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viernes, 5 de julio de 2019

FARCIMINA Y OTRAS FARSAS EMBUTIDAS EN LA ANTIGUA ROMA

En la culinaria romana triunfaban toda suerte de salchichas, butifarras, morcones,  morcillas, salchichones, longanizas y otras composiciones a base de carne, grasa, especias y sal. Eran de muchos tipos según la composición y el tratamiento, lo mismo que nuestros embutidos actuales, y en los textos latinos aparecen nombrados de diferentes formas, aunque no es fácil establecer la correspondencia entre palabras y productos.
Tipos de farcimina. Grup de Reconstrucció Històrica de Badalona. Ludi Rubricati 2019. foto @abemvs_incena

En general, se denominaban farcimina toda suerte de embutidos, según leemos en San Isidoro: “Farcimen es la carne muy cortada y picada con que se embute -farcire- o se llena un intestino, después de haberla mezclado con otros condimentos” (Etim. XX,28), y formarían parte de las succidia, es decir, carnes curadas y saladas, generalmente de cerdo, que se destinan a una larga conservación. Como se imagina, son fruto de la necesidad de conservar la carne una vez hecha la matanza, que se hacía tradicionalmente en pleno invierno justamente para aprovechar los beneficios de las bajas temperaturas: a más frío menos crecimiento bacteriano. El poeta Marcial recoge este dato en un epigrama: “La morcilla -botulus- que te llega en pleno invierno, me había llegado antes de los siete días de Saturno” (XIV,72), relacionando la llegada de unas morcillas con las Saturnales, que se celebraban entre el 17 y el 23 de diciembre.

cabeza de cerdo, salchichas y brochetas.
pintura parietal de una cocina de Pompeya
La elaboración general de estos embutidos suele ser siempre la misma: la carne se trocea, se pica y se maja, mezclada con diferentes condimentos, para formar el relleno o farsa (insicium); se embute en una tripa natural y se cuelga y se deja ahumar, o bien se cuece en agua y posteriormente se asa.

Este sistema de conservación de la carne dentro de la misma tripa es muy antiguo, y parece que los romanos lo aprendieron de los griegos. Ya en la Odisea, Homero menciona un embutido asándose al fuego lentamente:
De la misma manera que un héroe a un gran fuego llameante dando vueltas a un vientre repleto de gordo y de grasa, ora a un lado, ora a otro, desea que se ase al momento, él también así se revolvía, pensando en qué forma le pondría las manos a los pretendientes impúdicos, solo él contra tantos”. (Odisea XX,25-30).
Y Ateneo de Náucratis nos menciona al inventor de las salchichas y embutidos, que es nada menos que Aftoneto, uno de los siete cocineros sabios míticos (Deipn. IX, 379E). Grecia es también la autora de los primeros recetarios de embutidos y carnes en conserva. Por otra parte, el procedimiento de ahumar las carnes para conservarlas es también utilizado por los griegos y por los egipcios.

Toda esta tradición fue aprendida por el pueblo romano, que la desarrolló sobradamente.

Sabemos la composición y elaboración de algunos embutidos gracias al recetario de Apicio, De re coquinaria. En su Libro II, Sarcoptes, traducido como “Los trinchantes” se mencionan 5 recetas diferentes.

La primera (II, III,2) sería una receta de morcillas (botellum). En ella hay que mezclar seis yemas de huevo cocido, piñones cortados, cebolla troceada, puerro picado, pimienta molida y algo llamado ‘salsa cruda’ (ius crudum). Los expertos de historia de la alimentación, como Almudena Villegas, consideran que esta ‘salsa cruda’ corresponde a la sangre a medio cuajar, fundamental en la elaboración de las morcillas y butifarras negras. Una vez mezclado todo, hay que rellenar varias tripas y cocerlas con garum y vino.
La palabra utilizada, botellum, es el diminutivo de botulus. Ambas aparecen en diferentes textos y se traducen generalmente por ‘morcilla’, aunque hay que decir que en Aulio Gelio se identifica con el más genérico farcimen. (Gelio XVI, 7,11). ‘Botellum’ es también el étimo del que procede la palabra “botillo”, conocido embutido de la comarca de El Bierzo.

