protegen, lo mismo que a sus habitantes. Se les suele representar como una pareja de jóvenes con aspecto alegre y con el cuerno de la abundancia en sus manos. En general, a los Lares se les dedica una parte de los alimentos cada vez que se va a comer, y se les hacen libaciones de vino en los banquetes, justo antes de empezar los brindis. La ofrenda más apreciada por los propios dioses es la llama del hogar, que no debe apagarse nunca. Precisamente porque los Lares viven en el fuego sagrado -símbolo de la prosperidad de la casa- es fácil vincularlos con VESTA, la diosa que se identifica directamente con el fuego del hogar, cuidado con mimo por las mujeres de la familia.
Lar de bronce Museo Arqueológico
Nacional. Madrid
Además de las ofrendas diarias, a los Lares hay que honrarlos en fechas especiales, como las calendas, los idus y las nonas de todos los meses, el día de luna nueva, los días de aniversarios y cada vez que la familia pasa por un momento importante (ir a un viaje o a la guerra, tomar la toga viril, iniciar un negocio, casarse…). Para honrarlos, lo más adecuado son las libaciones de vino y las ofrendas de flores e incienso, tal como leemos en las palabras que dice el propio Lar en una comedia de Plauto: “tiene una hija única que no deja pasar un día sin venir a rezarme, me ofrece incienso, vino o lo que sea y me pone coronas de flores” (Aul.24-25). Coronas de romero y mirto, violetas, guirnaldas de flores, incensarios llenos… son ejemplos que leemos en multitud de textos.
Por otra parte, los alimentos que más frecuentemente se ofrecían a los Lares son muy sencillos y ligados a la agricultura y la fertilidad: frutas, harina, pasteles hechos con harina o coronas de espigas; o bien son regalos de los dioses, como la miel; o productos que aproximan al ser humano a la divinidad, como el vino. Así lo leemos, por ejemplo, en Tibulo, quien, recordando su infancia, dice que el Lar “era aplacado, ya ofreciéndole un racimo de uvas, ya ciñendo su sagrada cabellera con una corona de espigas, y alguien, para cumplir su promesa, le llevaba personalmente pasteles y le acompañaba rezagada su pequeña hija que le ofrecía miel pura” (Tibul 1,1,15-24).
También se les ofrecían todos aquellos alimentos que hubiesen caído al suelo durante las comidas, ya que al caer entraban en contacto con el mundo subterráneo de los difuntos y no se podían devolver a la mesa. (Plin. NH XXVIII 2,27).

Larario. Museo Arqueológico Nacional. Nápoles.
Los PENATES eran compañeros de lararium de los Lares y Vesta. Su altar es el propio fuego del hogar por lo que es fácil que todos estos númenes estén vinculados y hasta se confundan entre sí. Su función era la de proteger la despensa y los víveres de la casa, conservando y multiplicando toda suerte de alimentos y también inspirando a los cocineros en sus creaciones gastronómicas. Se les representa bajo la forma de un par de jóvenes, como los Lares, aunque no tienen una iconografía fija. A los Penates y a Vesta se les está consagrado el salero -la sal es sagrada porque permite la conservación del producto-, la mesa sobre la que se depositan los platos y hasta las cazuelas que se ponen junto al fuego, ya que todos estos objetos se relacionan directamente con la alimentación de la familia y por tanto con su supervivencia y prosperidad.
Las ofrendas a los Penates tienen lugar en el momento en que la familia se dispone a iniciar la comida. Para ello, además de las plegarias pertinentes de propiciación y agradecimiento, el pater familias arroja al fuego una parte de los alimentos que se van a consumir o, mejor aún, una ofrenda específica de perfumes, de incienso, o de sal y harina: “aplaca a los penates adversos con piadosa escanda y crepitante sal” leemos en Horacio (Od.3,23). La crepitación provocada en las llamas era la respuesta de los dioses: gratitud por la ofrenda recibida, los dioses se mostrarán propicios.
Incluso se pueden hornear pastelitos rituales a tal efecto, como los liba, elaborados con harina, queso, huevo, sal y cocidos sobre una olla de barro. La receta y su uso ritual los conocemos gracias a los textos de Catón (De Agri.LXXV) y Varrón (LL,VII,44), que nos indican que estas tortas sagradas se emplean en las libaciones de las festividades importantes, compartiendo una parte con los dioses domésticos.
Cerca del altar de los penates es frecuente que haya algunas plantas que simbolizan el triunfo, el vigor o la eternidad y que, al estar junto a los Penates, traspasan estas ‘propiedades’ a la casa o a la familia. Como ejemplo, el laurel (Serv. Ad Aen.7,59) o la palmera, como vemos en la biografía de Augusto: “Cuando una palmera nació entre las junturas de las piedras delante de su casa, la hizo trasplantar al patio de los dioses Penates y cuidó con gran ahínco de su crecimiento” (Suet.Aug.92).
Serpiente. Detalle de un larario de Pompeya.
En la mayoría de altares domésticos se halla una representación del GENIO, una especie de espíritu protector del pater familias y de todo su linaje. Todas las personas contaban con su propio Genio (en el caso de las mujeres el genio era la Iuno),  y en el caso concreto del pater familias encarnaba su fuerza procreadora, lo cual garantizaba la perpetuación de su nombre y su estirpe. Se le suele representar como un hombre vestido con toga praetexta, con la cabeza cubierta y presentando las ofrendas en el altar. A veces va acompañado de Iuno, una mujer madura vestida con túnica larga.
La fiesta principal del Genio coincidía con el nacimiento del pater familias. En ese momento se le ofrecía vino, flores, incienso o pasteles, en un ambiente festivo que se completaba con danzas en torno al altar. Así lo leemos por ejemplo en el poema que Tibulo dedica a Mesala en el día de su cumpleaños, que además coincide con su triunfo sobre los galos: “Ven aquí y, con cien juegos y danzas, festeja en nuestra compañía al Genio, y vierte sobre las sienes el vino a raudales; que sus brillantes cabellos destilen gotas de perfume; su cabeza y cuello ciñan suaves guirnaldas. Ojalá vengas hoy mismo; ofrézcate yo honores de incienso y te obsequie con sabrosos pasteles de miel de Mopsopo. En cuanto a ti, crezca tu descendencia; que aumente las hazañas de su padre y respetuosa te rodee anciano” (Tibul.I,7).