Confección de farcimina. Grup de reconstrucció històrica de Badalona. Magna Celebratio 2019. foto @abemvs_incena
La segunda receta que menciona Apicio (II, IV) es la de las famosas salchichas de Lucania (Lucanicae). El mismo autor nos indica que la receta es similar a la anterior y para hacerla se deben picar una buena cantidad de especias para formar el aliño: pimienta, ajedrea, comino, ruda, perejil, bayas de laurel y cualquier otra especia que se tenga, también garum. La carne se debe picar muy bien y mezclarla con este aliño. Una vez bien picada se amasa y se mezcla con mucha grasa -manteca de cerdo, pinguedine- y piñones. Después se echa en una tripa larga y muy fina y, a diferencia del botellum, la lucanica se cuelga y se ahúma.
Estas salchichas tenían denominación de origen, procedían de la región de Lucania, en el sur de Italia, región que formaba parte de la Magna Grecia, y, al parecer, fueron los militares los que las dieron a conocer en Roma, según las palabras del escritor y militar Marco Terencio Varrón: “A la tripa rellena procedente del intestino grueso, le dan la denominación de Lucanica, porque los soldados tuvieron conocimiento de ella por los lucanos” (De lingua latina V, 22,111). El poeta Marcial las menciona en sus epigramas: “Vengo como hija lucánica de una cerda del Piceno” (XIII, 35), y parece que eran un regalo habitual en las fiestas Saturnales: “Regalos a Sabelo por las Saturnales: una longaniza con tripa falisca” (Mart. IV,46,8). Por cierto, la tripa falisca (venter faliscus) era otro embutido con denominación de origen. Procedía de la zona de Falerium, un territorio situado en tierras etruscas y se hacía con intestinos gruesos. Sería un equivalente a los morcones, obispillos, ‘bisbes’ o ‘bulls’.
Volviendo a la lucanica, esta palabra ha evolucionado en las distintas lenguas europeas, siendo el étimo del que deriva la ‘longaniza’ del castellano, las ‘llonganissa’ y ‘llangonissa’ del catalán, las ‘lukainka’ y ‘lukaika’ del euskera, la ‘luganega’ del italiano o la ‘linguiça’ del portugués. Así de famosas fueron las salchichas de la Lucania!

Las tres recetas siguientes que da Apicio (II, V, 1-3) corresponden a un apartado general de salchichas o farcimina (la traducción por ‘chorizos’ que se encuentra en algunas versiones del libro de Apicio no me parece adecuada, puesto que nuestra asociación del chorizo con el pimentón es inevitable).
En la primera, la farsa se compone de sesos, huevos, piñones, pimienta, garum y laser. En la segunda, de espelta cocida molida con la carne picada y mezclada con pimienta, garum y piñones. En la tercera, de nuevo espelta cocida (con garum y puerros), manteca de cerdo, carne picada, huevos, pimienta, ligústico, piñones y garum. En los tres casos se hierve la tripa rellena con agua y posteriormente se asa, o se sirve cocida. También se puede servir asada y acompañada de mostaza. En todos los casos se utilizan piñones, que no solo dan textura sino que también absorben aromas y sabores. Actualmente algunos embutidos, como el ‘blanquet’ de la Comunidad Valenciana, siguen llevando piñones, además de una composición bastante parecida a las de Apicio, la verdad. En otros casos, observamos que el aglutinante preferido en la actualidad es el arroz.
'Botulus'. Grup de reconstrucció històrica de Badalona. Magna Celebratio 2019. foto:@abemvs_incena
En los textos latinos encontramos otros nombres para referirse a butifarras, salchichas y otros embutidos. Siguiendo la clasificación que hace Varrón (De lingua latina V, 22,111), basada fundamentalmente en el tipo de tripa utilizado, existen el fundolus, embutido en el intestino ciego; el farticulum, que utiliza intestinos más delgados; hila o hilla, si es una tripa muy fina; longavo, si es muy largo; apexabo, que tenía en un extremo algo que sobresalía, como el apex de los sacerdotes; y el murtatum, que llevaba en el relleno una gran cantidad de mirto.

Pero en los textos latinos también encontramos el tuccetum, un tipo de embutido que quizá provenga de la Galia Cisalpina. Bastante grasiento es como nos lo presenta Horacio, quien echa en cara a quien quiere mantenerse saludable que no sea capaz de eliminar de su dieta los platazos enormes y las salchichas pringosas (tuccetaque crassa) (Hor. Serm.II,4,60-62). Y Apuleyo nos habla de la sirvienta Fotis, que preparaba para sus amos un manjar que olía de manera deliciosa (tuccetum sapidissimum) (Apul. Met.II,7).

Otro término habitual en los textos es tomaculum. Trimalción sirve estas salchichas en los aperitivos de su famosa cena, sobre una parrilla de plata que los esclavos traen directamente al triclinio: “Había también salchichas calientes (tomacula ferventia) sobre una parrilla de plata” (Petron. XXXI,11). También en el Satiricón aparece el término sangunculum, sin duda para representar algún tipo de morcilla o butifarra elaborada con sangre. Aparecen en la cena descrita por Abinnas para servir de acompañamiento a un cerdo, que es el plato principal (Petron. LXVI,2).

Relieve funerario del carnicero Tiberius
 Julius Vitalis. Villa Albani, Roma.
Las salchichas, butifarras y longanizas en general eran un producto de cierta categoría, aunque no de lujo. Una elaboración a base de carne, especias y grasa no tenía por qué ser un producto barato. El Edicto de Precios de Diocleciano del año 301 dC nos marca el precio de cuatro de ellas: salchichas de cerdo y de carne de vacuno (quizá salchichas frescas debido al nombre, isicia, referente al relleno de carne picada) y salchichas de Lucania ahumadas, también de cerdo y también de carne de vacuno. Las de cerdo eran más caras con diferencia: las salchichas normales costaban 2 denarios la onza (27,28 gr.), mientras que las de buey o ternera 10 denarios la libra (327,45 gr.). Las de Lucania eran bastante más caras: las de cerdo costaban 16 denarios la libra, mientras que la libra de las de carne de vacuno costaba 10 denarios. Para hacernos una idea, las más caras salen al mismo precio que medio litro de liquamen, que el hígado alimentado con higos, que una tórtola de crianza o que una libra de jabalí.

Por eso no nos sorprende verlas en el banquete de Trimalción, por ejemplo. O en la comida que la joven esposa prepara para su marido, “una comida digna de los sacerdotes salios”, en la que no falta un guisado de carne fresca junto a su embutido (pulmenta recentia tuccetis temperat) (Apul. Met.IX,22). A veces se presentan como aperitivos, junto a huevos, aceitunas, pescado en salazón y otros quitahambres, regados con el inevitable mulsum: “Y no es posible que pongas alguna esperanza en los aperitivos: los he eliminado por completo, pues antes solía quedarme sin apetito con tus aceitunas y tus longanizas (oleis et lucanicis tuis)”, se queja Cicerón, (Ad Fam. 190,8). Marcial las sirve a sus amigos junto a una col verde y una blanca polenta (V,78). Y ya hemos visto que no es extraño regalar estos productos cárnicos con motivo de las Saturnalia, como reclama Estacio a su amigo Plocio Gripo, que ha sido tan tacaño que no le ha regalado “ni salchicha de Lucania , ni tripas rellenas al gusto falisco” (Silv.IV,9,35).

Pero, como he dicho, tampoco eran un objeto de lujo. De hecho, son un alimento idóneo para ser consumido por todas las clases sociales. Se vendían en las tabernas, en las termas y en los puestos ambulantes, según leemos en los textos latinos. Horacio explica que son un buen estímulo para los borrachos, cuyo estómago “exige que lo reanimen más y más con jamón (perna) y salchichas (hillis)” (Hor.Serm. II,4).  Marcial habla del “cocinero que pregona ronco salchichas humeantes (fumantia … tomacla) por las tibias tabernas” (I,41) y Séneca se desespera con el ruido de las termas y de los vendedores ambulantes, que le alteran profundamente: “Luego al vendedor de bebidas con sus matizados sones, al salchichero (botularium), al pastelero y a todos los vendedores ambulantes que en las tabernas pregonan su mercancía con una peculiar y característica modulación” (Ep.VI,56,2).

Escena de carnarium. Museo della Civiltà Romana, Roma.
Butifarras, longanizas, morcillas, salchichas y otras composiciones similares son una herencia de la Antigüedad clásica, cuya elaboración es prácticamente idéntica a la actual si exceptuamos el pimentón.