Casa del jardín encantado. Pompeya.
Muy vinculada al Genio es la representación de SERPIENTES que se pueden observar en muchos altares. Suelen aparecer junto a flores y plantas, y se enroscan o reptan hacia un altar en el que se observan, a su vez, ofrendas (generalmente piñas y huevos). Hay diferentes teorías sobre su significado, como ser la representación del propio Genio del pater familias, la del Genio del lugar (Genius loci) o la del antepasado fundador de la familia convertido en un espíritu protector. Esta última teoría se apoya además en el tipo de ofrendas que se representan en estos altares junto a las serpientes, por lo general piñas y huevos, auténticos símbolos de muerte y resurrección.

Esta relación de las serpientes y Genios con los antepasados de la familia los conecta con los MANES, los espíritus de los ancestros convertidos en benefactores, que completan el culto doméstico. Normalmente este culto tenía lugar en las tumbas, donde familiares y difuntos compartían banquetes en fechas señaladas, como los aniversarios del nacimiento y muerte del difunto, o en determinadas fiestas ya marcadas por el calendario (Feralia, Parentalia, Caristia…). Pero los espíritus de los antepasados también formaban parte del culto doméstico más allá de las Lemuria y otros rituales muy codificados. Se han hallado en los lararios de algunas casas pompeyanas una serie de figurillas que, al parecer, serían una representación simbólica de los antepasados, convertidos en espíritus protectores de la familia y por tanto sujetos al culto doméstico.
Basándonos en las ofrendas que normalmente se hacen a los Manes en sus tumbas, relacionadas con el mundo mortuorio, la fertilidad y la resurrección, nos podemos imaginar que también estas son válidas en los altares domésticos: legumbres, pasteles, miel, leche, vino y, por supuesto, coronas de flores (violetas, rosas, mirtos, lirios…). Sin olvidar los huevos y piñas que se representan recurrentemente en los altares de las serpientes.


Manes. Casa de Menandro. Pompeya.
Bien, solo nos queda dedicar a nuestros dioses tutelares una oración propiciatoria. Cojamos nuestra pátera que contendrá el alimento sagrado que pondremos al fuego, nuestro salero de plata, el perfumero lleno de incienso (el thuribulum),  la copa para las libaciones de vino (el praefiriculum) y un aspersorio de rama de olivo. Ya tenemos todo. Solo queda pronunciar unas palabras mientras mantenemos viva la llama, quemamos perfumes e incienso, vemos crepitar el fuego tras arrojar la sal, ofrecemos pastelitos y miel, decoramos el altar con flores y guirnaldas… “que los dioses nos concedan habitar aquí con bienestar, felicidad, prosperidad y suerte” (Plauto, Trin.40).


William Waterhouse. The household gods
'Los dioses del hogar'