Bon appetit!


lunes, 3 de abril de 2017

PENUS Y PENATES: LA DESPENSA DE LOS ROMANOS

Las cocinas de las casas romanas podían ser de naturaleza diversa en función del tipo de casa y de la época. De su posición original en el atrio de las domus, pasaron a ubicarse en un espacio alejado de las zonas residenciales -habitaciones o comedores- para no molestar con sus ruidos, humos y olores. En todo caso, era un espacio alejado de la casa, pequeño, oscuro y bastante indigno, si lo comparamos con las habitaciones más lujosas. En esta habitación de la casa, a menudo contigua a los baños, a las letrinas y los establos, cerca del Larario donde se rendía culto a los dioses del hogar, cerca de los fogones, se hallaba un almacén bien custodiado donde se guardaban las provisiones para todos los miembros de la familia, esclavos incluidos. De este almacén, el penus, y de su contenido es de lo que hablaré en esta entrada del blog.


La cocina es un lugar sagrado donde se mantienen el fuego y los alimentos, ya que sin ellos la prosperidad familiar peligra. Por ello es en las cocinas donde se encuentra un altar dedicado a los dioses protectores de la despensa, los Penates, a menudo confundidos con otros númenes protectores de la familia: los Lares. Los Penates eran los guardianes de la despensa y del fuego y se representaban bajo la forma de un par de jóvenes, como los Lares. Se veneraban junto a Vesta, diosa del fuego doméstico, como ellos, y se dedicaban a conservar y multiplicar toda suerte de alimentos y bebidas, así como a inspirar la creatividad del cocinero. Por supuesto a los Penates se les debían hacer ofrendas diarias, ya que formaban parte del culto doméstico y eran parte implicada en la prosperidad de la casa. Cuando la familia se dispone a comer, el pater familias les ofrece una parte de los alimentos, como la harina y la sal, que arroja al fuego pronunciando las plegarias pertinentes de propiciación o de agradecimiento que protegerán a todos los habitantes del hogar. Instrumental imprescindible para el culto serán la patera o patella, un plato redondo para depositar las ofrendas, y el salinum, el salero de plata para conjurar la putrefacción de los alimentos.

La despensa o penus podía ser un simple hueco en la pared junto al fuego, una alacena protegida de la luz y de las manos largas. Apuleyo menciona un simple gancho tras la puerta de la cocina: “un labrador de allí envió en presente al señor de aquella casa un cuarto de ciervo muy grande y grueso, el cual recibió el cocinero y lo colgó negligentemente tras la puerta de la cocina, no muy alto del suelo” (Met. 8,31,1), aunque no parece que esto fuera lo  más recomendable. Lo normal es que fuese un pequeño habitáculo, como dan a entender las palabras de Suetonio sobre la habitación en la que nació Augusto, que era “muy pequeña y del tamaño de una despensa” (Suet. Aug.6).
Reconstruction of kitchen life in the Peristyle
Building at Vindonissa; © Legionary Trail,
 Museum Aargau

Esta despensa, llamada en los textos cella penaria o promtuarium, podía dividirise en celdas o cámaras para mantener los alimentos a una temperatura baja (cellae frigidariae) y protegidos de la luz. Y habría un espacio reservado para las carnes (carnarium), otro para la miel, para las frutas, para las salazones, para las aceitunas y el garum… Si uno tenía una villa rústica y el espacio suficiente, podía disponer también de una cella vinaria, es decir, una bodega de vino, lo mismo que una almazara de aceite, lo cual daba bastante prestigio al propietario. Pero si uno era más del montón, sin tanto espacio ni tantas provisiones, era fácil que simplemente poseyera un gancho sobre el fuego donde colgar el tocino, como sucede en la Fábula de Filemón y Baucis, en la que para improvisar una cena para los dioses, la pareja de ancianos descuelga “unas sucias espaldas de cerdo que colgaban de una negra viga”, es decir, un lomo de cerdo ahumado (Ovid. Met.VIII, 647-650).



El penus debía mantenerse bajo llave para evitar los asaltos de esclavos o visitantes. Cleústrata, el personaje de Plauto, se dirige a sus esclavos antes de salir de casa: “Cerrad las despensas y traedme el sello del precinto: voy a casa de la vecina” (Cas. 145). A veces se nombra un encargado de la custodia del penus, el cellarius: “Tú ocúpate en casa de lo que haga falta: coge, pide, saca de la despensa lo que quieras. Quedas nombrado mi despensero” (Plauto Capt. 895). Aunque el despensero de Plauto, de nombre Ergásilo, no es precisamente de un dechado de virtudes, pues en cuanto se ve solo exclama: “Dioses inmortales, ni un canal de cerdo voy a dejar sin cortarle el pescuezo; qué gran ruina amenaza a los jamones, qué epidemia va a caer sobre el tocino, cómo se van a consumir las tetillas, qué gran desgracia para los chicharrones, qué gran fatiga para los carniceros” (Capt. 903-905). En fin, los asaltos furtivos a la despensa por parte de los esclavos parecen bastante habituales.
¿Qué productos se guardaban en la despensa? Pensemos que por muy bien conservados que estén los alimentos, protegidos de la luz y el calor, nunca podrán compararse con las condiciones que nos ofrecen nuestros aparatos refrigeradores. En una despensa romana no vamos a encontrar productos frescos, simplemente porque no se pueden conservar. Los productos frescos se consiguen y se consumen en un plazo de tiempo breve: carne, verduras, frutas… Vuelvo a la pregunta: ¿qué productos se guardaban como comestibles de reserva?


Las fuentes escritas nos mencionan a menudo ciertos productos. Para empezar, los que sirven para conservar otros alimentos: la sal, el vinagre y la miel.
De la sal he mencionado ya su poder contra la corrupción de los alimentos y su participación en las ofrendas a los númenes protectores del bienestar del hogar. De hecho, casi todas las familias romanas tenían un salero de plata, un auténtico lujo, que se conservaba en el penus y se utilizaba para las ofrendas a los dioses y, evidentemente, los aliños finales. La sal impedía que se espesara el aceite, permitía preparar el vino, conseguía mantener las aceitunas, los quesos, los embutidos, las salazones... La sal permite hacer las conservas. El vinagre forma parte de la mayoría de las salsas y aliños. Sirve para desinfectar el agua sospechosa o para limpiar la tripa de cerdo o las hortalizas, o para  hacer escabeches. La miel sirve para equilibrar el protagonismo de las grasas en los platos muy sofisticados, como los que aparecen en el recetario de Apicio. Sirve también para endulzar, puesto que no se utilizaba el azúcar. Permite mantener las frutas, como indica Columela: “no hay especie alguna de fruta que no se pueda conservar en miel” (RR, XII, X). Sirve para condimentar el vino, como lo demuestran las diferentes recetas que han llegado hasta nosotros, como el mulsum, un vino hecho a base de la fermentación conjunta de la uva y la miel; el vino de rosas o el “vino aromático con miel para el viaje”, que menciona el recetario De Re Coquinaria (I, III,1). Pero con miel también se puede conservar la carne, preparar hidromiel, confeccionar salsas…
Foto: @Abemvs_incena (Magna Celebratio 2017)
Pero además de estos básicos, las fuentes nos mencionan ciertos productos que se almacenan en casi todas las despensas, alimentos sencillos que garantizarían las reservas y por tanto el mantenimiento y la prosperidad de la familia. En el penus se almacenan tinajas y vasijas llenas de trigo y legumbres, quesos, huevos, aceitunas, frutos secos, aceite, vino. El trigo y quizá otros cereales se conservaban preferentemente en grano, pues así se aguantaba mejor que molido. Los huevos aguantaban mucho, según el agrónomo Varrón había que “frotarlos con sal fina o tenerlos en salmuera tres o cuatro horas” (RR 3.9.12). En vasijas de barro y procurando que estuvieran en lugar seco y fresco, se podían almacenar casi todos estos productos, que se mencionan frecuentemente en los textos escritos. Filemón y Baucis, en la fábula de Ovidio, sirven a los dioses aceitunas, cornejos en salmuera, endibias y rábanos, queso y huevos: “Se pone aquí, bicolor, la baya de la pura Minerva y, guardados en el líquido poso, unos cornejos de otoño, y endibia y rábano y masa de leche cuajada y huevos levemente revueltos en no acre rescoldo” (Ovid. Met. VIII, 664-667). En El asno de oro, un hombre al que acoge el amo del protagonista, promete devolverle el favor enviándole como regalo “algunas provisiones de trigo, aceite y dos tinajas de vino de sus posesiones” (Apul. Met. 33), típicos alimentos de despensa. Y en el Satiricón, el protagonista visita a Oenotea, una “sacerdotisa” bastante pobre que le promete devolverle la virilidad, quien “poniéndose un mandil cuadrado, colocó en el fuego un enorme puchero; acto seguido, con un gancho, alcanzó de la despensa un fardo que contenía su provisión de habas y un trozo de cabeza de cerdo muy añeja y con mil muescas del cuchillo” (Petr. Satyr.135).
Foto: @Abemvs_incena (Tarraco Viva 2014)
Sin duda el producto estrella de las despensas es la carne salada o ahumada de cerdo: el tocino, el jamón, el lomo y la chacina en general… en salazón, ahumado, en adobo. El rey indiscutible de las despensas es el cerdo, del que Varrón dice que “lo ha ofrecido la naturaleza para el banquete, y que por ello se les dio la vida y de la misma manera la sal para conservar su carne” (RR 2.4.10), y Plinio añade que “de ningún otro animal se saca más provecho para la gula; casi cincuenta sabores diferentes, mientras los demás tienen uno solo” (NH VIII, 51). Plauto menciona a menudo algunos de esos “cincuenta sabores” diferentes. El joven Fédromo le ofrece a su “cómplice” Gorgojo “jamón, panceta, tetilla de puerca, costillas, papada” (Plaut. Gorg. 323); el esclavo Estico al hacer los preparativos para un banquete exclama: “descolgad un jamón y una papada de cerdo” (Stich. 358-360); Balión ordena a su esclavo: “Pon en agua el jamón, corteza de tocino, papada y tetilla de cerdo, ¿te enteras?” (Plaut. Pseud. 166); y volvamos a recordar al guardián Ergásilo, cuya gula amenzaba la integridad de jamones, tocino, tetillas y chicharrones (Capt. 903-905).
Foto: @Abemvs_incena (Tarraco Viva 2014)


Una despensa bien abastecida podía contener, además, ciertos lujos como pimienta, garum, incienso, pescado en salazón y vino de cierta calidad. Es el caso, por ejemplo, del poeta Marcial, el cual se lamenta de que le hayan regalado un jabalí porque tendrá que echar mano de su reserva de delicatessen: “Que mis Penates se engrasen alegres impregnándose con su oloroso vapor y que mi cocina arda en fiestas con un elevado montón de leña. Pero el cocinero empleará un montón ingente de pimienta, añadirá también falerno mezclado con el garum que tengo escondido… Vuelve a casa de tu dueño.” (VII, 27). Parece que las despensas de los abogados eran de las mejor abastecidas, sobre todo porque los clientes solían hacer sus pagos y regalos en especias, y los textos escritos abundan en ejemplos. Persio aconseja: “No sientas envidia de que en una despensa repleta gracias a la defensa de ricos Umbros, huelan a rancio hileras de tarros, pimienta y jamones, recuerdos de un cliente Marso, y de que no se haya vaciado aún el primer recipiente que se llenó de arenques” (Persio, Sat. 3,73). Y Marcial nos nombra al engreído Sabelo, que recibe los regalos de sus clientes durante las fiestas Saturnales: “Tales fastos y ánimos se los da a Sabelo medio modio de trigo y de habas molidas, tres medias libras de incienso y de pimienta, una longaniza con tripa falisca, una garrafa siria de vino tinto cocido, una helada orza libia de higos junto con unas cebollas y caracoles y queso. También llegó de parte de un cliente del Piceno un cestillo al que no le cabían unas sobrias olivas (...) Saturnales más fructíferas no las tuvo en diez años Sabelo” (IV, 46).

Foto: @Abemvs_incena (Tarraco Viva 2016)

Frente al esplendor de esta reserva de vituallas del abogado Sabelo, encontramos a otros abogados mucho peor pagados, según nos dice Juvenal: “¿Cuál es el precio de tu voz? Un jamón rancio y una cesta de atunes o cebollas añejas (...) o cinco jarras de vino transportado por el río Tiber” (Sat. VII, 119-121). Ya se sabe, hay clientes y clientes, y hay abogados y abogados.


Solo nos queda acabar. Quememos incienso frente a nuestros Penates adornados con laurel y, antes de zamparnos nuestra próxima comilona, ofrezcamos la sal y la harina junto al fuego y pidamos prosperidad, inspiración al crear los platos y que nos alejen del hambre y de los trastornos del paladar.

Prosit!